19
REUNIÓN EN UNA TABERNA

En la taberna Duquesa de Portsmouth, ubicada en la pequeña curva de Portsmouth Street, todavía se comenta un almuerzo ofrecido en el comedor de techo bajo, lleno de humo, un día de principios de septiembre. El almuerzo lo ofreció un hombre sumamente gordo en honor de cuatro invitados, y duró desde la una y media hasta las cuatro y cuarto de la tarde. El señor obeso, que consumió un bistec y un pastel de riñones casi tan grande como una palangana, llamó la atención no sólo por su tamaño, sino también por su bullicio. De pronto el hombre gordo salió del comedor y, quitándose el sombrero, declaró que todas las bebidas para los habitués allí reunidos corrían por su cuenta; pronunció un discurso al auditorio con referencias incomprensibles de agarrar al enemigo por la cadera y otras tonterías semejantes, pero fue francamente aplaudido hasta que apareció uno de sus compañeros, un tipo alto de aire militar, que lo hizo salir a prisa, en medio de las protestas de sus invitados.

El almuerzo dejó un recuerdo agradable en Melson. Pero lo que mejor recordaba era la escena que lo precedió, cuando Eleanor y Donald Hastings estudiaban solos el menú en el comedor mientras los otros tres se humedecían la garganta seca con un sorbo de cerveza antes de comer. El doctor Fell miró a Hadley, y Hadley miró al doctor Fell; ninguno habló hasta que el doctor emitió un sonoro y satisfecho ¡jaaa!, al dejar el vaso.

—Y lo divertido de la circunstancia —dijo, bajando el puño sobre el mostrador en señal de admiración— es la manera en que ambos hemos empleado la declaración de Gray y de sus dos cómplices, declaración falsa para desviar las sospechas de su crimen. Usted empleó mentiras para acusar a Eleanor, y yo empleé las mismas mentiras para defenderla. Por supuesto que ambos creímos en Gray. ¿Por qué no? Tres personas aparentemente no relacionadas entre sí, espectadores desinteresados, dijeron el mismo cuento. Gray no corrió; simplemente dejó caer el cuchillo, gritó, señaló a alguien, contó una astuta mentira, que fue respaldada por los otros dos. ¿Por qué habría de perder la cabeza y apuñalar a Manders…?

Hadley contempló su vaso y revolvió el contenido.

—Bueno, significaba prisión segura si la arrestaban por sospechosa y comparaban sus impresiones digitales en los archivos. De todos modos, fue una treta descabellada. Terminará con certeza en la horca, y quizá los otros dos con ella —frunció el ceño—. Pero me interesa porque es un nuevo ardid de super raterías de almacenes. Si resulta sospechosa a alguien, se adelanta un joven vestido a la moda. «¿Le pareció ver a esa mujer…? ¡Tonterías! Yo también la estaba observando y…». Del otro lado, un señor respetable, con aspecto altanero, sacude la cabeza y tímidamente también está de acuerdo. Gray les da las gracias y se retira enfadada antes de que se llame a la autoridad. ¡No está mal! Son joyas de fantasía. Unas veinte libras cada vez, debe de haber ganado un par de miles en una quincena. El detective de los almacenes seguramente ya la habría observado y no iba a andar con miramientos. Si la mujer no hubiese perdido la cabeza… —Hadley dio un golpe con la copa—. Oh, sí, nosotros la creímos, pero ahora que pienso…

Arrière pensée —convino el doctor Fell, asintiendo culpablemente—. Sí, yo también lo había pensado.

—¿Pensado en qué?

—En la declaración que parecía probar que el asesino era zurdo. Gray nunca pensó decirlo. Fue un desliz en su comedia; dijo: «El detective de los almacenes se acercó, la mujer alargó la otra mano» y demás. Es un desliz que puede ocurrir cuando se construye apresuradamente una mentira. No dijo que la mujer fuese zurda. Nadie pensó en ello, ni tampoco así lo interpretó, hasta…, ¡jem!

—¡Está bien, está bien! ¡Macháquelo!

—También fue un excelente detalle el de la blusa —continuó el doctor Fell, afablemente—. No lo machaco. Si le causa a usted alguna satisfacción, le diré que engañó completamente a este viejo; aunque pensé que era bastante raro que Gray no viera la cara de la joven, a pesar de que estaba lo suficientemente cerca para desgarrarle la blusa. La muchacha se metió los guantes en el bolsillo y esperó serenamente. Esta declaración de que la asesina usaba guantes, que también apareció en los diarios, fue otro detalle que nos llevó a nuestro asesino de Lincoln’s Inn Fields… No, Hadley, el único «yo-le-dije» que usted puede repetir es mi advertencia de precaverse contra los casos que se apoyan en que alguien es zurdo. Todos saben a cuento. Vaya por el sendero del prudente, manténgase alejado de los golpes de la mano izquierda, de las colillas y del dictáfono detrás de la puerta.

—A propósito, Eleanor no es zurda —observó Hadley, muy pensativo—. Le pedí que escribiera el domicilio de su patrón —aumentó su exasperación y su perplejidad—. El asunto es, ¿qué diablos haremos ahora?

No obtuvo respuesta, pues el doctor Fell dijo simplemente que mantendría una detenida charla a su debido tiempo. Desde la confirmación de su defensa, había estado desacostumbradamente callado. Antes de partir de la casa le pidió prestado a Hadley una de las llaves de la puerta del descansillo; nadie subió con él, pero dijo que deseaba echar un vistazo a la cerradura de la puerta de la azotea, y pareció muy contento cuando regresó. Hizo, sin embargo, una interesante sugestión. Cuando el atormentado inspector jefe meditaba cómo, en la actual situación, tocar el tema con Eleanor, Fell delineó un plan que mereció la completa aprobación de Hadley.

—La llevaremos a almorzar, y al joven Hastings con ella —dijo—. Tengo en la cabeza un pequeño experimento.

—¿Experimento?

—Tal cual. Todos en la casa probablemente ya saben que usted pensaba arrestar a Eleanor. Aunque Miss Handreth se calle, está Mrs. Gorson. Es muy probable que Steffins se lo haya sonsacado y lo que Steffins sabe, todos los demás lo saben. ¡Tanto mejor! Déjelos que lo sigan creyendo. Nosotros saldremos y, en voz alta, invitaremos a almorzar a Eleanor; ha estado fuera, no sabe nada y no sospechará nada siniestro. Los demás sí, y sólo le darán una interpretación. Vamos, pues, a almorzar y le explicaremos las cosas a Eleanor para ver qué tiene que decir. Luego regresaremos… sin Eleanor. Entrevistaremos a cada miembro de la casa, diciéndole primero que la muchacha está bajo custodia, y luego llanamente que ha sido puesta en libertad, porque la acusación contra ella ha sido destruida. ¿Eh? Hombre, me interesará mucho ver la cara de uno de ellos cuando anunciemos esta última noticia. A uno de ellos le va a producir una tremenda sacudida, y habremos llegado al momento crucial del asunto.

—¡Bien! —exclamó Hadley—. ¡Endemoniadamente bien! Pero ¿si alguien arma un bochinche y se entremete cuando salimos de la casa con ella?

—Insistiremos sencillamente en que vamos a almorzar. Es la única forma de hacerles creer lo contrario.

Nadie intervino, lo cual sorprendió a Melson. Había pensado que Mrs. Steffins saldría de un rincón oscuro, como de una caja de sorpresas, lanzando directamente la pregunta. Pero no había nadie a la vista. Melson notó una sensación de misterio en la casa silenciosa; nadie se movió, pero sintió que varias personas permanecían inmóviles detrás de sus puertas, escuchando. Se oía crepitar el carbón en las chimeneas, pero ninguna pisada…

El almuerzo, en el que nadie mencionó el asunto, por lo menos durante las dos primeras horas, fue todo un éxito. El doctor Fell, como ya se ha dicho, estaba bullanguero; incluso Hadley estuvo afable y, aunque trató a Eleanor con cortesía afectada y exagerada, no le quitaba los ojos de encima; por primera vez Melson le oyó reír, hasta contó una ligera anécdota, mostrando todos sus dientes con un regocijo inesperado, referente a cierta actriz cinematográfica cuyos extensos encantos llamaban su atención. Eleanor y Hastings estaban exaltados, habían tomado una decisión, según le dijo Eleanor al doctor Fell.

—Dejaré la casa tan pronto como pueda arreglarme. Le he dicho que durante mucho tiempo he sido una tonta sentimental. Todo será ahora maravilloso, a no ser que la policía arme un lío por mi partida. No lo hará, ¿no es verdad?

—¡Jaaa! —exclamó el doctor Fell. Su cara acalorada se asomaba por detrás de un gran tazón de peltre—. ¿Armar un lío? No, no lo creo. ¡Jaaa! ¿Qué planes tienen ustedes?

El comedor, largo y bajo, con un fuego vivo que ardía en la chimenea de azulejos holandeses pintados de azul, tenía ventanas con vidrios oblicuos que dejaban ver los árboles de un jardín. Rus in urbe, donde ningún ruido del tránsito perturbaba sus propios ruidos. El comedor tenía esa humedad agradable producto de la fragancia de la madera vieja, de la cerveza y de tres siglos de carne asada. Melson se sentía satisfecho; como persona razonable, prefería la carne asada muy hecha y la cerveza inglesa con mucho cuerpo a cualquier otro manjar que concibieran los dioses; le agradaba el cielo raso con vigas, el aserrín en el piso de madera, los asientos de roble con respaldos altos. La madera de los asientos también estaba gastada, y contra ellos resaltaba vivamente la hermosura de Eleanor Carver; no belleza, sino lozana hermosura… De ningún modo estaba agobiada, pero tampoco histérica como la noche anterior. Se le notaba el profundo placer de la decisión adoptada que dejaba de pesar sobre sus pensamientos. Melson observó sus ojos celestes, los párpados ligeramente levantados, la boca franca y los labios gruesos, que de pronto se crispaban de risa; el pelo largo con reflejos dorados. A su lado se hallaba Hastings, sus ropas ya no estaban desordenadas, y su cara hermosa, si no algo imperfecta, era más humana sin el yodo. Ambos se mostraban muy contentos, se miraban frecuentemente y reían; ante la insistencia estruendosa del doctor Fell, tomaban cerveza en cantidad.

—¿Planes? —repitió Eleanor frunciendo el ceño—. Que vamos a casarnos, lo que es una locura, pero Don dice…

—¿A quién puede importarle? —preguntó Hastings, afablemente, y con esto resumió su filosofía. Dejó el vaso de golpe—. Nos arreglaremos de algún modo. Además, nos moriremos de hambre durante los primeros seis años, aun después de que yo pase los exámenes. ¡Las leyes! ¡Al diablo con las leyes! Me parece que debería dedicarme a los seguros. ¿No está de acuerdo conmigo en que el porvenir está en los seguros? ¿Que es lo único para un hombre…?

—No lo harás —declaró Eleanor, apretando los labios.

—Oh, oh, oh —repuso Hastings, sintiéndose confidencial—. Se trata de lo siguiente… —calló, mirando con curiosidad al doctor Fell, que arrojaba sobre ellos la alegría de su ser como el Espíritu de los Regalos de Navidad—. Es curioso que…, para ser completamente sincero…, siempre he odiado a los policías como al veneno, pero usted no parece… Ni usted tampoco —añadió, volviéndose cortésmente hacia Hadley, pero con alguna duda—. Usted comprende, no es ninguna broma cuando el viejo… está en dificultades, y uno tiene un nombre que puede ser usado para muchos equívocos como lo hacen los periodistas con sus malditas bromas. «Esperanza diferida o cosas así». Lo que quiero decir es…

Hadley se bebió todo el vaso y lo dejó. Melson tuvo la sensación de que las bromas habían terminado, y de que Scotland Yard iniciaba lentamente el trabajo.

—Jóvenes, ustedes dos —dijo Hadley, observándoles— tienen buenos motivos para estar agradecidos a la policía, o si no directamente a la policía, por lo menos al doctor Fell.

—¡Tonterías! —rugió el doctor, sin embargo, muy contento—. ¡Je, je, je, je! Tomen otro vaso. Je, je, je, je.

—¿Por qué?

—Bueno, esta mañana se armó un gran lío… —Hadley, jugueteando con el tenedor, levantó la vista con un aire de repentino recuerdo—. A propósito, Miss Carver, ¿recuerda usted que nos dio permiso para registrar su cuarto…? —al asentir la muchacha sin mostrarse preocupada, Hadley frunció el ceño—. ¿Hay por casualidad algún panel secreto en la pared?

—Sí, pero ¿cómo lo sabe usted? ¿Lo descubrió? Está entre las ventanas, detrás del cuadro. Se presiona un resorte…

—Supongo que no guarda nada allí, ¿verdad? —Hadley trató de ser jocoso—. Por ejemplo, ¿cartas de amor?

Eleanor le devolvió la sonrisa. Parecía completamente despreocupada.

—¡No! Hace años que no lo abro. Pero si le interesan estas cosas, le diré que hay varias. J. puede decírselo. Parece que el propietario de la casa, en el mil setecientos…, o tal vez fuese en el mil ochocientos…, era un viejo calavera…

Hastings estaba intrigado y entusiasmado.

—¡Qué! —exclamó y se volvió hacia ella—. ¿Por qué no me lo dijiste? ¡Por Dios, si hay algo que he deseado, deseado más que nada, es una casa con un pasadizo secreto! ¡Bu! Pensar lo que uno puede divertirse cuando…

—Tonto, no hay ningún pasadizo secreto. Sólo esos escondites. No he usado el mío… —miró inexpresiva al inspector jefe, y su mirada se endureció—, bueno, desde que era pequeña. No, gracias. Ahora no.

Hadley vio que fruncía el labio.

—¿Por qué no? Disculpe mi curiosidad, pero yo pensaba…

—¿Qué pensaba? Oh, lo usaba cuando era pequeña y guardaba una bolsa de caramelos que quería esconder; cuando tenía quince años, y un chico, un mandadero de una tienda de Holborn…, todavía está allí —sonrió—, me escribía cartas… Bueno, otras veces… —alejó el pensamiento que le cruzaba por la mente y se sonrojó—. Mrs. Steffins lo supo. Sabía dónde las escondía. Una vez me dio una paliza a causa de esas cartas. Nunca volví a ser tan tonta como para esconder allí algo que quisiese guardar en secreto.

—¿Alguien más lo conoce?

—No, por lo menos que yo sepa, a no ser que alguien lo haya contado. Tal vez ha sido J. —Eleanor le miró vivamente—. ¿Por qué? ¿Pasa algo malo?

Hadley sonrió con una nota de pasado espanto.

—Ciertamente no a lo que usted se refiere —la tranquilizó—. Pero si es posible, quisiera que estuviese segura sobre este asunto. Puede ser importante.

—Bueno…, todavía no puedo pensar… Espere un momento. Tal vez Lucía Handreth lo sepa —trató de que en la voz no se le notara el antagonismo—. Hoy Don me contó que ellos son primos, lo que creo que debió de decirme antes y haber confiado en mí…

—¡Vamos, vamos! —interpuso Hastings, apresuradamente—. Lo que tú necesitas es otra…

—¿Crees que me importa —le interrumpió Eleanor, con cierta tensión en la voz— que tu padre haya robado a cincuenta bancos y haya matado a todos los gerentes o envenenado a la gente… o lo que fuere? Después de todo, sólo eres primo de aquella mujer —calló, algo turbada, y trató de dejar de lado el tema como si hubiese querido barrer las migas de la mesa, dejando muchas—. ¿Qué decía de los paneles? Oh, sí, que ella puede conocerlo porque creo que hay otro en su cuarto… Pero ella me preguntó algo, he olvidado qué…, y no estoy segura si se lo dije. Miss Lucía Mitzi Handreth merecería ser envenenada.

—¡Vamos, vamos! —dijo Hastings, tomando apresuradamente su vaso.

—Dígame, Miss Carver. ¿Hay en la casa alguien que la odie?

Se produjo un silencio alarmante.

—¿Que me odie? Oh, usted quiere decir Mrs… ¿qué quiere decir usted? ¿En qué está pensando? ¿Que me odie? No. Me quieren —y añadió, algo temerosa—: ¿No es así? A veces he pensado que alguien que yo quiero…, me quiere demasiado —vaciló, reflexionando—. Lo veo en su cara, es algo horrible…

—Tranquilícese. Quiero que primero usted piense en todos. Que piense en cada uno por turno, antes de que le diga algo que debe saber.

Dejó que esto le penetrara en la mente. El propio Melson necesitó tiempo para comprender y explorar cada recodo de la teoría que el doctor Fell se había trazado, sus posibilidades, como también su monstruoso significado. «El demonio más perverso bajo una máscara inofensiva…». Cada lugar común que le cruzaba por la mente parecía tanto más terrible por ser un lugar común, y se estremeció cuando Hadley empezó a hablar, teniendo como fondo el ruido del fuego que crepitaba.

El inspector jefe sostuvo que si no hubiese dado importancia a una parte determinada del relato, que por la propia naturaleza de las pruebas no podía dejar de hacerlo, hubiesen vislumbrado entonces la verdad. Al exponerle el caso, Hadley fue prudente, dejando aclarado a cada etapa que no dudaba de la inocencia de Eleanor. Pero mucho antes de que terminase, Hastings se levantó con una maldición y golpeó el puño como un loco contra la repisa de la chimenea; Eleanor permaneció sentada, muy callada, pálida y temblorosa.

Durante algún tiempo la muchacha no pudo hablar, luego la fe renació en sus ojos. Cuando Hastings volvió a sentarse y se agarró la cabeza, Eleanor le miró duramente y le preguntó, con labios apretados:

—Bueno, ¿qué piensas ahora de ella?

Una pausa. Hastings la miró entre los dedos.

—¿Pienso? ¿Pienso de quién?

—No finjas —dijo con voz impávida y luego se encolerizó—. Lo sabes tan bien como yo. Como lo sabes tú…, como lo saben todos aquí. Dije que Miss Lucía Mitzi Handreth merecía ser envenenada. Merece ser ahorcada. Sabía que me tenía aversión, pero no creía que fuese tanta.

—Todo lo que sé —contestó Hastings, con voz suave y temblorosa— es que mi deuda con la policía ha quedado saldada. Si no hubiese sido por usted, señor… —miró al doctor Fell—. ¡Dios! Es difícil de comprender, pero no volvamos a equivocarnos. No puede haber sido Lucía. Debe de haber algún error. No la conoces…

—¡Está bien! ¡Defiéndela! —gritó Eleanor. Estaba tiesa y temblorosa, y de repente le brotaron lágrimas—. ¿Dijo que yo era una serpiente venenosa? No seré como ella. No me quedaré tan impávida haciendo observaciones frías y desagradables, desviando la vista. ¡Le arrancaré los ojos a esta serpiente y le romperé la cara! —temblaba tanto que Hastings, perplejo y molesto, quiso abrazarla, pero la muchacha le rechazó y se volvió hacia Hadley, con sereno salvajismo—. ¿Ahora lo entiende? ¿Quién le guió y le dijo todas estas cosas? Fue ella, aun en este asunto de las agujas del reloj. Persigue a Don, eso es todo. Le habrá… —de repente comprendió lo verdaderamente malo del asunto—, habrá hablado… de lo que hice… cuando me pegaron por… tomar cosas. Sí, lo reconozco. Don, no creo que me quieras ahora, ¿no es así? —preguntó—. Pero no importa. Puedes irte al diablo —golpeó la mesa y se volvió.

El doctor Fell hizo lo único necesario para que se callara. Tocó la campanilla para llamar al mozo y ordenó un coñac. Esperaron a que la tormenta se calmara y a que Hastings pudiese acercársele sin que Eleanor mostrase repulsión. Luego intervino Hadley.

—¿Entonces cree verdaderamente que Miss Handreth es la culpable?

Eleanor se echó a reír.

—¿Entonces quiere ayudarnos? ¿Quiere ver apresado al verdadero criminal? —al asentir la muchacha con un destello de vehemencia, Hadley insistió—: Entonces recobre la calma y piense. En el asunto de las agujas del reloj, por ejemplo. ¿Habló de ello con Mr. Paull?

—Sí. ¡Oh, es verdad! Pero nunca lo pensé dos veces. Es decir…, pude haberlo pensado…; pero ¿si la puerta de J. estaba con llave?

—Alguien puede haber escuchado su conversación.

—Naturalmente que fue ella.

Hadley la desaprobó.

—Por supuesto, por supuesto. Pero para estar convencidos debemos tener la seguridad de que nadie más podía escuchar. ¿Dónde mantuvo su conversación con él?

Después de reflexionar, Eleanor dijo, ceñuda:

—Y nadie más lo oyó o pudo oírlo, excepto Mrs. Gorson, y ella no cuenta. Le diré exactamente cuándo sucedió. Fue el miércoles a las ocho de la mañana, y ni un alma estaba levantada, ni cerca de nosotros. Yo salía para el trabajo, cuando Chris bajó con una maleta para alcanzar el tren de las ocho y veinticinco, en Paddington. Salimos por la puerta de delante; en la calle, Chris llamó a un chico y le hizo ir en busca de un coche. Mientras esperábamos en el umbral, Chris me contó su apuro. No estaba borracho. Recuerdo ahora que esa m…, que las ventanas de esa mujer estaban abiertas; recuerdo que las cortinas se volaban. No hablábamos en voz alta, y en ningún momento nadie se acercó, salvo Mrs. Gorson, que vino una vez desde el patio para sacudir una escoba. Le dije a Chris… lo que ella alcanzó a oír. Luego llegó el coche y me fui con Chris; me llevó hasta donde termina Oxford Street, en Shafestesbury Avenue.

Hadley tamborileó sobre la mesa, echó una mirada al doctor Fell, pero no habló hasta que el mozo retiró los restos de la comida y trajo el café y el coñac.

—Hay una cosa que no veo muy claro —continuó—. ¿Le explicó cómo podía destruirse el reloj?

—¿Le dijo a usted esto? —preguntó Eleanor, con un sobresalto—. ¡Entonces es ella!

—No, no dijo eso. Sólo insinuó…

—Porque ahora recuerdo —interrumpió Eleanor, con viva vehemencia— que ni siquiera lo mencioné hasta que estuvimos dentro del coche, donde nadie pudo oírlo. Chris, inquieto, estuvo bastante tiempo callado. Usted sabe cómo es, Me preguntó: «¿Cómo puede decir eso? No quiero estropearlo». Le contesté: «No, pero usted podría tomar un destornillador y retirar una de las agujas…».

—¿Solamente una de las agujas?

—Sí. Pero Chris se puso más melancólico y más triste. Dijo que iría a su club a escribir una carta para pedir dinero, como última tentativa. Así que si Miss Handreth le dijo que había oído que…

—Otra cosa más —Hadley sacó de su cartera el guante de la mano izquierda; no cometió el error de mostrar el que tenía la mancha de sangre. Su tono se volvió ligeramente humorístico—. Aquí está parte de la prueba preparada en contra de usted. ¿Le pertenece?

—No. Nunca uso guantes negros —después de una momentánea repulsión, la muchacha lo examinó—. Por otra parte, son guantes buenos. Ocho chelines seis peniques por colgarme. Sin embargo, demasiado grandes para mí.

—Salud —resopló distraídamente el doctor Fell y alejó el vaso—. A propósito, ya que van y vienen las preguntas, ¿puedo formular una?… ¡Bien! No quiero entrometerme en secretos que no se refieran al asesinato, pero ¿con qué frecuencia se encontraban ustedes en esa azotea? ¿Tenían noches determinadas, o no?

La muchacha se sonrió y pareció más tranquila.

—Sé perfectamente bien que parece tonto —declaró—, pero no nos importa. Sí, teníamos nuestras noches; sábados y domingos, por regla general.

—¿Nunca durante la semana?

—Casi nunca…, es decir, en la azotea. A veces nos encontrábamos los miércoles por la tarde en la parte baja de la ciudad; nos encontramos el último miércoles, el día de que le hablé. Don trataba de convencerme para que hiciera lo que estoy haciendo ahora. Estaba tan hastiada que convinimos en encontrarnos el jueves por la noche. Así fue como sucedió… La querida Lucía también conocía nuestras citas, ¡no crea que no lo sabía! Yo lo veía muy bien. Ella le contó a Chris…

—¡Hola! —gritó una voz desde fuera, y el grupo se sobresaltó. La puerta se abrió y Christopher Paull, con maneras nerviosas, pero amables, y un vaso en la mano, se acercó a ellos.

»¡Hola! —repitió, haciendo ademanes con el vaso—. ¿Me pareció oír mi nombre, o no? ¿No interrumpo?