En el Daily Sphere: «¡Brillante estrategia de un policía retirado venga el asesinato de un antiguo camarada!». En el Daily Banner: «Scotland Yard triunfa nuevamente gracias a su fe en un inspector jefe en desgracia». En el Daily Trumpeter: «Fotografías: A la IZQUIERDA, el inspector jefe David Hadley, que halló la solución infalible en las veinticuatro horas, con el subcomisario, el Hon. George Bellchester; a la DERECHA, Mr. Peter Stanley, el hombre del día, a quien desgraciadamente no se pudo entrevistar por haber salido de viaje por razones de salud».
El artículo de fondo del Daily Trumpeter decía: «Otra vez ha quedado demostrada la eficiencia de los guardianes de la ley; aun los que ya no están vinculados con la institución, la veneran en el retiro. Únicamente en Gran Bretaña podemos jactarnos orgullosamente de que tal cosa pueda…».
El doctor Fell dijo:
—Bueno, ¡qué diablos!, era la única forma posible de salvarles la cabeza. ¿Otra copa?
Pero puesto que este relato no trata de salvar cabezas, sino de un crimen cometido por un hombre que se creyó muy astuto, debemos referirnos, para su esclarecimiento, a una conversación que ocurrió en las primeras horas de esa misma mañana en el hotel del doctor Fell, en Great Russell Street. Hadley tuvo que tragarse el secreto de su triunfo, y sólo él y Melson estuvieron presentes cuando habló el doctor.
Habían pasado las doce, pues hubo mucho que hacer; fue preciso verificar la firma de Boscombe, con testigos, antes de que se repusiera lo suficiente para intentar una negación. El trabajo estaba ahora terminado. El doctor Fell rebosaba de contento en su casa. Con un buen fuego, unos sillones confortables y un cajón de cerveza, dos botellas de whisky y una caja de cigarros, estaba dispuesto a iniciar su relato.
—No bromeo si digo que lamento sinceramente haber tenido que engañarles. No sólo tuve que soltarles una indirecta de que creía en la inocencia de Boscombe, sino también al propio Boscombe. Recuerden que le dije, en seguida de haber ido a su cuarto esta mañana y ver que faltaba el reloj que se había robado a sí mismo, que yo acababa de pasar por uno de los peores interludios de mi vida. Cuando fui allí, los cumplidos que tuve que hacer a ese demonio descarado se me atragantaron como el aceite de hígado de bacalao. Pero fue necesario. Si es el asesino más despreciable de mi experiencia, es también uno de los más inteligentes, pues no dejó ningún indicio tangible sobre el cual trabajar. Mi única oportunidad para atraparle fue la que elaboré. Hadley, usted estaba en tal estado esta mañana que, si le hubiese dejado ver lo que pensaba, habría intentado corroborarlo permitiéndole saber que estaba bajo sospecha. Entonces Boscombe hubiera empezado otra vez a escabullirse de nosotros, pues seguramente habría sospechado de la trampa que yo pensaba tenderle con Stanley. Boscombe no temía a la ley: a quien temía era a Stanley; y que con su mente desequilibrada volviera sus garras hacia él para destrozarle. Y me di cuenta de que era todo lo que temía.
—Pero su coartada… —insistió Melson—. Hastings vio… ¿y por qué él…?
—Calle un momento —interpuso Hadley, su libreta de apuntes sobre las rodillas—. Pongamos esto en claro. ¿Cuándo empezó a sospechar de Boscombe?
—Anoche. Pero hasta esta mañana, cuando desapareció el reloj de la calavera, no estuve seguro, y no estuve completamente seguro hasta que fui arriba antes del almuerzo (a usted prudentemente se le mantuvo alejado) y corrí el panel de la pared del pasillo, que también es la pared de su dormitorio. Tenía que haber allí un panel, porque en caso contrario no habría tenido sentido la historia de Paull de que la luz de la luna llegara al pasillo.
»Pero iremos por orden. Creí primero en la culpabilidad de Boscombe por una de esas coincidencias que tanto nos han preocupado. No podía creer que algunas de ellas, y especialmente una, fuesen casualidades. Era fácil creer en las secundarias, puesto que en realidad no eran coincidencias, sino resultados lógicos de las costumbres y caracteres de las distintas personas comprometidas. Por ejemplo:
»Podía creer que por casualidad Eleanor y Hastings hubiesen decidido encontrarse en la azotea la noche fatal del jueves, aunque no tenían costumbre de hacerlo a la mitad de la semana. Había habido un alboroto en la casa a causa del reloj, Eleanor había llegado al límite de sus emociones, y Hastings se sentía deprimido: esto haría inevitable una entrevista tarde o temprano. Fue una posibilidad que Boscombe previó y se anticipó robando la llave, aunque no creía que ellos elegirían la mitad de la semana. Esto, pues, no fue una coincidencia alarmante.
»Podía creer, además, que Mrs. Steffins había estado en la azotea para espiar a los dos enamorados (más adelante volveremos sobre este punto) porque como usted señaló en su reconstrucción, que fue la única parte verdadera de su acusación contra Eleanor, es muy de Mrs. Steffins el hacerlo. La noche del jueves era la natural para ser elegida por ella; Mrs. Gorson había salido, y Mrs. Steffins podía cerrar la casa temprano e ir a acechar sin peligro de ser descubierta por algún miembro de la casa que se hubiese retrasado.
»Pero —prosiguió el doctor Fell, deteniéndose a palmear el brazo del sillón— era excesivo para que cualquiera pudiese tragárselo.
»No podía creer que Boscombe, al armar un “plan de asesinato” simulado como una inocente diversión, eligiese casualmente para víctima a un detective disfrazado que deseaba descubrir al asesino de otra persona en esa misma casa. Esto, Hadley, es una coincidencia que me hizo devanarme los sesos y me perturbó por completo. Si el azar puede hacer jugadas como éstas, entonces no es sólo terrible, sino aterrador. Huele a algo no solamente sobrenatural, sino a algo sobrenatural conducido por el poder de las tinieblas. Es decir, si fuese el azar.
»Pero volví a observar y vi que esta coincidencia se apoyaba y aparentemente se sostenía en otra tan asombrosa como la primera. Boscombe no podía haber hecho esto. Como único testigo (intencionado) de este asesinato simulado, había elegido casualmente a un exinspector de policía que anteriormente había sido compañero del policía disfrazado que él no sabía que era un policía. Fijando mi mente en el infinito y repitiéndome algunos fragmentos del libro Créase o no, podría creer en el primer caso. Pero en los dos…, ¡no, no! No fue casualidad. Por lo tanto, había sido un plan, y un plan de Boscombe.
Hadley tomó el vaso de cerveza que se le ofrecía.
—Esto parece muy claro —reconoció—. Pero ¿la intención del plan?
—Espere. Las preguntas que hay que resolver vienen en este orden: «¿Qué intenta hacer este hombre?»; luego: «¿Cómo?»; y luego: «¿Por qué?».
»Ante todo, este plan de asesinato simulado hubiese sido fácilmente descubierto aunque Hastings no lo hubiera visto desde la claraboya. Tuve alguna idea sobre lo que había ocurrido, y muchas personas con tiempo para pensar también la hubiesen tenido. Para rematarlo, Stanley lo revelaría en cualquier momento, e inevitablemente lo hubiese hecho, y Boscombe lo sabía. Pero era curioso el poco trabajo, el escasísimo trabajo que se tomó Boscombe para ocultar un asunto que le podría acarrear inconvenientes; se podría decir que fomentó el descubrimiento, sin llegar a despertar sospechas. Piense lo que hizo.
»Supóngase que Boscombe estuviese diciendo la verdad. Imagínese, para seguir el razonamiento, que el plan simulado era todo lo que buscaba. Muy bien. Algo anduvo mal; la “víctima” de la broma es atacada inexplicablemente en el umbral de la puerta y de repente descubre que él y Stanley están en una posición desagradable… Bueno, lo natural hubiese sido ocultar el plan simulado y ocultar también todas las pruebas.
»Pero ¿qué hace? Se queda ahí blandiendo una pistola que fácilmente pudo haber ocultado; permite que nosotros la veamos, atrae nuestra atención y luego se apresura a contar una historia evidentemente imperfecta para explicarlo. Aún hace más. Aunque no es ningún tonto, cuida de que un policía no demasiado inteligente (que sabe que está en su cuarto hablando por teléfono) le vea ocultar ostentosamente un par de zapatos y guantes que de otra manera no hubiese advertido.
»No necesito recordarle todo lo que Boscombe dijo e hizo, pero sigue el mismo camino. Entonces ¿por qué quiere que esto sea descubierto? La descabellada idea se me cruzó por la mente: él realmente apuñaló a Ames con la aguja del reloj por la muy buena razón de que su pretexto de que quería matar a Ames con el revólver, sin ningún motivo, plan increíble sin consistencia, tendría el resultado de desviar las sospechas de él. En otras palabras, él se acusaba a sí mismo para después justificarse. Ahí, hijos míos, está la paradoja. Si reconocía que esperaba al hombre con una pistola, nosotros nunca sospecharíamos que hubiese salido a matar al mismo hombre con un cuchillo. Para decirlo de otra manera, no se sospecha de una persona, aun de un asesino en potencia, que perturba su propio plan.
»Esto en sí fue endiabladamente brillante, pero Boscombe lo hizo mejor aún. Antes de considerar cómo se precavió, piense que no podía llevar demasiado lejos su tentativa de asesinato porque acabaría en el banquillo. De ahí el silenciador que también floreó en nuestras caras. Recuerde que soltó algún indicio aquí y allá hasta que por fin, traspirando abundantemente, perdió el ánimo y reconoció desafiante que nunca había pensado seriamente en matar. Era para hacer pensar: “¡inmundo sinvergüenza!, quiere jugar al escondite y asustar a Stanley, pero no tiene el coraje necesario para realizar un asesinato verdadero, bórrelo como sospechoso serio”. Otra vez se acusó para justificarse, y todo el tiempo reía interiormente. Esto era lo que quería que nosotros creyésemos, y me ruborizo en reconocer, señores, que hasta anoche yo le creí.
»Pero volvamos a sus verdaderas actuaciones en el asesinato.
»En la pregunta de “¿Cómo?”, debemos examinar primero si Stanley era cómplice del asesinato auténtico. Evidentemente, no; de otra manera no hubiese habido razón para la treta. Stanley había de ser un testigo para él. Habla de ser el mejor y más convincente testigo…, cree que Boscombe tenía intención de matar, pero sabe positivamente que no lo hizo.
»Suponiendo que hubiese sido así, ¿cómo se realizó? Si Boscombe apuñaló a Ames, ciertamente un testigo inocente que estaba en el mismo cuarto no podía dejar de verlo. Entonces surgieron varios hechos interesantes que no tenían una buena explicación. 1) El cuarto estaba a oscuras; 2) Stanley estaba ubicado detrás de un biombo pesado, acomodado por Boscombe; y 3) En el suelo, junto a las patas del enorme sillón azul, había unas extrañas marcas de tiza.
Hadley profirió una exclamación y hojeó las páginas de su libreta de apuntes.
—¡Marcas de tiza! ¡Malditas marcas de tiza! Las había olvidado por completo. Sí…, aquí están. Ahora recuerdo. Las olvidé…
—Porque usted se olvidó de Boscombe —dijo Melson, de paso—. Yo también le olvidé.
El doctor Fell se aclaró la garganta después de un buen trago de cerveza.
—Reflexione primero sobre el plan simulado de Boscombe —continuó—, sobre la necesidad de un cuarto a oscuras, como se lo explicó Boscombe a Stanley, según la declaración de Hastings. Es débil. Tan débil que nadie le hubiese creído, menos un hombre con los nervios destrozados como Stanley. Boscombe dijo que debían tener a oscuras el cuarto cuando la víctima subiera la escalera y entrara «para que alguien que estuviese fuera en el vestíbulo no viera la luz cuando la víctima entrase por la puerta». Ahora cualquiera desde el vestíbulo vería a la víctima, y no se podría probar que intentaba robar la casa; por lo tanto, es difícil ver por qué Boscombe tenía de algo como una débil luz; pero ésta no es la parte más frágil. Si el plan hubiese sido lo que quería ser, es una manera curiosa de atraer la mosca a la telaraña. Usted dice que venga en busca de un traje, que suba en la oscuridad, abra la puerta de su cuarto y… ¿qué? Que vea un cuarto oscuro en una casa a oscuras y que se siente a esperar a alguien que le traería un traje.
»El motivo de poner a Stanley detrás del biombo es aún más débil. Detrás de un biombo, ¡en la oscuridad! Nunca hemos encontrado una buena explicación sobre por qué Stanley no debía ser visto con el resplandor de una linterna, sobre por qué la presencia de un amigo de Boscombe habría de alarmar a alguien que viniera en busca de ropas usadas. No solamente en la oscuridad, sino también detrás del biombo presuponen la espera de una víctima cuyos poderes visuales combinan la vista del gato con los rayos X.
»Usted sabe por qué se hizo. 1) En la oscuridad, para que Boscombe pudiera moverse sin ser visto con su pijama negro y sin ser oído con sus zapatillas de fieltro…
—¡Un momento! —interpuso Hadley—. Pero Hastings miraba desde la claraboya a la luz de la luna…
—Llegaré a esto en seguida. 2) Stanley, colocado detrás del biombo, de manera que a través de la angosta hendidura mencionada pudiese ver únicamente lo que Boscombe quería que viese, algo que lo llevaría a jurar que Boscombe siempre había estado presente. Finalmente 3), las marcas de tiza. Las marcas de tiza eran fundamentales. Debían indicar exactamente dónde colocar las patas del sillón, sin ningún error posible, de manera que la visión, desde cualquier punto de detrás del biombo, cayera únicamente donde Boscombe quería que cayese.
»Pero evidentemente el cuarto no podía estar completamente a oscuras porque, si no, Stanley no vería nada. Por eso la claraboya debía quedar un poco abierta…, nada más que un poco, y tan cuidadosamente acomodada de antemano como un reflector en el teatro. ¿No se le ha ocurrido a usted que el minucioso Boscombe habría sido un tonto si no hubiese cubierto toda la claraboya (por la simple razón de que Hastings pudiese estar en la azotea, aunque no lo creía probable), a no ser que Boscombe fatalmente necesitase esa lucecita?
»Y lo irónico en este caso lleno de ironías es que el hombre para quien se hacía la representación…, Stanley, el testigo…, nunca fue interrogado. Fue Hastings quien habló…
—Pero díganos —interpuso Hadley—, ¿por qué Hastings no le vio escabullirse? Hastings no mentía, ¿verdad?
—No. Decía la verdad. Pero les he reseñado solamente lo que me hizo dudar de la historia de Boscombe y creerle culpable. Antes de examinar el momento del crimen, tomemos el plan desde su comienzo y veamos qué ocurrió.
»Ante todo debemos comprender el verdadero carácter de Boscombe. Hadley, odio a este hombre con un odio personal. Es el único criminal que se ha cruzado en mi camino en quien no he encontrado un grano de…, no diré de bondad, que nada significa salvo en un sentido espiritual…, sino de humanidad. Todo en su vida ha sido desmenuzado hasta un punto de fría presunción. En él no hay ninguna vanidad, sino pura presunción. Se le había metido sin duda en su cerebro que le gustaría hacer exactamente lo que pretendía en el plan simulado…, asesinar a alguien por el placer de observar sus “reacciones” cuando estuviera a punto de morir y cebar su propia vanidad como un vampiro que se ceba con su propia sangre. Pero su misma presunción le hizo demasiado perezoso para hacerle ver que aun esto le interesaba…, hasta que Eleanor Carver puso al descubierto su presunción cuando, por primera vez en su vida, se encontró con que se burlaban de él. Por lo tanto, Eleanor Carver debía morir.
»Cuando en el futuro se escriba la historia de los criminales famosos, me imagino cómo hablarán del “pálido Boscombe, de sonrisa taimada y desagradable”. “El pálido Boscombe que se pone histérico ante la boca de la pistola cuando su propia treta se vuelve contra él”. Como monstruo psíquico lo compararán con Neil Cream, de cabeza calva y mirada de bizco, que rondaba detrás de las malas mujeres con tabletas de estricnina en el bolsillo. Pero Boscombe ni siquiera tenía la debilidad humana de importarle las malas mujeres, ni la franqueza de usar venenos. Yo le di a usted el indicio de su interés por la Inquisición española. Le dije que esos viejos inquisidores, por más errores que tuvieran, eran por lo menos hombres honestos y sinceros que creían que estaban salvando algún alma. Boscombe nunca habría sido capaz de entenderlo. Hubiera podido estudiar toda su vida sin que nunca se le ocurriera que se podía hacer el mal con un propósito honesto, o que el alma existe aunque sea como medio de un sadismo hipócrita. Estaba fascinado más que nada por lo que llamaba “sutileza”, pero que nosotros preferimos llamar simplemente presunción.
»Esta es la fase de su carácter que debemos puntualizar si queremos entender el crimen. Cuando resolvió cometerlo, no tuvo ni siquiera la franqueza de usar veneno. Eleanor debía morir. Pero jamás mataría a una persona de un disparo o de un golpe repentino, como lo haría cualquiera de nosotros. Alrededor de este asesinato haría una trama fantástica e intrincada; cuanto más intrincados e innecesarios fuesen los hilos, tanto mayor sería el placer de su vanidad al poder entrelazarlos. Hilaría su obra desde el principio y la haría crecer día a día, hasta que al fin llevara a la persona a la horca.
»Eleanor…, ¿lo recuerda?…, fue la única que percibió su verdadero carácter. Cuando él, condescendientemente, resolvió hacerla su amante por no tener nada mejor que hacer, y aun llegar al experimento del matrimonio como diversión intelectual, la repentina risa de ella hizo que se viera a sí mismo. Señores, la muchacha se echó a reír y le vio, brevemente, sin su máscara. Y por esto Eleanor supo después por qué Boscombe la odiaba. Cuando vio a un hombre muerto al final de la escalera, creyó que era Hastings, y recuerde que gritó instantáneamente que Boscombe le había matado. Eleanor lo supo… Esta tarde, cuando usted le preguntó qué personas la odiaban, Eleanor se lo hubiese dicho, pero usted se le anticipó. Le insistió tanto en la declaración de Lucía Handreth, que ella naturalmente saltó a la única conclusión.
Hadley asintió, y el doctor continuó:
—Volvamos a Boscombe. Ya hemos hablado de su plan para atribuirle el asesinato de Gambridge a Eleanor. Fue una inspiración momentánea, cuando se hallaba pensando cómo proceder. Recuerde que Carver nos dijo que cuando fue a inspeccionar los relojes aquella tarde temprano, Boscombe también estaba en Gambridge, Carver mencionó que Eleanor llegaría después. Nosotros sabemos ahora…, por la declaración de Boscombe…, que se quedó atrás cuando los demás se retiraron, con la esperanza de tener ocasión de ver a Eleanor. Aún no tenía nada planeado; simplemente, la perseguía. Habrá o no presenciado el asesinato, pero sabía que Eleanor estaba allí sola y, por lo tanto, sin coartada; y cuando al día siguiente leyó en los diarios todos los detalles, el plan empezó a tomar forma.
»¿Cómo sacarle provecho? No podía presentarse a la Policía y denunciarla abiertamente; esto le delataría, y no se adapta en nada al sutil Boscombe; además, no había pruebas suficientes para condenarla por este crimen. Por otra parte, no podía escribir un anónimo al inspector encargado del caso. Probablemente, sería arrojado a la papelera como tantos otros. Aun si se investigaba, esa misma investigación podría delatarle antes de que estuviese preparado sin forzar la clase de investigación que él quería.
»Luego…, ¡su amigo Stanley! Por supuesto que en los diarios figuraba que el inspector George Ames estaba investigando. Stanley, amigo de comentar sus desgracias y de hablar de las personas que le habían echado, le habría contado naturalmente a Boscombe la actuación de Ames en el caso Hope-Hastings. La tenacidad de Ames, su relativa inteligencia, su tendencia a ser reservado. ¡Eureka! Si una persona anónima le pedía a Ames que viniese disfrazado a un determinado lugar, Ames no lo hubiera hecho; pero ¿si se lo pedía Stanley?
—Pero usted ha dicho —interpuso Hadley— que Stanley nada sabía del asunto, y en esta carta está la firma de Stanley. Él debía saber…
El doctor Fell sacudió la cabeza.
—Me parece que no es necesario escribir uno mismo una carta a máquina. Todo lo que se necesita es la firma al pie de una hoja de papel. Y para esto sólo es preciso conseguir que el candidato le escriba una esquela con su firma, por cualquier motivo. Por un par de chelines se puede comprar una botella de borrador de tinta, que borrará de tal manera la escritura verdadera que solamente se descubrirá con la microfotografía (que no se usa en Scotland Yard). Entonces se escribe una nueva carta encima de la firma de Stanley con su propia máquina de escribir.
»Ahora observe cómo trabaja el pequeño Boscombe. Para verle trabajar tendrá que tener en cuenta la parte más inverosímil del informe de Ames: la tercera de las tres “coincidencias”. Hemos explicado las dos primeras. La tercera es que al mismo tiempo que alguien informaba a Ames, también le informaba de que una persona de la casa era la culpable. Pero se negaba a ayudarle a venir a la casa en busca de pruebas; otra persona, de repente y oportunamente, le invita a venir a media noche a la casa para buscar un traje. Esto es, en cierto sentido, únicamente un corolario de la primera coincidencia; nos hace dar vuelta sobre el mismo círculo, ¿no lo ve usted? Porque ya hemos dudado de este punto cuando Boscombe lo dijo, y sin embargo aquí tenemos que Ames también lo dice. Las únicas explicaciones concebibles son: a) que el informe era falsificado, o b) que Ames por alguna razón no decía la verdad.
»Se lo pregunté a usted, y me demostró que no podía ser una falsificación porque Ames lo llevó personalmente a Scotland Yard. Entonces le pregunté si “No estaría Ames jugando con los hechos si creía que lo hacía por una buena causa”, y usted dijo que no.
—Pero ¿por qué habría de jugar con los hechos al escribir a sus superiores?
—Se lo demostraré contándole lo que sucedió. Boscombe comprende que ahora tiene un plan perfecto tanto para el crimen simulado como para el verdadero. Un crimen simulado porque meses atrás, por el puro placer de torturar a Stanley, le había hablado de un plan para matar por diversión, plan que probablemente nunca pensó en llevar a cabo. (Usted observará que Hastings no volvió a oírselo mencionar). Y un crimen verdadero porque la escena está dispuesta para matar a Ames de manera tal que Eleanor acabe en la horca.
»Aquí está Ames, disfrazado, en la taberna, observando a todos porque no ha recibido ninguna acusación precisa de “Stanley” y espera a que aparezca Stanley en persona. En cambio se le acerca… Boscombe. Le dice: “Sé quién es usted, soy amigo de Stanley, y él me envía”. Ames, naturalmente le contesta: ¿Qué tiene que ver usted? ¿Por qué no viene el propio Stanley? Boscombe responde: “Que tonto es usted, alguien ha adivinado que es un inspector de policía. Si alguno lo ve con Stanley, o tiene una sospecha, todo estará perdido. Yo soy la persona a que se refiero Stanley, la que vio los objetos robados en poder de la mujer”. Entonces arma el cuento exactamente como lo vemos en el informe de Ames… con una excepción. “Yo le haré entrar en la casa”, le dice, “pero en el caso de que no obtengamos las pruebas y que yo esté en dificultades por habérselo contado, usted tiene que protegerme. En caso de que haga una acusación por difamación, usted tiene que decirle, aun a sus superiores, que el hombre que le dijo esto no es el mismo hombre (yo, Calvin Boscombe) que le ayudó a usted a entrar en la casa. Si conseguimos las pruebas, reconoceré ser ambas personas. De otro modo, necesito tener mi coartada por escrito…, si no, me niego a ayudarle. Este es su gran caso; significa su promoción y todo lo demás si consigue descubrirlo. Lo que le pido es puramente nominal, pero insisto en ello”.
»Bueno, ¿qué podía hacer Ames? No tenía nada que perder si aceptaba y tenía probabilidades de perder todo si se negaba. Era un pretexto increíble; pero lo creyó… y murió.
»Decidieron que el jueves por la noche…, el jueves por la noche como en todos los planes que Boscombe proyectaba, porque la puerta de la casa se cerraba temprano en ausencia de Mrs. Gorson y no habría criadas que desde el patio vieran a visitantes retrasados…, Ames subiría en la oscuridad hasta el cuarto de Boscombe y se encontraría con Stanley. El último toque de realidad se añadiría cuando Ames, al rondar por la casa, viera entrar a Stanley a una hora más temprana; y se había metido en la mente no muy despierta de Ames que en ningún momento debía hablar con Stanley. Bueno, Ames no había de llegar con vida al cuarto de Boscombe.
»Entretanto, Boscombe había preparado su prueba contra Eleanor. La adquisición de una pulsera y aros, y aun del reloj de la calavera no sería suficiente. Usaría un par de guantes pertenecientes a la muchacha…, pero ¿qué más podía acusar directamente a Eleanor? Tuvo entonces su mejor inspiración en el apuro en que estaba metido Paull: las agujas del reloj.
—Un momento —intervino Melson—. Veo una dificultad. ¿Cómo lo supo Boscombe? No es posible que Boscombe oyera la conversación entre Paull y Eleanor, sea en el umbral de la puerta o en el coche. ¡Boscombe no pudo oírlos! ¿Cómo lo supo?
—Por Paull. Tuve una breve conversación la noche anterior con el joven Christopher. Paull procedió exactamente como podíamos habernos imaginado. Habrá observado que la única persona en la casa por quien Boscombe tenía tolerancia era Paull, ¿verdad? Paull le divertía, y, en contraposición, le alababa su vanidad. Además, a Paull le agradaba Boscombe. Quería pedirle dinero prestado… Boscombe era la persona indicada para pedírselo, porque era rico…, pero Paull no se atrevía a hablarle…
—¡Ya sé! —dijo suavemente Hadley—. Como último recurso, cuando aquella mañana salía de casa, de pronto pensó que sería más fácil si le escribía a Boscombe sobre lo que no tenía el valor de hablarle…
—Sí. Y se encontró con Boscombe, que allanó sus dificultades y rápidamente le quitó del medio comprándole su silencio. Así era el hombre a quien Paull escribió la esquela. Una vez que tuvo que mencionar el tema a Boscombe cara a cara, ya no tenía inconveniente en hablarle de su apuro. Idea nada rara.
»Y llegamos al último acto. El jueves por la noche Boscombe y Stanley están en el cuarto del primero, a la espera de la víctima. Alrededor de Boscombe están los útiles para el asesinato simulado, los que no necesita. En su dormitorio están los útiles que sí necesita.
»El miércoles por la noche robó las agujas del reloj, usando los guantes de Eleanor. Hombre, ¿no ha pensado usted…, divertido…, en el hecho evidentemente notorio de que Boscombe es el único hombre en la casa con manos suficientemente pequeñas para poder ponerse esos guantes? Usted habrá visto muchas veces sus pequeñas y finas manos, tanto que no habrá necesitado meterlas del todo dentro de los guantes, sino lo necesario para protegerlas de la pintura cuando quitó las agujas del reloj. El jueves, mientras Eleanor había salido a trabajar, escondió detrás del panel un guante, junto con la aguja horario y el resto de las pruebas. Boscombe sabía que no corría peligro; sabía que Eleanor hacía años que no usaba el panel de la pared por un temor instintivo profundamente arraigado. Y el jueves por la noche estaban listos en el dormitorio los útiles que sí necesitaba, la aguja minutero y el guante de la mano derecha.
—¿Está usted tratando de decirme que después de todo el guante fue usado? —preguntó Madley.
—Así es.
—¡Maldición! Usted mismo demostró que ninguno de esos guantes…
—¿No está usted confundido? —preguntó el doctor Fell, frunciendo el entrecejo—. Me parece recordar que fue usted quien lo demostró, como en realidad lo ha repetido una y otra vez. No recuerdo haber dicho por mi propia cuenta que no se usó el guante de la mano derecha. Todo lo que dije fue que el guante de la mano izquierda, en su ingeniosa y admirable solución falsa, no era el que buscábamos… Naturalmente, muchacho, que no me animé a indicar que se trataba del derecho. En su estado de ánimo, hubiese sido demasiado peligroso. Al querer demostrar que Eleanor era culpable, hubiera estado muy dispuesto a decir que era ambidextra.
—Entonces usted usó una prueba falsa —dijo lentamente Hadley, y echó una mirada hacia el lápiz— para probar…
—La verdad. Tiene usted razón —convino placenteramente el doctor—. Pero ambos lo hemos hecho… Se lo demostraré con un pequeño experimento. Inténtelo usted, Melson; no quiero que este tipo haga trampa. Tome este cortapapel bien afilado. Ahora vaya hasta aquel sofá y húndalo fuertemente en uno de los almohadones rellenos de plumas. No importa, me responsabilizo ante el hotel. En seguida de atacar retroceda, no porque usted no quiera plumas sobre el guante, ¡hum!, sino porque no las quiere en sus ropas. Como Boscombe. ¡Ahora!
Melson, esperando que nadie le tomara una fotografía, golpeó salvajemente y saltó hacia atrás.
—Bien —dijo amablemente el doctor Fell—. ¿Qué hizo usted instantáneamente cuando se hundió el cortapapel?
—Abrí la mano. Hay una pluma…
—Por esto, Hadley, había sangre en la palma del guante y en ninguna otra parte, pero no mucha porque los hombres no sangran profusamente en el instante del golpe, excepto en el caso de cortarle una arteria. Su teoría hubiese sido correcta únicamente si el asesino hubiera retirado el arma de la herida con el puño cerrado; pero no de otra manera.
»Aclaremos, pues, la última dificultad… por qué Hastings desde la claraboya no vio a Boscombe dejar su sillón y por qué estaba dispuesto a jurar que le estuvo viendo siempre. Se explica por sí mismo si usted examina las pruebas.
»Piense primero en lo que Boscombe quería que Stanley viese para que pudiera jurar sobre su presencia. Observe primero la altura, muy excepcional, el ancho y la profundidad del sillón azul. Ahora, ¿dónde estaba el sillón? Recuerde que le dijo Hastings qué veía desde su ubicación en la azotea: “Veía solamente el lado derecho del respaldo del sillón que daba frente a la puerta”. En otras palabras, el espacio iluminado por la luna se combinaba de tal manera que abarcaba solamente un lado del respaldo y un brazo, mientras el resto del lado izquierdo (si se coloca usted de frente) estaba en la oscuridad. ¿Qué quiso dar a entender Hastings cuando contó lo que había visto desde la claraboya… meses atrás? Que alguien estaba sentado en el sillón, que era Stanley, pero que no podía estar seguro porque sólo podía ver una parte de su cabeza, por encima del respaldo del sillón; lo único que podía ver de Stanley era una mano que se abría y se cerraba sobre el brazo del sillón. ¿Recuerda usted cómo recalcó esto?
»Ahora piense en Stanley el jueves por la noche, atisbando por la rendija del biombo. La mayor parte del sillón estaba en la oscuridad más total, y lo estaba toda la parte delantera porque la luz de la luna lo oscurecía aún más con la propia sombra del sillón…; todo, salvo la parte lateral y el brazo derecho. Muy bien. Stanley vio que Boscombe se sentaba en el sillón cuando las luces se apagaron. Luego ¿qué vio? ¿Qué fue lo que hipnotizó a Hastings aquella noche…?
—La luz de la luna que se reflejaba sobre la pistola —repuso Hadley—, posiblemente la mano que la sostenía…, sí, la mano…, y, ¡por Dios!, ahora que lo pienso, ¡qué seguro y sereno estaba!
—Exactamente. Stanley debía ver solamente una parte. Hastings tenía un punto de vista mejor, pero no pudo ver más por la colocación de las cosas. Y, por la fuerza de su propio testimonio, no puede jurar que vio a Boscombe en ese sillón…, aunque crea que lo vio. Recuerde que Stanley, de casi un metro noventa de altura, estuvo sentado en el sillón la primera noche que Hastings los oyó hablar, y sólo pudo ver la parte superior de la cabeza. De Stanley, proporcionalmente ancho, sólo podía ver sobresalir la mano apoyada en el brazo derecho del sillón… Si el sillón era grande para el gigante Stanley, se tragaría al diminuto Boscombe. Dada la naturaleza del propio testimonio de Hastings, pudo ver a lo más la pistola y tal vez parte de la “mano”.
»Boscombe, con su pijama negro, se deslizó del sillón por la izquierda, en la profunda oscuridad. No sabemos cómo se las arregló con el revólver, porque habrá roto las pruebas…, pero lo adivino… ¿Recuerda usted, Melson, que cuando acabábamos de entrar en su cuarto anoche, yo, con toda inocencia, hice un movimiento como si fuera a sentarme en la única silla lo suficientemente grande para permitirme un descanso? Boscombe, sin motivo aparente, atravesó rápidamente el cuarto y se adelantó para sentarse antes. Había algo cerca que empujó debajo del almohadón…, algo así como un sacabotas, para tener el revólver rígido y la culata envuelta en uno de esos vistosos guantes blancos de algodón empleados en el asesinato simulado. Sólo necesitó un momento para colocarlo, mientras se inclinaba de lado fuera del sillón y formaba una sombra protectora con su cuerpo, y otro momento para volver a sacarlo. Hastings, dicho sea de paso, oyó el crujido cuando dejó el sillón y cuando luego oyó su respiración fuerte, ¿lo recuerda? Pero no es de extrañar que Hastings admirara la inalterable y extraordinaria firmeza de su mano.
»Boscombe, realmente, no necesitaba tanta historia. Es muy probable que Stanley hubiese estado dispuesto a confirmar su presencia diciendo que estaba sentado y permaneció oculto. Fue tonto; pueril y tremendo…, como de Boscombe. Fue inevitable…, para Boscombe.
»Y nuestro pálido Boscombe se deslizó por la izquierda, dirigiéndose al fondo del cuarto, costeó la pared hasta su dormitorio. Tenía suficiente tiempo. Le había dicho a Ames que oprimiera el timbre, que esperara, y si no obtenía respuesta en un par de minutos, que subiera. Todo estaba preparado. La luz de la luna que entraba a raudales por las ventanas de su dormitorio iluminaba lo suficientemente para encontrar la aguja del reloj y el guante verdadero. Salió por el panel y atacó. Había desaparecido y regresado, y su coartada era perfecta. No corrió el riesgo de una interrupción. Eligió las doce…, porque Eleanor, aun en el caso improbable de que subiera a la azotea, nunca lo hacía antes de las doce y cuarto. En ambas suposiciones estuvo equivocado esa noche; la muchacha subió, y subió antes de las doce y cuarto. Pero si la suerte estuvo contra Boscombe a este respecto, le favoreció en que ella subió primero a las doce menos cuarto y luego otra vez, después de una concienzuda búsqueda de la llave perdida, unos pocos minutos después del asesinato, justamente a tiempo para incurrir en sospecha, como él había pretendido.
»Finalmente, al probar la llave de la puerta del pasillo en el descansillo había asegurado que estaba bloqueado el acceso a la azotea. La cerradura rota había sido reparada y cerrada. Si Eleanor no lograba subir, Hastings no podía bajar para ver por qué no llegaba la muchacha. Boscombe no dejó nada al azar, previó aun las eventualidades que no creía que pudiesen surgir; tuvo todos los hilos, deleitándose con su habilidad de no descuidar ninguno. Jugaba una docena de partidas de ajedrez a la vez y gozaba con ello. Era ágil, talentoso y super ingenioso, pero desafortunado, y no me apena pensar que acabará en la horca.
Hadley dio un profundo suspiro y cerró la libreta de apuntes. El fuego se estaba consumiendo; había vuelto a llover. Melson pensaba en el perjuicio que este breve intermedio tendría en su trabajo sobre Burnet.
—Sí, me imagino que esto es todo —dijo el inspector jefe, volviendo a tomar el vaso—. Pero nos falta saber qué hizo usted esta tarde y esta noche…
—Traté de conseguir la prueba tangible. ¡Santo Dios! ¡No tenía absolutamente nada en contra de este hombre! En su dormitorio hay un panel secreto por el cual podía salir al vestíbulo; bueno, ¿qué hay con eso? Podría haberse burlado de mí. Dos testigos jurarían, por poca voluntad que tuvieran, que permaneció todo el tiempo en ese sillón. Su coartada era indestructible; sin embargo, yo debía destruirla.
»Por deferencia hacia usted, primero intenté métodos suaves. Había una ligera esperanza de que algún vendedor de Gambridge pudiese recordar a un hombre que había comprado objetos iguales a los robados. Envié a dos empleados suyos a hacer esa investigación…, pero era una prueba insuficiente. Aunque Boscombe pudiese ser identificado como el hombre que compró una pulsera y aros, confirmaría su aparente deferencia hacia Eleanor (¡Señor, era muy hábil en esto!), diciendo sencillamente que eran para ella. Consideramos que está todavía tratando galantemente de defenderla, y no a los objetos; ahí lo tiene usted… Mi otra investigación moderada fue la carta de “Stanley”. Si era una carta para Boscombe borrada con un líquido, esperé que un tratamiento microfotográfico revelaría la escritura borrada y se leería: “Estimado Boscombe: Aquí están los libros que usted quiere”, o lo que fuere la carta verdadera. Podríamos haberle vencido ahí. Acudí a un viejo amigo francés que vive en Hamstead, y que ha sido compañero de Bencolin en la Prefectura de París y todavía tiene afición a la criminología. Él hizo el experimento. Revivimos vagamente algunas palabras de la carta, lo suficiente para probar la inocencia de Stanley, de no haber escrito esta carta falsa por si las cosas iban de mal en peor…, pero nada que acusara a Boscombe.
»Entonces me vi obligado a jugar mi última, peligrosa y posiblemente terminante carta. Me vi forzado a ver a Stanley, única persona a quien Boscombe temía. Tuve que decirle todo, para construir este plan con él y llegar al arriesgado extremo de ¡pedir a un loco que aparentara estar loco! Sabía que lo haría. Sabía que si lo hacía y teníamos éxito, usted y su departamento de policía estarían a salvo. El gran peligro era que el hombre, aun aceptando, se volviera loco del todo e intentara atacar a Boscombe con balas verdaderas…, mi pelo ha encanecido esta noche. Le suministré cartuchos para su pistola; pero la retuve en mi poder, dando excusas, mientras le conduje a casa de Carver; llegó conmigo. Luego metí en el secreto a los dos policías, levanté el telón y casi vuelvo blanco el pelo de ustedes. El plan era muy difícil, posiblemente descabellado; ha sido la más intensa tensión nerviosa que haya soportado al ordenar a un loco que fingiera estar loco…
»Pero… —exhaló un profundo suspiro.
El Daily Trumpeter dijo: «Otra vez ha quedado demostrada la eficiencia de los guardianes de la ley; aun los que ya no están vinculados con la Institución, la veneran en el retiro. Únicamente en Gran Bretaña podemos jactarnos orgullosamente de que tal cosa pueda…».
El doctor Fell dijo:
—Bueno, ¡qué diablos!, era la única forma posible de salvarles la cabeza. ¿Otra copa?
— FIN —