Los ríos dadores de vida

Pero en las estribaciones de las montañas, donde la lluvia es abundante, el suelo es poco profundo y no muy fértil. Al oeste y al sur de Jarmo había buenos terrenos, profundos y llanos, excelentes para la siembra; se trata de una región realmente fértil.

Esa ancha franja de buenas tierras se curvaba hacia el Norte y el Oeste desde lo que ahora llamamos el golfo Pérsico y llegaba hasta el Mediterráneo. Bordeaba el desierto de Arabia (demasiado seco, arenoso y rocoso para la agricultura), que estaba al sur, y formaba una inmensa media luna de 1.500 kilómetros de largo. Habitualmente se la llama «la Media Luna Fértil».

Lo que la Media Luna Fértil hubiera necesitado para convertirse en uno de los más ricos y populosos centros de civilización humana (lo que llegó a ser, con el tiempo) eran lluvias seguras, pero no las tenía en cantidad suficiente. La tierra era llana, y los vientos cálidos pasaban por encima de ella sin arrojar su carga de humedad hasta llegar a las montañas que la bordeaban por el Este. Las lluvias caían en invierno; los veranos eran secos.

Pero había agua en la tierra, si no del aire, al menos del suelo.

En las montañas situadas al norte de la Media Luna Fértil había abundantes nieves que eran una fuente infalible de agua que descendía por las montañas hasta las llanuras del Sur. En particular, esas corrientes se fundían en dos ríos que fluían a lo largo de más de 1.900 kilómetros hacia el Sur, hasta desembocar en el golfo Pérsico.

Conocemos esos ríos por los nombres que les dieron los griegos, miles de años después de la época de Jarmo. El río oriental es el Tigris, y el occidental, el Éufrates[2]. La tierra comprendida entre los ríos era llamada «Entre-los-Ríos», pero en lengua griega, claro está, de modo que Entre-los-Ríos era Mesopotamia.

Las diferentes partes de esta región han recibido diferentes nombres en el curso de la historia, por lo que ninguno de ellos ha sido aceptado definitivamente para designar toda esa tierra. El más difundido es Mesopotamia, y en este libro lo usaré no sólo para la tierra comprendida entre los ríos, sino también para toda la región que ellos riegan a ambos lados, desde las montañas del Cáucaso hasta el golfo Pérsico.

Esa franja de tierra tiene unos 1.300 kilómetros de largo y va del Noroeste al Sudeste. «Aguas arriba» siempre significará «el Noroeste», y «aguas abajo», el Sudeste. De acuerdo con estas puntualizaciones, la Mesopotamia cubre una superficie de aproximadamente 300.000 kilómetros cuadrados y tiene, más o menos, el tamaño y la forma de Italia, o el tamaño (pero no la forma) del Estado de Arizona.

Mesopotamia abarca el arco superior y la parte oriental de la Media Luna Fértil. La parte occidental, no incluida en Mesopotamia, en tiempos posteriores fue comúnmente llamada Siria, y comprendía la antigua tierra de Canaán.

La mayor parte de Mesopotamia está incluida en lo que hoy llamamos Irak, pero las partes septentrionales atraviesan las fronteras de esta nación y se extienden por las modernas Siria, Turquía, Irán y la Unión Soviética.

Jarmo está a sólo unos 200 kilómetros al este del río Tigris, de modo que podemos considerar que se halla en el borde nordeste de Mesopotamia. Podemos suponer que las técnicas de la agricultura se difundieron al oeste hacia el 5000 a. C. y que se comenzó a practicar en los tramos superiores de los dos ríos y sus tributarios. Fue tomada no sólo de Jarmo, sino también de otros lugares situados a lo largo de las estribaciones montañosas, al este y al norte. Se cultivaron especies mejoradas de cereales y se domesticaron vacas y ovejas.

Los ríos eran una fuente de agua mejor que las lluvias, y los poblados que crecieron en sus márgenes fueron más grandes y más avanzados que Jarmo. Algunos de ellos cubrieron tres o cuatro acres de tierra.

Como Jarmo, sus edificios eran de barro apisonado, cosa muy natural, pues en la mayor parte de Mesopotamia no había rocas ni buenas maderas, mientras que el lodo era abundante. En las tierras bajas hace más calor que en las colinas de Jarmo, y las primeras casas elevadas al borde de los ríos fueron construidas con gruesos muros y escasas aberturas, para mantenerlas frescas.

En las primeras poblaciones no había ningún sistema de recolección de basuras, por supuesto; los desperdicios se acumulaban gradualmente en las calles y eran apisonados por el tránsito continuo de hombres y animales. Cuando las calles se elevaban de nivel, era menester levantar los suelos de las casas con capas adicionales de barro.

De tanto en tanto, las tormentas o las inundaciones destruían las casas de barro seco. A veces, un poblado entero quedaba devastado. Los sobrevivientes o recién llegados reconstruían la ciudad sobre sus ruinas. De resultas de esto, estas ciudades construidas unas sobre otras llegaron a formar montículos que se elevaban por sobre la región circundante. Esto tenía algunas ventajas, pues hacía a la ciudad más fácil de defender contra enemigos y más segura contra la amenaza de las inundaciones.

Pero, con el tiempo, las ciudades llegaron a la ruina total y sólo quedaron los montículos (llamados «Tell» en árabe). La excavación cuidadosa de esos montículos reveló capa tras capa de viviendas, cada vez más primitivas, a medida que se excavaba más profundamente. Esto ocurrió con Jarmo, por ejemplo.

Tell Hassuna, sobre el Tigris superior y a unos 110 kilómetros al oeste de Jarmo, fue excavada en 1943 y en sus capas más antiguas se encontró una alfarería más avanzada que todo lo hecho en Jarmo. Se piensa que perteneció al período «Hassuna-Samarra» de la historia mesopotámica, que duró del 5000 al 4500 a. C.

El montículo llamado Tell-Halaf, a unos 190 kilómetros río arriba, dio los restos de un poblado con calles empedradas y casas de una construcción de ladrillo más avanzada. En este «período de Tell-Halaf», de 4500 a 4000 a. C., la alfarería mesopotámica llegó a su apogeo.

A medida que avanzó la cultura mesopotámica, mejoraron las técnicas para domeñar las aguas de los ríos. Si se usaban los ríos en su forma natural, sólo podían sembrarse los campos de las márgenes. Esto limitaba mucho la cantidad de tierra útil. Además, la cantidad de nieve que se acumulaba en las montañas septentrionales variaba de un año a otro, y por tanto variaba también el ritmo de la fusión. Siempre había inundaciones a comienzos del verano, y si estas inundaciones eran mayores que lo habitual, había demasiada agua, mientras que en otras épocas podía haber demasiado poca.

Se les ocurrió a los hombres que la solución consistía en cavar una compleja red de fosos o acequias a ambos lados del río. Esto permitiría extraer agua del río y, mediante una elaborada red de canales, llevarla a todos los campos. Se podía cavar acequias hasta distancias de muchos kilómetros de las márgenes del río, de modo que los campos de tierra adentro tuviesen los mismos beneficios que si estuvieran junto a las orillas. Más aún, los bordes de los canales y los mismos ríos podían ser elevados para formar diques que las aguas no pudiesen sobrepasar en la época de las inundaciones, excepto en los lugares deseados.

De este modo, podía confiarse en que, en general, nunca habría demasiada agua ni demasiado poca. Por supuesto, si el nivel del agua era excepcionalmente bajo, los canales serían ineficaces, excepto muy cerca del río. Y si las inundaciones eran demasiado grandes, los diques serían sobrepasados o destruidos. En verdad, esto ocurrió en algunas ocasiones, pero raramente.

La provisión de agua era más regular en los tramos inferiores del río Éufrates, que presentaba menos variaciones en el nivel del agua de una estación a otra y de año a año que el turbulento Tigris. El complejo sistema de «agricultura de irrigación» comenzó en el Éufrates superior por el 5000 a. C., se extendió aguas abajo y por el 4000 a. C., hacia el fin del período de Halaf, llegó a ese conveniente sector del Éufrates inferior.

Por ello, fue en el Éufrates inferior donde floreció la civilización. Las ciudades de esa región fueron mucho mayores que todas las anteriores, y algunas tenían poblaciones de 10.000 habitantes en el 4000 a. C.

Esas ciudades se hicieron demasiado grandes para ser gobernadas mediante un sistema tribal, donde todos tienen relaciones familiares unos con otros y obedecen a algún patriarca. En cambio, personas sin claros vínculos familiares debían asociarse y trabajar en pacífica cooperación, pues todos hubiesen muerto de hambre de lo contrario. Para mantener la paz y fortalecer esa cooperación era necesario elegir algún líder.

Cada ciudad, pues, se convirtió en una unidad política que poseía suficientes tierras de labranza en sus vecindades para alimentar a su población. Era una ciudad-Estado, y a la cabeza de cada ciudad-Estado había un rey.

Los habitantes de las ciudades-Estado mesopotámicas no sabían, realmente, de dónde venían las vitales aguas del río, por qué se desbordaba en algunas estaciones y no en otras, ni por qué las inundaciones eran escasas algunos años y desastrosas otros. Parecía razonable pensar que todo era obra de seres mucho más poderosos que los hombres ordinarios: de dioses.

Puesto que las fluctuaciones de las aguas parecían no obedecer a ninguna lógica, sino que eran totalmente caprichosas, era fácil suponer que los dioses eran impulsivos y caprichosos, como niños muy desarrollados y enormemente poderosos. Debían ser engatusados para que proporcionasen la cantidad apropiada de agua; debían ser apaciguados cuando estaban coléricos y conservar su buen humor cuando estaban plácidos. Se idearon ritos en los que los dioses eran interminablemente ensalzados y propiciados.

Se suponía que lo que agradaba a los hombres también agradaba a los dioses, de modo que el método más importante para propiciarse a los dioses era brindarles alimento. Éstos no comían como los hombres, pero el humo del alimento quemado ascendía al cielo, donde se imaginaba que vivían los dioses; por ende, se sacrificaban animales y se los quemaba como ofrenda[3].

Por ejemplo, en un antiguo poema mesopotámico, una gran inundación enviada por los dioses asola a la humanidad. Pero los mismos dioses, privados de sacrificios, empiezan a sentir hambre. Cuando un sobreviviente de la inundación sacrifica animales, los dioses se apiñan con ansiedad:

Los dioses olieron su aroma,
Los dioses olieron el dulce aroma.
Como moscas, se agruparon sobre el sacrificio.

Naturalmente, las reglas y regulaciones involucradas en el trato con los dioses eran aún más complicadas e intrincadas que las concernientes al trato con hombres. Un error cometido con un hombre podía significar una muerte o una sangrienta pelea; pero un error cometido con un dios podía acarrear el hambre o una inundación que devastase toda una región.

Así, en las comunidades agrícolas surgió un poderoso cuerpo sacerdotal, mucho más complejo que el que nunca tuvieron las sociedades cazadoras o nómadas. Los reyes de las ciudades mesopotámicas eran también altos sacerdotes y efectuaban los sacrificios.

La estructura central alrededor de la cual giraba cada ciudad era el templo. Los sacerdotes del templo no sólo estaban a cargo de las relaciones de la gente con los dioses, sino que también llevaban los registros de la ciudad. Eran los tesoreros, los que cobraban los impuestos y los organizadores, formaban la administración pública, la burocracia, el cerebro y el corazón de la ciudad. La irrigación, sin embargo, no es la solución para todo. Una civilización basada en la agricultura de irrigación también tiene sus problemas. Entre otras cosas, el agua de río, al pasar por el suelo, contiene un poco más de sal que el agua de lluvia. Esta sal gradualmente se acumula en el suelo durante largos siglos de irrigación y lo arruina, a menos que se utilicen métodos especiales para limpiarlo nuevamente.

Por esta razón, algunas civilizaciones basadas en el riego cayeron de vuelta en la barbarie. Los mesopotámicos evitaron esto, pero su suelo se hizo ligeramente salino. De hecho ésta es la razón de que su cereal principal fuese la cebada (y lo sigue siendo hasta hoy), pues ésta resiste mejor un suelo ligeramente salino.

Por otra parte, la acumulación de alimentos, herramientas, ornamentos de metal y todas las cosas buenas de la vida constituyen una permanente tentación para los pueblos del exterior que carecen de agricultura. Por ello, la historia de Mesopotamia es una larga sucesión de altibajos. Primero, surge la civilización en la paz y acumula riqueza. Luego se abalanzan desde el exterior los nómadas, perturban la civilización y provocan su decadencia, por lo que disminuyen las comodidades materiales y hasta se llega a una «edad oscura».

Los recién llegados aprenden los hábitos civilizados e incrementan de nuevo la riqueza material y a menudo hasta la llevan a nuevas alturas, para ser a su vez abrumados por una nueva oleada de bárbaros. Esto sucede repetidamente.

Mesopotamia debió enfrentar a los forasteros en dos frentes. Al nordeste y al norte había duros montañeses. Al sudoeste y al sur había hijos igualmente duros del desierto. En uno u otro frente, Mesopotamia había de ser arrastrada a la lucha y, tal vez, al desastre.

Así, el período de Halaf llegó a su fin hacia el 4000 a. C., porque los nómadas se lanzaron sobre Mesopotamia desde los Montes Zagros, que señalan al noreste el límite de las tierras bajas mesopotámicas.

Sumer y Acad.

La cultura del período siguiente puede ser estudiada en Tell el Ubaid, montículo cercano al Éufrates inferior. En muchos aspectos, se observa una decadencia con respecto a las obras del período de Halaf, como cabe esperar. El «período de Ubaid» duró, quizá, del 4000 al 3300 a. C.

Los nómadas que se establecieron allí en el período Ubaid tal vez fueran el pueblo al que llamamos los «sumerios». Se asentaron a lo largo de la parte más inferior del Éufrates, por lo que esa parte de Mesopotamia, en ese período de la historia, es llamada «Sumer» o «Sumeria».

Los sumerios hallaron la civilización ya implantada en su nuevo hogar, con ciudades y un complejo sistema de canales. Una vez que los sumerios aprendieron las costumbres civilizadas, lucharon por alcanzar el nivel que existía antes de que se ejerciera su perturbadora influencia.

Luego, hecho sorprendente, cuando el período de Ubaid llegó a su fin, ellos siguieron progresando. A lo largo de siglos, realizaron una serie de invenciones fundamentales de las que aún nos beneficiamos hoy.

Desarrollaron el arte de las estructuras monumentales. Al provenir de regiones montañosas con abundantes lluvias, estaban habituados a la idea de que hay dioses en el cielo. Sintieron la necesidad de estar lo más cerca posible de esos dioses celestes, para que sus ritos fuesen más eficaces, por lo que construyeron grandes montículos de barro cocido y efectuaban sus sacrificios en la cima. Pronto se les ocurrió construir un montículo más pequeño sobre el primero, luego otro aún más pequeño sobre el segundo, y así sucesivamente, hasta donde pudieron.

Tales construcciones hechas por etapas son llamadas «ziggurats», y probablemente eran las construcciones más imponentes de su época. Aun las pirámides egipcias fueron construidas muchos siglos después que los primeros zigurats.

Pero la tragedia de los sumerios (y de los pueblos posteriores a ellos en Mesopotamia) era que sólo tenían barro para construir mientras que los egipcios tenían granito. Los monumentos egipcios, por ello, aún están en pie, al menos en parte, para asombro de todas las edades posteriores, mientras que los monumentos mesopotámicos fueron barridos por las inundaciones y no ha quedado nada de ellos.

Pero el recuerdo de los zigurats llegó al Occidente moderno a través de la Biblia. El Libro del Génesis (que llegó a su forma actual veinticinco siglos después del período de Ubaid) habla de un tiempo primitivo en que los hombres «hallaron una llanura en la tierra de Shinar, y se establecieron allí» (Génesis, 11,2). La tierra de Shinar, por supuesto, es Sumer. Una vez allí, sigue la Biblia, dijeron: «Vamos a construirnos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo» (Génesis, 11,4). Se trata de la famosa «Torre de Babel», leyenda basada en los zigurats.

Por supuesto, los sumerios trataron de llegar al cielo en el sentido de que esperaban que sus ritos fuesen más eficaces en la cima de los zigurats que en el suelo. Pero los hombres modernos que leen la Biblia habitualmente tienden a pensar que los constructores de la torre trataban literalmente de llegar al cielo.

Los sumerios deben de haber usado los zigurats para observaciones astronómicas, pues los movimientos de los cuerpos celestes podían ser interpretados como indicios importantes de las intenciones de los dioses. Ellos fueron los primeros astrónomos y astrólogos.

Su labor astronómica los llevó a desarrollar las matemáticas y a elaborar un calendario. Algo de lo que ellos idearon hace cinco mil años subsiste todavía hoy. Fueron ellos, por ejemplo, quienes dividieron el año en doce meses, el día en veinticuatro horas, la hora en sesenta minutos y el minuto en sesenta segundos. Quizás fueron ellos también los que inventaron la semana de siete días.

Crearon un intrincado sistema de trueque y comercio. Para facilitarlos, elaboraron un complejo sistema de pesos y medidas, e idearon un sistema postal.

También inventaron el vehículo con ruedas. Antes de ellos, las cargas pesadas tal vez eran transportadas sobre rodillos. Cada rodillo, una vez dejado atrás por la carga era desplazado y colocado nuevamente delante de la carga. Este procedimiento era tedioso y lento, pero era mejor que tratar de arrastrar un peso por el suelo por la fuerza bruta solamente.

Una vez que pudo fijarse a un carro un par de ruedas y un eje, fue como si dos rodillos permanentes se desplazaran con él. El carro con ruedas, tirado por un solo asno, permitió desplazar pesos que antes requerían la colaboración de una docena de hombres. Fue una revolución en el transporte equivalente a la invención del ferrocarril en los tiempos modernos.