El inspector jefe metió apresuradamente el guante negro dentro de la cartera y renegó por lo bajo. No había olvidado que la Duquesa de Portsmouth era el rendezvous de los miembros de la casa, como se lo había dicho al doctor Fell; era conveniente porque estaba cerca del alojamiento de Ames (que todavía no había sido registrado), pero hubiese apostado que ninguna de las relaciones de Carver se molestaba en llegar al comedor. Se había equivocado. Melson le oyó murmurar violentamente «esté-de-acuerdo-con-cualquier-cosa», luego se volvió casi con amabilidad hacia el recién llegado.
Mr. Paull no estaba bebido. Parecía tener la idea de marcharse a alguna parte, pues en una mano tenía el sombrero y el paraguas, y en la otra, el vaso. Pero estaba en esa situación indecisa en que si un compañero generoso le sugiere tomar un trago más antes de partir, el equilibrio tiembla, el platillo se inclina y el hombre mortal se queda a emborracharse. Estaba recién afeitado, tenía el bigotito recortado, y el delgado pelo rubio peinado hacia atrás. Llevaba traje azul, de buen corte, que no lo hacía parecer menos grueso, y corbata de colores llamativos. Sus ojos seguían congestionados, parecía amable, pero nervioso.
—Nos agradaría mucho que usted nos acompañara —dijo Hastings—. Quiero formular algunas preguntas: hablaremos del crimen de anoche… —le miró y calló.
—Asunto desagradable —dijo Paull, con cierta vehemencia—. ¡Asunto desagradable! ¿No es así? ¡Dios mío!
Sorbió su whisky con soda a prisa y se sentó. Lanzó una mirada recelosa hacia Eleanor.
—¿Sabe usted exactamente lo que ocurrió?, preguntó Hadley.
—¡Sí! ¡Maldición, por mi vida que no lo comprendo! —otra mirada recelosa—. Pero estaba pensando…
—¿Pensando qué?
—¡Al diablo con todo! Diga si quiere hacerme más preguntas —repuso Paull, con un tono afligido que demostraba su inquietud—. Estaba todavía bastante borracho cuando hablé con usted esta mañana, ¿no?
El tono de Hadley se volvió severo.
—¿No pretenderá decirnos que no recuerda lo que nos contó?
—No, no. Lo recuerdo muy bien. Todo cuanto quiero decir es… —lanzó un profundo suspiro—: ¿cree usted que ha sido muy leal no decirme que el tipo que había muerto era…?
—¿Por qué habría de interesarle?
—Usted me lo está haciendo endiabladamente difícil, amigo —vaciló el vaso—. El hecho es que he estado conversando con Lucía Handreth y…
—Lo ha hecho… —dijo Eleanor, con ese desaliento que precede al estallido. Sus ojos tenían un ardor extrañamente poco real. Luego algo la hizo temblar, y Melson sospechó que alguien le había enviado un descortés puntapié por debajo de la mesa. Paull recurrió a ella por primera vez.
—Empeño solemnemente mi palabra, lo juro sobre todas las Biblias, que nunca dije que la había visto en ese vestíbulo. Pensé…
—¿Qué pensó —intervino Hadley— cuando se enteró de que un inspector de policía había sido apuñalado con la aguja de un reloj?
—¡Palabra de honor! No lo que usted cree que pensé.
—¿Especialmente con la aguja de un reloj que usted había pedido a Miss Carver que robara para usted?
Otra vez Eleanor parecía dispuesta a intervenir, pero Hastings la tomó del brazo. La mirada viva e imaginativa de Hastings se movía entre Paull y el inspector jefe, y por fin comprendió. Melson sintió que estaba dispuesto para hacer una representación teatral convincente, si fuese necesario.
—Pero no lo hice, muchacho —protestó Paull, asombrado, mirando por encima del hombro—. No hable tan alto. No lo hice. Además, no necesitaba hacerlo. Pedí prestado el dinero. No quería enfrentarme con el tipo; había pedido prestado dinero anteriormente, fui al club y escribí una carta explicativa. Pensé que era mejor tener una entrevista con él, y entonces me dije: «¡Diablos!, el tren se fue, pero si consigo una entrevista, de ningún modo puedo tomar el tren».
—Calma. ¿Quiere decir que después de todo usted no fue a Devon?
—Oh, sí. Pero no hasta el miércoles a la noche. Se lo había prometido al viejo, así que tenía que ir. Pero contaba con el dinero, y no había razón para ir a tranquilizar al viejo; entonces, sencillamente, cambié de opinión y volví a la ciudad. ¿Qué? Por supuesto que ayer por la tarde encontré a algunos amigos, y esta mañana, cuando me desperté, ¡al diablo si no estaba otra vez duro!, pero mi dinero llegará mañana, así que todo va bien.
Hadley interrumpió esta charla desesperada.
—Volvamos al tema, Mr. Paull. ¿Le sorprendería a usted saber que se ha pedido una orden de arresto contra Miss Carver?
Paull sacó el pañuelo, que le tembló en las manos.
—Usted no puede hacerlo —insistió vehementemente—. Hable, Eleanor. Hable. Afirmo que algunos hombres son asesinos, y otros no lo son. Es lo mismo con las mujeres. ¡Diablo! Es imposible creer…
—Pero Miss Handreth lo cree.
—Bueno, Lucía es diferente. Ella no quiere a Eleanor. Pero yo sí.
—Sin embargo, ¿todavía está de acuerdo con Miss Handreth?
—Yo…, no, yo… no sé… ¡Oh, bueno, al diablo!
Hadley pestañeaba repetidamente. Miró serenamente a Paull cuando dijo:
—Entonces, le alegrará saber que el esfuerzo para echar las sospechas sobre Miss Carver ha quedado completamente desvirtuado, y ella es la única persona de quien estamos seguros que no cometió el crimen.
—¿Cómo? —dijo Paull, después de una larga pausa. El fuego se fue apagando con un crepitar desfalleciente, diseminando chispas fantasmagóricas por el cuarto, que hacían que los platos de peltre, en los estantes, parecieran moverse oscuramente. Se oían crujidos de duendes en el maderaje; Paull se llevaba el pañuelo a la frente, como sospechando una broma—. ¿Cómo? —dijo insistiendo para que Hadley repitiera. Así lo hizo el inspector jefe. Cuando Paull volvió a hablar, una serie de suspiros se produjeron en derredor; Melson tuvo la sensación de que una sombra había aparecido y desaparecido.
—Bueno, entonces ¿por qué quiere usted burlarse de mí? —preguntó con cierta debilidad querellosa—. Para tenerme aquí y mirarme como a uno que toca lo prohibido. ¡Maldición! Pero me alegra ver que tiene juicio. ¿Oye esto, jovencita?
—Lo he oído —repuso Eleanor, muy serenamente. Estaba sentada, rígida, con los dedos fuertemente entrelazados. Echó atrás el pelo con un gracioso movimiento de cabeza, pero sin apartar la vista de él—. Gracias por la ayuda. Chris.
—Oh, está bien —dijo con prisa. Cierta inflexión de la voz de la muchacha lo sorprendió momentáneamente, pero rechazó cualquier insinuación de un significado ulterior ¿Usted… me necesita todavía? Si no es así, me iré. Es un asunto desagradable, pero mientras yo no complique a nadie…
—Creo que usted necesita un descanso. En realidad —dijo Hadley, con su tono más suave—, usted tiene una invitación. Mis dos jóvenes amigos van a ir al… cinematógrafo e insisten en que usted los acompañe. Creen que la atmósfera de la casa está un poco tirante, y que su conversación podría aumentar la tirantez. Insisten en que vaya con ustedes, ¿no es así?
Miró a Hastings, que asintió instantáneamente. Su cara delgada estaba inexpresiva, pero sus ojos oscuros miraron al inspector jefe.
—Insistimos en ello —asintió, hurgando subrepticiamente dentro del bolsillo—. ¡Ah, oh, oh! Sí, insistimos —continuó con voz más segura—. Nada hay mejor que festejarlo, ¿no? Será un programa de tres horas. Pensaba que deberíamos irnos ya…
—Un momento —dijo soñolientamente el doctor Fell—. Estaba pensando…: dígame, Mr. Paull, ¿no ha surgido alguna otra cosa en medio de su nubosidad de anoche?
Paull, que estaba tratando de resolver la última situación, se puso en guardia.
—¿Usted quiere decir recordar algo? No. Lo siento, viejo…, este…, lo siento, pero no recuerdo nada más. Lo siento. He pensado todo el día en ello.
—¿Ni siquiera cuando Miss Handreth le dijo lo que había ocurrido?
—Me temo que no.
—Ah —el ojito que pestañeaba se abrió en su cara roja y brillosa—. Pero tal vez usted tenga alguna idea…, alguna teoría… sobre lo que pudo haber ocurrido, ¿verdad? Jem, después del fracaso de nuestra primera teoría, estamos buscando nuevos indicios.
Paull tomó confianza y se sintió un poco halagado. Sacó del bolsillo una botella chata de plata, hizo ademán de ofrecerla y bebió un buen trago. El platillo de la balanza tembló, y se inclinó con esta nueva cantidad de whisky. Su voz se hizo más confidencial.
—¿No será referente a mí? Siempre digo que hay hombres que piensan y hombres que hacen. Si yo hiciese algo, sería de los hombres que hacen, pero no lo hago. ¿Me sigue? No pretendo mucho, pero le diré una cosa —golpeó el índice contra la mesa—. No me gusta ese individuo Stanley.
Hadley se irguió:
—Usted quiere decir que sospecha…
—¡Vamos, vamos! Dije que no me agradaba, y no me agrada —insistió Paull, tenazmente—. Y él lo sabe, así que no es ningún secreto. Pero cuando Lucía me lo contó, pensé: «¡Hola!». Tal vez no haya nada; ha de ser el whisky quien habla y piensa. Pero ¿por qué ponen dos cañones en una pistola? Porque siempre hay más de un pájaro. ¿Y cómo saldría el disparo? Bueno, tenemos un inspector de policía asesinado, y es un asunto desagradable. En la misma casa hay otro inspector de policía. Y dice Lucía que los dos hombres se conocían y habían trabajado juntos. ¿No me van a preguntar nada de esto?
Un destello de interés apareció en los ojos de Hastings; apretó las manos y se recostó.
—Señor, ¡cómo me gustarla poder creerlo! —dijo—. Pero de nada sirve…, porque usted no conoce toda la historia… de lo que ocurrió. Y aparte de esto, yo…, yo, entre todos…, puedo darle un certificado de salud a este sinvergüenza. Permaneció todo el tiempo en el cuarto. Yo le vi.
—¿Lo vio usted? —preguntó el doctor Fell, sin levantar la voz, pero algo en su tono los detuvo a todos; y se produjo un silencio tan profundo que se podía oír volar a una mosca—. ¿Le vio en el cuarto durante todo el tiempo? —continuó el doctor Fell—. Vio a Boscombe, sí. Pero ¿vio a Stanley? ¿Reparó en Stanley? Si bien recuerdo, él estaba detrás del biombo.
Hastings soltó la respiración. Insistía en hurgar su memoria y no encontraba nada.
—Lo siento. Usted no se imagina cuánto hubiese deseado probarlo. No habré visto a Stanley, pero vi la puerta… a la plena luz de la luna. Y nadie, ni nada, entró ni salió.
El doctor Fell perdió interés.
—¿Por qué le desagrada Stanley? —preguntó a Paull.
—¡Maldición! Se entromete en todo. Siempre se cruza en el camino. Se sienta en el cuarto de Bossie a beber el coñac de Bossie; se pasa media hora sin hablar, y cuando lo hace es para decir algo desagradable. Dicho sea de paso, es el que siempre habla de la Inquisición española.
El doctor Fell, soñoliento, miró hacia un rincón del techo.
—¡Hum!, sí. Otra vez la vieja Inquisición española. Señores, cuánto ha sido lisonjeada por ciertos autores y mal interpretada por otros. Recuerdo el horror de Voltaire: Ce sanglant tribunal, ce monument de pouvoir monacal, qui l’Espagne a reçu, mais elle-même abhorre…; escrito en una época en que los franceses instruidos eran enviados a la Bastilla sin juicio previo y allí se quedaban hasta que se pudrían. Por supuesto que desde entonces la Inquisición se ha vuelto decrépita, pero no cortaba la lengua de un hombre ni su mano por una ofensa política como en Francia, pero esto no viene al caso. Yo tenía un amigo, un escritor, que quiso escribir la novela de su vida sobre los horrores pintorescos de la Inquisición. Estaba entusiasmado. Iba a describir a los detestables inquisidores, relamiéndose con la idea de las torturas recién inventadas, y su protagonista, un marino escocés, lucharía en sus garras; según mi recuerdo, todo debía concluir en una lucha a espada con Torquemada sobre los tejados de Toledo; desafortunadamente, luego pasó a informarse de la verdad. Dejó de leer novelas para empezar a leer hechos. Y cuanto más leía, tanto más se disgustaba y tanto más se desvanecían sus ilusiones esplendorosas. Me apena verdaderamente, señores, tener que disipar alguna ilusión sanguinaria, pero debo decirles que él renunció desesperado y ahora es un hombre amargado.
Halley perdió los estribos.
—No se entusiasme con su discurso —le interrumpió—. Pero usted no la defiende: ¿niega que su héroe escocés hubiese corrido peligro de torturas y de ser quemado?
—En absoluto. Por lo menos no un peligro mayor que el que hubiese corrido en Escocia. En su ciudad natal la bota y la tortura del pulgar eran parte legal del juicio de cualquier hombre por cualquier cosa. España le hubiese quemado tan rápidamente como Inglaterra, por la ordenanza puritana de 1648, si él negaba la existencia de una vida futura; así como Escocia quemó dos mil pretendidas brujas, y el viejo Calvino quemó a Servacio. Es decir, España le hubiese quemado, a menos que se retractara; en cambio, en su país no hubiese tenido esta opción. Ninguna persona llegó a la hoguera si estaba dispuesta a retractarse antes de la lectura de la sentencia final. Lamento decirlo. No, no defiendo a la Inquisición —dijo el doctor Fell golpeando el bastón contra la mesa—. Sólo digo que nadie la ataca por el daño verdadero que causó: la ruina de una nación, la mancha eterna en la familia de mala sangre[4], los testigos secretos en el juicio (también un rasgo ameno de la ley inglesa), y la certeza de la culpabilidad por alguna ofensa, por ligera que fuese, de quién se traía ante el tribunal. Considérela equivocada, pero no la considere una pesadilla. Dígase que la Inquisición torturó y quemó a la gente, como la autoridad civil lo hizo en Inglaterra. Pero eran hombres que creían, aunque estuviesen equivocados, en el alma del hombre, y no un grupo de escolares tontos que torturan maliciosamente a un gato.
Hastings encendió un cigarrillo. La llama del fósforo brilló en el cuarto que se oscurecía, y por primera vez pareció de más edad que Eleanor.
—Usted, señor, tiene una intención al decir esto —más que preguntar lo comprobó—. ¿Cuál es?
—Porque la actitud de Mr. Paull hacia Stanley me interesa por una y otra cosas…
—¿Sí?
El doctor Fell abandonó sus pensamientos y se irguió vivamente.
—Eso es todo —declaró—. Umf. Es decir, todo por el momento. Ahora vayan los tres al cinematógrafo. Tengo unas últimas órdenes para usted. Joven, ¿se ocupará de que se cumplan? —miró el reloj—. Todos volverán a la casa esta noche exactamente a las nueve, y no antes. Cuando lleguen allí, no dirán una palabra… de nada. ¿Entendido? Adiós.
Se levantaron vacilantes, y Paull con cierta prisa.
—No sé cuál es su idea —dijo Eleanor, las manos apretadas— ni por qué ha hecho usted todo esto por mí. Todo cuanto puedo decir es: gracias.
No pudo continuar. Se cerró el abrigo, pestañeó y luego salió a prisa, con Hastings detrás de ella. Las pisadas se debilitaron y desaparecieron. Tres hombres quedaron sentados alrededor de una mesa, a la luz menguante del fuego, y durante algún tiempo nadie habló.
—Tendremos que ir a ver el cuarto de Ames —observó al fin Hadley, con voz apagada. Abrió y cerró las manos—. Estamos perdiendo el tiempo, pero no sé qué hacer. En cierta manera todo ha sido trastornado. En esta última hora me han cruzado por la mente montones de posibilidades. Todas son posibles, todas son aun probables…, y no puedo afirmar ninguna. Después de lo que dijo este loco de Paull… me he puesto a pensar…
—Sí —asintió el doctor Fell—. Me imaginé que así sería.
—Por ejemplo, vuelvo continuamente sobre uno de los puntos que usted mencionó esta mañana, punto que constituye una de las grandes dificultades. Ames fue traído a esta vecindad por un anónimo, para que se interesase por esa casa. ¿Habrá sido un anónimo? No consigo tragarlo. En mi época, no hubiese prestado mayor atención a una carta sin firma en la que se me decía que me pusiese un disfraz tonto y me colocara en algún sitio con la esperanza de enterarme de algo interesante. ¡Dios, no!…, no con el diluvio de cartas descabelladas que llueven en Scotland Yard sobre casos mucho más importantes que el crimen de Gambridge. Ames era concienzudo. Pero ¿sería tan locamente concienzudo como todo esto?… Por otra parte, si la carta venía de una fuente que conocía y creía auténtica…, ¡diablos!…, ¡no anda! —golpeó la mesa—. Veo montones de objeciones, y sin embargo…
—Hadley —dijo bruscamente el doctor Fell—, ¿usted quiere que se haga justicia?
—¿Yo? ¿Con lo que ha ocurrido? ¡Dios mío! ¡Si consiguiésemos alguna prueba para acorralar al asesino, entonces…!
—No le he preguntado esto. Le he preguntado si usted quiere que se haga justicia.
Hadley le miró fijamente, mirada que se volvió sospechosa.
—No podemos entrometernos con la ley —dijo—. Usted lo hizo una vez, en el caso de Mad Hatter, para amparar a alguien, y reconozco que lo hizo con mi permiso. Pero esta vez…, ¿qué idea tiene?
En la frente del doctor Fell se marcaron las arrugas.
—No sé si atreverme a hacerlo —rugió—, aunque pueda resultar. Y si resultara, tal vez llegaría demasiado lejos. ¡Oh, sería justicia! ¡No se discute! Pero he jugado con dinamita una vez, en aquel asunto de Depping, y… a veces me persigue —se palmeó la frente—. Juré no hacerlo más, y sin embargo, no veo otra salida…, a menos que…
—¿De qué está hablando?
—Antes de intentarlo daré una oportunidad a mi última esperanza. No se preocupe. No será nada que hiera su conciencia. Ahora iré con usted a ver el alojamiento de Ames. Después quiero unas cuatro horas libres para mí…
—¿Solo?
—Por lo menos, sin ninguno de ustedes dos. ¿Quieren seguir mis instrucciones?
—Bien —dijo Hadley.
—Quiero un automóvil y un conductor a mi disposición, pero con nada que indique que es un automóvil de la policía. Deme dos hombres especializados; no tienen que ser inteligentes; en realidad, preferiría que no lo fuesen, pero que sean discretos. Finalmente, ustedes se preocuparán de que todos los miembros de la casa de Carver estén esta noche en casa a las nueve. Ustedes también estarán allí con dos hombres más…
Hadley levantó la vista después de cerrar la cartera.
—¿Armados?
—Sí. Pero no deben estar a la vista, y bajo ninguna circunstancia deben sacar el arma, si yo no doy la orden. Deben ser los hombres más corpulentos y activos que tenga, porque es seguro que habrá una pelotera y puede haber tiros. Ahora, vamos.
Melson, que no era hombre de acción, sintió una sensación desagradable en la boca del estómago cuando salió detrás de los otros, pero se negó a reconocerlo. Iba a ver de cerca al asesino antes de irse…, si es que en realidad se iba. ¿Cómo se podía saber lo que uno haría en semejantes circunstancias? Después de todo, no era más que un hombre… o una mujer. ¡Qué diablos! Y, sin embargo, se sentía ineficaz…
Bajo espesas nubes grises, la callecita parecía irreal. Tenía ese color gris polvoriento que muestra el cielo de Londres en la media luz de la tormenta; un viento fuerte agitaba los árboles de Lincoln’s Inn Fields. En la curva de Portsmouth Street los faroles brillaban con aureola. Se veían casas bajas de ladrillo, con fachadas y balcones que sobresalían y, cosa curiosa, el negocio de antigüedades de la esquina le daba a toda la calle un aspecto de grabado de Cruikshank. Consultando su libreta de apuntes, Hadley los guió por una callejuela fangosa, entre paredes de ladrillo, hasta uno de esos inesperados hormigueros de casas dentro de casas, con chimeneas tambaleantes y geranios marchitos en las ventanas. Cuando Hadley tiró del cordón de la campanilla del número 21, hubo primero un silencio, luego se oyeron unos pasos lentos y un tintineo que se acercaban, como un fantasma, desde los interiores de la casa. Una mujercita robusta, con la cara parecida a una cacerola grasienta, se levantó la gorra, respiró hondo y los miró con recelo. Sus llaves volvieron a tintinear.
—¿Sí? ¿Quéquierenustedes? —preguntó con una voz sin matices—. ¿Quieren un cuarto, eh?… ¿No? ¿Quierenveraquién? ¿A Misterames? Misterames no está encasa —declaró, e instantáneamente trató de cerrar la puerta.
Hadley metió el pie dentro, como una cuña, y entonces empezaron los inconvenientes. Por fin se entendieron sólo sobre dos cosas: la mujer sabía e insistía… que ella y su marido eran buena gente y que ella no sabía absolutamente nada de nada. No estaba asustada en los más mínimo, pero permanecía impasible sin comunicar nada.
—Le pregunto si recibía visitas.
—Tal vez. Nosé. ¿Quévisitas?
—¿Alguien vino a verle?
—Puede ser que sí —dijo con un encogimiento de hombros—, y puede ser queno. Nolosé. Mi Carlo esunbuenhombre; los dos somos buenos, pregúntele al policía. Nosotros nosabemosnada.
—Pero si alguno ha venido a verle, usted le habrá abierto la puerta, ¿eh?
No se confundió.
—¿Paraqué? Misterames no es un inválido, como se dice, ¿eh? Puede ser que bajó. Yonolosé.
—¿Vio a alguien con él?
—No.
Este asalto, con variaciones y repeticiones, continuó hasta que Hadley se enojó. El doctor Fell ensayó el italiano, pero su acento era tan fuerte que sólo producía una verbosidad que de nada servía. Hadley estaba vencido antes de empezar, y lo sabía. El testigo que ha vivido en el terror de la Mafia mantiene la boca cerrada aunque la Mafia ya no exista; las amenazas de la ley nada importan. Por fin la mujer, bamboleándose, indicó el camino, por un oscuro tramo de escalera, y abrió la puerta de un cuarto.
Hadley encendió un fósforo y lo acercó a una espita de gas. Con el rabillo del ojo seguía observando a la mujer, que se había plantado tranquilamente en el cuarto; pero el inspector no parecía reparar en ella. Era una habitación pequeña y poco amueblada, con vista a las chimeneas. Contaba con una cama de hierro, un lavabo con jarra y palangana, un espejo rajado, una mesa y una silla dura. Estaba extraordinariamente limpia, pero no había nada más que una maleta gastada, algunas ropas colgadas en el armario y un par de zapatos viejos en un rincón.
Mientras el inspector jefe caminaba por el crujiente piso sin alfombrar, Melson observaba la boca impasible de la mujer, como antes lo había hecho Hadley. Sus ojos se desviaban… Hadley registró las ropas del armario sin encontrar nada; la boca seguía impasible. Examinó el lavabo; todavía seguía impasible. Levantó y tanteó el colchón, impasible a punto de desdén. El desafío continuaba. No se oía ningún ruido sino el crujido de las tablas y el susurro del gas. Cuando Hadley se agachó sobre una parte del piso, la boca cambió un poco. Al acercarse al zócalo de la pared próxima a la ventana, cambió aún más…
De pronto, Hadley se agachó y aparentó encontrar algo.
—Mrs. Caracci, ¿así que me ha mentido? —declaró ceñudo.
—No. Le digo que no sé nada.
—Usted me mintió. Sí, me mintió. Mr. Ames tenía una mujer en su cuarto, ¿no? Usted sabe lo que esto quiere decir. Perderá su licencia para regentar la pensión y la deportarán; tal vez la lleven presa.
—¡No!
—Tenga cuidado, Mrs. Caracci. Voy a enviarla ante el juez, y él dispondrá. ¿Era una mujer, no es cierto?
—No. ¡En esta casa no ha habido ninguna mujer! Hombre, puede ser; ¡mujer, no!
Se golpeó el pecho apasionadamente, y comenzó a agitársele la respiración.
—¡Eso es todo lo que sé! Soy una mujer pobre. No sé nada…
—Salga —dijo Hadley, interrumpiendo la tormenta de lamentaciones y empujándola fuera; una voz de soprano se alzó y decayó, dando golpes en la puerta cuando la cerraba con llave. Hadley tomó su cortaplumas y abrió la hoja grande.
—Aquí, debajo de la ventana —explicó—, hay una tabla floja. Puede haber algo escondido. Pero sospecho que solamente es su dinero. Ella puede haberlo tomado.
Mientras Melson y el doctor se inclinaban, Hadley arrancó la tabla. Del hueco sacó varios objetos. Una cartera de piel de cerdo, con las iniciales G. F. A., que contenía la credencial de la policía, una bolsa de seda para tabaco y una pipa de espuma de mar, un paquete de sobres ordinarios, un bloc, un buen lápiz y un libro encuadernado en rústica titulado El arte de la relojería.
—Ningún apunte —dijo Hadley al levantarse con un refunfuño—. Temía que no lo hubiese —hojeó las páginas del libro—. Estudiando su último papel, pobre diablo. Y ni siquiera lo pudo hacer creer. Carver comprendió… ¡Santo Dios!
Hadley dio un salto hacia atrás cuando de las páginas salió volando una hoja que revoloteó hasta caer al suelo; era una carta, con su firma muy arriba. Hadley refunfuñó algo al recogerla, y sus dedos temblorosos tuvieron dificultad para cazarla…
La esquela escrita a máquina decía:
Querido George: Sé que usted se sorprenderá al saber de mí después de tantos años y sé que usted cree que traté de perjudicarle en el caso Hope-Hastings. No le diré que vengo a tratar de darle una satisfacción, pero le diré que quiero ver si puedo atraerme los favores de la jefatura, aunque sea en un cargo con uniforme. Tengo una idea del crimen de Gambridge, en el que usted anda, y está CALIENTE. Guarde esto estrictamente para usted y no trate de verme hasta que vuelva a escribirle. Yo me comunicaré con usted. Esto es GRANDE.
Estaba fechada en «Hamstead, 29 de agosto» y firmada Peter E. Stanley. Se miraron uno al otro. El gas silbaba débilmente.