Hadley se quedó momentáneamente helado. Luego se agachó y de la mano sin fuerzas de Christopher Paull tomó el guante. Se acercó a la ventana, lo examinó a la débil luz gris. Fuera las ramas del árbol, apenas matizado de amarillo, casi tocaban las ventanas, y una brisa penetraba a través del cristal roto. Hadley tocó las manchas doradas; luego pasó los dedos por encima de otras manchas, evidentemente secas del todo.
—Sangre —dijo.
La palabra resonó tranquila. Parecía aún más desagradable pronunciada en aquel cuarto grande, con sus libros oscuros y las burlonas expresiones de los grabados de Hogarth en las paredes. Volviéndose sin prisa, Hadley recogió la llavecita. Al retroceder, se echó a un lado para tener luz y quedó contra el alto biombo pintado con llamas y cruces color de azafrán. La cara de Hadley parecía gris, pero sus ojos oscuros expresaban satisfacción. Del bolsillo sacó la llave que Carver le había dado, la llave de la puerta del descansillo. La puso encima de la otra y sostuvo ambas contra la luz. Eran exactamente iguales. Luego metió las llaves en bolsillos distintos.
—Ahora, Mr. Paull, ¿quiere explicarnos por qué tiene este guante?
—¡Le digo que no lo sé! —gritó con una especie de gemido—. ¿No puede darle a uno la oportunidad de pensar? Tal vez si tengo una oportunidad de pensar pueda ver las cosas claras. Tengo una idea…, ¿no puedo haberlo recogido en alguna parte? ¿Así fue? Tengo otra idea…, ¿en la escalera, mientras hablaba con alguna mujer? No, ésta era la tía Steffins. Ella me metió la corbata en el bolsillo. Estaban entonces las luces encendidas. No sé por qué recuerdo esto.
—¿Sabe usted a quién pertenece este guante?
—No es mío, ¡Santo Dios! ¿No puede apartarlo? ¿Cómo habría de saberlo? —lo miró, vacilando, como un hombre que se aproxima a una serpiente que se le ha dicho que es inofensiva—. Un guante de mujer. Podría ser de cualquiera… Viejo, ¿me permite tomar otra copa? No estoy borracho. Me siento como el demonio, pero no estoy borracho y me haría bien.
—¿Y usted, Mr. Boscombe?
La nariz de Boscombe se crispó, pero permaneció inmóvil, cruzado de brazos, contra la mesa. De nuevo luchaba y apenas echó un vistazo al guante.
—Nunca lo he visto.
—¿Está seguro?
—Muy seguro. También estoy seguro de que se halla al borde de uno de los mayores errores de su vida. Disculpen —se acomodó los lentes y fue a tomar el vaso de Paull.
—Usted dijo anoche —continuó Hadley— que antes de terminar este caso vendríamos a pedirle consejo. Usted dijo que tenía algo que decirnos. ¿Tiene algo que decir ahora?
—Haré una pregunta —tomó el vaso de Paull, pero no se volvió—. ¿Qué deduce usted de este guante?
—No necesito esforzar mucho la imaginación —repuso el inspector jefe— cuando veo las letras «E. C.» marcadas en el interior.
Boscombe se volvió violentamente.
—Es muy de su inteligencia superficial pensar así. Ahora le diré algo. El apellido de Eleanor no es Carver, sino Smith. En las cosas que le pertenecen…
—¡Ya recuerdo! —dijo Paull, de repente—. ¡Eleanor! ¡Por supuesto!
Se sentó tieso, tirándose del bigote. Los colores de la cara desaparecieron; parecía corpulento e inútil, pero por primera vez más seguro de sí mismo.
—¡Eleanor!, en el pasillo…
—¿La vio en el pasillo?
—¡Vamos, vamos!, no me apremie —rogó plañideramente Paull, como si su memoria pudiera volcarse como un balde de agua al mover la cabeza—. ¿No fue así? Me vuelve un poco la memoria. Nada tiene que ver con su maldito policía. Eleanor. ¡Oh, no! Pero puesto que usted quiere saber…, digo, ¿qué ocurrió realmente? Tal vez si usted me dijera…
Hadley, con un esfuerzo, contuvo su impaciencia.
—Recuerde lo que pueda recordar sin ninguna ayuda. No queremos pruebas desfiguradas para que se acomoden con lo que usted cree que puede haber sucedido. ¿Y bien?
—Ya lo sé, en parte. Lo que me embarulla es que usted dice que volví aquí temprano —refunfuñó Paull con terquedad—. Al diablo con todo. Hubo una cena…, ¿la hubo? No lo sé. De todos modos, me desperté…
—¿Dónde?
—En mi cuarto. Estaba oscuro, y no sabía dónde me encontraba ni cómo había llegado allí; sentía la cabeza tan aturdida que creí que todavía seguía soñando. Estaba sentado en una silla y sentí frío, me toqué entonces el hombro y comprendí que me encontraba a medio vestir y sin zapatos. Entonces alargué la mano y di con una lámpara, la encendí y descubrí que estaba en mi cuarto, pero la luz parecía rara.
»Sí, ¡Dios mío!, ya lo sé… Recuerdo que algo me preocupaba. De repente recordé y pensé: “¡Diablos! ¿Qué hora es? Tengo que llegar a esa cena”. Pero no podía sostenerme, el cuarto parecía extraño, y no encontraba el reloj; entonces pensé: Kit, todavía estás borracho como una cuba, pero tienes que llegar a esa cena”. Luego di vueltas y vueltas por el cuarto hasta que oí dar la hora. Conté…
Tembló. Hadley, que había tomado su libreta de apuntes, le instó:
—¿Recuerda la hora?
—Estoy completamente seguro. Medianoche. Conté las campanadas. Recuerdo esto porque como tenía frío busqué la robe de chambre y me senté sobre la cama. Pensé que todavía podría llegar a esa cena si tomaba otro trago. Entonces…, no, tengo otra laguna. No recuerdo haberme levantado de la cama. Lo siguiente que sé es que estaba junto al armario, entre mis trajes y mis cosas, y no podía mantenerme erguido; tenía una botella en la mano. Había poco en la botella y lo bebí, pensando: “Vamos, viejo, esto no es bastante para poder continuar”. Siempre me siento más a gusto con una botella entera.
»Entonces, no sé cómo, me encontré en el vestíbulo, en la oscuridad…
—¿Cómo ocurrió eso?
—¡No puedo hacerlo…! ¡Sí puedo! —se sentía muy agitado mientras luchaba lentamente la imagen por salir de la bruma. Se dirigió hacia Boscombe, que le trajo una bebida muy suave: no la probó en seguida—. Era usted. Ya lo sé. Pensé: «Viejo Boscombe. Siempre tiene una botella del mejor en su cuarto». Luego pensé que podía molestarse si entraba y le despertaba para pedirle un trago. Algunos son así. Pero pensé que no cierra la puerta con llave; entonces podría entrar silenciosamente, sin hacer ruido…, así, y birlar una botella.
—Continúe.
—Así lo hice. Silenciosamente. De puntillas. Apagué la luz. Pero aquel último trago… me sentó mal. Todo lo veía confuso, aun en la oscuridad. La cabeza me daba vueltas, y no podía encontrar la puerta. Era espantoso —volvió a temblar—. Entonces abrí la puerta, muy silenciosamente, y caminé en la oscuridad. Tenía la botella en la mano; recuerdo esto…
—¿Y qué vio usted? —preguntó Hadley, con voz bastante ronca.
—No sé. Algo…, algo se movía. Creí oír algo, pero no estoy completamente seguro… Eleanor, sí.
—¿Puede jurarlo?
—¡Estoy seguro! —refunfuñó Paull, con aire de inspiración—. Se me ocurrió que era Eleanor que iba a encontrarse con ese tipo en la azotea. Ella lo hace. Muchas veces he pensado gastarles una broma. Me daban ganas de reír. Pensé qué buen susto se llevaría la muchacha si me acercara por atrás y le decía «¡Buu!». Luego me sentí mal y me dije: «Pobre chica, ¿qué diversión encontrará?», y me dije para mí: «Eres un sinvergüenza, eso eres, un sinvergüenza si piensas en interrumpirla…».
En su caballerosidad y nervios sobrexcitados, la mano le tembló al beber el resto del whisky con sifón.
—Vea usted, Mr. Paull —dijo Hadley, con violenta paciencia—, a nadie le interesa lo que pensó. Nadie quiere saber en qué pensaba usted. El asunto es ¿qué vio? Cuando tenga que declarar en el juicio…
—¿En el juicio? —balbuceó Paull, levantando la cabeza—. ¡Qué tontería! ¿Qué quiere decir? Quise hacer una buena acción…
—Lo que usted vio, o creyó ver, en la oscuridad fue un hombre apuñalado. ¿Lo entiende? Un hombre apuñalado en la garganta…, así…, que subió la escalera y murió contra esta puerta —Hadley dio unos pasos y la abrió de golpe—. Usted puede ver todavía la sangre en el suelo. ¡Ahora hable claro! Díganos qué oyó usted, cómo llegó el guante a sus manos y cómo es que nadie le vio cuando pocos minutos después se abrió la puerta; de lo contrario, el jurado puede dar contra usted un veredicto de asesinato premeditado.
—¿Quiere decir —preguntó Paull, despabilándose y aferrándose a los brazos del sillón— que eso fue lo que oí…?
—¿Oyó?
—Fue un ruido raro, como de alguien que se ahogaba y luego tropezaba. Pensé que Eleanor me había oído y se había asustado. Entonces me escondí.
—¿A qué distancia estaba usted de la escalera?
—No lo sé. Todo es una bruma. Espérese un momento. Debo de haber estado a una buena distancia porque no me hallaba muy lejos de mi puerta…, ¿o sí? No me acuerdo… Pero cuando me agaché toqué o empujé algo, no me acuerdo qué, y era ese guante.
—¿Está tratando de decirnos que encontró este guante en el suelo a cierta distancia de la escalera? ¡Vamos!
—¡Le digo que es verdad! Es mala costumbre dudar. Había una corriente de aire…, no sé dónde, pero el guante estaba en el suelo, y al recogerlo casi dejé caer la botella. Pensé esconderme en mi cuarto y esperar hasta que ella se fuese. Así lo hice, silenciosamente. No sé qué sucedió después. Ni siquiera recuerdo haber llegado a mi cuarto. Lo primero que recuerdo es que era de día y que estaba tendido sobre la cama, todavía a medio vestir, y que me sentía como el diablo.
—¿Por qué recogió el guante?
—¡Maldición! Trataba de hacer un favor —dijo, con poca disposición. Sus ojos volvían a nublarse—. Por lo menos así lo creo. Pensé: «Esta señorita ha perdido su guante, pobre chica. Si la tía Steffins lo encuentra, habrá alboroto. Pobre chica. Se lo daré mañana y le diré: Tut, tut, se dónde estuviste anoche»; ¡ja, ja!…, viejo, no me siento bien. Tal vez si me da tiempo me acordaré de algo más. Me parece recordar… —se enmarañó el pelo y meneó la cabeza—. No. Ya pasó. Pero ahora que sigo pensando, me parece recordar…
El doctor Fell, que durante todo este relato había guardado silencio, se adelantó pesadamente. Todavía apretaba entre los dientes el resto de un largo cigarro apagado; se lo quitó de la boca y lo dejó tranquilamente en el cenicero antes de mirar a Paull.
—Calle un momento, Hadley —rugió—. Una vida está en juego…, permítame ayudarle a hacer memoria, joven. Usted está en el vestíbulo, en la oscuridad. Usted dice que había una corriente de aire. Ahora piense en la puerta al final de la escalera, aquella que conduce a la azotea por donde creyó que pasaría Eleanor. ¿Habría notado si… la corriente se debía a que esa puerta estaba abierta?
—¡Sí, por Dios, estaba abierta! —refunfuñó Paull, enderezándose—. Ahora lo sé. En esto estaba pensando, porque…
—No le guíe, Fell —interrumpió Hadley—. Recordará cualquier cosa si usted se lo insinúa.
—Yo no insinúo nada. Ahora lo recuerda, joven, ¿no es así? —señaló con el bastón—. ¿Por qué está seguro de que la puerta se encontraba abierta?
—Porque la otra puerta de la azotea también estaba abierta —dijo Paull.
Hubo un silencio. Otra vez reinaba el desconcierto. Melson fijó la mirada en el reflejo del extremo del bastón que el doctor Fell levantó y en la cara pálida de Paull que se destacaba contra el sillón azul. En los ojos del joven se notaba un destello de certeza. No se podía dejar de creerlo.
—Esto es una tontería —dijo Hadley, lentamente—. Basta, Fell. No voy a permitir que se fuerce de este modo a los testigos… Ocurre, Mr. Paull, que una persona digna de confianza…, que no estaba borracha…, nos ha dicho que esta puerta de la azotea se hallaba firmemente cerrada con cerrojo cuando fue a verla poco tiempo después, y la otra puerta estaba cerrada y le faltaba la llave.
Paull se echó hacia atrás. Su expresión no era débil ni quejosa.
—Digo, viejo —repuso con calma—. Me estoy cansando de que la gente me llame mentiroso. Si cree que he gozado al contarle que estaba hecho un tonto, se equivoca. Estoy haciendo todo lo que puedo; sé cuál es la verdad y con ella le enfrentaré a usted en todos los tribunales, desde aquí hasta Melbourne… La puerta estaba abierta. Y también la puerta de la azotea. Lo sé porque vi la luz de la luna.
—¿La luz de la luna?
—Sí. Al abrir esa puerta se pasa a un pasillo angosto, sin ventanas, que conduce a una escalerilla. Arriba hay un pequeño desván, no lo suficientemente alto para poder estar de pie, y justamente encima está la puerta de la azotea. Lo sé porque habíamos pensado hacer un jardín cubierto en la parte chata de la azotea. No lo hicimos porque había demasiado humo de las chimeneas de los alrededores… Pero conozco el lugar.
»Sé lo que vi. Era el reflejo de la luna sobre el suelo del pasillo. Si podía ver el pasillo, quiere decirse que la puerta estaba abierta; y si podía ver la luz de la luna, es indudable que la puerta de la azotea también estaba abierta. ¡Al diablo ahora sé qué me metió en la cabeza la idea de Eleanor! Fue esto.
—Pero ¿vio a alguno que pueda identificar? —preguntó el doctor Fell.
—No… Algo o alguien se movía.
Hadley, con la cabeza agachada, caminó lentamente alrededor de la mesa, golpeando los nudillos contra ella. Se fijó en el guante que llevaba en la mano, y su indecisión no duró.
—No tiene importancia…, puesto que en el dedo de este guante…, el guante usado por la asesina…, he encontrado la llave que abre esa puerta… Le aconsejo, Mr. Paull, que se vaya a su cuarto, se lave la cara y desayune. Si tiene alguna otra idea venga a decirla —miró luego significativamente al doctor Fell y a Melson—. Creo, señores, que un vistazo a esa puerta que da a la azotea…
—Encantado —dijo Paull—. Gracias por las bebidas, viejo. Me siento un hombre nuevo —cerró la puerta silenciosamente, a pesar de que Melson esperaba oír un portazo.
Hadley salió un momento después, echando una mirada a la izquierda, hacia la puerta del cuarto privado de Paull, cuando éste la cerraba. Melson vio que la escalera, a la vista del inspector jefe quedaba a cierta distancia del cuarto de Paull…; por la huella de los rastros de sangre, a unos cuatro metros y medio. Las cortinas estaban corridas sobre las grandes ventanas del vestíbulo, que una luz dura iluminaba claramente. Se había hecho un esfuerzo para limpiar las manchas, pero la lana húmeda, desteñida por la frotación, en la alfombra roja floreada, mostraba el rastro aun con mayor nitidez que la misma sangre.
Melson pensó que resultaría imposible determinar en cuál escalón estaba parado Ames cuando la aguja del reloj le atravesó el pescuezo. Las primeras manchas empezaban en el segundo escalón desde arriba, pero como posiblemente habría permanecido de pie hasta tropezar con el umbral de la puerta, pudieron haberle dado el golpe más abajo. El rastro doblaba primero a la derecha (yendo hacia arriba), como si el moribundo hubiese intentado una o dos veces agarrarse al pasamanos; luego zigzagueaba a la izquierda y pasaba al escalón superior, zigzagueaba otra vez a la derecha y se volvía más nítido, como si Ames hubiera caído momentáneamente de rodillas, y por último llegaba hasta la puerta de dos hojas.
Hadley miró al doctor Fell, y el doctor Fell al inspector jefe. Ambos tenían el pensamiento puesto en algo; la lucha se acercaba, pero ninguno quería iniciar el tema. Hadley observaba el bolo y se asomaba por el angosto hueco de la escalera, mirando al piso de abajo y hacia la puerta del cuarto de Paull.
—¿Le gustaría saber cuánto tiempo necesitó para… recorrer este camino? —observó de pronto.
—Dos o tres minutos, probablemente —el doctor habló con ceñuda abstracción—. Fue un andar lento, si no las huellas no serían tan fáciles de seguir.
—Pero no gritó.
No, el asesino golpeó en un lugar que estaba seguro que lo impediría gritar.
—Y desde atrás… —Hadley miró en derredor—. ¿Tiene alguna idea de dónde podría haber estado la asesina? Si ella subió, siguiéndole…
—Con toda probabilidad la persona que mató a Ames estaba escondida contra la pared opuesta a la baranda, unos tres escalones más abajo. Al pasar Ames, el asesino golpeó. Es probable que Ames subiese con la mano apoyada en la baranda; muchos lo hacemos cuando subimos en la oscuridad una escalera desconocida. El golpe casi hizo caer de rodillas a Ames…; debe de ser donde la huella dobla a la derecha, cuando se agarró con las dos manos a la baranda. Luego, soltó el pasamanos, se volvió a la izquierda y quedó como usted le vio.
—¿Ames pasó y no vio al asesino?
—Este es el punto de la reconstrucción que deseaba que viera —dijo el doctor Fell, con un prolongado ruido que sonaba en su nariz—. Es cuestión de la luz. Este vestíbulo, como me parece haber oído varias veces, estaba oscuro como boca de lobo. Pregunta: ¿Cómo diablos pudo ver el asesino para atacar? Bueno, hay una sola forma de hacerlo, y la ensayé anoche… Mire hacia abajo; tendrá que bajar un poco. Bien. ¿Ve usted aquellas angostas ventanas a cada lado de la puerta de la calle? Una de ellas está en línea recta con el pasamanos, y fuera hay un farol. Una persona, al subir en la oscuridad, tiene la cabeza y los hombros débil, pero claramente iluminados, en tanto que el asesino estaría en la oscuridad. Como digo, lo ensayé anoche. Le pedí a Eleanor Carver que me mostrase dónde estaba cuando vio, desde la escalera, por primera vez el cuerpo, y resultó.
Hadley se enderezó.
—Así que usted le pidió a Eleanor Carver —repitió con voz extraña—. Quiero hablar con usted a este respecto… Vayamos a ver el cerrojo de la puerta de la azotea; en la azotea tal vez podamos conversar a solas.
Se produjo una tirantez, una tirantez entre viejos amigos. Hadley sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta al final de la escalera y tanteó en la pared interior de la izquierda en busca del interruptor de luz. Una débil lámpara eléctrica, que colgaba sin pantalla del cielo raso, iluminó un estrecho pasillo, pintado de oscuro y mal ventilado, con una alfombra gastada sobre el piso, y al extremo unos escalones empinados como una escalera de mano. El techo era bajo, a causa del desván de arriba, y Melson se puso a toser por el polvo que se agitaba alrededor de la luz. Hadley cerró el picaporte y entonces se dio por vencido.
—Fell —dijo de repente—. ¿Qué le pasa?
El doctor Fell observó la escalera de mano, titubeó y luego comenzó a reir entre dientes. Esa risita que resonaba en los confines húmedos del pasillo, mitigó y destruyó la tensión, y un regocijo profundo hizo olvidar los horrores del caso. Sacó su llamativo pañuelo, se secó la frente, y la luz volvió a sus ojos.
Nervios —reconoció—. No sabía que podía tenerlos. Es la consecuencia de llegar al mediodía sin la influencia vigorizadora de la cerveza. Y también porque he pasado por uno de los peores interludios que espero conocer. Eh. Y tambien…
—¿No cree que esa joven es culpable?
—¿Eleanor Carver? No —dijo el doctor con un tremendo grito de batalla al sonarse la nariz—. Jaa, ¡hum! No. Pero ¿si primero mirásemos la declaración del joven Paull?
Hadley trepó por la escalera hasta que únicamente se le pudo ver el extremo de las piernas. Oyeron un golpe de sus manos, el ruido de un fósforo que se encendía y luego una exclamación de satisfacción. Se sacudió las manos, se agachó y sacó la cabeza por debajo del desván.
—Esto lo resuelve. Esto lo resuelve concluyentemente. El asesino no bajó por aquí y, lo que es más, el asesino no se retiró por esta puerta, dejándola con el cerrojo echado desde dentro. La puerta tiene un cerrojo, bueno y seguro, y hay que darle un buen tirón para moverlo.
El doctor Fell agitó el pañuelo.
—¿Así que su principal testigo estaba borracho y veía visiones? —observó, pensativo.
—Exactamente. Esto prueba que únicamente Ele… ¡Un momento! ¿Qué diablos quiere decir con eso de «mi principal testigo?».
—¿No es así? ¿No le demostró a usted que Eleanor había cometido el asesinato? Ahora me entero —dijo Fell, gozoso— de su conocimiento de Emerson cuando dice que una conveniencia tonta es el duende de las mentes pequeñas. Pero en este asunto voy a denunciar que hay cierta conveniencia. Usted no puede usarla en ambas formas. Cuando Paull muestra un guante manchado de sangre que dice haber recogido en un vestíbulo a oscuras como boca de lobo, usted aplaude su aguda presencia de ánimo. Cuando dice haber visto un rayo relativamente inofensivo de luz de luna…, que generalmente es más visible que un guante en la oscuridad…, entonces usted se pone furioso y le acusa de delirium tremens. Tut, tut. Usted podrá creer o no en su relato, no me importa, pero no puede aceptar la parte que le gusta y despreciar a gritos la parte que no conviene a su teoría. Para mi mente sencilla debe haber una falsedad equitativa o una verdad equitativa.
—Puedo hacerlo si los hechos me apoyan —repuso Hadley—. La puerta que da a la azotea está cerrada con cerrojo: él se equivocó en esto. En cambio, aquí está el guante. Lo tengo en el bolsillo. ¿No dudará del guante?
—Sólo dudo de su importancia… Sinceramente, ¿cree que el asesino usó ese guante? ¿Puede imaginar a Eleanor Carver, después de apuñalar al pobre Ames, quitándose un guante, con sus iniciales en el interior, y arrojándolo al aire en gozoso abandono…, para que la policía lo encuentre? El guante debe de haber recorrido algún trecho, dicho sea de paso, si viajó desde el final de la escalera hasta la puerta de Paull. «El Misterio del Guante Volador», la conmoción de Scotland Yard, por David F. Hadley… Es una farsa, amigo mío, una farsa de primera. Si usted lleva a Paull ante un tribunal para que cuente esta historia, un buen abogado la deshacía a carcajadas. Pero ¿qué está haciendo? Acepta tal cual la prueba del guante y niega severamente el asunto de la puerta de la azotea. ¿No se le ha ocurrido a usted que la puerta de la azotea puede haber estado abierta entonces y cerrada con cerrojo ahora, por el asombroso motivo de que alguien echó el cerrojo después?
Hadley le observó. Su cara tenía una sonrisa ceñuda. Se palmeó el bolsillo donde había metido el guante.
—Usted siempre está dispuesto a ridiculizar. Siempre he reconocido que…
—Pero ¿no ve que hay motivo?
Hadley vaciló.
—Puede ser su manera personal de razonar discutiendo. Pero yo no quiero ninguna defensa y me parece que usted está haciendo lo que se conoce por silbar en el cementerio y se ha convencido de que esta joven no es culpable.
—Yo sé que no lo es. ¿Qué piensa hacer usted?
—Mostrarle el guante, y si realmente le pertenece… Ahora cálmese y observe los hechos. Las pruebas coinciden hasta en el menor resquicio, aun reconociendo que ella tenía la costumbre de llevar la llave en el dedo del guante…, que es donde la encontramos.
»Habíamos decidido que los sospechosos del asunto de los almacenes se reducían a Handreth y Carver. Handreth presenta una coartada. Los testigos de Gambridge no vieron la cara de la joven; pero en todo lo demás la descripción coincide exactamente con Eleanor. Ella también admitió que estaba en la tienda a la hora del crimen…
—Ahora —interrumpió Fell— le daré a usted una prueba que coincide con su caso y que le agradará enormemente. Tuve una conversación con Carver… Johannus. Él cree que la muchacha es culpable, y aparentemente llegó a esta conclusión después del robo y asesinato en Gambridge, al extremo de que anoche nos mintió al decir que recordaba la tarde del veintisiete. Cuando traté de explorar el motivo, dijo: «Tuvimos algunos inconvenientes con ella de pequeña», luego cambió de idea y calló. Cleptomanía, muchacho.
—¿Está bromeando?
—¡Noo! —refunfuñó el doctor Fell—. La muchacha toma los objetos brillantes; eso es todo. Probablemente todos lo saben. El único motivo de que la Steffins no lo mencionara anoche fue probablemente porque su estrecha imaginación no podía relacionar a nadie de su propia casa con un asesinato. Ella toma los objetos brillantes: pulseras, anillos, relojes… Si los objetos brillantes pertenecen a su tutor, las inhibiciones fuertemente arraigadas del pasado le impiden robarlos, salvo cuando no están en su poder, es decir, al cuidado de otra persona o vendidos a otro. ¡Estas inhibiciones! El reloj «cuadrante» se vendió a sir Edwin Paull; el reloj de bolsillo se vendió a Boscombe y, finalmente, Gambridge era responsable del buen cuidado del tercero. Toma los objetos brillantes: relojes, anillos…, trinchantes.
Hadley luchaba con su libreta de apuntes.
—¿Se ha vuelto loco de remate? —preguntó el inspector jefe—. Está haciendo el caso incontrovertible contra su propio cliente. Tengo…
El doctor Fell lanzó un profundo suspiro y se tranquilizó.
—Se lo he dicho, primero, para que no pueda alegar que la defensa no ha sido correcta; segundo, para hacerle ver lo que desde el principio he visto aparecer implacablemente contra esta joven; y tercero, porque no creo ni una maldita palabra de todo ello. Es demasiado bueno para ser verdad… ¿Le seguiré completando sus ideas? Hay muchísimo más todavía.
—¿Cuál es su idea?
El doctor Fell iba y venía por el pasillo, lo que parecía sofocarle.
—No sé —repuso lentamente—. Todavía no puedo hacer… ¿Salimos de este lugar? Prefiero que me oigan antes de sofocarme… Pero si le ayudo y meto los clavos donde se debe, ¿me concederá el tiempo necesario para arrancarlos otra vez?
Hadley salió indicando el camino hasta la puerta.
—¿Cree saber quién cometió el asesinato?
—Sí. Y, como de costumbre, es la última persona de quien se puede sospechar. No, no se lo voy a decir. ¿Convenido?
Hadley jugueteó con el picaporte, haciéndolo subir y bajar.
—La joven Carver es culpable. Estoy casi seguro. Pero estoy dispuesto a reconocer que la maldita porfía suya me ha puesto incómodo… ¡Vea! A falta de mejor prueba, puedo abstenerme hasta estar seguro del guante y comprobar todas las demás posibilidades; entretanto, la dejaremos so…
Cuando abrió la puerta con ademán resuelto, se detuvo al encontrarse frente a frente, al final de la escalera, con el sargento Preston, encargado de realizar el registro.
—¡Ah, señor! —dijo Preston, con una sonrisa—. Le he estado buscando por toda la casa. Quería decirle que he terminado. ¡Jo, jo!
—¿Terminado?
—Sí, señor. Hemos encontrado las cosas… ocultas muy cuidadosamente en el cuarto de ella, pero las encontramos.
Melson sintió que se le apretaba la garganta; y el doctor Fell refunfuñó algo mientras Hadley hizo la pregunta obvia…
—En el cuarto de la joven, señor —dijo Preston—. En el de Miss Eleanor Carver. ¿Quiere bajar a ver?