17
EL INSPECTOR JEFE HADLEY HACE LA ACUSACIÓN

Era demasiado tarde para esconderlos, a pesar de que Hadley hizo una rápida tentativa para lograrlo, cuidando de no alterar cualquier impresión digital que pudiesen tener. El reloj con la calavera en la tapa y la pulsera estaban a la vista. Lucía Handreth dirigió rápidamente la mirada hacia el panel abierto en la pared; luego los ojos se le velaron.

—Aquí la tiene, señor —anunció Preston, con cierta satisfacción, enderezándose la corbata; en la mejilla de la mujer, pálida de rabia, aparecían las marcas rojas de sus dedos—. Me dijo que su nombre no era Carver, pero usted me pidió que la trajese aquí…

—¡Tonto, idiota! —rugió Hadley, descuidando la calma propia de su autoridad, y saltó de la cama—. ¿No la conocía…?

—Ni de vista, señor —dijo Preston—. Betts me habló de una joven bonita, más o menos de su estatura. Anoche no estuve aquí y…

—¿Dónde está Betts? Debió quedarse fuera para ver… —luego Hadley recordó que había enviado a Betts en busca de Carver—. Está bien —agregó ásperamente—. No fue culpa suya. Ahora retírese. Mis Handreth, quédese.

Melson la observaba. Al entrar, con el cuello de piel del abrigo en desorden, se sonrojó y respiró profundamente. Luego se serenó, y sólo un pequeño destello de rabia hacía brillar sus ojos castaños. No intentó acercarse a los objetos que había visto sobre la cama. Después de arreglarse el sombrero, miró a Hadley de frente.

—Así que, después de todo, fue nuestra pequeña Nell —dijo con voz despreciativa.

—Así es. ¿Por qué dice usted «después de todo»?

—Oh…, bueno, tengo motivos. Me imagino que ahora de nada sirve callar, aunque siempre pensé que sus inspectores no tendrían mayor dificultad en obtener que el pobre Chris Paull dijese la verdad. ¿Encontró usted la otra aguja del reloj, o qué fue lo que le dio tanta seguridad?

«¿Que el pobre Chris Paull dijese la verdad?». El sentido de esta observación hizo saltar a Melson. Esperó que su cara no le traicionara, pues Hadley permaneció impasible, y el doctor Fell hurgó distraídamente en el suelo con el bastón. Lucía pareció encontrar el tema algo desagradable y, por decirlo así, no demostró mayor curiosidad. Paseó la vista por el cuarto desmantelado; se le crispó la nariz y tuvo un ligero estremecimiento, que parecía provocado por un recuerdo desagradable. Cuando Hadley le indicó una silla, vaciló en aceptarla, luego se encogió de hombros y se sentó pesadamente.

—Pobre Don… —prorrumpió, con una mueca—. Y esto no será agradable para nosotros. Me alegro de que usted haya andado tan rápido. No me gustaría pasar otra noche bajo el mismo techo con esa… salvaje. Pero no quería decirlo, porque hubiese parecido que hablaba por despecho o algo así, y sabía que Chris lo haría… bajo presión. Aunque no sé si realmente lo hizo… ¿Qué dijo Chris?

Vieron que la postura de indiferencia vacilaba bajo una fuerte liberación de la tensión nerviosa, a medida que lentamente comprendía el valor de las palabras. Había exagerado su desprecio en ese «yo sabía que Chris lo haría».

—¿Qué dijo usted, Miss Handeth? —repitió Hadley, observando reflexivamente la pipa—. ¿A qué se refiere en especial? Nos contó muchas cosas, y esta mañana estaba algo borracho.

—A obligar a Eleanor a impedir que ese reloj… —Lucía era una mujer astuta; mientras hablaba pescó el sonido de una inflexión errada en la observación de Hadley, semejante al sonido de una moneda falsa—. Entendámonos —agregó, vivamente—. ¿Sabe de qué estoy hablando?

Antes de que Hadley pudiese contestar, la interrumpió el doctor Fell.

—Este es el momento de hablar claro, Miss Handreth, así que no trate de hacerse la ingeniosa para no informarnos. No, nosotros no sabemos de qué está usted hablando, pero ha llegado tan lejos que ahora tiene que hablar claro. No será nada bueno para su futura carrera legal que se le acuse de retener información. Efectivamente, hemos hablado con Paull. Si él sabe algo respecto a las agujas del reloj, no lo dijo, porque no se lo preguntamos. Pensándolo, nosotros ni siquiera mencionamos el hecho de que el asesinato se cometió con una aguja de reloj… Ya fue bastante difícil hacerle entender lo demás, sin hablarle de esto.

—Entonces usted quiere decir —gritó— que no ha encontrado…

—Oh, hemos encontrado la aguja del horario, la aguja que faltaba —confirmó el doctor Fell—. Está en aquella caja de zapatos. Muéstresela, Hadley. No necesita usted preocuparse por la consistencia de la prueba. Entonces, Miss Handreth…

La muchacha calló un momento.

—¡Pensar que después de todas las resoluciones que hice —dijo con cierta furia— dejé que ese estúpido policía se burlase de mí! Bueno, después de todo tienen suerte. Ustedes… —contempló al gato de trapo sobre la chimenea, y de pronto se echó a reír—. Pero todo es tan estúpido… Es decir, si no hubiese resultado tan horrible. Fue una broma. Cualquiera, menos Eleanor, lo hubiese comprendido —se frotó los ojos con un pañuelo, por alegría, lágrimas o terror, quizá por las tres cosas—. Oh, Chris lo dirá todo. Me contó la historia antes de que se la oyese contar a Eleanor. Me imagino que se lo contó solamente porque no quise congeniar con él y le dije que era exactamente igual a una historia de Wodehouse y… Oh, bueno, sé que no debí reírme, pero…

»¿Sabe por qué Chris fue a visitar al viejo sir Edwin? Se creyó metido en un lío tremendo, y parece que el viejo es terrible. Chris, para estar en buenas relaciones con su pariente rico, le insistió que encargase ese reloj al mejor relojero de la ciudad, cuando cualquier otro lo hubiese podido hacer igualmente bien. Chris dijo que le regalaría el reloj a sir Edwin. Todo hubiese ido bien si se hubiera tratado simplemente de pagar el reloj como en un comercio cualquiera. Pero el viejo dijo que no. Él conocía a Carver y es muy aficionado a los relojes; entonces, si Chris insistía en hacerle el regalo, dijo que “retribuiría el favor de un maestro” en la debida forma.

»Bueno, parece que en la Compañía de Relojeros alguien tenía a la venta un antiguo modelo de reloj que sir Edwin sabía que Carver admiraba. Es un reloj de bolsillo. Entonces dejó que Chris le encargara el suyo. Luego, cuando quedara terminado el reloj fabricado por Carver (debía estar listo hoy), llegaría el severo sir Edwin para regalar a Carver el reloj de bolsillo y cargaría el reloj de torre en su automóvil, llevando a Carver hasta Roxmoor para instalarlo. Chris me contó esta parte abiertamente, pero lo demás con gran reserva…

—¿Cuándo fue esto? —preguntó Hadley, realizando rápidas anotaciones.

Lucía Handreth reía otra vez peligrosamente al borde del histerismo.

—Hace tres…, no, cuatro días; el lunes… Oh, ¡qué ridículo! Chris tiene un buen sueldo, pero el pobre idiota se metió el domingo pasado en una partida de poker, en un club, cuando no estaba en condiciones de distinguir un full de unas dobles parejas, perdió todo lo que llevaba encima y además firmó demasiados cheques. Iba a recibir una gruesa suma el próximo sábado… es decir, mañana. Entretanto, no podía disponer de cincuenta chelines para el reloj y mucho menos de cincuenta libras o lo que fuere. Cuando le vi con esta ansiedad, le dije: «Pero estúpido, ¿por qué no hace lo lógico? Busque al dueño del reloj de bolsillo, explíquele sus dificultades y dele un cheque con fecha del sábado. El conoce a sir Edwin y comprenderá». Por supuesto que Chris no quiso saber nada. Dijo que el dueño del reloj era un camarada del viejo Edwin, y si el viejo llegaba a saber que estaba sin fondos y se enteraba del porqué, se vería en dificultades, y estas dificultades eran las que estaba tratando de subsanar al comprar el reloj: Usted sabe…

»¡Todo era absurdo! Le dije: “Bueno, el reloj estará terminado el jueves o viernes”. Agregué: “Su única esperanza es que venga un ladrón y lo birle, pero necesitará una grúa y un camión para llevárselo”. Entonces se enojó… Era el miércoles por la mañana, la mañana del día en que se fue, cuando oí que le decía a Eleanor, también en estricta confidencia…

Hadley, vislumbrando la respuesta a una pregunta hasta ahora implanteable, trató de ocultar su agitación cuando preguntó:

—¿El miércoles por la noche fue cuando robaron las agujas? ¡Sí! ¿Y ella no se enteró de las dificultades de Paull hasta el miércoles; en otras palabras, hasta después de que el reloj fue trasladado al cuarto de Carver desde su anterior ubicación al alcance de todos?

—Sí.

—Vamos. ¿Qué se dijo exactamente al respecto?

—No lo oí todo. Chris repitió mis propias palabras (sin decirle a ella dónde las había oído) de que era un hombre acabado y que sólo le quedaba esperar que viniese un ladrón con una grúa y un camión. Yo no hubiera prestado atención… si no hubiese sido porque de repente me sorprendió que ese pequeño diablo lo dijese en serio. Lo comprendí por la voz de ella. Así es Eleanor. Este es su sentido del humor —gritó Lucía, impetuosamente—. Dijo: «Oh, no debe ser para tanto». Entonces Chris murmuró algo en voz compasiva y repuso, sin mayor intención: «Bueno, todo lo que puedo decir es que daría cincuenta libras al ladrón que hiciese algo con el reloj». E instantáneamente Eleanor preguntó: «¿Lo dice de veras?»… Fue todo lo que oí.

—Es suficiente —dijo Hadley.

El doctor Fell lanzó un gruñido, se apretó la cabeza entre las manos y se rizó el pelo en las sienes. Hadley, mirándole de manera distraída, remachó sus palabras como si fuesen clavos.

—«¿Puede usted relacionar el robo de las agujas del reloj con algo que sepamos de Eleanor?» —repitió—. «¿Por qué robó ambas agujas? ¿Por qué fueron robadas el miércoles por la noche cuando el reloj estaba bajo llave, y no el martes cuando estaba a la vista de todos?». Usted dijo que la respuesta era sencilla, y lo es. Fell, el caso está completo y es tan claro como la luz del día. La defensa no tiene en qué apoyarse.

—Umf, sí. Muchas gracias, Miss Handreth. Esto, sin duda, ha terminado —dijo el doctor Fell—. Muchísimas gracias. Tal vez pueda interesarle saber que por primera vez en su carrera legal conseguirá enviar a una persona a la horca.

La muchacha abrió unos grandes ojos que expresaron su terror. Tuvo dificultad en hablar.

—¿Quiere decir que me ha estado engañando? ¡Oh Dios mío! No se lo habría dicho si no hubiera estado segura de que usted…, usted me dijo… Si lo que le conté le hizo cambiar de opinión…

—Usted no ha modificado mi opinión en lo más mínimo. Sólo ha confirmado la opinión de la única persona que importa.

—Usted… —dijo la muchacha, sin aliento—, usted no creerá que miento…

—No.

—Por favor, comprenda mi posición —instó la muchacha, y golpeó el puño contra el brazo del sillón—. ¿Podría esperar que permaneciese callada, podía esperar que hiciese otra cosa con una mujer como ésta, pensando en Dios sabe qué, y con Don prendado de ella, y con todos los disgustos que él ha tenido con su padre…? ¿Qué podía hacer yo?

—Usted ha procedido perfectamente bien, Miss Handreth —dijo Hadley, con cierta brusquedad—, pero si nos hubiese dicho todo esto anoche, nos habría evitado muchísimo trabajo…

—¿Delante de Don? ¡No era posible! Además, no estaba segura. No estaba segura de nada hasta que usted empezó a hablar del robo y del asesinato de Gambridge. Entonces me pareció ver claro —se estremeció—. ¿Puedo retirarme ahora? La vida…, la vida es un poco más complicada de lo que me imaginaba.

Se levantó, cansada, y Hadley la imitó.

—Quisiera formularle dos preguntas más —dijo Hadley, consultando su libreta de apuntes—. Primero, ¿sabía que Eleanor Carver tuviese tendencia a la cleptomanía?

Vaciló.

—Esperaba la pregunta. Sí. Me extrañaba que nadie lo hubiese mencionado anoche, especialmente Mrs. Steffins. Lo supe por ella. La vieja bruja me odia, por supuesto, pero cada vez que se peleaba con Eleanor tenía que hablar con alguien sobre eso…

Hadley miró hacia el doctor Fell.

—Finalmente —continuó—, ¿sabe si Eleanor estaba enterada de que había un inspector de policía interesado por alguien de la casa?

—Sí. Yo misma se lo mencioné. Un día de la semana pasada, he olvidado cuál, Eleanor y yo estábamos conversando en los Fields, y le vi. Estaba sentado en un banco, leyendo el diario. Yo estaba en ese momento enojadísima por algo y, aunque había resuelto no hablar nada de Ames, se me escapó. Le dije: «Cuídese. Ahí está el Gran Detective en una de sus famosas caracterizaciones».

—¿Qué respondió Eleanor?

—No gran cosa. Se volvió para mirarle y quiso saber cómo estaba enterada. Pero entonces recapacité y sólo dije que me parecía haberle visto en el tribunal. Luego me eché a reír y manifesté que era una broma.

Hadley cerró la libreta de apuntes.

—Gracias. Eso es todo. Debo prevenirle, recuerde, que no diga nada a nadie por el momento. Será solamente cuestión de una o dos horas, pero…

Cuando la muchacha salió, descorazonada, Hadley no habló durante el tiempo que tardó en recorrer sus anotaciones. Luego levantó la vista.

—Sí, perdóneme mi carácter vengativo. Lo reconozco; es una cuestión de compañerismo; en caso de que usted lo haya olvidado, ha sido asesinado un miembro de la Policía; un hombre que no llevaba ningún arma consigo ha sido apuñalado por la espalda. Me alegraré de mandar a la horca al asesino.

»Permítame que le diga lo que ocurrió aquí anoche. La joven tenía las agujas del reloj en su poder; dentro del panel secreto, que ella creyó seguro. No quería dificultades. Tenía una cita con Hastings en la azotea y subió, según propia declaración, a las doce menos cuarto.

»Recuerde lo que dedujimos anoche. Dedujimos que Ames estaba vigilando y que entró en la casa mucho antes de que sonara la campanada de la medianoche. ¿Lo recuerda? Era necesario tocar el timbre si quería tener alguna excusa para entrar en la casa, en caso de que le pescaran; tendría que arriesgarse, aun cuando sólo fuera para evitar levantar sospechas. Ames observaba a Eleanor…, probablemente a través de estas ventanas del piso bajo. Cuando la ve salir a las doce menos cuarto, con un abrigo grueso que indica que estará ausente durante un rato, entra, sea por la puerta de la calle que está abierta o escalando una ventana. No estamos seguros de si el acusador (Mrs. Steffins) le habló del panel secreto; de cualquier modo, haría un rápido registro del cuarto para encontrar las pruebas.

»Pero mire lo que ocurre aun con la propia declaración que Eleanor nos hizo —dijo Hadley, con énfasis suave y triunfante—. En el curso normal de los acontecimientos, la muchacha debía subir a la azotea donde estaba Hastings, y Ames obtendría sus pruebas. Pero llegó a la puerta de arriba y descubrió que no tenía la llave, que la había olvidado abajo…

—¡Al demonio con su evidencia! —gruñó el doctor Fell—. Creo que usted está en lo cierto en cuanto a que ella bajó, como lo dijo. Pero…

—Inesperadamente, Ames la oye venir. Usted habrá observado —dijo Hadley, apoyando el pie en el ruidoso suelo— que no hay alfombras ni en el fondo de la casa ni en el vestíbulo. Ames apaga la luz y busca un refugio; debajo de la cama, detrás de la puerta (habrá notado que todas se abren hacia dentro), en cualquier parte. Eleanor entra a buscar la llave olvidada, la encuentra y de repente advierte que alguien ha registrado su cuarto. El inspector más hábil no puede hacerlo sin dejar rastros. Bueno, naturalmente, ¿qué actitud adopta ella? Al pensar en aquel inspector de policía, va instantáneamente a su panel secreto y lo abre para ver…

»Mientras la muchacha está de espaldas, Ames sin hacer ningún ruido a causa de sus zapatos de tenis, sale del cuarto, pero no lo bastante rápido. Eleanor no va a pedir socorro, porque sabe muy bien que no es un ladrón y que está completamente perdida si da la alarma. Pero esta serpiente, que agarró la primera arma a su alcance cuando corrió peligro en Gambridge, hace ahora exactamente lo mismo. Justamente delante de ella está la aguja pesada y afilada del par que robó para Christopher Paull y los guantes que usó para evitar que la pintura húmeda se le pegara a los dedos. Y la agarra.

»Pero ¿y Ames? A eso voy. ¿Ha comprendido usted la dificultad? Probablemente tuvo tiempo de deslizarse hasta la puerta de la calle y correr. No le tenía miedo a la muchacha, pero desde su punto de vista el peligro consistía, puesto que no quería que nadie supiese que era un policía, en que Eleanor pudiese creer que él era un verdadero ladrón y diese la alarma. En caso de captura, podría explicarse, pero dejaría malparada a la Policía por emplear sistemas ilegales y posiblemente sería despedido; además haría que su presa se enterase prematuramente de que la vigilaba. A él no le convenía su captura. Y, con alarma o sin ella, el camino más seguro para su captura era a través de la puerta de la calle. Sabía que justamente a esa hora, justamente a medianoche, había un policía que hacía la ronda y se encontraría junto a esa puerta. Y cualquier policía que ve, a medianoche, a la plena luz de un farol, que un vagabundo andrajoso se desliza de una casa a oscuras…

»Por otra parte, la muchacha puede no haberle visto, puede no estar segura de si es un ladrón, puesto que no se ha llevado nada y (así lo espera él) nada ha quedado desarreglado. En cualquier caso, correr sería una locura. Su mejor forma de proceder, su forma de proceder más temeraria, pero en realidad su única forma de proceder, era… ¿Y bien, señores del jurado? —preguntó Hadley.

Melson pestañeó.

—¿Eh? Sí, ciertamente —reconoció—. Su mejor forma de proceder era detenerse temerariamente en el umbral de la puerta de la calle y presionar el timbre de Boscombe.

Hubo una pausa. Esta vez fue Hadley quien se echó a reír entre dientes.

—Exactamente. Si el policía se acercaba, ahí estaba él tocando el timbre honradamente para una cita que podía probar. Si una mujer con ojos de loca salía gritando, respondería: «¿Ladrón yo, señora? ¿Cree usted que si hubiese saqueado su cuarto estaría aquí tocando el timbre? Vi a uno salir de aquí, vi la puerta abierta de par en par, y he tratado de advertirles». Y ahí se detuvo, con la puerta abierta de par en par, esperando para ver si ella salía. Si no salía, significaba que no le había visto. Entonces podía volver a entrar directamente, a su cita, y luego intentar otra vez el registro interrumpido.

El doctor Fell se envolvió los hombros con la capa.

—Umf. ¿El caballero erudito tiene alguna prueba que confirme este episodio de Arsenio Lupin?

—El erudito caballero la tiene. ¿No recuerda usted cuánto tiempo permaneció Ames apretando ese timbre (como informó Hastings), a pesar de que le habían dicho que subiera inmediatamente? Quería asegurarse de que no había moros en la costa. ¿Recuerda que usted también encontró la puerta de la calle abierta de par en par cuando subió con el policía? Ames naturalmente, la hubiese cerrado, a menos que quisiera asegurarse de que alguien pudiera reconocerle en la oscuridad.

»Volvamos a nuestra cobra favorita. Ha salido al oscuro vestíbulo con el cuchillo y los guantes. Y ahí está el enemigo, esbozado por la luz del farol, que toca el timbre de la puerta, pidiendo ayuda. Debe de haber sido el momento más horrible que haya conocido esa mujer. Si no actúa, la pescan. Si actúa, pueden verla asesinando con una aguja de reloj robada. Podría arriesgarse a matarle…, apuñalándole como a un ladrón que hubiese entrado…, si él en realidad entra a la casa. ¿O se atreverá a arriesgarse a esto? Debe hacer algo antes de que haya una respuesta al timbre. Ahora el inspector Ames entra. Cruza el vestíbulo, mientras la muchacha está junto a la escalera. Ahora empieza a subir…

»Y nuestra cobra favorita le tiene en sus manos.

Hadley terminó, cerrando un puño, con una vibración en sus palabras. Miró a Melson, como si cada frase fuera un golpe para vindicar a la Policía.

—Por último, y en el caso de que usted acuse a un viejo como yo de inventar novelas, le ofreceré a usted la prueba más completa y más concluyente. Lo haré explicando lo que usted, Fell, trató de ridiculizar como «El misterio del guante volador». Se me ocurrió cuando examiné la escalera hace poco rato y recordé algo que había sido demasiado ciego para ver anteriormente. Puedo explicarle a usted el misterio del guante volador y por qué voló.

Sacó del bolsillo el guante, que Christopher Paull había dicho que estaba tirado en el vestíbulo de arriba, y lo alisó sobre la rodilla.

—Póngase usted en el lugar de Eleanor Carver, subiendo la escalera detrás de Ames. Ha tomado instintivamente ambos guantes, pero usa uno solo. En una mano tiene el guante y la aguja, en la otra el segundo guante, en cuyo dedo ha dejado caer la llave. A su izquierda está la pared, y a su derecha el pasamanos. ¿Estamos?

»Bien. En el segundo escalón (a contar desde arriba) se arroja con todas sus fuerzas sobre la espalda de Ames y le ataca. El peso casi le hace caer de rodillas, e instintivamente levanta ambas manos; la mujer, para mantener el equilibrio, levanta la mano que tiene libre, aflojando automáticamente la presión sobre el guante. Se ve sangre. El brazo de Ames, lanzado hacia arriba, envía el guante, revoloteando por encima de la baranda, hasta el vestíbulo…

Melson se inclinó hacia adelante.

—Pero ¡Dios mío! —gritó, y la calma académica desapareció—. En ese caso la mano libre estaría en el lado derecho.

—Y éste es el guante de la mano derecha —dijo Hadley—. Exactamente. Esta no es la mano que empuñó el cuchillo. En este guante la única mancha de sangre está en el borde de la palma, un lugar que no podría estar manchado, si la mano hubiese empuñado firmemente el mango de acero. Por lo tanto…

Bajó lentamente el puño sobre los pies de la cama.

—… Por lo tanto, se explica por qué el ángulo del golpe llevó a Ames tan a la derecha. Se comprenden las declaraciones de los testigos que vieron al detective de los almacenes asesinado en Gambridge: «Estábamos hacia la derecha de ella, a un lado, cuando el detective de los almacenes nos pasó y le tocó el brazo. Ella alargó la otra mano y tomó el trinchante…». Quiere decir, señores, que la asesina de Gambridge era zurda. Y, con la indiscutible prueba ante ustedes, Eleanor Carver también es zurda.

Se levantó, se acercó a la chimenea y golpeó la pipa contra el borde de mármol. Hadley se sentía orgulloso de ser un lógico implacable que no dejaba de gozar con esta pequeña escena. Sonriendo, ceñudo, apoyó el codo sobre la chimenea y los miró.

—¿Alguna pregunta, señores? —interrogó.

El doctor Fell empezó a decir algo, cambió de opinión y manifestó:

—No está mal, Hadley. «¿Qué hombres y qué corceles contra usted se ocultarán, cuando las estrellas en sus trayectorias luchen a su lado?». Umf. Bucéfalo se ha convertido de repente en Pegaso. ¡Qué bien habla usted! Y sin embargo, en cierta manera, siempre desconfío…, desconfío mucho…, de estos casos que dependen de que alguien sea zurdo. Es demasiado sencillo… Le haré una pregunta. Si todo esto es verdad, ¿qué ocurre con la misteriosa persona que Hastings vio en la azotea, la persona con pintura dorada en las manos? ¿Cree usted que Hastings mintió?

Hadley dejó la pipa con el ademán de alguien que recuerda algo.

—¡El pañuelo! —murmuró—. ¡Santo Dios! Lo he tenido toda la mañana, desde que lo vi a usted con Carver mirando los relojes.

—¿Qué pañuelo?

—El de Mrs. Steffins. ¿No se lo dije? —sacó de un sobre un pañuelo de batista arrugado, lleno de esa sustancia que obstruía en estos momentos las ideas de Melson—. No, no se asombre. Esto sólo es la pintura de oro al aceite que usa para pintar porcelana y cerámica. No tiene nada que ver con la otra sustancia. Preston lo encontró en su cuarto, bien metido al fondo de una bolsa de ropa sucia. Pero la sustancia está fresca; tan fresca como anoche.

»Nuestra amiga Steffins era indudablemente la observadora de la azotea. Subió desde su cuarto, que da a la escalera oculta junto al hueco de Carver, y después subió por la otra escalera para investigar el romance en la azotea que todos parecen conocer.

»Recuerde que Mrs. Steffins estaba enteramente vestida. Recuerde también aquel tubo de pintura de que le hablé…, aplastado en la parte de arriba, como si alguien hubiese apoyado la mano sobre él. Es exactamente lo que ocurrió, porque estaba oscuro. La mujer salió de su cuarto en la oscuridad y se apoyó en el tubo de pintura cuando andaba tanteando. Se limpió las manos en un pañuelo, y en la oscuridad no pudo apreciar cuánto se lo había manchado; a prisa se fue a la azotea para ver qué pasaba. Allí, accidentalmente, se encontró con Hastings, aterrorizado por lo que ocurría abajo. La pintura en sus manos terminó de alarmarle… y corrió hasta el árbol, con los resultados que conocemos. La mujer le vio caer por el borde de la azotea y vio que Lucía le encontraba; de otro modo ¿cómo podría saber que él estaba en su cuarto? (Usted recuerda que la mujer le hizo entrar en el instante en que yo llegué). Luego bajó a tropezones, vio a la luz cuánta pintura tenía en las manos, y se las lavó. Metió el pañuelo en la bolsa de la ropa para lavar y se preparó para ponerse histérica por si alguien le echaba una mirada siniestra… ¿Le parece razonable esto?

El doctor Fell profirió un ruido misterioso que podría interpretarse como conformidad o disentimiento.

—Pero esta no es ahora mi principal consideración —continuó el inspector jefe—. He expuesto el caso de la Corona contra Eleanor Carver. Esta mañana usted hizo una lista de cinco puntos o preguntas en relación con la evidencia, y he contestado a cada uno de ellos. He hecho esto, a pesar de su expresión de desprecio ante toda evidencia visible: los objetos robados en poder de ella, la aguja horario, los guantes manchados de sangre. He presentado no solamente pruebas concretas, sino motivo, oportunidad y temperamento de la acusada; y he dado la única explicación que llena satisfactoriamente todos estos hechos antagónicos. Por lo tanto, sostengo que la evidencia no deja duda razonable en cuanto a la culpabilidad de Eleanor Carver. Usted ha dicho que hará trizas mi teoría, pero no presenta ninguna prueba que pueda llamarse propia. Así, mi señor y caballero —dijo Hadley con una amplia sonrisa—, es el caso para la Corona. Ahora destruya mi teoría si puede.

Burlonamente se sentó. Y el doctor Fell, echándose la capa sobre los hombros, se irguió para hacer la defensa.