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Cinco preguntas

El viernes cinco de septiembre amaneció fresco y otoñal. Cuando la patrona golpeó a la puerta de Melson como de costumbre a las ocho, trayendo el desayuno, le hizo algún comentario más que el general sobre el tiempo. Aunque estaba enterada de los disturbios de la noche anterior, no relacionó a su inquilino con los acontecimientos de la casa vecina. Melson, por su parte, inclinado a preocuparse por su salud, se sintió de buen humor ante la sorpresa de encontrarse bien y descansado, después de sólo cuatro horas de sueño.

Tenía cuarenta y dos años; ocupaba el segundo lugar, después del internacionalmente famoso erudito que estaba al frente del departamento de historia de su colegio; tenía un hogar feliz, trabajaba con personas inteligentes, y nada le enojaba, a excepción de los opositores a la Teoría de la enseñanza. Mientras fumaba su primera pipa después del desayuno, sonreía de la manera evasiva que significaba, para sus alumnos de Historia 3 A (La prerrogativa monárquica y sus opositores en la historia constitucional inglesa desde las guerras civiles hasta el advenimiento de Guillermo III), que el viejo Melson iba a decir una de sus desconcertantes bromas y la estaba preparando.

Frunció el ceño al contemplar su imagen en el espejo del armario. «Un Sherlock Holmes descuidado», había dicho Fell. Bueno…, se podía reprochar un ligero engreimiento, aunque no era en absoluto orgulloso. En sus primeros tiempos había pensado que era necesario. Si uno tiene fama de raconteur y de buen muchacho, se es popular, pero las autoridades no lo toman a uno en serio. Esta arrogancia había quedado tan establecida como parte de su fama que nunca se atrevía a usar en sus clases las discusiones e informalidades de los miembros más espectaculares de la facultad, aunque en su interior hubiese querido hacerlo. Una sola vez se había salido de su norma. Fue en una clase sobre Cromwell; había criticado a este viejo villano ante toda la clase, con una repentina riqueza de elocuencia dramática cuya acogida le desconcertó. El auditorio lo tomó al principio con deslumbrado silencio y luego con discreto regocijo, y los comentarios subsiguientes le hicieron sentirse molesto durante el resto del semestre. Le volvió la tos seca, y nunca intentó repetirlo.

Gideon Fell…, éste era diferente. Para Fell estas cosas eran incienso y pólvora. Melson recordaba aquellos dos semestres cuando habían invitado al doctor a pronunciar conferencias sobre Inglaterra; su figura bullangueramente popular había desorganizado la universidad. Recordaba la risita ruidosa de Fell, el ademán pesado al escoger a un estudiante para que hablara, su costumbre de arrojar los apuntes cuando se emocionaba; recordaba especialmente las cinco famosas conferencias de Fell sobre La influencia de las amantes de los reyes en el gobierno constitucional, o aquella otra igualmente famosa de la serie de la reina Ana, que empezó brusca y tormentosamente así: «¡Vuelan ahora las águilas del encarnizado Churchill, oscuras de honor y de guerra, hacia una condenación por siempre gloriosa!», e hizo poner de pie a todos los oyentes al final de la batalla de Oudenarde.

Ahora Fell se encontraba otra vez ante un caso criminal. Desde hacía muchos años que le conocía, Melson nunca le había visto trabajar en estos problemas. Un alumno distinguido de Melson, a quien había presentado al doctor, le había hablado del caso de Chaterham Prison; y hacía solamente un mes que los diarios habían comentado el crimen de Depping, cerca de Bristol. Esta vez Melson lo vería por sí mismo. El inspector jefe Hadley había dicho que no se opondría a la presencia de Melson, y si su conciencia le permitía descuidar la historia del obispo Burnet, pensaba seguir el caso hasta el fin.

Maldito Burnet, siempre se escapaba a Escocia cuando uno quería que se quedara en Inglaterra. Melson examinó el desordenado escritorio y experimentó una sensación de libertad al maldecir a Burnet. De pronto le pareció que, después de todo, pensaba demasiado en Burnet. Fell le había invitado al apartamento que siempre alquilaba en Great Russell Street cuando se dedicaba a trabajar en el Museo Británico en busca de material para su gran obra Bebidas típicas de Inglaterra desde las primeras épocas. Le había dicho que viniese a desayunar, si le era posible, o a cualquier hora que le fuese conveniente. Entonces…

Melson tomó el sombrero y bajó aprisa.

Con sensación de culpabilidad echó una rápida mirada al pasar por el número 16. La austeridad de las columnas blancas y de los ladrillos rojos parecía diferente a la luz de la mañana; y dejaba tan lejos los terribles acontecimientos que Melson casi esperaba ver a Kitty barriendo los escalones con toda calma. Pero las persianas estaban cerradas, y allí nada se movía. Como no quería preocuparse, Melson se encaminó por el ruidoso tránsito de Holborn, y diez minutos después subía en el crujiente ascensor del Dieckens Hotel, casi frente al Museo Británico. A través de la puerta del doctor Fell llegaba el ruido de una violenta discusión, por lo que supo que Hadley ya estaba allí.

En un cuarto lleno de libros y arropado en un albornoz de colores vivos el doctor Fell gozaba plácidamente de uno de los desayunos más abundantes que Melson hubiese visto jamás. Hadley hacía sonar las llaves dentro del bolsillo y miraba, caviloso, por la ventana a la muchedumbre de paseantes que ya se amontonaban a las puertas del museo.

—Para un hombre que vive en Croydon —dijo Melson—, llega usted al trabajo notablemente temprano.

Hadley se sentía amargado.

—Desde las cinco y media —dijo—, he pasado la noche en Scotland Yard. Este canalla obeso que usted ve engullendo tocino con huevos se escapó y me dejó haciendo todo lo desagradable. Si está usted sirviendo café para mí, que sea bueno y fuerte.

—Yo quería pensar —repuso plácidamente el doctor Fell—. Si el pensamiento le resulta desconocido, por lo menos podría decirme qué ha hecho. Estoy como usted anoche: quiero hechos y no gruñidos. ¿Qué ocurrió?

Hadley le pasó una taza de café a Melson y tomó otra él.

—Bueno, ante todo registramos los cuartos de las mujeres de la casa. No encontramos nada. Pero ni Hamper ni yo somos muy expertos en esto, así que no significa gran cosa. Tengo un muchacho en Scotland Yard que es de primer orden para este trabajo y voy a mandarlo allí esta mañana. Las mujeres se vigilan una a la otra tan cuidadosamente que, si alguna de ellas tiene algo escondido, no tendrá la oportunidad de deshacerse de ello sin ser vista. De todos modos…

—¿Registró también el cuarto de Mrs. Steffins?

—Sí, al final. Las demás armaron tal escándalo que la asustaron. Soltó el llanto, dijo que hicieran el trabajo y finalmente me preguntó por qué no la degollaba. Me he quedado pensando por qué… ¿Y sabe usted el motivo del escándalo? Tenía un par de libros pornográficos metidos en el fondo del cajón de un escritorio. Simulé no verlos, y todo pasó tranquilamente.

—¿Ningún inconveniente con Mrs. Gorson y la criada?

Hadley refunfuñó.

—No, en lo que se refiere al registro de sus cosas. La joven resultó un problema después que descubrió que se había cometido un crimen, pero Mrs. Gorson la calmó. Me agrada esta mujer, Fell; lástima que siguiera con sus modos de comedianta, con un montón de observaciones filosóficas sobre la vida y la muerte. Si algo hubo, es que me prestó demasiada cooperación en el registro. Desenterró todas sus viejas fotografías de teatro y por lo menos me mostró un baúl lleno de poesías que ha escrito, con anotaciones marginales sobre la iniquidad de los editores. Parece que escribió una novela en tres volúmenes y se la mandó a los editores más importantes de Londres y, después de rechazarla, le birlaron vilmente la trama, la volvieron a escribir, lo que se prueba porque el nombre de la heroína es el mismo, y vendieron un millón de ejemplares… Le puedo decir que me titubeaba la cabeza.

Respiró hondo, hizo sonar pensativamente las llaves y agregó:

—A propósito, no he mencionado una cosa extraña que había entre las pertenencias de Mrs. Steffins. Creo que no tiene importancia, pero después de toda esa agitación respecto a la pintura dorada…

—¿Cómo? —dijo el doctor Fell, mirándole con curiosidad.

—Examiné los tubos de pintura que Mrs. Steffins había usado. El tubo dorado está aplastado, casi plano en su extremo, como si ella, o algún otro, hubiese apoyado accidentalmente una mano. Usted sabe de la forma que se hace con el tubo de la pasta de dientes para que ésta salga. La mujer negó haberlo hecho, y dijo que el tubo estaba intacto cuando lo vio la última vez… —en este punto del relato el doctor Fell se quedó con el tenedor cargado a mitad de camino de la boca y frunció el entrecejo. Hadley continuó:

—De todos modos da igual. La pintura cuyos restos encontramos en la palangana y la pintura de la aguja del reloj son completamente diferentes. El sargento Hamper (que inició su vida como pintor y tiene alguna autoridad) lo juró anoche. Y yo he tenido la confirmación esta mañana: una es con aceite y la otra es esmalte, así que esto está descartado. Mrs. Steffins continuó con el tema durante el resto de la noche. ¡Líbreme Dios de más casos donde estén implicadas tantas mujeres! —dijo vivamente Hadley—. Y para terminar de forma grata la noche, tuve problemas con Stanley; pero por lo menos a él sé cómo tratarle.

El doctor Fell dejó el tenedor y el cuchillo.

—¿Qué ocurre con Stanley?

—Watson dijo que estaba agotado por un ataque de nervios y que no era responsable. Así que pagué el pato, tuve que llevarle en un coche hasta su casa en Hamstead. Después de todo —dijo Hadley, molesto—, ha pertenecido a la policía, y la guerra le ha deshecho. Además, tenía que interrogarle, me gustase o no. Pero ¿él lo reconoció? ¡Ni la mitad!…, si puede llamarse reconocimiento. Se puso desagradable, se negó a responder a las preguntas y empezó a despotricar contra la policía. Finalmente trató de pelear, y tuve que darle un golpe en la mandíbula para dejarle dormido hasta que lo entregué a su hermana, en su casa —Hadley hizo una mueca de desagrado, terminó la taza de café y se sentó—. Era ya pleno día cuando regresé a Scotland Yard, y espero que alguien lo aprecie.

—Sí, ha tenido una buena noche —reconoció el doctor Fell. Se echó hacia atrás con un suspiro de satisfacción, pescó su vieja pipa negra en el bolsillo del vistoso albornoz y se dirigió al inspector jefe—. ¿Me imagino que será un insulto preguntarle si ha habido algo más desde entonces?

Hadley tomó su cartera.

—He estado recogiendo todas las pruebas que Ames nos ha dejado sobre el crimen del detective de los almacenes…

—¡Ajá!

—Y también las anotaciones del sargento Preston, que colaboró con Ames hasta que éste empezó a trabajar por su cuenta. Lo que más me preocupa es saber cuál de las cinco mujeres de esa casa… Todas contaron historias infernalmente correctas, Fell. O por lo menos historias normales. Estoy confundido hasta el punto de que me asaltan toda clase de ideas fantásticas. Por ejemplo: ¿el asesino de Gambridge no habrá sido un hombre disfrazado de mujer?

El doctor Fell le miró.

—No diga tonterías, Hadley. Detesto las tonterías. Los hombres del número 16 de Lincoln’s Inn Fields pueden tener sus defectos, Dios lo sabe, pero por lo menos ninguno de ellos sirve para ir vestido de mujer. Además…

—Lo sé. Lo sé. El golpe lo dirigió a la cabeza. Parece que cuando la criminal se disponía a huir… —tanteó entre sus papeles y encontró un précis escrito a máquina— … una tal Miss Helen Gray (domicilio desconocido) hizo un ademán para detenerla. La mujer llevaba una blusa debajo de la chaqueta, que se rasgó cuando se desprendió de Miss Gray. Miss Gray y dos hombres que estaban cerca atestiguaron que no había duda de que fuera una mujer. Los hombres son muy categóricos en este punto. Su declaración es…

—Tut, tut, Hadley —dijo el doctor Fell, desaprobando—. A veces hay límites, aun para la escrupulosidad de Scotland Yard. Lo que no entiendo es esto. ¿Quiere decir que, a pesar de todo, nadie, ni esas personas ni ninguna otra, ha podido hacer una descripción aproximada de la asesina?

Hadley hizo un ruido evasivo.

—¿No ha tenido ninguna experiencia con una multitud de personas excitadas que trata de servir de testigo de un accidente…, por ejemplo en un choque de automóviles? Cuanta más gente hay, tanto más confuso es el relato. En este caso es peor. En el remolino de la confusión, una persona describe a otra y jura que es la indicada. Tengo muchas descripciones, y sólo unas pocas concuerdan remotamente.

—En cuanto a Miss Gray y los dos hombres, ¿puede tomárselos en consideración?

—Sí. Ellos son los únicos testigos verdaderos que tenemos porque vieron cometer el crimen —Hadley miró hacia la hoja de papel—. Vieron a la mujer junto al mostrador; ellos estaban a la derecha y atrás, pero podían ver bien. Vieron pasar de cerca al detective y tomarle el brazo a la mujer, mientras le decía algo. Ella instantáneamente giró y alargó la mano hacia el mostrador cercano a la exposición de joyas, que desgraciadamente tenía artículos de plata. Había varios juegos de mesa en estuches expuestos sobre el mostrador; juegos de tenedor-trinchador, piedra de afilar y cuchillo-trinchador. Vieron que ella arrebataba un cuchillo; todos son categóricos en que tenía guantes puestos. Entonces ocurrió el suceso. Vieron sangre que corría por el cristal del mostrador, que tenía luces interiores, y vieron que la mujer dejaba caer el cuchillo y que luego corría, con la cabeza agachada, y Gray la agarró violentamente cuando el detective desfalleció. Esta es la única prueba cierta… Entonces empezaron los gritos y las carreras.

Melson sintió un desagradable estremecimiento, y dejó su café frío. El detalle de la sangre salpicada sobre el mostrador iluminado… El doctor Fell dijo:

—Arrumf, sí. Es desagradable. ¿Como son sus descripciones, aparte de los detalles psicológicos?

—Tenía la cabeza agachada, como le dije. Miss Gray sostiene que era rubia y bastante joven. De los dos hombres, uno afirma que era rubia, y el otro, morena, pues llevaba un sombrero muy hundido. Miss Gray dice que el sombrero era azul oscuro, y los dos hombres, negro. Otros detalles… —Hadley frunció el ceño al dar la vuelta a la página—. Miss Gray dice que usaba un traje sastre de sarga azul, con una blusa blanca, sin abrigo. De los dos hombres, uno cree que llevaba un abrigo azul o castaño, bastante largo, y el otro no está seguro de cómo era. Pero todos concuerdan absolutamente en la blusa blanca desgarrada —Hadley arrojó los papeles sobre la mesa, y el doctor Fell, cuidadosamente, alejó la mermelada.

—Lo cual es cosa del demonio —declaró el inspector jefe—. Es sabido que cualquier mujer tendrá todas o alguna de estas cosas en su guardarropa. La blusa desgarrada puede ser una guía…; quizá se la prendió con un alfiler en el lavabo o en otra parte. Puede ser. Además, si usaba abrigo largo, pudo resultarle fácil ocultar cualquier cosa. Anoche no tenía estos detalles, que me habrían ayudado mucho… Bueno…, ¿qué ocurre?

—Digo, Hadley —refunfuñó el doctor, con un aire de agitación contenida—, ¿aparecieron estos detalles en el diario?

—Es probable. Por lo menos están reseñados. El «Boletín de la Asociación de la Prensa» puede contener… ¿Hable claro, quiere? ¿Qué diablos tiene esto que ver?

El doctor Fell empezaba a recuperar su buen humor. Encendió la pipa; su cara grande y rojiza se puso contenta y reluciente cuando el desayuno quedó concluido. Cerró un ojo, meditativo, bajando la vista hacia la pipa.

—El plan se está esbozando, muchacho. Pero por supuesto, habrá comprendido desde anoche que… si acepta las coartadas de Mrs. Steffins, de Mrs. Gorson y de Kitty Prentice… le quedan solamente dos sospechosas, ¿verdad?

—Lucía Handreth y Eleanor Carver. Naturalmente. También he comprendido —señaló Hadley, con cierta amargura— con cuánta claridad esta nueva prueba se divide entre ellas… Anoche vimos a la Handreth con un traje sastre. Era gris y no azul, pero supongamos que las jóvenes profesionales serias tienen costumbre de usarlo. Uno de los testigos de confianza dice que la criminal era morena. Por otro lado, dos de los testigos…, uno de ellos Helen Gray, a quien considero el de más confianza de los tres en lo que se refiere a las observaciones sobre una mujer…, dice que la criminal era rubia como Eleanor Carver, y anoche Eleanor usaba un abrigo azul. Bien. Admirable. Usted tiene donde elegir.

—Calma, muchacho —dijo benévolamente el doctor Fell—. ¿Está dispuesto a admitir las coartadas y a excluir a las otras tres mujeres?

—No soy tan crédulo. ¡No, no! Esto es irrefutable ante un tribunal; pero en lo que se refiere al sentido común, una coartada es la defensa menos digna de confianza porque sólo necesita dos mentirosos. Trataré de destruirlas, por supuesto. Pero si no puedo…, bueno, no puedo.

El doctor Fell tomó la tabaquera y siguió fumando meditativo.

—Entonces lo dejaremos por el momento. Lo siguiente que deseo preguntarle, Hadley, es tan sencillo que podemos pasarlo por alto. ¿Está usted completamente seguro de que la misma persona que apuñaló al detective de los almacenes apuñaló también anoche al inspector de policía?

Hadley se movió.

—No estoy seguro de nada… Pero están ligadas por un hilo diabólico. ¿Qué nos queda?

—En realidad, esa era mi pregunta siguiente; la pregunta número tres —dijo el doctor Fell, moviendo la cabeza—. ¿Qué nos queda? Bueno, nos queda, principalmente, el informe de Ames que se refiere a un acusador anónimo. Hadley, hay que advertir lo anónima que es esta persona, desde el principio hasta el fin. A Ames le pone sobre la pista alguien desconocido que hace que se aloje en Portsmouth Street para vigilar la casa de Carver. Para ser una indicación anónima, debe de haber sido muy conveniente para que Ames se tomara tantas molestias. El mismo X visita después a Ames y…, no necesito reseñarle a usted todo este asunto fantasmagórico e intangible de aquí en adelante. Y sin embargo, ahora que se ha cometido otro crimen que todavía está sin aclarar, pero con el asesino viviendo bajo el mismo techo, ¡el acusador aún no ha hablado!… ¿Ha meditado lo suficiente sobre las monstruosas deducciones a que lleva esto?

—Anoche ya hablamos —repuso Hadley, con algo parecido a un gemido—. ¡Diablos! ¡Usted no puede pensar que alguien tomaba el pelo a Ames! Sería demasiado fantástico, incluso en un asunto como este. Y por otra parte, ¿no pensará que Ames se burlaba de nosotros? ¿No lo cree, verdad?

—No. Aunque puede haber una tercera y sencilla explicación. Estoy tratando de indicársela a usted, ligando una serie de hechos por medio de preguntas. Puedo estar equivocado —refunfuñó el doctor Fell, afirmándose los lentes sobre la nariz—, y si lo estoy habrá un estruendo de risas a expensas mías que resonarán en Scotland Yard —refunfuñó para sí por un momento—. Pero déjeme entregarme a una humorada. Tengo dos preguntas más que formularle…, números cuatro y cinco. Número cuatro…

Hadley se encogió de hombros. Melson, con sus metódicas costumbres, sacó un sobre y escribió «Serie de hechos».

—A propósito —dijo Melson—, y hablando de cosas tan evidentes que nadie las ha mencionado. No sé nada del arte de los descubrimientos, pero se me ocurre que la razón más simple para que el acusador no haya hablado puede ser…

—¿Eh? —dijo el doctor Fell, con interés—. ¿Cuál?

—Que él (o ella) tiene miedo. La mujer que apuñaló al detective de los almacenes es tan juguetona como una cobra. Mató una vez, tan rápidamente que casi nadie la vio. El acusador debe pensar dos veces antes de decir en público: «Vi a Fulana de Tal con una pulsera robada o quemando un par de guantes». Este puede ser su motivo para no querer declarar hasta que la asesina esté en manos de la policía.

Hadley se enderezó.

—Es una probabilidad —reconoció—. Sí…

—Es una probabilidad que no sirve para nada —dijo el doctor Fell, sacudiendo la cabeza—. Le concedo todo lo que usted ha dicho. Pero si el temor está detrás de todo esto, procede en una forma bastante curiosa. Si X, el acusador, hubiese tenido miedo de la asesina cuando la vio quemando los guantes manchados de sangre, pensaría que X se alarmaría ante la posibilidad de que en varias ocasiones le pescara escuchando detrás de las puertas y no se sentiría seguro hasta que Scotland Yard lo supiese. Pero si aceptamos que X tranquilamente se lo dice a Ames, ¿qué ocurre? Que Ames, el segundo depositario del secreto, es instantáneamente acuchillado. A estas alturas me imagino que el asunto de X debe de estar soplando como un violento huracán. X todavía no ha hablado; sin embargo, sigue viviendo pacíficamente y durmiendo bajo el mismo techo que esa cobra domesticada. Si el asunto es así, yo no lo llamaría miedo; lo llamaría, con la apreciación más modesta, una tonta temeridad.

Se produjo un silencio. Hadley asintió de mala gana.

—Algo hay de esto —admitió—. Escuchemos los dos últimos puntos o preguntas, o lo que sean. Luego trataremos de darle un sentido a todo el asunto.

—Umf. Ja. ¿En dónde estaba? ¡Ah! Bueno, ya he mencionado mi punto cuarto, pero lo detallaré otra vez para que pueda llegar donde quiero. Se trata de las agujas robadas. ¿Por qué el ladrón, aparentemente loco, habría de birlar ambas agujas, esperando que el reloj estuviese prudentemente bajo llave, en vez de tomarlas cuando el reloj estaba sin guardar? ¿Eh?

—¿Y la última pregunta?

El doctor Fell sonrió.

—La última pregunta es en cierto modo el corolario de la cuarta y parece aún más disparatada, a no ser que quede explicada debidamente por las otras. Para recalcarlo, dígame primero qué artículos fueron robados de Gambridge el día del crimen.

—Tengo la lista —dijo Hadley, mirándole indeciso, y observando luego las hojas escritas—. Veamos. «Boletín de la Prensa», «Lista Oficial de Gambridge»…, aquí están. Par de pendientes de perlas, valor diez libras. Anillo de ópalo engarzado con pequeños diamantes, valor veinte libras. Y el reloj de Carver. Eso es todo.

—¿Estaba el reloj de Carver marcado como tal en la exposición?

—¿Quiere usted decir con su nombre? Oh, sí. Cada artículo tenía una tarjetita con el nombre del propietario y una breve historia… —Hadley dejó caer la mano de plano sobre la mesa y se enderezó—. ¡Santo Dios! ¡Por supuesto! Le dije que estaba perdiendo mi dominio. Comprendo lo que usted quiere decir. Su último punto, entonces, es: ¿por qué un miembro de la casa de Carver que deseara ese reloj correría el disparatado riesgo de robarlo en unos concurridos almacenes cuando hubiese sido mucho más fácil robarlo en la casa?

—Exactamente. Y tanto más cuanto que las alarmas contra ladrones que emplea Carver no funcionan dentro de la casa. Supongo que a él le gustará mostrar su colección a cualquiera que le interese. Dicho sea de paso, lo comprobaremos. ¿Y qué deduce de esto?

Después de una pausa, Hadley dijo:

—No sé qué deducir —sacudió la cabeza y miró distraídamente por la ventana—. Este asunto ha alcanzado ahora el punto máximo de locura. Si usted puede hallar una clave que vincule todo, es un hombre mejor de lo que creía. Estas preguntas… Lea lo que ha escrito —añadió de pronto, volviéndose hacia Melson—. Veámoslas todas. He olvidado ahora su orden.

Melson dejó correr un lápiz inseguro por la lista.

—Si no he entendido mal, es así:

Puntos que deberán considerarse en el crimen de los almacenes y vinculados con el asesinato del inspector George Ames:

1. Que, puesto que por el momento pueden aceptarse las coartadas de todas las demás, las sospechosas como asesina de los almacenes se reducen a Lucía Handreth y a Eleanor Carver.

2. Que no hay una prueba concreta concluyente que demuestre que el asesino de Evan Manders, el detective de los almacenes, sea también el asesino del inspector Ames.

—Bravo —dijo Hadley, melancólicamente—. ¡Bonita manera de empezar a trabajar en un caso! Usted declara primero que, de acuerdo con las pruebas, la Handreth o la Carver pueden haber matado al detective de los almacenes; y luego echa un balde de agua fría al decir que el asesino de Ames podría ser otro… No me pida, Fell, que crea que hay dos asesinas en esta casa, ambas dedicadas a apuñalar a la gente, porque no lo creeré. Es demasiado. Es un embarras de richesse. No, no. Si puedo probar que una de esas dos mujeres es la asesina de los almacenes no me van a quedar muchas dudas de que ella también mató a Ames.

El doctor Fell se enojó un poco y luego suavizó el tono de la discusión.

—Temía que dijera eso —declaró, amenazando con la pipa—. Quiero meterle en la cabeza que no trato de forzar el caso contra nadie en particular. Repita estas palabras: «De acuerdo con las pruebas, de acuerdo con las pruebas». Esto es lo que las pruebas nos dicen, y se lo señalo porque quiero que lo interprete y que comprenda todo el significado de este endiablado asunto… Continúe, Melson.

—Pasemos, entonces, al punto siguiente:

3. Que la acusación, y el caso entero, contra una mujer por haber asesinado a Evan Manders proviene de una persona no identificada que ahora, en circunstancias de suma urgencia, se niega a comunicarse con nosotros.

4. Que, para proveerse de un arma, la asesina del inspector Ames: a) robó las dos agujas de un reloj, cuando solamente necesitaba una para su propósito; y b) no llevó a cabo el robo cuando era fácil, sino que esperó hasta que el reloj estuvo bajo llave en el cuarto de Carver.

5. Que la asesina de los almacenes no robó el reloj perteneciente a Carver en la casa cuando hubiese sido más fácil, sino que corrió el riesgo de robarlo en la exposición de unos almacenes muy concurridos.

—Eh —dijo el doctor Fell—, eh, eh, eh. Este documento tiene sabor de Donald, Melson, y esto me incita a guardarlo. Umf, sí. Es una declaración favorable que explica ese poco de razón que tengo. Se lo dejaré para que mediten mientras me visto. Luego iremos a casa de los Carver.