El Hitler asirio

La vitalidad aparentemente inagotable de Asiria originó una nueva recuperación. Asiria había revivido después de los furiosos ataques de los hurritas y, luego, de los Pueblos del Mar. Y ahora rechazó a los arameos.

En el 911 a. C., Adadnarari II ocupó el trono asirio. Reorganizó el gobierno e infligió nuevas derrotas a los arameos. (Los arameos habían creado una serie de principados en la Media Luna Fértil, y ahora eran más fáciles de aplastar que cuando eran nómadas vagabundos).

Un factor importante que favoreció a Asiria fue que aumentaron sus suministros de hierro. En el 889 a. C., cuando el hijo de Adadnarari, Tukulti-Ninurta II, inició su breve reinado de cinco años, había suficiente hierro en el reino para equipar a todo el ejército con armas de ese metal. El ejército asirio fue realmente el primero que explotó el nuevo metal en cantidad, y comenzó una carrera de conquistas que duraría dos siglos e iba a ser el terror del mundo.

Pero no fue sólo el hierro. Los asirios fueron los primeros que convirtieron el asedio de ciudades en una ciencia. Desde tiempos muy antiguos, las ciudades habían aprendido que si construían murallas a su alrededor, podían hacer frente a un enemigo con mayor eficacia. Desde lo alto de las murallas, era fácil arrojar una lluvia de flechas sobre el enemigo, mientras que éste no podía hacer mucho daño arrojando flechas a la parte superior de las murallas.

Por ello, los asedios se convirtieron en un duelo de resistencia. Los sitiadores no hacían intentos de abrirse camino y tomar la ciudad «por asalto». En cambio, se contentaban con aislar la ciudad e impedir que entraran en ella suministros alimenticios. De este modo, podía obligarse a la ciudad a rendirse por hambre. La ciudad sitiada resistía todo lo posible, con la esperanza de que el ejército sitiador sucumbiese al aburrimiento, el agotamiento y las enfermedades. Por lo general, era un largo esfuerzo y a menudo, a causa de los sufrimientos de ambas partes, se llegaba a algún compromiso por el cual la ciudad aceptaba pagar un tributo, pero se conservaba intacta.

Pero los asirios, en este período de la historia, comenzaron a idear métodos para derribar las murallas. Construyeron pesados ingenios que no podían ser volcados, les colocaron ruedas para que pudieran moverse fácilmente contra las murallas, los blindaban para proteger a los hombres que iban dentro de ellos y los equipaban con arietes para echar abajo las murallas. Una vez abierta una brecha en éstas, el ejército sitiador penetraba por ella y, por lo común, todo terminaba.

Esta forma de guerra de asedio originó un nuevo tipo de horror. Cuando las batallas se libraban principalmente entre dos ejércitos, la efusión de sangre era limitada. Un ejército derrotado podía huir, y hasta los soldados en fuga podían dar la vuelta para defenderse. Pero cuando una ciudad era tomada por asalto, su población quedaba atrapada contra sus propias murallas y no podía huir. Estaba llena de bienes materiales que invitaban al pillaje y de mujeres y niños inermes de quienes se podía abusar sin temor a las represalias. En la furia de la guerra y la excitación de la victoria, el saqueo de una ciudad entrañaba indescriptibles crueldades.

Esto se vio, de la manera más horrorosa, durante el reinado de Ashurnasirapli («Ashur guarda al heredero»), más conocido para nosotros como Asurnasirpal II, quien sucedió a Tukulti-Ninurta II en el 883 a. C.

Efectuó, prácticamente, la destrucción de los principados arameos, hasta el Mediterráneo, completando de este modo la tarea de sus dos predecesores. Restableció la prosperidad asiria y reconstruyó la olvidada ciudad de Calach, convirtiéndola nuevamente en la capital del reino y construyendo allí un palacio, que fue una de las primeras construcciones asirias excavadas por los arqueólogos modernos (concretamente de 1845 a 1851).

De este palacio quedó lo suficiente para mostrar su magnificencia. Cubre una superficie de 24.000 metros cuadrados y está decorado con bajorrelieves de extraordinario realismo. Muchos están dedicados a mostrar a Asurnasirpal II (representado como un hombre fuerte pero de rasgos más bien toscos) cazando leones. La caza siempre ha sido considerada como un deporte regio, pero ha habido pocos linajes de reyes tan dedicados a ella como los reyes asirios. Su afición a ella debe de haberse hecho proverbial, por lo que la Biblia describe a Nemrod en la forma de un dicho común, como «un vigoroso cazador ante el Señor» (Génesis, 10,9).

Los relieves que muestran los caballos y carros conducidos por el fuerte brazo de Asurnasirpal, cuando atraviesa a los leones con flechas, son admirables y hasta hermosos. Los animales parecen todo músculo, furia y emoción. Es dudoso que en el mundo del arte haya obras que presenten a los animales presas de un sufrimiento más realista que los asirios, cuando hacían imágenes de leones heridos.

Pero estas figuras muestran de algún modo un deleite en el sufrimiento que nos hace recordar que Asurnasirpal II es famoso, o más bien infame, por algo muy diferente del arte. Más que cualquier otro asirio, él contribuyó a crear la mala reputación de esa nación en la historia. El cuarto de siglo que duró su reinado estuvo lleno de crueldades que no tuvieron igual hasta los días de Hitler.

Esas crueldades estuvieron asociadas, en particular, con el nuevo estilo de guerra de asedio. Asurnasirpal usó con eficiencia los ingenios de asedio, y tanto le gustaban que los hizo representar en las inscripciones que nos dejó. Tomó la natural tendencia de los ejércitos atacantes a cometer crueldades y la elevó al rango de una deliberada política de terror, lo cual es casi increíble para cualquier época diferente de la nuestra, que ha presenciado los hechos de la Alemania nazi.

Cuando el ejército de Asurnasirpal tomaba una ciudad, la muerte por torturas era la norma. Se cortaban cabezas en grandes cantidades y se hacían pirámides con ellas. Los hombres eran desollados, empalados, crucificados o enterrados vivos.

Este tal vez haya sido un plan deliberado para hacer más efectivo el poder de Asiria. Podemos imaginar al monarca arguyendo que, mediante tal política de terror, las ciudades serían inducidas a someterse o, mejor aún, a no rebelarse. En definitiva, quizá decía Asurnasirpal, la efusión de sangre y el sufrimiento disminuirían, de modo que la crueldad de la guerra era, en realidad, una bondad. (Los halcones de la guerra han argumentado de este modo también en los tiempos modernos).

Pero el hecho de que Asurnasirpal detallase con deleite sus actos en sus inscripciones, con bajorrelieves que pintan las actuaciones y el hecho de que, al parecer, gozaba contemplando las torturas, muestran sin duda que era un sádico. Realizó sus viles acciones porque gozaba con ellas.

A corto plazo, la política de Asurnasirpal tuvo éxito. Expandió el Imperio y lo colocó sobre cimientos sólidos. Murió en la paz y, tal vez, con el agradable sentimiento de haber hecho el bien.

Pero a la larga, fracasó. Hizo odiar y detestar el nombre mismo de los asirios como no iba a lograrlo ningún conquistador de tiempos futuros hasta la época de Hitler. Los monarcas asirios posteriores no fueron en modo alguno tan perversos como Asurnasirpal II; algunos hasta fueron personas ilustradas y decentes. Sin embargo, un olor de sadismo parece desprenderse de todos ellos, gracias a Asurnasirpal, y ninguno iba a conocer la paz. Durante el resto de su existencia, la historia de Asiria fue una continua represión de rebeliones, pues ningún pueblo permanecía por mucho tiempo pacíficamente sometido a ella.

Cuando, después de dos siglos y medio de incesantes guerras, Asiria fue finalmente derrotada, lo fue en forma total. Otras naciones han decaído, han sobrevivido y se han recuperado. Asiria misma había pasado por este proceso varias veces antes de la época de Asurnasirpal II. Pero cuando decayó nuevamente, después de los tiempos de Asurnasirpal, fue borrada completamente y se la hizo desaparecer de la faz de la tierra.