—Excelencia —dijo el doctor Fell, inclinando la cabeza hacia el muñeco sobre la chimenea— y señores del jurado.
Se aclaró la garganta con un ruido sordo como grito de batalla. Se echó la capa sobre los hombros y se puso de frente a la cama. Con esta capa y su espeso mechón de pelo veteado de gris en desorden, parecía un abogado excesivamente grueso que se preparaba para la batalla…
—Excelencia y señores —repitió, colocándose los lentes más firmemente y mirando por encima de ellos—. Para un oyente imparcial, muy bien podría parecer que por todas partes la casualidad y la coincidencia han conspirado para entregar a mi erudito amigo todos los hechos confirmatorios y todos los detalles necesarios para la acusación; mientras que, por otra parte, parecen haberme dado lo que, en palabras vulgares, podría llamarse una patada. Su éxito a este respecto es casi milagroso. No tiene más que buscar un indicio para encontrar seis. No tiene más que abrir la boca para exponer una teoría, e instantáneamente alguien entra por esta puerta y se la confirma. Esto no me agrada. No creo que incluso una persona verdaderamente culpable pudiese dejar tantas evidencias detrás de sí, aun cuando sembrara de indicios el camino desde aquí hasta el Elephant y el Castle. Insisto en considerar este punto como un caso de asesinato y no como una búsqueda del tesoro, y sobre una idea deducida de esta creencia baso mi defensa.
—¡Oigamos, oigamos! —dijo Hadley, animándole.
—Y si mi docto amigo quiere consentir en no hablar más y cerrar la boca por un corto tiempo —continuó el doctor Fell, imperturbable—, procederé a exponer mi defensa. Señores, en avicultura hay una regla muy conocida…
—Vea usted —reconvino Hadley, levantándose—, yo me opongo a que haga una farsa de esto. En primer lugar, porque no tengo tiempo para bromas y, aunque lo tuviera, me parece de muy mal gusto cuando un hombre ha sido verdaderamente asesinado y la vida de alguien está comprometida. Si usted tiene algo que decir, dígalo, pero por lo menos tenga la honestidad de ser serio.
El doctor Fell se quitó los lentes. Luego abandonó su modo jurídico y habló con tranquilidad.
—¿No lo comprende? ¿No me creerá si se lo digo? En mi vida he hablado con tanta sinceridad. Estoy tratando de impedir que esa joven sea arrestada, si no algo peor, y, dicho sea de paso, de salvar la cabeza oficial de usted en la única forma que usted lo comprenderá, mostrándole lo que está haciendo. No soy ninguna autoridad ante la ley, pero sé mucho de abogados y de sus sistemas. Y si un hombre como Gordon-Bates o sir George Carnaham hace la defensa, hará trizas su pobre teoría cuando usted la presente. Puedo equivocarme, pero Dios sabe que nunca he hablado con mayor claridad.
—Muy bien. Continúe, entonces —murmuró Hadley, que parecía sentirse incómodo.
—Hay una regla muy conocida en avicultura —reanudó el doctor Fell otra vez con su voz de trompeta al cuadrarse— para evitar dos errores que se han vuelto axiomáticos: a) poner todos los huevos en una sola canasta, y b) contar los pollos antes de que salgan del cascarón. La acusación ha hecho ambas cosas, lo cual es un error. La acusación ha relacionado ambos crímenes. Ha dicho que si esta mujer mató a Evan Manders, también mató a George Ames. Y si mató a George Ames, también mató a Evan Manders. Cada acusación está construida sobre la otra y forma parte de ella. No tenemos más que arrojar una duda razonable sobre una de ellas y desvirtuaremos al mismo tiempo las dos.
»Por ejemplo, tenemos este guante, el guante de la mano derecha. La acusación declara que no pudo ser usado en la mano que apuñaló a Ames. Como hemos visto, la herida produjo un derrame de sangre que le hubiese empapado; en cambio, este guante no sólo tiene una mancha muy pequeña de sangre, sino que está ubicada en un lugar que según mi docto amigo declara, no hubiera podido mancharse si hubiese tenido el arma. ¡Bien! Mi docto amigo presenta la prueba concluyente para demostrar que la asesina de Gambridge era zurda. Y puesto que Eleanor Carver al matar a Ames debe de haberle golpeado con la mano izquierda, ambos asesinos deben ser el mismo.
»Esto es lo que llamo poner todos los huevos en una sola canasta —dijo el doctor Fell, sacudiendo su cabeza grande—. Mientras que esto… —se trasladó hasta el panel de la pared, abrió la caja de zapatos, tomó el guante de la mano izquierda y, girando, lo arrojó sobre la cama—, esto es lo que llamo contar los pollos antes de que salgan del cascarón. Ahí está el guante que la acusación alega que se usó en el crimen. Pero examínenlo, señores, y no encontrarán ni una sola mancha o señal de sangre. Mi docto amigo declara que el golpe debió provocar un derrame de sangre. Por lo tanto, según el propio razonamiento de la acusación, demostraremos: 1) que Eleanor Carver no es zurda como la asesina de Gambridge; y 2) que en el asesinato del inspector Ames no se pudo usar ninguno de estos guantes.
Hadley se levantó del asiento como en un acto de levitación. Tomó el guante de la cama y miró al doctor Fell…
—Deseamos que esto sea comprendido —rugió el doctor Fell—, porque esta vez la acusación no va a aprovechar ambos caminos. En esta hora tardía mi docto amigo no dirá que quiso decir otra cosa y que, después de todo, el guante usado fue el guante de la mano derecha. Él mismo probó que no lo fue. Y yo he probado la imposibilidad de que la acusada sea zurda. Si el guante de la mano derecha recibió una salpicadura de sangre cuando estaba bastante lejos de la herida, entonces, para decirlo suavemente, debemos pedir que la acusación nos muestre por lo menos algún rastro microscópico en el guante de la mano que hizo la herida. No hay ninguno. Por lo tanto, Eleanor Carver no mató a Ames. Y por lo tanto, ella no fue la mujer zurda que apuñaló a Evan Manders. Y esos guantes, única prueba verdadera en contra de ella, serán omitidos cuando la teoría de la acusación quede destruida bajo el peso de su propia lógica.
Para mostrar que estaba lejos de haber terminado, el doctor Fell agregó:
—¡Ejem! —y sacó su pañuelo rojo para secarse la frente. Luego sonrió.
—Un momento —dijo Hadley, con tranquila tenacidad—. Quizá me haya traicionado… un poco. Quizá con el entusiasmo de formular la acusación (que era solamente un bosquejo esquelético, como dije) puedo haber llegado un poco demasiado lejos. Pero estas otras pruebas verdaderas…
—Excelencia y señores —continuó el doctor Fell, metiendo de nuevo el pañuelo en el bolsillo—: la acusación ha adoptado tan instantáneamente la actitud que previne que tomaría, que no necesito señalar cuánto se ha perjudicado. Pero permítanme proseguir. La acusación admite que la asesina no usó guantes. Pero se encontró una cerca del cadáver, y el otro detrás de aquel panel. Si ella no los puso allí, es evidente que otro lo hizo, con el único propósito de enviarla a la horca; y esto es lo que intentaré probar.
»Al considerar estas otras “pruebas verdaderas” en contra de ella, trataré primero del asesinato de Gambridge. Como alguien ha mencionado, expuse cinco puntos para ser considerados en relación con estos crímenes… Arrumpf. Deme ese sobre, Melson. Y cuando llegue a discutirlos, pediré autorización para volver sobre ellos.
Miró suspicazmente en derredor, por encima de los lentes, pero no encontró señal le burla. Hadley estaba sentado con el guante en la mano, chupando la pipa apagada.
—Puesto que hemos refutado el cargo de zurdería, el único verdadero existente, ¿qué queda para relacionar a Eleanor Carver con la asesina de Gambridge? Que probablemente era rubia (otro dijo que era morena, pero pasémoslo por alto), que era joven y que usaba la misma ropa que la mayoría de las mujeres. Esto provoca mi asombro, por no decir mi regocijo. En otras palabras, es lo verdaderamente indefinido de la descripción lo que usted emplea para probar que fue Eleanor Carver. Usted dice que la asesina debe de haber sido una mujer, sólo fundamentándose en que hay otras tantas mujeres en Londres que son como ella. Es como decir que John Doe fuese el culpable del crimen de la corbata, en Leeds, porque el hombre a quien vieron deslizarse fuera del lugar del crimen muy bien pudo hacer sido algún otro. Segundo, usted tiene el propio asentimiento de Eleanor de que estaba en Gambridge aquella tarde; lo que no suena al asentimiento de una asesina o de Eleanor Carver tal como usted ha descrito su carácter de asesina. Pero le diré a qué suena. Suena al esfuerzo de alguien que sabía que estaba allí aquella tarde; que observó el parecido superficial en las informaciones periodísticas y sabía que no podría hacerse ninguna identificación; que leyó una descripción de los objetos robados y vio que, con una excepción, no podrían ser identificados. Todo esto…, para hacerla cargar con el crimen.
—¡Espere un momento! —interpuso Hadley—. Esto se está poniendo grotesco. Acepto que los testigos no pudiesen identificarla, pero nosotros tenemos los objetos robados. Están ante su vista.
—¿Cree usted que son únicos?
—¿Únicos?
—Usted tiene una pulsera y un par de anillos. ¿No cree que podría entrar en Gambridge ahora y comprar veinte duplicados exactos a estos dos objetos? No son únicos; se fabrican en cantidades que hacen imposible identificar determinada pulsera o anillo como el robado el veintisiete de agosto. Usted no podría arrestar a cada mujer que viera con uno de ellos. No, mi amigo. Hay un solo objeto de los robados en la exposición de Gambridge que puede identificarse sin ninguna duda: el reloj del siglo diecisiete perteneciente a Carver. Ese es único. Ese, y únicamente ese, acusaría infaliblemente a Eleanor Carver. Y es muy significativo —dijo el doctor Fell— que sea el único objeto que usted no tiene.
Hadley se agarró la cabeza.
—¿Pretende que crea —preguntó— que por casualidad los duplicados exactos de los objetos robados estén escondidos detrás de este panel?
—No están por casualidad, sino por deliberada intención. Estoy tratando de mostrar gradualmente a mi docto amigo —dijo el doctor Fell, golpeando el puño sobre la repisa de la chimenea— que las coincidencias que nos equivocan y nos confunden no son tales coincidencias. Todo conducía a ello. Las tendencias cleptómanas de Eleanor Carver eran bien conocidas, esto fue lo que dio la idea al asesino. Él (o ella) vio una oportunidad ya planeada en el crimen de Gambridge. La vaga descripción del asesino se adaptaba a Eleanor; Eleanor estaba en los almacenes; Eleanor no tenía una coartada. Pero requería muchas pruebas. Por esto, la persona que persiguió este plan diabólico trató de aumentarlo birlando el reloj de la calavera Maurer de la caja de Boscombe. Boscombe debía creer que ella lo había robado, porque este diablo sabía que Boscombe la protegería. Usted debía creer que la muchacha lo había robado, porque usted no creería en ninguna historia que contara Boscombe para explicar su desaparición. Y ambos cayeron en la trampa. Ahora sigamos con estas «pruebas verdaderas» que usted presenta en contra de Eleanor. He señalado que la única prueba verdadera de la acusación, el único reloj que realmente podía perjudicar a Eleanor, falta. ¿Por qué falta? Porque si alguien quería echar la culpa a Eleanor, ese reloj sería el único objeto que él (o ella) hubiesen puesto «con seguridad» detrás del panel. Pero no está allí. Y la única hipótesis admisible que explica su ausencia, tanto si usted todavía cree culpable a Eleanor, o si cree en mi teoría, es que nadie lo puso ahí porque nadie lo tenía para poder ponerlo.
»En mi quinto punto, le pregunté —rugió el doctor Fell, mirando hacia el sobre que tenía en la mano— lo siguiente. La anotación de Melson dice: “Que la asesina de los almacenes no robó el reloj perteneciente a Carver en la casa cuando hubiese sido más fácil, sino que corrió el riesgo de robarlo en la exposición de unos almacenes muy concurridos”. Bueno, ¿por qué?… Es muy evidente. Una mujer que vive en esta casa no puede haber sentido el loco impulso de robar un reloj que ha visto montones de veces. Este loco impulso lo ha sentido algún otro. El loco impulso, en realidad, lo ha sentido otra mujer que no vive en esta casa; una mujer de quien probablemente nunca hemos oído hablar; una mujer que seguramente nunca sacaremos de su anonimato entre ocho millones de personas. Esa es la asesina de los almacenes. El demonio de esta casa utilizó simplemente ese crimen; lo utilizó como medio para hilar una prueba contra Eleanor, para atraer a la policía a la pista de Eleanor y luego el asesinato del inspector fue aderezado con pruebas falsas contra Eleanor para enviarla al cadalso por ambos crímenes.
Hadley estaba tan agitado que tiró al suelo su cartera y se enfrentó violentamente con el doctor Fell.
—¡No lo creo! —gritó—. Esta es su maldita retórica. Es pura teoría, y además una teoría pésima. ¡Usted no puede probarlo! ¡Usted no puede acusar a alguien que ni siquiera puede probar que existe! Usted…
—¿Lo he derrotado? —preguntó el doctor Fell, ceñudo—. Por lo menos creo que está usted preocupado. ¿Por qué no mira usted la pulsera y ese reloj de la calavera y ve si hay alguna impresión digital en la superficie pulida o en otra parte? Usted dice que Eleanor creyó que ese panel era seguro; entonces, si eso es verdad, habrá cantidad de impresiones en ambas cosas. Pero no lo es. No encontré ninguna…, es algo que la prueba falsa no puede arreglar. ¿Comprende ahora por qué con buscar un indicio encontraba seis? ¿Comprende por qué con sólo abrir la boca para exponer una teoría, alguien pasaba por esa puerta y la confirmaba? Ahora sabe por qué este caso me alarmó y por qué creo en los malos espíritus. Hay aquí un verdadero espíritu maligno, que acosa a esta joven con una estratagema paciente, implacable, talentosa, la odia como un galeote odia al que le pega, y como el fracaso odia al éxito. El plan era trenzar una soga para cortarle el pescuezo, como si alguien quisiera hacerlo con sus dos manos… Ahora continuaré, ¿o tiene miedo de escuchar mi teoría?
—Usted todavía no puede probar… —empezó Hadley, pero no en alta voz. Recogió la cartera, y su voz se volvió pensativa.
—Continúe —dijo Melson, cuya mano seguía realizando anotaciones.
El doctor Fell, resollando con dificultad, miraba a uno y a otro, la cara enrojecida y enganchado el pulgar en la bocamanga del amplio chaleco. Detrás de él, a través de las ventanas, la luz grisácea mostraba la melancolía del cielo en el patio del fondo. Continuó más tranquilo:
—Y volviendo al punto cuarto, sobre la extraña cuestión de por qué robaron ambas agujas del reloj y por qué no lo hicieron cuando el reloj estaba a la vista de todos, les diré por qué ocurrió así. Ocurrió así porque todas las pruebas tenían que señalar a Eleanor como la asesina de Ames. Robar simplemente una aguja de reloj no señalaba a nadie. Pero la aguja horaria, la aguja superflua que no podía ser empleada como arma y cuya remoción era pura pérdida de tiempo, debía ser encontrada en poder de Eleanor, como prueba evidente del robo. Este también, pero en mayor grado, fue el motivo para esperar hasta el miércoles por la noche para robar las agujas. Aquí a nadie se le ocurrió por qué el ladrón esperó hasta el miércoles por la noche, pues sólo entonces el reloj estuvo pintado de dorado.
»¿Mi docto amigo no ha comprendido la absoluta sencillez de esto? Todo el caso es un rastro de pintura dorada. Fue lo buscado. ¿Dónde hubiese estado la prueba contra Eleanor, como asesina de Ames, si no hubiera sido por esas manchas doradas puestas ostensiblemente sobre un par de guantes, uno de ellos escondido detrás del panel y el otro tirado, no tan ostensiblemente, cerca del hombre muerto? Y si usted desea más confirmaciones piense en el asunto de la llave. El verdadero asesino tuvo que robarle la llave. Esta llavecita, señores, era indispensable para el plan. Se le había pedido a Eleanor que regresase temprano, y no podría tener una coartada para cualquier noche, a no ser que subiese a la azotea, para ver a su enamorado. Era preciso evitarlo. Eleanor debía ser atrapada sin que hubiese podido pasar por aquella puerta. Y cuando el asesino ya no necesitó la llave, la devolvió en el dedo del guante para obtener otro triunfo de peso contra la muchacha.
Hadley interrumpió con cierta prisa:
—Admitiendo esto por un segundo, lo que por cierto no hago; pero admitiéndolo como una hipótesis… Y en ese caso ¿los guantes? ¡Diablos! Cuanto más pienso, tanto más veo que todo depende de estos guantes. Usted parece haber demostrado que ninguno de ellos se usó…
—Umf, sí. Esto le molesta, ¿eh? —el doctor Fell se echó a reír entre dientes y luego se puso muy serio—. Pero el hecho es que no estoy diciendo lo que ocurrió. Sólo he dicho lo que no ocurrió. No, no… Todavía no ha llegado la hora de decirle quién es el verdadero asesino.
Hadley estiró el mentón.
—¿Usted cree que no, eh? ¿Y, sin embargo, está tratando de convencerme? ¡Por Dios! No es hora de bromas. Todavía creo estar en lo cierto…
—No…, no del todo. Por lo menos yo no lo creo —repuso el doctor Fell, observándole con sombría atención—. Le he desalentado, pero usted está en un estado tan incierto que no me atrevo a exponerle mi teoría —vio que el inspector jefe abría y cerraba nerviosamente las manos, y con voz sincera continuó—: Hombre, no estoy bromeando. Le doy mi palabra de que estoy demasiado preocupado para emplear mi acostumbrada táctica de observen-señores-que-no-oculto-nada. No me atrevo a decírselo, si no, lo haría. Pero usted está en tal estado que saldría enseguida a verificarla. Estamos ante un diablo muy astuto, bajo una máscara inofensiva. Si digo una palabra, el astuto enemigo hablará a su vez y, en su actual estado, usted atropellará todo el trabajo y saldrá otra vez rugiendo tras Eleanor.
»Escuche, Hadley —se frotó la frente con violencia—. Para alcanzar el fin, para arremeter con el ariete dentro de ese valiente cerebro suyo, continúo con el punto número tres, que dice: “Que la acusación, y el caso entero, contra una mujer por haber asesinado a Evan Manders proviene de una persona no identificada, que ahora, bajo circunstancias de suma urgencia, se niega a comunicarse con nosotros”.
»Este es precisamente el fondo y el misterio de todo el asunto. Pese profundamente estas palabras mientras las analizo. ¿Qué explicación se les puede dar? La acusación dice “porque ese acusador era Mrs. Steffins. Aunque odia a Eleanor y desea descubrirla como asesina, se niega a declarar abiertamente porque teme la cólera del viejo Carver por la acusación contra su favorita”. Me permito observar que nadie, en sus cinco sentidos, podría creerlo ni por un momento, aun aquellos que consideran culpable a Eleanor. ¿Qué dice el informe de Ames? Dice “Mi informante está muy dispuesto a repetir ante el tribunal las anteriores manifestaciones”.
»Ante el tribunal, ¿lo comprende usted? Es como si usted poseyera un secreto que tiene miedo de que se conozca en su propia casa, pero no se opone, en cambio, a divulgarlo por la radio. Si dichas en privado había cosas de las que temía el efecto que causarían en Carver, difícilmente resultarían más suaves expuestas ante un tribunal público.
»Hadley, dije que había varias cosas que sonaban a inverosímiles en el informe de Ames. Esta es una de ellas. Diga, si quiere, que Mrs. Steffins es el acusador, pero en ese caso usted debe decir también que es la asesina. Quienquiera que le haya dicho esa sarta de mentiras a Ames, lo hizo con un solo propósito: atraer a Ames a la muerte en esa casa… Según dice Ames, esa persona declaró haber visto en poder del acusado (es decir, en poder de Eleanor Carver, si Ames no hubiese sido tan poco explícito y hubiese acusado directamente a la joven) “el reloj de la exposición de Gambridge, prestado por J. Carver”. Nada interesaría tanto a Ames. Bueno, pero ¿dónde está ese reloj? No está aquí, junto con el resto de las pruebas cuidadosamente preparadas. Nunca estuvo aquí. Fue la carnada para Ames, con intención de llevarle a la muerte, como la calavera de Maurer iba a ser el reloj de la muerte para Eleanor. ¿Qué más vio el acusador? A Eleanor, en la noche del crimen de Gambridge, cuando quemaba un par de guantes negros de cabritilla manchados de sangre. Hadley, ¿ha intentado usted alguna vez quemar guantes de cabritilla? La próxima vez que usted haga una fogata en el jardín de atrás, inténtelo; además sería una mujer extraordinaria la que llevara esos endemoniados trofeos desde Oxford Street y se pasara las doce horas siguientes sobre una enorme llamarada, reduciendo pacientemente a cenizas cuero curtido… Vuelva a leer el informe de Ames. Estudie las inconsistencias, el comportamiento demasiado sagaz del acusador, la insistencia en el secreto, la contradicción del acusador al decir todo esto, pero echándose atrás en el pequeño detalle (en apariencia) de introducir abiertamente a Ames en la casa. Usted verá que tiene una sola explicación.
»Y llegamos por fin al principio. Mi segundo punto indica que el asesino de Ames no fue el mismo que el de Gambridge por los motivos que he dado. Mi primer punto indica lo esencial del misterio al llevarnos a la conclusión de que, si admitimos las demás coartadas, el peso de la sospecha recaería sobre Lucía Handreth o Eleanor Carver. Aun esto podría ser reducido y quedó casi instantáneamente reducido a una certeza cuando Mis Handreth presentó una coartada demasiado fuerte para ser ni siquiera atacada. Entonces me convencí de que Eleanor, y únicamente Eleanor, era la víctima de uno de los más ingeniosos y diabólicos planes de asesinato de que tenga memoria.
»¡Excelencia y señores del jurado! —se irguió y apoyó de plano la mano sobre la repisa de la chimenea—. En resumen, hay varias cosas que la defensa reconoce. En nuestro caso, nadie ha sido lo suficientemente amable para simular pruebas como se ha hecho con mi docto amigo. Por lo tanto, debemos contar la verdad y, no teniendo propiedades mágicas ni cooperación de la policía, no podemos presentar al verdadero asesino de Gambridge. No podemos exponer hechos perversos que al escarbarlos se conviertan en paja. No podemos contar el cuento de un inspector de policía que toca el timbre al salir de una casa y, dos minutos después de haber sido sorprendido saqueando un cuarto, entra otra vez muy contento para darle la oportunidad al asesino que le espera en la oscuridad. Nosotros no imaginamos a un asesino tan escrupuloso para llevar dos guantes cuando necesita uno solo y luego, inexplicablemente, no usa ninguno. No es muy difícil imaginarnos a un inspector de policía, siempre alerta del peligro, que sube veintitrés escalones sin ni siquiera tener la sospecha de que alguien le pise los talones. Pero pasémoslo por alto. Sólo hemos querido arrojar una duda razonable a la acusación, un granito de incertidumbre que puede forzar a dar el veredicto de “no culpable”, y me permito decir, señores, que lo hemos conseguido.
Hadley tanto como Melson se sobresaltaron y se volvieron cuando sin previo anuncio la puerta se abrió de par en par. El sargento Preston dijo vivamente:
—No quiero equivocarme otra vez, señor. Pero creo que Miss Carver está subiendo ahora los escalones de la entrada. Trata de eludir a los periodistas, y con ella viene un joven que tiene la cabeza vendada. ¿Iré a…?
Veloces nubes oscuras hacían más sombrío el cuarto gris, y el viento silbaba por la chimenea. Hadley estaba frente al doctor Fell. Ambos, erguidos, se miraban a los ojos mientras Melson escuchaba el tic-tac de su reloj. En el cuarto se notaba una intensa expectativa.
—¿Y bien? —preguntó el doctor Fell. Retrocedió el codo que estaba apoyado sobre la repisa, y una de las fotografías enmarcadas se cayó con un ligero estrépito.
Hadley se adelantó rápidamente hacia la cama, envolvió los objetos en la blusa, los metió en el hueco y cerró el panel.
—Está bien —dijo con voz gruesa—. Está bien. De nada vale alarmarla si ella no fue… —luego levantó la voz—. ¿Dónde diablos está Betts? ¡No la deje hablar con los periodistas! ¿Por qué no está Betts allí afuera cuidando de…?
En medio de una sensación de alivio, Melson oyó que el sargento decía:
—Él ha estado en el teléfono durante diez minutos, señor. No sé lo que es… ¡Ah!
Se oyó el ruido de pisadas apresuradas. Betts, todavía impasible, pero con las manos temblando un poco, empujó a Preston a un lado y cerró la puerta.
—Señor… —empezó un poco secamente.
—¿Qué hay? ¿No puede hablar claro?
—Una llamada de Scotland Yard, señor. Es algo importante. El subcomisario… No creo que podamos conseguir la orden de arresto, aunque lo quisiéramos. Han encontrado a la mujer que cometió el crimen de Gambridge.
Hadley no habló, pero sus dedos oprimieron la cartera.
—Sí, señor. Es…, es alguien que conocemos. Intentó otro robo esta mañana en los almacenes Harris, y la prendieron. La División de Marble Arch dice que no hay duda. Cuando la llevaron a su casa, encontraron la mitad de las joyas y el resto de lo robado hace tiempo. Cuando encontraron aquel reloj…, el de propiedad de Mr. Carver…, se desesperó e intentó arrojarse por la ventana. La comparación de las impresiones digitales demostró quién era. También atraparon a uno de sus cómplices, pero el otro…
—¿Quién es?
—Bueno, señor, ahora usa el nombre de Helen Gray. Es un trabajo sistemático; se dedica a los grandes almacenes y se deshace de las cosas arrojándolas por encima del cerco. Siempre lleva dos cómplices masculinos para protegerla…
Calló, probablemente ante la expresión de curiosidad de los rostros que tenía ante sí. Todo quedó en silencio. Al retroceder Hadley, se oyó un arañazo y el crujido de tablas; respirando pesadamente, se volvió hacia Fell. Y el rostro del doctor Fell mostraba una serenidad beatífica que lentamente se convirtió en una amplia sonrisa soñolienta. Se echó la capa sobre los hombros, se aclaró la garganta, se alejó de la chimenea, se volvió e hizo una profunda reverencia al muñeco.
—Excelencia —dijo, con voz sonora—, la defensa ha terminado.