21
EL RAYO DE LUNA

Esa noche, a las ocho y media, después de algunas tareas agitadas en Scotland Yard, Hadley y Melson tomaron por la ribera, en el automóvil del primero, que estaba furioso. Tenía que hablar en voz baja porque en el asiento posterior venían el sargento Betts y un policía de un metro noventa y ocho de altura, vestido de civil, que respondía al nombre de Sparkle. Hadley estaba furioso, y su forma de conducir era violenta.

—Tuve una entrevista con el subcomisario —dijo— y sólo pude decirle que Fell está preparando una treta y que ni siquiera sé de qué se trata. El escritorio lleno de trabajo; la casa de campo de alguien conocido ha sido saqueada, y el propio comisario ha telefoneado. Un gran lío. Usted debe estar contento por haber podido tranquilizarse mientras esperaba en la sección de objetos perdidos.

—¿Y con respecto a la carta de Stanley?

—Se la llevó Fell. A mí, recuérdelo, se me ordenó no decir nada. No me importó. ¡Dios mío!… Fell, ¿comprende lo que significa si Stanley es el culpable? ¿Un inspector de policía, aunque sea retirado, acusado de asesinar a otro? Se desencadenará un escándalo en el CID y tal vez en el Gobierno. El caso de Roger Casement no será nada al lado de esto. ¿Ha observado usted que he mantenido fuera de los diarios de hoy a Stanley, ni una palabra, ni una línea, sobre su vinculación?… Luego será tanto peor si es el culpable. Estoy rezando para que no lo sea. Lo sondeé a Bellchester, es el subcomisario, y se puso furioso. Le estamos pasando una pensión a Stanley. Parece que el hombre está loco…

—¿Literalmente?

—Literalmente insano, y varias veces ha estado muy cerca del manicomio. En realidad, debería estar allí. Pero su hermana convenció a alguien de arriba, no lo sé bien. Por supuesto que no irá a la horca aunque sea culpable. Irá a Broadmoor, donde pertenece. Pero ¿se imagina, por ejemplo, el artículo de fondo del Trumpeter de mañana? «Dejemos que nuestros lectores consideren el extraño caso del policía loco que desde hace varios años es mantenido y mimado por las autoridades, en lugar de encerrarle donde no pueda causar más daño. No es extraño que las autoridades se esfuercen por ocultar el asunto, cuando este hombre se volvió loco y mató a un antiguo compañero de quien hacía tiempo que tenía celos, igual que mató, hace algunos años, a un banquero contra quien hasta ahora nada ha podido probarse», etcétera. Le digo…

El automóvil se desvió para evitar un carretón, y rugió en medio de la leve neblina y de la lluvia que empañaban las luces de la ribera. Melson sintió que le latía el corazón cuando patinaban; estaban tan ensimismados en el asunto que parecía como si el propio automóvil se lanzase a la conclusión del caso. Se agarró fuertemente de la puerta.

—Pero ¿qué piensa Fell? —preguntó.

—Todo cuanto puedo decirle de Fell —repuso el inspector jefe— es que debe tragarse su propia medicina. No puede estar con uno y con otro. Si su reconstrucción es correcta, me refiero a Eleanor, entonces Stanley no puede ser culpable. Sería una gran locura, y todo lo demás resultaría otra tontería. ¿No lo ve usted? ¡Si sólo pudiese probar que esa carta que encontramos es falsa! Pero ¡no lo es! Se la mostré a nuestro calígrafo, con un papel secante encima, y jura que es auténtica. Esto destruye el argumento. Arrincona a Stanley; lo único que puedo hacer es seguir las instrucciones de Fell, regresar a la casa y decir a todos que hemos decidido poner en libertad a Eleanor. ¿Esto no parece un anticlímax? De todos modos, en eso estamos. Si ese tonto de Paull no ha…

Calló y no volvió a hablar hasta que el automóvil, en medio de la llovizna, se detuvo delante del número 16. Abrió la puerta Kitty Prentice, cuyos ojos hinchados y enrojecidos confirmaban que había estado llorando. La mujer dio un salto, con un chillido extraño, atisbó, por encima del hombro de Hadley, no vio nada y le agarró del brazo.

—¡Señor! Oh señor, usted tiene que contarnos. ¿Han arrestado a Miss Eleanor? ¿Lo han hecho, señor? ¡Oh, es espantoso! ¡Usted tiene que contar! Mr. Carver está frenético y ha estado telefoneando a Scotland Yard y no podía encontrarle a usted y no querían decirle nada y…

Hadley temía evidentemente que una alegría prematura tuviese el efecto contrario, debido a una revelación demasiado apresurada para los demás. Con la mirada la hizo callar, aunque su expresión la aprobaba.

—No puedo decirle nada. ¿Dónde están todos?

La mujer calló e indicó la salita. Al momento su cara empezó a fruncirse, bañada en lágrimas. Hadley rápidamente se dirigió a la puerta de la salita. Se notaba que en la casa había penetrado una nueva atmósfera, mezcla de prisa y de expectativa, de manos crispadas y de rostros que se fruncirían como el de Kitty. En el silencio, Melson podía oír el sonido acompasado de los relojes del taller de delante, como los había oído la noche anterior; pero esta vez tenían un latido más acelerado. Desde la salita se oía la voz apagada de Lucia Handreth:

—Repito que le he dicho todo lo que sé. Si usted sigue, voy a enloquecer. He prometido no decir nada, pero le advierto que mejor es que se prepare para…

Hadley golpeó.

La puerta blanca, con su picaporte de porcelana y su llave grande, se abrió como un telón de teatro en medio de un repentino silencio. Carver, grande y desgreñado, aún con la chaqueta de fumador y en zapatillas, dejó de pasearse por delante de la chimenea. Al fumar la pipa, los músculos de la cara sobresalían, y Melson podía verle el brillo de los dientes cuando entreabría los labios. Mrs. Steffins, sentada con un codo apoyado sobre la mesa, se secaba con un pañuelo los ojos humedecidos, movió la cabeza, dio un sollozo con hipo y se quedó petrificada al ver a Hadley. Lucía Handreth, de brazos cruzados y sonrojada, se quedó rígida junto a la chimenea.

Por un segundo se mantuvo el cuadro, la impresión en las misteriosas deformaciones faciales alcanzó su culminación; al comprobar las sensaciones de odio o lágrimas, de furia o regocijo, los observadores sentían estas emociones como el calor de un fuego. Entonces Lucía Handreth se calmó. Carver dio un paso adelante, y Mrs. Steffins golpeó los nudillos al dejar caer el brazo sobre la mesa.

—¡Yo lo sabía! —gritó de repente Mrs. Steffins, a manera de confirmación. Estaba muy fea a causa de las lágrimas—. ¡Yo lo sabía, recuerde! ¡Yo se lo advertí! Yo le dije que llegaría a esta casa…

Carver lentamente dio otro paso hacia delante. La mirada de sus ojos era inescrutable.

—Usted nos ha hecho esperar mucho tiempo —dijo—. ¿Y bien?

—¿Qué quiere saber? —le preguntó Hadley bruscamente.

—Quiero saber qué ha hecho usted. ¿Ha arrestado a Eleanor?

—Miss Handreth —repuso el inspector jefe, sin ironía consciente— le ha dicho a usted sin duda algo de lo que hemos hablado esta tarde en el cuarto de Miss Carver…

Los ojos celestes le observaban. Carver hizo un breve ademán. Parecía que su tamaño aumentaba y que se acercaba, a pesar de que no se había movido.

—De eso no se trata, señor inspector. En absoluto. Lo único que nos interesa es…, ¿es verdad?

—¿Qué cree usted, entonces?

—¡Es la vergüenza! —gritó Mrs. Steffins y golpeó vivamente las manos contra la mesa—. Es por la tremenda vergüenza. Arrestada por asesinato. En esta casa. Viviendo en esta casa, y su nombre en los diarios. Yo hubiese soportado cualquier otra cosa…

Hadley paseó una mirada impasible por el grupo.

—Sí, tengo algo que decirle, si se queda callada. ¿Dónde está Mr. Boscombe?

—No ha dicho nada. Pero ha sido menos tonto —dijo Lucía, y dio un puntapié al borde de la repisa de la chimenea—. Ha ido en busca de su abogado para defenderla. Este dice que usted no tiene ninguna prueba, no ha tenido ninguna prueba y no tendrá ninguna prueba…

—Tiene toda la razón, Miss Handreth —dijo Hadley, con mucha calma.

Otra vez todos quedaron inmóviles, en un extraño silencio, como una imagen captada por la cámara fotográfica. De pronto, Melson oyó un rugido en los oídos y, en el silencio, la voz de Hadley resonaba.

—La prueba en contra de Eleanor —continuó— ha quedado destruida. No tenemos cargo, no tuvimos cargo y nunca lo tendremos. Lo supimos esta tarde, a tiempo de prepararnos para otra cosa —se oyó un débil sonido siniestro—. Eleanor está disfrutando en el cinematógrafo con el joven con quien piensa casarse muy pronto; estará aquí en seguida.

Melson observaba a Lucía y a Mrs. Steffins. La cara de la última tenía una expresión tonta, como la de una persona borracha que tantea en busca de las llaves. Luego, al comprender, se desplomó. La cabeza cayó contra el respaldo del sillón con un ademán inconscientemente teatral, y sus labios temblorosos esbozaron palabras que Melson podría haber jurado que eran: «A Dios gracias».

—¿Está usted loco? —dijo Lucía Handreth.

No era una pregunta, sino una comprobación rápida, aguda e incrédula. Avanzó un paso respirando hondo.

—¿No está contenta, Miss Handreth?

—Tenga la bondad de no mostrarse cortés. Yo…, yo no estoy ni contenta ni descontenta. Sencillamente, no lo creo. ¿Es una broma? Usted me dijo esta mañana…

—Sí. Pero desde entonces hemos sabido otras cosas. Toda su declaración no fue… completamente confirmada, ¿me entiende?

—¿A pesar de todas las pruebas…? —la voz se alzó de tono—. ¿Qué dijo ella? ¿Qué le contó? Usted afirma que Don verdaderamente se va a c… ¿Qué quiere decir con eso?

Entonces, Carver, al moverse, se quedó a la vista de Melson. Se llevó a la boca la pipa apagada y empezó a chuparla ruidosamente. Parecía que se le hubiese quitado un gran peso de encima; no estaba enojado por el ardid, y ni siquiera sentía curiosidad, pero mostraba la energía que podían dar sus frágiles huesos ahora que ya no había motivo para ello.

—Gracias por su buen sentido —observó, algo tembloroso—. Nos ha dado usted el peor susto de nuestra vida.

Por lo menos, ya no lo tenemos. ¿Que qué quiere que hagamos?

Se oyó el débil ruido de la puerta de la calle, pisadas y, en alguna parte, un teléfono que sonaba insistentemente. Hadley, sin saber qué hacer, levantó la mano y esperó. El murmullo de voces y el susurro de la lluvia se hicieron más fuertes. Luego apareció Kitty.

—Señor, está el doctor Fell —dijo al inspector jefe—. Y le llaman por teléfono…

Al abrirse la puerta, Melson alcanzó a ver la capa, salpicada por la lluvia, del doctor Fell, que le daba la espalda y hablaba apresuradamente con el sargento Betts y el policía Sparkle. Estos partieron en seguida. El doctor, con su sombrero de copa en la mano y el rostro abrumado por el cansancio, entró en el cuarto cuando Hadley salía.

—Ah…, buenas noches —saludó el doctor Fell—. Me imagino que llego a tiempo. Parece que siempre tomamos esta casa por asalto, pero me alegro de decir que esta noche probablemente será la última vez.

—¿La última vez? —repitió Carver.

—Así lo creo. Espero descubrir esta noche al verdadero asesino —dijo el doctor Fell—. Por eso me permitirán que les pida que se retiren de este cuarto hasta que los llame. Vayan donde quieran, pero ninguno debe salir de la casa… ¡Nada de histerismos, señora! —añadió, volviéndose hacia Mrs. Steffins—. Me parece ver en sus ojos que usted quiere acusar a Miss Handreth de ser la causa de toda su preocupación e inquietud. Tal vez lo sea, pero éste no es el momento de decirlo… Mr. Carver, por favor, ¿quiere hacerse cargo de estas señoras? Todos ustedes deben estar atentos a la llamada.

La campana de Lincoln’s Inn Fields, amortiguada por la lluvia que caía, empezó a dar las nueve. En medio de los toques, como a una señal convenida, el timbre de la puerta empezó a zumbar bajo la presión de un dedo. Kitty corrió a responder. Las voces de los recién llegados callaron cuando Eleanor, sacudiéndose la lluvia del abrigo, entró al vestíbulo y la pudieron ver los que estaban en la salita. Detrás de ella apareció Hastings, bastante contento; Boscombe, fríamente complacido; y Paull…, ligeramente borracho y muy mojado, con su paraguas apretado debajo del brazo.

Eleanor los saludó.

—Aquí estoy —dijo. Su voz no encontraba el nivel adecuado y resonaba un poco, pero la muchacha se mantenía muy erguida—. No estoy en la cárcel, sino libre —miró a Lucía—. ¿No lo lamenta?

—¡Don, qué tonto eres! —gritó Lucía. Se refregó los ojos con la mano, vaciló y luego rápidamente se retiró del cuarto, como si la persiguieran. Eleanor, pálida, le sonreía, pero la muchacha pasó de largo, entró a su cuarto y cerró de un golpe la puerta. Un gemido de Mrs. Steffins absorbió el ruido; Carver no prestó atención y se adelantó lentamente para decirle algo a Eleanor.

—Gracias, J. —repuso la muchacha—. ¿No quiere venir arriba con nosotros?

Melson oyó, como en un sueño, que el doctor Fell salía a dar instrucciones; el grupo quedó silencioso, pero los dominaba el terror tanto como la tensión cuando regresó el doctor, acompañado por Hadley, y el vestíbulo quedó vacío. El inspector jefe, de espaldas a la pared, miraba al doctor Fell.

—¿Y bien? —gritó éste—. ¿Qué hay? ¿Algo malo?

—Todo… Todo. Alguien ha revelado el secreto.

—¿Qué secreto?

—Una llamada de la oficina —repuso Hadley, tristemente— me informa que está en las últimas ediciones de los diarios de la tarde. Alguien de Scotland Yard ha hablado; mis instrucciones no fueron comprendidas. Hayes se enredó al hacer el «Boletín de la Prensa», pero no le echen la culpa a él. Esto puede acabar con mi carrera en un par de semanas, y perderé mi pensión… Se sabe que Stanley estaba anoche aquí, metido en un asunto raro, y el subcomisario me dijo lo que ocurriría si el asunto llegaba a trascender. Yo seré la cabeza de turco. Aunque ahora pesquemos al verdadero asesino…

—¿Cree que no he previsto todo esto? —preguntó el doctor Fell, con tranquilidad.

—¿Previsto?

—Calma, hijo. Usted ha estado treinta y cinco años en la policía sin perder los nervios, y no los pierda ahora. Sí, vi el peligro, y hay un solo modo de hacerle frente: combatirlo, si podemos combatirlo…

—Sí, treinta y cinco años —asintió Hadley, contemplando el piso—. ¿Ha pensado en algo?

—Sí.

—¿Comprende lo que ocurrirá si lo echa a perder? No simplemente conmigo, sino con…

Calló. Kitty estaba otra vez allí, aún más asustada, como si se hubiese escapado de la puerta de la calle.

—Señor —dijo—, Mr. Peter Stanley está aquí

El inspector jefe se quedó por un instante de piedra; luego, cuando intentó moverse, el doctor Fell le agarró del brazo. Hadley dijo:

—Esto es el fin. Esto es ahora el fin. Alguien lo verá, y estamos perdidos. Él no debía aparecer. Ahora…

—Cállese, tonto —dijo el doctor Fell, muy suavemente—. Siéntese, y suceda lo que suceda no se mueva ni hable. Envié un mensaje para que viniese. Kitty, haga pasar a Mr. Stanley aquí.

Hadley retrocedió y se sentó junto a la mesa. Lo mismo hizo el doctor Fell. Melson, sentado al fondo, cerca de las vitrinas, se apoyó en el borde de una para afirmarse…

—Adelante, Mr. Stanley —continuó el doctor Fell, medio soñoliento—. No se preocupe de cerrar la puerta. Tome una silla, por favor.

Stanley entró con un paso extrañamente suave para un hombre tan corpulento. Melson nunca le había visto a plena luz, y le volvían ahora de golpe todas las anteriores impresiones e insinuaciones a su respecto. Parecía rechazado por el brillo de la luz de la lámpara. Llevaba un abrigo mojado y no usaba sombrero; las gotas de agua le chorreaban por la cara, y sacudía la cabeza. Los ojos estaban fijos y hundidos; la cara ancha, con las orejas salientes, que la noche anterior tenía un color plomizo, mostraba ahora una palidez amoratada…, y sonreía.

—Usted me mandó llamar —dijo lentamente y abrió unos grandes ojos.

—Exacto. Siéntese. Mr. Stanley, esta tarde se hicieron contra usted ciertas acusaciones…, insinuaciones…

Se sentó, sus grandes dedos extendidos sobre las rodillas. Melson vio que no sonreía verdaderamente: era más bien una contracción nerviosa de los labios que no podía controlar. Estaba sentado inmóvil, como si fuera de cera; la energía y el peligro se equilibraban y se volvían tensos a la luz blanca de la lámpara. De repente, se inclinó hacia delante.

—¿Qué quiere usted decir con acusaciones?

—¿Conocía al difunto inspector George Ames?

—Le conocí… antes.

—Pero ¿no le reconoció cuando le vio muerto anoche?

—No le reconocí por su extraña apariencia —dijo Stanley, inclinándose aún más—. Estaba realmente hermoso. Sí.

Se echó a reír.

—Pero ¿supongo que reconoce su propia letra cuando la ve? —dijo el doctor Fell.

Fue como si hubiese restallado un látigo delante de la cara de Stanley, que dio un salto atrás. Entonces Melson comprendió. Comprendió lo que Stanley le recordaba desde el momento en que había entrado. Los movimientos suaves, a pesar de su torpeza, el gruñido en la voz, la mirada necia de los ojos que reflexionaban, las rápidas sacudidas. Estaban en una jaula, con algo entre ellos y la puerta.

—Reconocer mi propia letra —dijo—. ¿Qué diablos quiere decir? Por supuesto que conozco mi propia letra. ¿Me toma usted por loco?

—Entonces —preguntó el doctor Fell—, ¿escribió usted esto?

Buscó en el bolsillo, sacó la carta y se la arrojó. El papel cayó sobre las rodillas de Stanley, pero éste no lo tocó.

—¡Léala!

Stanley tocó la carta, luego la abrió lentamente.

—Usted la escribió.

—No.

—Es su firma.

—Le digo que yo no la escribí y que nunca la he visto antes. Me llama usted mentiroso, ¿eh?

—Espere hasta saber lo que dicen, Stanley. Usted sabe que soy su amigo, si no, no le diría esto. Espere hasta saber lo que dicen.

—¿Dicen? —retrocedió un poco—. ¿Qué dicen ellos?

—Que usted está loco, amigo. Loco. Que dentro de su cabeza hay un pequeño microbio que le está comiendo los sesos…

Mientras hablaba el doctor Fell, Stanley estaba inclinado como para arrojar la carta sobre la mesa. Despedía un fuerte olor a ropa mojada y a coñac. Al avanzar la mano velluda, el abrigo se le abrió un poco, y Melson vio algo dentro del bolsillo…

Stanley llevaba una pistola.

—Que está loco —dijo el doctor Fell—. Y por eso mató a George Ames.

Por un instante Melson creyó que la pistola se volvería contra ellos.

—Pero para mostrarle a usted lo que yo pienso de su mente —continuó el doctor Fell, fijando la vista directamente en los redondos ojos amarillentos que parecían contraerse y dilatarse—, le voy a decir cuál es la prueba en contra suya. Esto es lo que se piensa de usted, lo que se dijo:

»Anoche, mientras Ames subía esta escalera, usted no pudo salir por la puerta que da al vestíbulo. Todos lo sabemos y lo reconocemos.

»Pero en el sumario hay un testimonio muy casual, por demás casual. Un hombre, detenido en el oscuro vestíbulo, vio un rayo de luz de luna. La puerta del pasillo, del pasillo que sube hacia la azotea, estaba abierta…, ¿comprende?… y vio en ese pasillo la luz de la luna. Dijo que la veía por la puerta que da a la azotea. Pero esto no es posible, porque la puerta estaba bien cerrada, y nadie podía pasar. Observe que dijo “un rayo”, no un trozo ni un cuadrado como podría provenir de una puerta abierta, sino un rayo…, como de la abertura, digamos, de uno de esos paneles secretos de la pared de los que sabemos que hay una media docena en la casa.

»Piense en la ubicación de los cuartos; el dormitorio del dueño está a la izquierda, y su pared es la misma de ese pasillo. Piense que usted, con su traje gris oscuro, pudo salir de detrás del biombo, también a la izquierda, penetrar sin ser visto en el dormitorio y abrir el panel de la pared para salir. Piense que la luna daba en las ventanas del fondo. La luz de la luna caía dentro del dormitorio, al abrir el resorte de la puerta desde dentro, ¡para golpear a Ames en el descansillo…! Esto es lo que su enemigo dice que usted hizo, a no ser que usted pueda cambiarlo, y su nombre es…

—¡Cuidado! —gritó Hadley.

Oyeron lo demás mientras la mano grande de Stanley se adelantaba y tiraba la lámpara de la mesa. Después de una momentánea ceguera, vieron, al resplandor del disparo, los ojos de Stanley y el brillo del metal en su mano junto con un quejido de respiración contenida.

—Apártense —dijo Stanley—, le alcanzaré.

Una forma grande tapó la luz del vestíbulo cuando éste se volvió y echó a correr; junto con el estrépito del golpe de la puerta desapareció la luz, y la llave quedó torcida dentro de la cerradura al buscar Hadley el picaporte.

—Nos ha encerrado… —Hadley golpeaba los paneles con los puños—. ¡Betts! ¡Usted! ¡Todos ustedes…, agárrenlo…, abran! ¡Fell, por Dios; ha dejado suelto a un loco!… ¡BETTS! No puede usted parar…

—El doctor… Fell dijo que no le detuviera —gritó una voz desde fuera—. Usted dijo… ¡Se ha llevado la llave!

—¡Idiota, deténgale! ¡Haga algo…, Sparkle! ¡Eche abajo la puerta!

Desde fuera cayó estrepitosamente un peso sobre la puerta. Se oyó un refunfuño y otro estrépito. Desde arriba llegó un grito y luego un disparo de pistola.

Oyeron un segundo disparo justamente antes de que la cerradura cediera, junto con un chillido desgarrador: una forma grande cayó de rodillas. Hadley salió rápidamente hacia la escalera, con Melson tras de él. Una voz hablaba claramente en la casa. Era fuerte, pero muy fría y juiciosa y parecía satisfecha.

—Usted sabe que me creen loco, así que puedo matarle lentamente sin ningún peligro. Puedo matarle aunque diga o no la verdad; todavía no lo he decidido. Pero una bala para la pierna…, otra para el estómago…, otra para el pescuezo…, todo el asunto debe hacerse lentamente hasta que usted abra su boca mentirosa. Usted ve que nadie me estorba. Hay un inspector de policía en esa puerta, y nada hace por ayudarle, a pesar de que también tiene una pistola. Yo vi el bulto en el bolsillo de su cadera, pero observe que no hace nada, a pesar de que le doy la espalda. Ahora voy a disparar otra vez…

Un aullido, más como el de un animal en una celada que el de un ser humano, hizo que las rodillas de Melson temblaran al subir la escalera detrás de Hadley. El aullido se repitió.

—No —dijo la voz amablemente—, no puede escapar. Un cuarto no tiene más que cuatro paredes, y usted está bien arrinconado. Fui un tonto aquella vez cuando maté a aquel banquero con cuatro balas en la cabeza. Pero entonces no —tenía nada en contra de él.

Hadley llegó al último escalón con respiración espasmódica. El humo de la pólvora nublaba las caras pálidas, caras que no se movían y observaban, crispadas y asustadas. A través de la puerta abierta, Melson vio a Stanley, de espalda, y más allá una cara que no era humana, sino una figura retorcida, que se agitaba, que extendía los brazos tratando de adelantarse hacia el biombo alto pintado, cuando Stanley se movía hacia él.

—Esta —dijo Stanley— es para su estómago —y movió el brazo para disparar.

El otro hombre enmudeció.

—Llévenselo —refunfuñó una voz extraña y apagada—. Está bien. Yo maté a Ames. ¡Yo maté a Ames! ¡Váyanse todos al diablo! Yo maté a Ames, lo reconozco. Pero por el amor de Dios, ¡llévenselo! —gritaba desesperadamente.

Luego Calvin Boscombe se levantó y retrocedió, cayendo, contra el biombo con las llamas pintadas, en un desmayo mortal.

Por un momento Stanley se quedó inmóvil; al fin dio un suspiro tembloroso y metió la pistola dentro del bolsillo. Miró tristemente al doctor Fell, quien cruzó el cuarto y contempló la cara desfigurada que estaba en el suelo.

—¿Y bien? —preguntó Stanley, lentamente—. ¿Estuvo bien? No pudo aguantar.

—Fue una magnífica actuación —dijo el doctor Fell, tomándole del hombro—, y no podíamos haber planeado nada mejor… Pero, por el amor de Dios, no dispare más cartuchos sin bala porque va a despertar a todo el vecindario.

Se volvió hacia Hadley.

—Boscombe no está herido —agregó—. Vivirá para ir a la horca. Me gustaría saber qué piensa ahora de las «reacciones de un hombre que está a punto de morir».