Eran las diez y media cuando llegaron a la casa del relojero, en el automóvil de Hadley. Un gentío se había reunido en la puerta; un gentío dócil, que era empujado hacia un lado por un policía, retrocedía respetuosamente y se acercaba otra vez, repitiendo el procedimiento, a medida que el policía iba y venía, con la misma silenciosa regularidad de un péndulo de Carver. Un grupo de periodistas discutía con el sargento Betts, y las cámaras fotográficas aparecieron cuando el automóvil se detuvo. Un movimiento de aprobación brotó del grupo cuando apareció Fell, y la Prensa invadió el terreno. Con cierta dificultad, Hadley apremió al doctor Fell, que mostraba inclinación a ponerse de pie en el asiento delantero del automóvil para responder amablemente a cualquier pregunta. Cuando Betts les abrió paso, Hadley dijo lacónicamente: «Se dará un comunicado». El doctor Fell, envuelto en su voluminosa capa negra, levantaba el sombrero de copa a modo de saludo y sonreía por encima del hombro, entre los clics de las cámaras fotográficas y un coro que lo invitaba a ir a la taberna. Kitty, nerviosa, abrió la puerta de la calle y la cerró detrás de ellos, en medio de un estruendo.
El zaguán estaba fresco y tranquilo en la oscuridad. Hadley se volvió hacia un joven moreno de cara afilada que había seguido a Betts al entrar.
—¿Usted es Preston? Sí. Conoce las instrucciones: hacer un cuidadoso registro de los cuartos de estas mujeres, empleando todas sus habilidades y recursos.
—Sí, señor —respondió el joven moreno, asintiendo con anticipado placer.
Hadley se volvió hacia la joven.
—¿Dónde está la gente, Kitty? Espero que todos estén levantados.
—No todos —dijo Kitty—. Mr. Carver y Mrs. Steffins están levantados. Mr. Hastings, que pasó la noche en el canapé de la salita de Mr. Paull, se siente mucho mejor —Kitty, nerviosa, se echó a reír sin motivo— y ha salido a tomar un poco de aire con Miss Eleanor. Eso es todo.
—Veré a Mrs. Steffins —resolvió Hadley, con cierta desgana—. ¿Dijo que el comedor está al fondo de la casa? Bueno —vaciló—. ¿Quiere vernos actuar, Fell?
—No —repuso firmemente el doctor—. Umf, no. Creo indicada una pequeña causerie con Carver. También quiero ver al jovial Christopher Paull y tener en orden la lista de personas por si él no está ahora en sus cabales. Vamos, Melson, creo que esto le va a interesar.
Golpeó en la puerta de la salita donde había tenido lugar la conferencia la noche anterior, y la voz plácida de Carver respondió. En el cuarto blanco ardía un fuego brillante en contraste con la mañana triste y fría. Carver, que había movido la mesa hacia la ventana, tenía una taza de té junto a él y una tostada a medio comer que hacía equilibrios sobre el plato. Estaba inclinado, con una lente de joyero delante del ojo, sobre un objeto que tenía sobre la mesa. Corpulento, encogido de hombros junto a los viejos relojes descoloridos guardados en vitrinas a lo largo de las paredes, con su chaqueta de fumador y zapatillas, indeciso, se levantó con cierto fastidio que se desvaneció cuando sus ojos claros reconocieron al doctor Fell; demostró gran placer al verlos.
—¡Ah! —exclamó—. Doctor Fell y doctor… Melson, ¿no es así? ¡Bien! Pensé que pudiesen ser… Señores, siéntense.
Como ven, trataba de distraerme. Este modelito —y tocó con la lente un curioso reloj chato cuya tapa de bronce estaba adornada con la figurita de un negro, de turbante y traje oriental que había sido de vivos colores, y de un perro parado junto a él—, como ustedes pueden ver, es una esfera de manufactura francesa. Por lo general, los artesanos ingleses desprecian estas cosas como si fuesen simples juguetes. Yo no estoy de acuerdo con la protesta de Hazlitt de que los caprichos y rarezas de los relojes, grandes y chicos (de los franceses), parecen hechos para cualquier cosa menos para decir la hora, llámesele charlatanismo o impertinencia. Me gustan las figuritas que se mueven al toque de los cuartos de hora y he visto algunos modelos notables, desde los chistosos hasta los terribles.
»Por ejemplo —el entusiasmo apareció en su mirada, e hizo un dibujo grande en el aire con un dedo—, el dibujo de la tapa es la figura del Padre Tiempo, sentado en un bote con Eros a los remos, con el lema L’amour fait passer le temps, el cual, como se observa, ha sido cambiado por Le temps fait passer l’amour. He visto en París un dibujo, no muy agradable, de Grenelle, con un mecanismo sonoro, cuyas figuras representan la flagelación de Nuestro Señor, y las horas dan con los azotes —se encogió de hombros—. Este…, no quiero cansarlos, señores.
—De ningún modo —repuso el doctor Fell amablemente, y sacó su cigarrera—. Solamente tengo un conocimiento superficial del tema, pero siempre me ha interesado. ¿Fuma usted? Pero me alegro que haya hablado de los lemas. Me recuerda algo que pensaba preguntarle. ¿No ha inscrito una divisa en el reloj que preparó para sir Edwin Paull?
La expresión de Carver perdió interés y demostró paciencia.
—Señor, por un momento me había olvidado de que usted está ligado a la policía —repuso—. Siempre volvemos sobre lo mismo, ¿no es así?… Sí, tiene un lema. No es costumbre en esferas de esa clase, pero no pude resistirme a una pequeña vanidad. Véalo usted mismo.
Con paso vacilante llegó hasta la puerta de un armario en la pared junto a la chimenea, lo abrió y señaló hacia dentro. Melson y el doctor Fell se hicieron a un lado para que la débil luz penetrara, y atisbaron la vislumbre amarilla de un mecanismo chato, pesado y carente de agujas. El aspecto de desagradable mutilación, como si hubiese tenido vida, les trajo el recuerdo de los terrores de la noche anterior, y fuertemente impresionado Melson leyó las letras góticas que formaban un círculo en la parte superior de la esfera.
—«Trataré de que se haga justicia».
—Una pequeña vanidad —repitió Carver, aclarándose la garganta, mientras los otros permanecían en silencio—. ¿Le gusta? Quizá sea un poco trivial, pero creo que solamente los relojes, como símbolo de eternidad, pueden establecer el orden del futuro. Este… —continuó durante el silencio—, toda la fuerza del lema está en la palabra «Trataré». Me interesan las sutilezas, como a mi amigo Boscombe, en el tortuoso…
El doctor Fell miró por encima del hombro y cerró lentamente la puerta del armario.
—Usted se interesa por las sutilezas. ¿Es todo lo que esta inscripción significa para usted?
—Yo no soy policía —respondió Carver, con voz tan serena que Melson casi no supo interpretar su mirada—. Mi querido doctor, usted puede pensar lo que quiera, pero ahora que tocamos el asunto (brevemente lo espero), quisiera preguntarle…
—¿Sí?
—Si ha hecho algún progreso en aquello tan infamante a que Mr. Hadley aludió anoche. No escucho detrás de las puertas, pero entendí que tenían dificultades para saber dónde estaban las damas… (en ese asunto de Gambridge)… el veintisiete de agosto. ¿Me comprende?
—Lo comprendo. Y pienso contestar a su pregunta con otra pregunta. Cuando Hadley le habló de aquella tarde y de las andanzas de todos, usted dijo que podía recordarlo. Entre nosotros, Mr. Carver, eso no fue estrictamente cierto —dijo el doctor Fell, pestañeando—, ¿no es así? Los panegíricos de Mrs. Steffins sobre el difunto Horace no le harían olvidar a usted la fecha. ¿Eh?
Carver titubeó. Abrió y cerró las manos y las miró. Eran manos grandes, con dedos afilados y huesudos, que tenían, no obstante, un aspecto de delicadeza, y uñas bien arregladas. El cigarro que el doctor Fell le había ofrecido todavía seguía sin encender.
—Entre nosotros, no.
—¿Y por qué lo olvidó?
—Porque sabía que Eleanor no estaba aquí —el tono de declaración formal desapareció—. Quiero mucho a Eleanor. Hace tiempo que está con nosotros. Tengo casi treinta años más que ella, por supuesto, pero en una época esperaba…, la quiero mucho.
—Sí. Pero ¿por qué el simple hecho de que ella se demorara en regresar a casa a tomar el té le hizo a usted olvidar toda la tarde?
—Sabía en realidad que Eleanor iba a llegar tarde. En realidad, sabía que en algún momento se encontraría en Gambridge, pues ella… es la secretaria privada de Mr. Nevers, un empresario teatral, en Shaftesbury Avenue. Y aquella mañana me había dicho… —abrió y cerró las manos otra vez, mirándolas fijamente— que trataría de dejar el trabajo temprano para hacer unas compras con el fin de «tranquilizar» a Millicent, en caso de que tardara en llegar a casa… Lo recordé porque hice una breve visita a Gambridge, por la tarde, con Boscombe y Mr. Peter Stanley, para inspeccionar la colección de relojes que se exponía, y pensé que tal vez me encontraría con ella. Pero por supuesto…
—Si usted la quiere —dijo el doctor Fell, con repentina violencia—, explique qué está insinuando.
—Tuvimos ciertas dificultades con ella cuando era pequeña… —Carver calló. La expresión vaga le desapareció de los ojos. Su fuerte espíritu práctico venció su mirada preocupada y habló secamente—: Me molesta mentir o tergiversar la verdad. No porque me oponga a una mentira, simplemente porque perturba mi tranquilidad de conciencia. ¿Lo llamaremos egoísmo? —sonrió ceñudo—. Mentí anoche, pero he dicho la verdad esta mañana y he dicho todo lo que sé… No pienso decir nada más ni creo que ningún ardid pueda hacerme decir lo que no deseo decir. Si usted tiene realmente algún interés en mi colección, tendré mucho placer en mostrársela… De otro modo…
El doctor Fell le observó. En la frente del doctor se marcaba una profunda arruga; por lo demás, su cara seguía impasible. Envuelto en su amplia capa negra, se destacaba en el cuarto blanco, de pie con un cigarro recién cortado en una mano y un fósforo sin encender en la otra. Por espacio de veinte segundos permaneció así; Melson tuvo la sensación de que los ojitos que parpadeaban detrás de los lentes amenazaban cosas implacables y de una importancia terrible. Luego, tan repentinamente que hizo sobresaltar a Melson, se produjo un crujido, y se oyó el ruido de la llama del fósforo cuando el doctor Fell encendió el cigarro.
—¿Quiere fuego? —preguntó jocosamente—. Sí, me interesa mucho la colección. Los relojes de agua, ahora…
—¡Ah, la clepsidra! —Carver trató de interrumpir el silencio y recobró su dignidad y entusiasmo al indicar las vitrinas—. Si usted se interesa por las primitivas formas de marcar la hora, aquí empieza su historia. Para entenderlo debe tener presente la división del tiempo que hacían los antiguos. Por ejemplo, los persas dividían el día en veinticuatro horas, a contar desde la salida del sol; los atenienses tenían el mismo sistema, pero a contar desde la puesta del sol. El día egipcio tenía doce horas. El horario de los brahmines era más complicado. Este —tocó la caja que contenía el bol grande de metal con el agujero en el centro—, si es auténtico, debe de ser uno de los modelos más antiguos que existen en el mundo. Los brahmines dividían el día en sesenta horas de veinticuatro minutos cada una, y éste era su Big Ben. Estaba colocado en una tina de agua en un lugar público y junto a él se había colocado un gong grande. Exactamente en veinticuatro minutos, el bol se hundía y golpeaba el gong para marcar el paso de una hora.
»Este es el principio más primitivo. Antes del invento del péndulo, todos consistían en la regulación de una corriente de agua que sumergía una serie de muescas numeradas con las horas.
Mostró el aparato que Melson había observado la noche anterior, el tubo vertical de vidrio con los números romanos grabados en una tabla y la lámpara de sebo sobre una ménsula.
—Este es un reloj nocturno, con la lámpara que siempre se mantiene encendida. Demuestra que es de principios del siglo diecisiete, obra de Jehan Shermite, y tiene probablemente el mismo dibujo que el que Pepys describe en el cuarto de la reina Catalina, en 1664.
El cerebro frío y curioso de Melson seguía trabajando. Comprendió que, por algún motivo oscuro, el doctor Fell, con algún provecho, animaba a Carver en su afición.
—¿En aquella época todavía seguían en uso los relojes de agua? —preguntó—. Siempre los he asociado con los romanos. En alguna parte he leído que en los debates del senado se permitía a los oradores un tiempo determinado, y los relojes de agua se combinaban para que el orador tuviese un tiempo mayor o menor para hablar.
Carver estaba ahora dominado por el entusiasmo. Se restregó las manos.
—Muy bien, señor. Muy bien. Se hacían con cera… Las clepsidras se utilizaron hasta 1700. Aunque una forma primitiva de nuestro moderno mecanismo de esfera se utilizó en el siglo catorce, hubo un renovado interés por las clepsidras hacia mediados del siglo diecisiete…, aunque sólo fuese como juguetes ingeniosos. ¡Tienen vida, estos personajes! Son tan inteligentes como los niños dotados para la mecánica y la química. La Royal Society hizo entonces una vaga tentativa para construir una máquina de vapor; nosotros hicimos yesqueros, la alarma contra ladrones, el grabado de media tinta…
»Por ejemplo, este reloj de agua —señaló el esqueleto con esfera y una aguja de cuyo reverso colgaba una cadena con un cilindro de bronce—. Esto sé que es auténtico. A medida que disminuye la cantidad de agua del cilindro, su peso decrece y mueve la aguja a la velocidad exactamente estipulada. Data de 1682, pero es común si usted simplemente busca mecanismos ingeniosos. Por ejemplo, observe el reloj que marcha con vapor, como el que usted puede ver ahora en el Guildhall…
—Un momento, por favor —interrumpió el doctor Fell—. Umf. Ah. Usted parece dudar de la autenticidad de muchas de estas cosas. Pero observemos algunas de las piezas auténticas de su colección. Por ejemplo, los relojes de bolsillo.
Carver alcanzó ahora el punto culminante de su entusiasmo.
—¡Relojes de bolsillo! —dijo—. ¡Ah, ahora tengo algo para ustedes, caballeros! Veamos. Por lo general no hago esto, por lo menos con extraños; pero si ustedes quieren, abriré mi caja de hierro y les mostraré unos auténticos tesoros —dirigió una mirada hacia la pared de la derecha; la misma mirada, recordó Melson, que instintivamente había dirigido al entrar al cuarto la noche anterior, y su cara se turbó—. Por supuesto que ustedes deben recordar que la joya de mi colección ha desaparecido, aunque sigue bajo el mismo techo…
—¿El reloj que usted vendió a Boscombe?
—Sí, el reloj Maurer con la calavera. Tengo otro con el mismo dibujo e igualmente perfecto como pieza de artesanía, pero no tiene ni la décima parte de valor, a causa del lema y de los antecedentes que posee el primero. Usted debe verlo, doctor. Boscombe se lo mostrará.
El doctor Fell frunció el ceño.
—A eso quería llegar. Tengo muchísima curiosidad por conocer ese reloj, porque me parece que ha habido un enorme alboroto respecto a él —refunfuñó—. Para ser un reloj, aun un reloj antiguo, ha perturbado a muchos otros, además de a usted. ¿Es realmente de valor? Quiero decir: ¿muy valioso?
Los ojos de Carver se movieron inquietos, y sonrió débilmente.
—Su valor, doctor, es mucho mayor que su precio. Pero puedo decirle lo que Boscombe pagó por él. Fue el mismo precio que yo pagué cuando lo compré hace unos años: tres mil libras.
—¡Tres mil libras! —exclamó violentamente el doctor Fell y lanzó una gran bocanada de humo al retirar bruscamente el cigarro de la boca. Tosió, la cara se le puso más roja, y luego los suspiros cedieron a una risita—. Tres mil libras, ¿eh? —añadió más suavemente, y sus ojos parpadeaban—. ¡Oh, demonios, espere que Hadley se entere de esto! Eh, eh, eh.
—Usted…, este…, usted ve ahora por qué Mrs. Steffins a veces se queja de falta de dinero. Usted comprenderá lo que significa el reloj. Lo juzgará por sí mismo.
Se dirigió hacia el panel del centro de la pared de la derecha. Aunque Melson no pudo seguir el movimiento de la mano, debió de haber tocado un resorte, porque se abrió una rendija, y Carver empujó hacia atrás el panel. Dentro apareció un espacio alto y oscuro, como un dormitorio cerrado por una puerta paralela a la pared. Vieron a la derecha del dormitorio el contorno de una caja de hierro, y a la izquierda, otra puerta.
—Un momento, que voy a desconectar la alarma —continuó Carver—. Como ustedes tal vez lo sepan, el reloj de la calavera fue un curioso acontecimiento en el siglo dieciséis. No piensen en relojes como los conocemos ahora. El reloj de la calavera nunca se lo llevaba uno consigo, por lo menos con comodidad, pues pesaba tres cuartos de libra. Se exponen algunos modelos en el Museo Británico. Este es mucho más pequeño…
Se acercó a la caja de hierro y con la mano izquierda hizo girar el botón de la combinación, cubriéndola con la derecha. Después de abrir una puerta interior extrajo una bandeja pequeña forrada de terciopelo negro y la llevó a la mesa del centro.
El reloj tenía la forma de una calavera achatada, con la mandíbula inferior caída; su misma longitud le daba un aspecto siniestro. Fuera, la luz del día se había vuelto más lóbrega, y la luz amarillenta del fuego formaba un juego cambiante de luces sobre la cara de la calavera, cuyo oscuro tinte de plata dorada brillaba en contraste con el terciopelo negro. A su manera, era hermoso, pero a Melson no le agradó. Le prestaba un toque macabro, y aun terrible, la inscripción del fabricante grabada en letras curvas, en la frente y alrededor de las cavidades de los ojos…, un hombre que escribe su nombre en la cabeza de un muerto…
—¿Le gusta? —preguntó Carver, ansioso—. Sí, puede tocarlo. Vea, la mandíbula se mueve. Abra la mandíbula…, inviértalo…, así. Ahí está la esfera. El mecanismo está en el cerebro, como debe ser —se echó a reír—. Es muy pequeño y bastante liviano. Isaac Penard lo hizo casi un siglo después del de Boscombe, pero los dos son semejantes. Excepto…
—¿Excepto? —instó el doctor Fell, que pesaba el reloj en la mano.
—Excepto su historia. Sí —dijo Carver; le brillaban los ojos débiles—. Excepto el simbolismo de lo que está escrito sobre la frente. ¿Tiene un lápiz? Gracias. Aquí hay un papel. Se lo escribiré para usted. ¡Ja! Señores, ustedes no tendrán dificultad en…
Carver escribió espasmódicamente y respiró hondo. Al agacharse para pasar el papel por encima de la mesa, el fuego le iluminó la dura sonrisa, por debajo de la amplia frente. El fuego crepitó y disminuyó. Melson se sobresaltó al descifrar lo que había escrito:
EX DONO FRS, R. FR. AD MARIAM SCOTORUM ET FR. REGINAM, 1559.
Hubo una pausa.
—El obsequio de Francisco —leyó el doctor Fell, llevándose una mano hasta los lentes—, rey de Francia, a María, reina de Francia y Escocia, 1559. Entonces…
—Sí —dijo Carver, asintiendo—. El obsequio de Francisco II cuando ascendió al trono su prometida…, María, reina de los escoceses.