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LA ÚLTIMA COARTADA

—Este es interesante —continuó Carver, señalando el reloj en la mano del doctor Fell—. Pero no tiene, si puedo emplear la palabra, ninguna personalidad, ninguna indicación de quienes lo han usado. Es un simple metal. En cambio, el otro es diferente. No hay nada que rememore tanto los rastros del pasado como un reloj. Es tan personal como un espejo. Piensen —continuó con tranquilidad, mientras contemplaba el fuego—: En 1559 María tenía diecisiete años, era reina en la tierra, e Isabel era una arpía vulgar y pelirroja que subía al trono tambaleante. No hubo indicios de complots de amantes asesinados y su cabello había encanecido cuando cayó la peluca junto con la cabeza bajo el hacha. Señores, pueden mirar aquel reloj y verán todo reflejado en su superficie.

A Melson, profesor de historia constitucional, no le agradaban estas cosas. Tosió automáticamente, preparándose para discutir. En otro momento podría haber discutido, pero ahora permaneció callado. Algo en el sordo terror de la casa no le permitía quitar los ojos del reloj que brillaba en la mano del doctor Fell. Además, su cara tenía una curiosa expresión cuando dejó el reloj de la calavera en la bandeja forrada de terciopelo.

—Supongo que todos en la casa conocen… el otro —observó—, ¿eh?

—Oh, sí.

—¿Les agradó?

Repentinamente, Carver se cubrió con su coraza de reserva y recogió la bandeja.

—Mucho…, pero continuemos. Usted querrá ver otros —se produjo un ligero estrépito—. ¡Maldita sea, soy un torpe! ¿Quiere usted recoger la taza de té, doctor, o lo que queda de ella? Siempre tiro al suelo la porcelana. ¡Hum!, sí. Sí. Gracias. Me he dejado llevar por mi entusiasmo —hablaba en medio del silencio, hundiendo la gran cabeza, arrugando la cara; y casi se lleva por delante la puerta. Luego continuó rápidamente—: Usted me creerá por demás prudente dado que tomo tantas precauciones. Es cierto que la caja de hierro es buena, y que cualquier ladrón que robara algo mío tendría dificultades para deshacerse de ello. Pero…, me siento más seguro. Especialmente porque esta puerta —señaló a la de la izquierda del dormitorio— conduce a una escalera que sube a la azotea, y aunque tiene cerrojo…

—¿A la azotea? —preguntó el doctor Fell.

Sus palabras todavía resonaban cuando, de repente, se abrió la puerta que daba al vestíbulo y entró Hadley. Estaba perturbado y trataba de ocultar, en la palma de la mano, algo que parecía un pañuelo. Dijo:

—Vea, Fell… —y calló cuando vio la expresión en la cara del doctor—. No me diga que ha sucedido algo más —articuló después de una pausa—. ¡Por el amor de Dios, no me lo diga!

—Arrumf. Bueno, no sé si usted lo llamaría sucedido. Pero parece que hay otro camino para subir a la azotea.

—¿Qué es eso?

Carver se puso tieso y sereno.

—Yo no sabía, inspector, que le interesaba —dijo—. Por lo menos, usted no se molestó en preguntármelo —y guardó la bandeja en la caja de hierro, cerró la puerta con un golpe fuerte e hizo girar el botón—. Esta puerta da a una escalera. La escalera sube entre las paredes de dos cuartos del piso de arriba, ahora desvanes, y luego llega a la azotea. Creo que se usaba a principios del siglo diecinueve, cuando este cuarto era comedor, como escalera privada para conducir al dueño de la casa hasta la cama cuando había terminado de beber oporto… Repito, ¿qué ocurre con esto? Usted ve, tiene un doble cerrojo de este lado y otro en el interior de la puerta de fuera. Por lo tanto, no podría entrar nadie desde fuera.

—No, pero alguien de dentro podría salir a la azotea, ¿eh? —dijo Hadley al señalar la puerta detrás de Carver, la puerta de al lado del dormitorio, paralela a la pared del cuarto—. Y este…, sí, estuve allí dentro hace un momento. ¿Este es el cuarto de Mrs. Steffins, no es así, al otro lado de la puerta?

—Así es.

—¿Y respecto a estos desvanes del piso de arriba? ¿También se comunican con la escalera?

—Sí —repuso Carver, sin demostrar interés.

—Digo, Hadley —intervino el doctor Fell—, ¿dónde quiere ir a parar usted?

—Cualquier persona de esta casa, con acceso a esta escalera, sea desde aquí abajo o desde los desvanes, pudo subir a la azotea. Una vez en la azotea, pudo volver a bajar por la otra puerta (usted recuerda que la joven dijo que antes había un cerrojo en el lado interior; pero que estaba roto), luego seguir hasta la puerta al final de la escalera principal, abrir esa puerta con el picaporte de dentro y… —Hadley hizo el ademán de apuñalar—. Esto se le había ocurrido a usted, ¿no es así? Usted se ha vuelto excepcionalmente reservado de repente.

—Puede ser —refunfuñó el doctor Fell, tirándose del bigote—. Pero ¿por qué esta treta tan estudiada? Si usted fuese a matar al querido Ames, ¿no hubiese sido mucho más sencillo subir la escalera detrás de él, cumplir la tarea y luego volver cómodamente a su cuarto?

Hadley le miró con cierta curiosidad, como si tuviese la intuición de una broma o de un propósito oculto, pero descartó la idea.

—Usted sabe perfectamente bien que no. Primero tiene usted la posibilidad de una pelea o de una alarma, que despertaría a toda la casa. Segundo, y más importante, una vez cumplida la tarea, usted podría volver directamente a su cuarto por el mismo camino sin peligro de que le vieran.

—Bueno, ahora… —dijo el doctor Fell, desaprobador—. No diga eso. Con Miss Carver y Hastings arriba tomando el aire y a la luz de la luna, usted correría mucho más peligro de ser visto que un confortable vestíbulo. ¿Eh?

Hadley le miró con cierta sospecha.

—Oiga, ¿es ésta su idea de una broma ingeniosa? Usted está usando para sostener su teoría la misma evidencia que prueba la mía. A saber, que alguien fue visto en la azotea, y ese alguien es el probable asesino. Eleanor Carver y Hastings no se encontraban con regularidad en esa azotea; el asesino probablemente no pensó que estarían allí. Vamos. Vamos a explorar la azotea.

El doctor Fell abrió la boca para contestar, mientras Carver, que los miraba con divertida ironía, hacía mucha ostentación de correr los cerrojos de la puerta de la escalera.

—Sin duda ustedes tienen…, ¡hum!…, que explorar —insinuó, con ademanes—. Sí, sí. Me desagrada desanimarle, señor inspector, pero todo lo que sé es que su teoría está equivocada.

—¿Equivocada? ¿Por qué?

—Millicent estaba anoche muy preocupada, ¿lo recuerda? Especialmente cuando Eleanor dijo que el joven Hastings no podía, ¡hum!, dominar su carácter y que había roto el cerrojo de la puerta de la azotea. Ella me lo contó. Para ser franco, tampoco me gustó a mí. Era innecesario y además peligroso, después de todas mis precauciones. Entonces, naturalmente, subí a echar un vistazo…

—¿A la puerta de la azotea? Esto es interesante —dijo Hadley—. La puerta al final de la escalera estaba anoche con llave. Y su pupila dijo que a ella le habían robado la llave… ¿Encontró usted la llave? O ¿cómo hizo para pasar?

Carver sacó un manojo de llaves de su bolsillo y las revisó.

—Tengo duplicados de las llaves de todas las puertas de la casa —repuso—. Usted no me preguntó, si no se lo hubiese dicho. ¿La quiere? Aquí la tiene.

Desprendió una llave y se la arrojó. La llave brilló en el aire, como un chispazo de desprecio, y Hadley la recogió. Carver continuó:

—Revisé la puerta. Y Eleanor, en cierta manera, se ha equivocado. El cerrojo no estaba roto. Estaba en perfectas condiciones, y la puerta firmemente asegurada con un cerrojo de acero de siete centímetros… Nadie hubiese podido entrar a la casa desde la azotea. Por lo tanto, su interpretación de que el asesino hubiese entrado por esa puerta y bajado por otra, como un personaje de una pantomima, resulta una tontería. ¡Hum!, sí. Si usted duda de mí… —señaló la llave.

Se produjo un silencio, interrumpido por un ronco suspiro del doctor Fell.

—De nada vale, Hadley, meterse en honduras —dijo—. Así que… la gente de la azotea queda eliminada, ¿eh? Aparentemente, aparentemente —reflexionó—. Sí, tendremos que subir a explorar la azotea, Hadley, pero no en este preciso momento… Tengo ganas de ver el reloj.

—¿El reloj?

—El de Boscombe. No quiero examinarlo —insistió el doctor, con innecesario énfasis—; solamente quiero verlo y asegurarme de que está allí. Humf… ¡Ah! Buenos días, Miss Handreth.

Calló al oír golpear la puerta y permaneció sonriente cuando ella entró. Lucía Handreth parecía despabilada y aun contenta. Vestida para salir, con un abrigo ajustado de cuello de piel y con sombrero gris, se ponía con vivacidad un par de guantes negros y sostenía una cartera apretada debajo del brazo. Ningún rastro quedaba de la desafiante incertidumbre de la noche anterior. Sus ojos tenían el aspecto forzado de quien se levanta después de dormir poco, pero traía salud y energía al cuarto, junto con un perfume de violetas silvestres que en cierto modo parecía tan activo y práctico como su cartera de trabajo.

—Me voy a la oficina, aunque parezca sorprendente —dijo sonriendo a Hadley—. Pensé que le encontraría a usted aquí antes de irme. ¿Quiere venir al teléfono?

—Bueno. Dígales que…

—Oh, no es de su oficina. Es con respecto a mi coartada —explicó con calma—. Con respecto a la tarde del martes de la semana pasada. Le dije que lo miraría en mi diario. Fue efectivamente el día de la reunión. Esta mañana llamé a los que dieron la reunión. Recuerdo ahora que llegué allí como a las cuatro y media y me quedé hasta las siete. Ken está ahora al teléfono, y él y su mujer se hallan dispuestos a confirmarlo. Él es un artista que diseña cubiertas de revistas, y supongo que para usted tendrá suficiente autoridad. Por supuesto que hay otros… Sé que usted deberá controlar todo personalmente, pero quisiera que hablase con él ahora, y así puedo olvidarme de ello. Me dejó bastante preocupada.

Hadley asintió y, con una mirada significativa hacia el doctor Fell, la siguió complacido. El doctor Fell no lo parecía tanto y salió pesadamente detrás de ellos, pero no llegó más allá del vestíbulo. Cuando Melson cerró la puerta, después de una palabra de agradecimiento a Carver, encontró al doctor en pie en la oscuridad, con el sombrero de copa echado hacia atrás y golpeando suavemente un bastón en la alfombra con furia contenida. Melson nunca lo había visto así y volvió a tener la sensación de terrores desconocidos que se reunían y se complicaban. El doctor Fell, mirando en derredor, se sobresaltó al hablarle.

—¿Eh? ¡Oh! No puedo impedirlo —dijo, dando un golpe errado con el bastón—. Lo veo venir, lo he visto acercarse gradualmente desde que estamos en esta maldita casa y me siento tan inútil como dentro de una pesadilla. El diablo nunca tiene prisa. Y ¿cómo atacarlo? ¿Qué prueba tangible tengo para exponer ante un jurado de doce hombres buenos y sinceros y decirles…?

—Vamos, ¿qué le aflige? —preguntó Melson, que a cada pisada o puerta que se abría se ponía nervioso—. Usted parece turbado porque la joven Handreth ha probado su inocencia respecto al crimen de los almacenes.

—Lo estoy —asintió el doctor Fell—. Pero siempre me siento turbado cuando veo a una persona inocente en peligro de ser ahorcada.

Melson le miró.

—¿Quiere decir que la joven Handreth, realmente…?

—¡Calma! —pidió vivamente el doctor Fell.

Hadley, con los músculos de las mandíbulas tensos de satisfacción, cedió el paso a Lucía Handreth cuando salieron del cuarto. La muchacha se ajustó los guantes entre los dedos, dio un toque final al sombrero y dijo:

—¿Se siente mejor ahora, Mr. Hadley?

—Tendré que verificarlo, por supuesto, pero…

La muchacha asintió, serena.

—Sí. Sin embargo, creo que bastará. ¿Puedo irme, ahora? Bien. Si quieren, pueden seguir registrando mi cuarto. Buenos días.

Los dientes puntiagudos asomaron en una amplia sonrisa, y los ojos castaños brillaron. Luego el eco del golpe de la puerta de la calle y del chirrido de la cadena subió hasta arriba junto con el creciente rumor de la gente todavía arremolinada fuera. Por la débil luz que penetraba a través de las angostas ventanas laterales situadas a cada lado de la puerta, Melson podía ver la superficie de la baranda y unas caras impacientes, boquiabiertas, que iban y venían sobre ella como cabezas en picas. Una cámara fotográfica fue levantada, y el fogonazo brilló en el cielo otoñal. Melson oyó que Hadley, detrás de él, tarareaba por lo bajo una tonada en señal de regocijo. No era muy entendido en canciones populares, pero no podía dejar de reconocer ésta. Las palabras se destacaban:

—… cabalgando para el último rodeo… —luego Hadley habló, incisivo—: Esta mujer queda descartada, Fell. Aparte del artista, parece que había allí un montón de gente reunida en una ruidosa merienda. Todos quisieron hablar y dijeron lo mismo. Así…

—Venga arriba —dijo el doctor Fell—. No discuta; venga arriba. Tenemos que descubrir otra cosa más.

Subió a tropezones, haciendo poco ruido sobre la mullida alfombra, y los otros lo siguieron. Hadley, al recordar el pañuelo que había tenido en la mano durante un rato, trató de hablar, pero el doctor Fell le hizo callar, con un ademán violento, porque la puerta del cuarto de Boscombe estaba ligeramente abierta. Después de llamar formulariamente, la abrió. Los restos del desayuno estaban sobre la mesa, y las cortinas aparecían descorridas. Boscombe, melindrosamente vestido, con aspecto pálido y desencajado a la luz del día, se estaba sirviendo un whisky con soda junto a una mesa. Al oírlos entrar, se volvió, con la mano puesta sobre el sifón.

—Buenos días —saludó el doctor Fell—. Hemos estado hablando con Carver…, una conversación sumamente interesante. Nos ha contado muchas cosas sobre relojes, y nos interesa el reloj de la calavera que usted le compró. ¿Le importa mostrarlo?

Los ojos de Boscombe se fijaron rápidamente en la caja de bronce; vaciló y, de repente, se puso aún más pálido y desencajado; parecía como si le faltara el aire, a pesar de que luchaba para disimular.

—Sí —dijo—. Me importa. Salgan de aquí.

—¿Por qué?

—Porque no me place mostrárselo —repuso el hombre, con esfuerzo. Su voz se volvió áspera—. Me pertenece, y nadie va a verlo si yo no quiero. Si usted se imagina que simplemente porque tiene poderes policíacos puede hacer lo que le da la gana, verá que está equivocado.

El doctor Fell hizo una tentativa de dar un paso hacia delante. Boscombe abrió rápidamente el cajón de la mesa, metió la mano dentro y retrocedió con energía.

—Les advierto que lo que están haciendo es un robo. Si llegan tan sólo a tocar esa caja, yo…

—¿Disparará?

—Sí, ¡maldición!

Su voz demostró furia humillada por haberse dejado intimidar, pero no pensaba permitirlo otra vez. Hadley refunfuñó una palabrota y se adelantó a prisa. Melson vio que el doctor Fell ahogaba la risa entre dientes.

—Boscombe —dijo el doctor, con calma—, si alguien me hubiese dicho anoche que en el futuro usted me iba a agradar, le hubiera llamado mentiroso; pero estoy cambiando un poco de opinión. Por lo menos tiene bastante coraje y suficiente cariño en su pequeña alma para proteger a alguien, aun cuando esté usted equivocado respecto a quien…

—¿De qué diablos se trata? —preguntó Hadley.

—El reloj Maurer de la calavera ha sido robado —dijo el doctor Fell—. Pero sospecho que no por la persona que Boscombe cree. Le va a interesar, Hadley. Ese reloj vale tres mil libras. Y ha desaparecido.

—Eso es una mentira.

—No sea tonto, hombre —dijo el doctor Fell, vivamente—. En la indagación se le interrogará sobre este punto, y si no puede mostrarlo…

Boscombe se volvió hacia el aparador y tomó otra vez el sifón.

—No tendré necesidad de mostrarlo. Si se lo presté a un amigo antes de que ocurriese este asunto, me incumbe a mí y a nadie más —se oyó ruidosamente el chorro del sifón, y él se volvió para enfrentarlos.

—En realidad —observó el doctor Fell, sin entusiasmo—, siempre impresiona que alguien entre audazmente a hurtadillas en el cuarto de uno y le acuse de un hecho correcto. Debe perturbar la propia vanidad. ¡Vamos, hombre! El mundo no está tan tremendamente podrido para que uno tenga siempre que golpearlo por miedo a que lo golpeen. En cuanto a…

Una voz en la puerta dijo con tono rápido, tembloroso y reservado:

—Este…, viejo… —y tragó.

Se volvieron para ver a un hombre joven y gordito que penetraba en el cuarto. Con una mano se cerró el cuello de su robe de chambre de seda arrugada, y con la otra se sostuvo fuertemente del marco de la puerta. Su pelo rubio y escaso estaba desordenado; su cara, que ordinariamente debía de ser fresca, estaba pálida, con ojos dormidos, que tenían una mirada impresionada por el horror. Aunque no se tambaleaba, su aspecto daba a entender que si soltaba el marco de la puerta saltaría y volaría por el aire. La voz era rápida, confusa y espasmódica, aun ahora que se había vuelto ronca y confidencial.

—Este…, viejo —repitió, aclarándose la garganta—, ¿por casualidad podría darme un trago? Maldita suerte la mía. Yo…, yo he roto la última botella, la he perdido o no sé qué. Se lo agradeceré.

Parecía abatido. Boscombe le miró, tomó la botella, sirvió más whisky dentro del vaso que tenía en la mano y se lo dio. El recién llegado, que Melson supuso que no podía ser otro sino Mr. Christopher Paull, soltó el marco de la puerta y su robe de chambre y entró horrorizado como si no pudiese creer en la existencia de un estado de nervios tan espantoso como el que sentía. Estaba descalzo, y las dos partes de su pijama no combinaban. Mr. Paull parecía desentonado y, después de aceptar el vaso de Boscombe, lo sostuvo indiferente durante varios segundos.

—Salud —dijo débilmente Mr. Paull, bebió y se puso a temblar con una sonrisa espectral—. Viejo. Invitados. Siento mucho que tenga invitados. Este… —se limpió nerviosamente el bigotito con el dorso de la mano—. Usted conoce estas cosas. Una comida de regimiento o algo parecido. Muchachos de raza bulldog y demás. ¿Fue así? No sé cómo sucedió, ni cómo llegué a casa. Muchachos de raza bulldog, ¡hurra!… Sé que alguien cantó eso. Viejo, lo lamento mucho —volvió a beber—. Ya me siento mejor —la voz de vehemente contrición salía a gorgoteos.

—¿Entonces no sabe lo que ocurrió aquí anoche? —preguntó vivamente Boscombe.

—¡Santo Dios! ¿Qué hice? —dijo Paull, y de pronto apartó el vaso de la boca.

—Por casualidad, ¿no ha cometido un asesinato? —interpuso Hadley.

Paull se echó hacia atrás. El vaso le temblaba en la mano y tuvo que dejarlo sobre la mesa. Por un momento fijó una mirada incrédula; luego el temor le asomó a los ojos, y la voz se volvió insegura.

—Digo, digo, ésta no es hora para bromas —miró a Boscombe—. Viejo, ¿quiénes son estos hombres? Repréndales. Repréndales pronto y bien. Malditos sean, alarmando a un hombre que se siente como yo me siento; si me lo pregunta, está muy mal hecho. ¿Quiénes son estos hombres? ¿Cometer yo un asesinato? ¡Dios mío! ¡Qué disparate!

Intentó tomar otra vez el vaso.

—Yo soy del CID…, de Scotland Yard —dijo Hadley, alzando la voz como si hablase con una persona sorda—. Y supongo que usted es Mr. Christopher Paull. Anoche fue asesinado aquí un inspector de policía cuando subía esa escalera. En realidad, al final de la escalera…

—¡Tonterías! Usted está em…

—No. Fue apuñalado no muy lejos de la puerta del cuarto de usted. Tenemos pruebas de que usted llegó aquí anoche a las siete y treinta, y debe de haber estado en su cuarto en aquel momento. Quiero que me diga lo que sabe.

Paull miró a Boscombe, que hizo un movimiento de cabeza y se quedó muy quieto. Melson no podría decir si de pura impresión o de miedo, pero por un momento no pudo hablar. Fue necesario repetirle varias veces las preguntas. Se dirigió entonces a una silla y se sentó, dejando el vaso sobre una mesa cercana.

—¿Y bien, Mr. Paull?

—¡No sé! ¡Dios mío! ¿No creerá que lo hice yo?

—No. Sólo queremos saber si vio u oyó algo, o si estaba en condiciones de oír o de ver algo.

Paull se sintió algo tranquilizado, y su respiración se volvió más serena. Apretando las manos contra los ojos, se meció en la silla.

—No puedo pensar, ¡maldición! No puedo encontrar una idea clara en mi cabeza. Todo está embarullado. Qué malo ha sido largarme una noticia como ésta… ¡Un inspector de policía! Un inspector de policía que se deja matar, qué tontería… ¡Espere un momento!

Levantó la vista.

—Sucedió algo…, no consigo ver claro…, en algún momento. ¿Cuándo fue? Déjeme pensar. No, lo he soñado. A veces uno cree que se levanta en la oscuridad y no es así. Qué tontería. Pensé…

Como para ahuyentar un fantasma, introdujo la mano dentro del bolsillo de la robe de chambre y hurgó. Encontró algo, pues su expresión cambió, y del bolsillo sacó aturdidamente un guante negro de mujer, de cabritilla, en parte al revés. Al darle la vuelta, cayó de uno de los dedos una llavecita, que brilló en el suelo… y la palma del guante estaba ligeramente manchada con pintura dorada.