16
UN HALLAZGO DETRÁS DE LA PARED

Al bajar, Hadley no miró a Fell. El sargento posiblemente también participó de la tensión, pues guardó silencio después de mirar al inspector jefe. Melson pensó con cierta sorpresa que el asunto era concluyente: no se trataba de una simple acusación, sino de algo tan real como la muerte en la horca. Se imaginaba el rostro de Eleanor Carver, con el largo pelo recortado, los pesados párpados, la boca ansiosa y voluptuosa que se movía sin articular sonido… La muchacha había salido a caminar con Hastings. ¿O ya habría regresado?… En Inglaterra les dan un breve respiro. Trascurren tres domingos después de la sentencia y luego, en la madrugada, el camino al cadalso.

En el vestíbulo, Hadley se volvió hacia Preston.

—¿Metidos en el colchón, me imagino? —preguntó de pronto—. ¿U ocultos detrás de unos ladrillos flojos? Anoche nosotros hicimos un registro completamente superficial.

—No es extraño que no encontraran nada, señor. Se ha hecho con habilidad. Yo, por supuesto, lo hubiese descubierto finalmente, pero acababa de llegar al lugar, y un accidente me ayudó. Vea usted mismo.

El cuarto de Eleanor quedaba al fondo de la casa. Y delante de la puerta cerrada estaba Mrs. Steffins a la sombra de la escalera. Tenía aspecto agitado, como si un sordo rumor hubiese circulado por la casa, y el blanco de sus ojos brillaba en la oscuridad.

—Algo sucede dentro —dijo con voz chillona—. Los he oído hablar. Han estado mucho tiempo en el cuarto y no me dejan entrar. Yo tengo derecho a entrar: es mi casa… ¡Johannus!

Los nervios desgastados de Hadley estallaron.

—Salga del camino —le dijo—. Quítese de en medio y cállese o será peor para todos ustedes. ¡Betts! —la puerta del cuarto de Eleanor se entreabrió, y el sargento Betts se asomó—. Venga y monte guardia. Si esta mujer no está tranquila, enciérrela en su cuarto. Ahora, Preston…

Entraron, dejando tras de ellos el ruido de un llanto chillón. El cuarto era pequeño, pero de techo alto: evidentemente formaba parte de uno mayor que había sido dividido. Dos ventanas altas, de cristales pequeños, daban al desolado patio del fondo, de piso de ladrillo, pero un saliente de madera cortaba esta perspectiva. Las paredes eran del mismo artesonado blanco. Sobre una chimenea de mármol blanco había un Krazy Kat y dos o tres fotografías de estrellas cinematográficas en marcos de vulgar imitación de plata.

Estos detalles expresaban todo lo demás. El moblaje consistía en un juego de madera compuesto de cama, lavabo, armario (abierto, que dejaba ver los vestidos desordenados en perchas) y un tocador con un gran espejo; una lámpara de porcelana representaba la figura de una marquesa del siglo dieciocho, y cubría el piso una alfombrita tejida. Contra la chimenea se hallaba Mrs. Gorson, con expresión azorada, teniendo entre los dedos el mango de una escoba. La oían respirar…

—¿Y bien? —preguntó Hadley, mirando en derredor—. Todavía no veo nada. ¿Qué encontró, y dónde está?

—¡Ah! Esa es la habilidad, señor —dijo Preston—. Quise que usted lo viera —se acercó a la pared entre las dos ventanas, de donde colgaba un cuadro de colores confusos que representaba un caballero con armadura que apoyaba contra su hombro a una niña de pelo rubio, escasamente vestida. Las pisadas de Preston crujieron sobre las tablas, se acercó y puso a un lado el cuadro—. Había empezado por la pared, señor, y Betts trabajaba conmigo. Esta mujer —señaló hacia Mrs. Gorson— insistió en que tenía que hacer limpieza, y la dejamos seguir adelante. Tenía una escoba y, al volverse el mango golpeó contra este panel… Bueno, eso fue todo. Necesité más tiempo para encontrar el resorte. Observe.

Pasó el dedo por arriba. Y exactamente como había ocurrido en el cuarto de Carver, a un costado del panel apareció una línea vertical de no más de sesenta centímetros de largo. Preston introdujo los dedos y empujó la tapa.

—Igual que la del viejo —refunfuñó Hadley y juntó las manos—. El arquitecto de esta casa parece haber… —se adelantó a prisa, y los demás le siguieron.

—¿La colgarán, eh? —preguntó Preston, satisfecho—. Me acuerdo cuando descubrieron el escondrijo de aquel individuo Brixley, en el crimen de Cromwell Road; se acuerda, señor, el que había envuelto el brazo de su mujer en un trozo de…

—¡Cállese! —rugió el doctor Fell—. Calma, Hadley…

Toda la sugestión de la presencia de la joven se reunía en este cuarto para formar su imagen. Dentro del hueco, horadado en los ladrillos, de treinta centímetros de profundidad, había algunos objetos, envueltos en una blusa rota y vieja, metidos detrás de una caja de zapatos para ocultarlos mejor. La caja de zapatos contenía una aguja dorada de reloj, de unos ocho centímetros de largo, y, también manchado de dorado, un guante negro de cabritilla, de la mano izquierda, que nadie dudó que fuera el compañero del que estaba dentro del bolsillo de Hadley. Con una ansiedad que le hizo temblar las manos, Hadley llevó la blusa hasta la cama, antes de desdoblarla…

Al tirar Hadley de la blusa, rodaron sobre el cubrecama una pulsera de platino con turquesas, un par de pendientes de perlas y un objeto chato, algo más pequeño que el puño de un hombre, con una calavera dibujada en la tapa; la luz, al caer grotescamente sobre la superficie de plata dorada de la calavera, dio un reflejo desagradable, como si la cabeza estuviese cortada. Toma los objetos brillantes

—¡No! —exclamó una voz ronca. El mango de la escoba golpeó contra la chimenea, y Mrs. Gorson, los ojos saltones y una mano sobre el abultado pecho, se adelantó resoplando—. Eso no es exacto —dijo con vehemente intención, y señaló la cama—. Afirmo poniendo a Dios por testigo, que eso no es exacto. Les digo que ellos la odian.

Hadley se enderezó.

—Está bien, Mrs. Gorson —dijo, cortante—, muchas gracias.

—Pero, señor, señor —su respiración todavía silbaba, y le tomó de la solapa—, venga y dígame si alguien puede saberlo mejor que yo. ¿Eh? —la mujer, con ojos de vaca, y sacudiendo la cabeza, parecía querer hipnotizarles—. ¿Eh? He vivido aquí once años, desde que murió la vieja Mrs. Carver, y conozco a Millicent Steffins; no puede engañarme. Le quiere, y él no la puede ver… ¡Escuche ahora, señor!, yo puedo decirle…

—Está bien. Preston, llévesela.

—¡Y yo lo hice! —dijo Mrs. Gorson, de repente, con los ojos llenos de lágrimas. No se resistió cuando Preston la empujó como a un canasto de ropa; Melson se tranquilizó porque pensaba que iba a gritar, pero no lo hizo hasta que estuvo en el pasillo.

—¡Betts! —llamó Hadley—. ¿Dónde diablos está usted…? ¡Ah! ¿Ha visto qué hay aquí dentro? Bien. Entonces vaya en seguida en busca de una orden de arresto. Es mejor que nos adelantemos. Si tienen algún inconveniente, que me llamen por teléfono para confirmarlo… ¿Ya ha regresado?

—No, señor.

—Entonces dígale a Preston que permanezca en la puerta y que me la traiga en cuanto llegue. Usted vaya tras de esa Mrs. Gorson…, ¡dese prisa!, y no le permita que diga una palabra sobre lo que ha ocurrido.

—Espere un segundo, Betts —intervino el doctor Fell. Su incertidumbre había desaparecido; parecía muy tranquilo, apoyado sobre un bastón y moviendo un dedo indeciso hacia el sargento, mientras miraba fijamente a Hadley—. ¿Está seguro de que quiere hacer eso? ¿Por qué simplemente no esperar hasta que la indagación…?

—No quiero arriesgar mi retiro dejando en libertad a una mujer evidentemente culpable.

—Pero ¿sabe que se destruirá si comete un error? ¿Sabe que ni siquiera le ha dado a esa mujer una oportunidad para explicarse? ¿Sabe que está haciendo exactamente lo que el verdadero asesino quiere que haga?

Hadley se encogió de hombros y luego sacó el reloj.

—Si le tranquiliza la conciencia, por toda su ayuda anterior le haré a usted una concesión. Son las doce y veinte.

Eleanor llegará en cualquier momento… —vaciló—. A no ser que… ¡Santo Dios!, ¿cree que se habrá escapado? No fue hoy a su trabajo; ha salido con Hastings…

Golpeó el puño contra la palma de la mano y se volvió, indeciso.

—Si es así, nada será más fácil que encontrarla —repuso el doctor Fell—. Y entonces me retractaré, y usted podrá cumplir su orden de arresto sobre una mujer culpable. Pero vendrá. ¿Qué concesión me iba a hacer?

—Betts, espere unos minutos en el vestíbulo… Sí, hablaré con ella. Usted procede como si yo obtuviese un gran placer al arrestar a esa joven. Permítame decirle que no es así. Estoy enteramente dispuesto a encarar el caso desde su punto de vista, a pesar de esa prueba suficiente para colocar a un santo en el calendario, siempre que me presente una teoría que pueda tomarse en cuenta. Todo lo que ha hecho es ridiculizar las pruebas que hay y quejarse de mi terquedad. No obstante, no creo que usted esté trabajando simplemente por presentimiento. Nunca le he visto emplear como excusa la gastada tontería de la «intuición», así que si tiene algún fundamento verdadero para creer que la muchacha no es culpable, hágamelo saber, y trataré de no pensar en estas pruebas…

—¡Oh! ¿Estas cosas? —preguntó el doctor Fell, sin mayor interés, contemplando los objetos que estaban sobre la cama y luego la caja de zapatos dentro del hueco—. Sabía que encontraría muchas cosas como éstas, aunque no estaba seguro de en qué cuarto sería, así que no me impresionó. Por el contrario, confirmaron mi teoría. Sabía que encontraríamos la aguja del reloj y el guante y probablemente la pulsera y el reloj. Pero estaba completamente seguro de que no encontraríamos…

—¿Qué?

—El reloj tomado en la exposición de Gambridge. Esta es mi posición. Tengo una teoría que creo exacta. Había dos obstáculos abrumadores contra ella, no contra la teoría en sí, pero que le convencerían a usted o a cualquiera. He encontrado la manera de vencer uno de esos obstáculos. El otro es tan grande que reconozco sinceramente que se precisará algo parecido a un milagro para vencerle… Por otra parte, en su teoría hay un punto muy débil…

—No se trata de una teoría, sino de los objetos, objetos evidentes, que están sobre la cama y dentro de esa caja. Usted ha admitido que aun sin ellos podríamos condenar a Eleanor Carver por el crimen de los almacenes…

—Lo olvide: también por el crimen de Ames —dijo el doctor Fell, señalándolo—. El crimen de Ames lo confirma y lo prueba todo.

—Si un jurado cree que apuñaló al detective de los almacenes, no se encontrará mal dispuesto para pensar que también mató al inspector de policía. Aunque suponiendo que dudara, si la ahorcamos por el crimen de Evan Manders, no será mucho consuelo para ella decir que el jurado, después de todo, no está realmente seguro de que también hubiese matado a George Ames… Y mi teoría contra ella por el asesinato de Ames no es menos débil.

—Lo sé. Pero no quiero oír su teoría. Para estar seguro, antes de empezar, dígame exactamente qué cree usted que ocurrió aquí anoche.

Hadley se sentó en el borde de la cama y llenó deliberadamente la pipa.

—Tal como yo lo reconstruyo, no digo que sea exactamente el plan general; luego haremos todas las correcciones… Eleanor supo que un inspector de policía vigilaba la casa y trataba de trabar amistad con sus moradores en aquella taberna…

—Dicho sea de paso, una taberna a la que no se sabe si Eleanor ha ido alguna vez, y aún menos que supiese que la frecuentaba un inspector de policía disfrazado.

Hadley le miró afablemente.

—¿Va usted a discutir cada punto? No me importa. Ninguna de esas objeciones me importa un comino… Carver sospechó que el hombre era un inspector de policía (así lo dijo), y Lucía Handreth sabía que lo era (también según su propio testimonio). ¿Es probable que todos ellos mantuvieran el secreto y que nunca lo comentaran con nadie? ¡No!…, trascendería, aunque fuese en una conversación casual. Y si Carver tuviese algún motivo para temer que su querida pupila había estado enredada en el asunto de Gambridge (como usted dice que ha dicho), hubiese dejado escapar una insinuación. En resumen, hay muchas maneras de que ella se enterase… Sobre todo —dijo Hadley, luchando por encender la pipa—, la muchacha estaba probablemente enterada de que alguien de la casa que conocía su secreto la espiaba, preparándose para informar a la policía; tal vez…

—¡Ah! —refunfuñó el doctor Fell—. Volvemos a aquel misterioso acusador, ¿no? Y ¿quién es el acusador?

—Mrs. Millicent Steffins —repuso el inspector jefe, plácidamente—. Y le diré varias buenas razones. No insistiré en los hechos evidentes de que: 1) es de esa clase de personas que escriben anónimos, espía a los de su casa y va secretamente a la policía: 2) debía conocer el panel secreto de la pared que un extraño no conocería; y 3) tendría buen cuidado de que Carver no viese que era la primera en acusar a su pupila y poner a la policía sobre su pista… Esta —dijo Hadley, con su tranquila sonrisa— es mi explicación del silencio del acusador, sin otra oscura tontería. No diré…

—Está bien, está bien —interrumpió el doctor Fell, con impaciencia—. Puede omitir todo lo que no quiere decir. Borre completamente de su mente todo lo que no quiere mencionar. ¿Qué dice de Steffins?

Hadley golpeó la boquilla de la pipa contra los dientes.

—Le pido que recuerde lo que Mrs. Steffins dijo respecto a Eleanor.

—¿Qué hay con eso?

—Debe reconocer (¿no es así?), que ella es una mujer muy charlatana.

—Sí.

—Y que habló a gritos de la intriga amorosa de Eleanor en la azotea, de la ingratitud de Eleanor, del egoísmo de Eleanor, de la codicia de Eleanor, en realidad de todo de Eleanor, excepto

—Excepto ¿qué?

—Excepto —repitió Hadley, inclinándose hacia adelante después de una pausa— lo único respecto de Eleanor que era pertinente para esta investigación, y que Mrs. Steffins no podía dejar de saber que era pertinente. Debía saber que era cleptómana; esto hubiese sido un arma más útil para una desagradable observación disimulada que muchas de las que usó; sin embargo, ni siquiera lo insinuó, ni aun antes de que nosotros trajésemos a colación el tema del robo de Gambridge. Mrs. Steffins se mantuvo muy reservada a este respecto. Fue demasiado reservada. Luego, cuando hablamos del asunto de Gambridge y llanamente acusamos a una de las mujeres de la casa, ni siquiera entonces pronunció una palabra respecto a Eleanor, aun cuando debió de saber perfectamente bien que Eleanor había estado en Gambridge y ciertamente ya habría averiguado por qué Eleanor había llegado tarde a tomar el té. Todo cuanto dijo fue: «Eleanor se demoró». Nuevamente estuvo muy reservada. No es posible, como usted ha querido insinuar, que ella «no relacionara a ninguno de la casa con el asesinato»; como digo, nosotros llanamente anunciamos que una de ellas había apuñalado al detective de los almacenes. No, Fell. Llegó demasiado lejos, increíblemente lejos en dirección opuesta, en caso de que fuese sospechosa de haber denunciado a Eleanor, tan amada de Carver. Fue tan reservada como el acusador, porque ella era el acusador.

Después de este arranque de elocuencia, Hadley se apoyó en la barandilla de los pies de la cama y chupó enérgicamente la pipa, que se apagaba. Un rayo de diversión le asomaba en sus ojos oscuros.

—¿Así que el viejo oso gruñe? —preguntó, examinando la colérica expresión del doctor Fell—. Le diré que no tengo nada que hacer hasta que regrese mi víctima, y me siento tan seguro que no me importa reseñarle mi alegato a la Corona. Cuando termine, usted puede, si quiere, realizar la defensa. El doctor Melson será el juez. ¿Eh?

El doctor Fell le amenazó malévolamente con el bastón.

—Qué locura —dijo—. Qué locura. No sospeché que usted a hurtadillas reunía pequeñas pruebas, al mismo tiempo que se apropiaba de todos los datos que le daba. Está bien; luego le diré algunas cosas, aunque no sea el momento adecuado. Sí, hablaré por la defensa y haré trizas su endeble teoría. Echaré abajo su edificio de lógica y bailaré sobre las ruinas. ¡Goo-roo! ¡Yo…!

—No se agite —imploró Hadley, suavemente. Sopló una chispa de la pipa—. Algo se me ha ocurrido… ¡Betts!

—¿Señor? —repuso el sargento, asomando la cabeza. Pareció asombrarse al ver al doctor Fell, que agitaba violentamente el bastón.

—Betts, busque a Mr. Carver…

—Un momento —interpuso el doctor. No debe haber periodistas en este tribunal. Continuando con su metáfora, si usted insiste en cebar al oso, debe hacerlo en privado.

—Si así lo quiere… Siempre podré verificar algunas cosas después. Betts: de todos modos, háblele a Mr. Carver de aquel reloj que construyó para sir Edwin Paull. Pregúntele si la transacción ha finalizado y si ha recibido su importe. ¿Preston está todavía esperando a Miss Carver?

—Sí, señor.

Hadley le hizo señas de que se retirase; volvió a acomodarse, apoyando el codo sobre la barandilla de la cama y fijé la vista en el muñeco tendido sobre la repisa de la chimenea.

—Entonces, hemos dejado establecido que Eleanor teme estar vigilada por un inspector de policía…

—¿Y hace los preparativos para asesinarle? —interrumpió el doctor Fell, vivamente.

—No, no lo creo. Ella está en la etapa de tener miedo, y el asesinato ocurrió como quien dice por accidente. De este modo…

—Esta es la última vez que voy a interrumpirle, Hadley —dijo el doctor Fell, con sinceridad—, y no lo hago ahora para refutar, sino para aclarar algo. Quiero saber su posición respecto al robo de las agujas del reloj. Esta es su tremenda dificultad, y, caso curioso, es también la mía en el lado opuesto. Si usted puede ofrecer una explicación, aun remotamente aceptable, de por qué Eleanor habría birlado esas agujas del reloj, reconozco que la defensa se haría muy difícil. ¡Vamos, vamos! No diga que ha encontrado una de las agujas en su poder, lo que probaría que las robó; y entonces ¿para qué hablar? ¡No! Estoy atacando su prueba crucial.

»Robó esas agujas de reloj: a) por pura cleptomanía; o b) para realizar un asesinato planeado con sagacidad. Y usted debe comprender que ambas explicaciones son pura tontería. Concedido que la muchacha tenía una pasión impulsiva por robar relojes y pulseras. Pero es una cleptómana muy tonta la que se desliza cautelosamente en medio de la noche, abre la puerta de su propia casa, toma cuidadosamente dos objetos largos de acero que no tienen más valor que el del hierro viejo, y triunfalmente los guarda en su escondite secreto. Usted puede pensar lo que quiera de Eleanor Carver, pero me imagino que no cree que esté loca de remate. De otra manera, usted tendría dificultades para llevarla a la horca.

»Por otra parte, acusarla de este asesinato astutamente planeado resulta una tontería por la forma que usted demuestra que la muchacha es culpable del crimen de Gambridge. Supongamos que Eleanor sea esa serpiente que, después de robar anillos y pulseras, cuando le tocan el brazo pierde la cabeza y agarra la primera arma a mano y abre el estómago del hombre y huye ciegamente como una pilluela y se salva de que la capturen sólo por su extraordinaria suerte. Muy bien. Si ella es esa mujer —dijo el doctor Fell golpeando un dedo contra la palma de su mano—, entonces le diré lo que no hizo.

»No urdió la idea diabólicamente imaginativa de emplear una aguja de reloj como arma. No vio que pudiese servir como cuchillo; no se deslizó para esperar pacientemente la ocasión de que el policía al acecho se presentase a visitarla en medio de la noche. Esa aguja de reloj, Hadley, es lo que usted no puede asociar con Eleanor ni con nada de lo que usted sabe de Eleanor, sea como cleptómana o como asesina.

—La defensa está fuera de orden —dijo—. Escuche mi explicación… ¡Qué diablos!

Se enderezó y miró en derredor. Desde fuera, desde el pasillo, llegaba el ruido perturbador de pisadas fuertes, voces que discutían, el sonido de una bofetada y un golpe seco contra la puerta. Al abrirla de un puntapié, el sargento Preston, aturdido, entró trayendo agarrada a una mujer que se soltó y le miró fijamente… Luego Lucía Handreth se detuvo y contempló los objetos que había sobre la cama.