El belicoso reinado de Salmanasar agotó a Asiria sin lograr, a fin de cuentas, el objetivo ansiado de poner a sus enemigos totalmente fuera de combate. Salmanasar III obtuvo victorias en todas partes: contra Siria e Israel en el Oeste, contra Urartu en el Norte, contra Media en el Este y contra Babilonia (o Caldea, como la podemos llamar ahora) en el Sur. Pero en ningún caso las victorias fueron decisivas, y sus enemigos quedaron llenos de combatividad.
Además, en sus últimos años, el rey tuvo constantes problemas dinásticos. Esto era común en las monarquías antiguas. Cuanto más cercano a nosotros es un período histórico, y por consiguiente cuanto más detallado es nuestro conocimiento de él, tanto mejor podemos observar la perenne lucha entre padre e hijo o entre hermano y hermano.
Uno de los problemas era que, en las antiguas monarquías, no había una línea de sucesión clara. En general, bastaba que gobernase algún miembro de la familia real, pero no tenía que ser necesariamente el hijo mayor del rey. Esta norma se basaba en buenas razones. Si la sucesión iba automáticamente al pariente más cercano, podía ser rey algún individuo incompetente. Habiendo libertad de elección, en teoría ocuparía el trono el mejor.
Pero ¿quién era el mejor? En las familias reales poligámicas, a menudo había muchos hijos mayores, cada uno de los cuales se consideraba el mejor. Podía haber muchos partidos diferentes que esperaban la muerte del rey, cada uno de los cuales abrigaba la esperanza de que le sucediese algún pariente determinado.
Si el viejo rey moría repentina e inesperadamente, podía desatarse una guerra civil. Si el viejo rey tardaba mucho en morirse, algún hijo impaciente podía tratar de apoderarse del trono por la fuerza (y, si era posible, disponer también el asesinato de su padre).
En el último año de vida de Salmanasar, su hijo mayor se rebeló, y el rey murió en el 824 a. C. antes de que el enfrentamiento quedase dirimido. El hijo menor de Salmanasar combatió en nombre de su padre y logró aplastar la rebelión. Pero no fue un rey fuerte, y el poder asirio decayó bajo su reinado, mientras la tierra agotada buscaba reposo.
Cuando el nuevo rey murió, en el 810 a. C., dejo un niño pequeño, y su viuda, Sammu-rammat, tomó en sus manos el poder. La visión de una mujer gobernando el grande, poderoso y terrorífico Reino asirio parece haber impresionado a los habitantes de las tierras circundantes. Por entonces, los griegos estaban apenas emergiendo de la edad oscura que siguió a los desórdenes provocados por los Pueblos del Mar. Aun en su península, situada a 1.700 kilómetros de Calach, deben de haberles llegado oscuras noticias de esa reina. Al menos, sus leyendas, tales como aparecen posteriormente en las obras de sus literatos, relatan una historia curiosamente escorzada de Asiria que se centra en esa reina.
El primer rey asirio, según las leyendas griegas, fue Nino, quien fundó Nínive. (En tiempos posteriores, Nínive fue la capital de Asiria, y los griegos quizá pensaron que la ciudad recibió el nombre de su fundador. También es posible que Nino sea un borroso recuerdo de Tukulti-Ninurta I, en cuyo caso el Nino de la leyenda griega y el Nemrod de la leyenda hebrea aludirían al mismo rey).
Se suponía que Nino había conquistado toda el Asia Occidental en una serie de fulminantes campañas (la obra resumida de una docena de conquistadores asirios) y se había casado con una hermosa mujer llamada Semíramis. Parece claro que «Semíramis» era un recuerdo de Sammu-rammat.
Después de la muerte de Nino, sigue la leyenda, Semíramis ocupó el trono. Se creía que había reinado cuarenta y dos años y fundado la ciudad de Babilonia. Tuvo éxito en todo lo que emprendió, hasta que trató de conquistar la India y allí fracasó.
Hay muchos detalles románticos y coloridos en esa historia, y los griegos de edades posteriores atribuyeron a Semíramis todo edificio o monumento notable que vieron en Asia Occidental. Pero todo esto es inventado, todo es producto de una galopante imaginación, inspirada por el sencillo hecho de que, durante un breve tiempo, una mujer gobernó Asiria.
La Sammu-rammat verdadera sólo gobernó ocho años, no cuarenta y dos, ni fue particularmente triunfante o victoriosa. En verdad, después del reinado de su hijo, Asiria entró en un período de estancamiento, mientras una serie de gobernantes incompetentes se sucedían unos a otros en el trono. Pero era tan terrible la reputación de Asiria que la reina no halló dificultades, aunque su imperio se fuera desintegrando en la periferia. Ninguno de sus vecinos la provocó mucho.
Pero esos vecinos florecieron internamente en ese intervalo de letargo asirio. Urartu, en particular, llegó a su apogeo. Del 778 al 750 a. C. estuvo gobernado por Argistis I, quien unió toda la Mesopotamia del extremo septentrional bajo su dominación y forjó un reino que por un momento fue tan grande y fuerte como Asiria, por entonces debilitada.
También Israel tuvo su momento de prosperidad. Siria había quedado muy quebrantada por Salmanasar III y no podía ya competir. En el 785 a. C. Jeroboam II subió al trono de Israel. Extendió su dominación hasta el Éufrates, y tanto Siria como Judá se le sometieron. Los cuarenta años de su reinado fueron casi como la restauración del reino de David.
Pero, desgraciadamente para Urartu y para Israel, Asiria no estaba muerta, sólo estaba dormida.