Melson, con la experiencia de nueve años de matrimonio feliz, no había presenciado nunca un ataque de histeria femenina. Cuanto más chillaba Millicent Steffins, tanto más molesto se sentía; pero esto no era lo principal, sino lo que ella dijo en el curso de los siguientes diez minutos. Siempre lo recordaría, como ejemplo del progresivo extravío de las ideas de una neurótica, posiblemente una mujer peligrosa, sin ningún sentido de humor y en las peligrosas proximidades de los cincuenta años.
A Mrs. Steffins nunca se le ocurrió (Melson podría jurarlo) ni por un momento que pudiese ser seriamente sospechosa de un crimen. Su imaginación, en cuanto de lo que podría acusársela, no llegaba más allá de una insinuación de egoísmo o de mentiras insignificantes. Si se la encontrase con un frasco de veneno, en una casa en la que varias personas hubiesen muerto envenenadas, hubiera pensado que era una desgraciada coincidencia. Pero puesto que las desgraciadas coincidencias siempre las causan otras personas, si ella se veía envuelta en ellas, sea por la maldad o por la ligereza de esas mismas personas, debía explicarse denunciando a la persona responsable.
Sus primeras palabras coherentes a este fin fueron para enfurecerse contra Hadley y contra Johannus Carver. Contra el primero, porque evidentemente la creía un ama de llaves ineficaz que no tenía las palanganas limpias y le enviaba a sus agentes de policía a curiosear en los cuartos. Contra el segundo, porque Carver era el responsable de todo el barullo…, de sus pinturas en porcelana y cerámica.
Ella pintaba en cerámica, manifestó, y siempre habían dicho que hacía un trabajo espléndido (citaba autoridades), y ahora lo utilizaban como una serpiente para picarla. Pero no pintaría más. Aquella tarde había estado ocupada en festonear con hortensias doradas un jarrón y había pescado un serio dolor de cabeza por forzar la vista. Carver lo sabía. Carver la había alentado en el trabajo, puesto que fue el primero, hacía años, en insinuárselo. Anoche, cuando él, insensible, subió a acostarse, la había visto ocupada, empleando una pintura al aceite que cuesta un chelín y tres peniques el tubo, mezclada en un plato con trementina. La había comprado con dinero de su bolsillo. Pero puesto que Carver no sólo despreciaba sus economías domésticas al incitarla alevosamente a pintar, sino que también conspiraba con la policía para acusarla del asesinato de un puerco vagabundo, entonces…
Era un asunto desagradable, y por lo desagradable ocultaba el lado cómico y para ella extremadamente real (o así lo parecía). Y esta vez no surtió el efecto que suponía Melson. Los acontecimientos habían progresado de tal manera que haría falta algo más que histeria para dominar a los que la rodeaban. Mientras la mujer se secaba furtivamente los ojos después de la tormenta y atisbaba a los demás a través de los párpados amoratados, Eleanor permanecía impasible, y Lucía Handreth parecía cansada en medio del humo de un nuevo cigarrillo. Pero Melson, confusamente, sentía que había una causa más profunda detrás de toda la tempestad…
—Lamento afligirla, Mrs. Steffins —dijo Hadley, inflexible—. Si ésta es la procedencia de la pintura, es fácil comprobarlo. Entretanto debo insistir en que me conteste a otras preguntas. Dígame todo lo que hizo anoche desde la hora en que Mr. Carver echó la llave a la puerta, habló con usted cuando estaba pintando y luego subió.
Mrs. Steffins se mostró indiferente, con el aire de una mártir a quien ahora nada le importa, y sus ojos embadurnados asomaban por encima del pañuelo.
—Yo…, yo trabajé hasta eso de las diez y media —repuso; las lágrimas afluían a sus ojos al recordar, y se los frotó suavemente—. Estaba demasiado cansada, incluso para guardar mi trabajo, lo que siempre hago. Yo… —algo ocurrió que le hizo cerrar los ojos antes de continuar rápidamente—. Creo que debería usted dejarme tranquila. No sé nada de su brutal asesinato. Me acosté después de esto y, naturalmente, me lavé las manos para quitarme un poco de pintura que tenía en ellas. No sé nada más hasta que oí un tumulto fuera, de gente que subía la escalera y hablaba. Asomé entonces la cabeza por la puerta y, por lo que oí… desde arriba… era Eleanor, que hablaba con ese señor robusto…
El doctor Fell, divertido con este relato tan sencillo, inclinó la cabeza, pero Mrs. Steffins lo tomó como el ademán de un aliado.
—… Sí, sé que usted estará de acuerdo conmigo. Bueno, entendí que un ladrón había sido herido o matado, o que alguien había querido entrar en la casa; era horrible, sobre todo porque Eleanor estaba allí delante de todos esos hombres con poca ropa; pero yo no sabía qué había sucedido; iba a llamarla, pero no lo hice, y primero me vestí.
Se detuvo tan bruscamente que Hadley esperó a que continuara, pero resultó que había terminado.
—¿Se tomó la molestia de vestirse enteramente —la instó Hadley—, antes de venir a ver qué pasaba?
Asintió abstraída; luego se puso tiesa al comprender la pregunta y apretó los labios.
—Así fue.
—Y ahora una pregunta muy importante, Mrs. Steffins —Hadley arqueó las cejas lentamente—. Por casualidad ¿se acuerda del martes de la semana pasada…, el martes veintisiete de agosto?
Mrs. Steffins, evidentemente muy sorprendida, dejó de refregarse los ojos, arrugó la cara con nuevas muestras de dolor, tragó y exclamó:
—¿Elige usted ese día por el simple placer de torturarme? ¡Cómo ha sabido usted… que Horace…, que ese día era su funeral! Murió el veinticuatro, el veinticuatro de agosto de mil novecientos doce, el…, el año en que se hundió el Titanic, y el funeral fue el veintisiete, en Stoke-Bradley, en Bucks. Nunca olvidaré ese día. La aldea entera…
—Entonces —dijo Hadley, ásperamente—, si ese fue el día en que murió su marido, seguramente recordará…
—Mi difunto marido —interrumpió Mrs. Steffins— era un g…, grosero y un falso, aunque nunca hablaré mal de los muertos y desaparecidos. Se dio a la bebida y murió en la guerra. No quise hablar de Mr. Steffins. Quise hablar de su pobre hermano Horace, que fue como un marido para mí. Tanta gente que he conocido ha muerto. Me pone triste pensarlo. En los aniversarios me gusta estar cerca de mis seres queridos para confortarme. Por eso me acuerdo del martes de la semana pasada. Johannus y yo tomamos té en este mismo cuarto. Yo quería tener cerca a toda la familia, pero, por supuesto, en una ocasión como esa Eleanor llegaría tarde.
Lucía Handreth observó suavemente:
—Ahora empiezo a comprender. El martes fue el día… en que aquel pobre diablo… y el reloj. Bueno, bueno.
Hadley la ignoró y mantuvo su mirada fija en Mrs. Steffins, mientras decía rápidamente:
—Usted y Mr. Carver tomaron té aquí. ¿A qué hora?
—Bueno, bastante tarde; como a las cuatro y media; y varias horas después nos levantamos de la mesa; como usted sabe, siempre es así cuando uno empieza a hablar de viejos amigos. Sí, lo recuerdo porque eran las seis y media cuando llamé a Kitty para que retirara las cosas, y Eleanor no había regresado todavía.
—¿Kitty es la criada? Miss Handreth…, ¿quiere decirnos con exactitud dónde estaba usted esa tarde, digamos entre las cinco y media y las seis?
La muchacha parecía estar pensando qué actitud adoptar. Cuando contestó, su voz era inexpresiva, con un tono de atención cortés, y no lo miró hasta terminar.
—Martes veintisiete. ¿Llovió o no ese día? Creo que fue el día en que asistí a una reunión en Chelsea.
—¿Puede darme el nombre de las personas que dieron la reunión?
—Calma, inspector. No necesita escribir eso. Es bastante difícil decirlo de repente, ¿no? —Lucía Handreth frunció el ceño y se inclinó, como meciendo el cigarrillo—. Echaré un vistazo a mi «diario» y se lo diré con certeza —levantó la vista—. Sin embargo, de una cosa estoy segura. No estuve en ninguna parte cerca de Gambridge.
—Bueno, yo sí —dijo Eleanor, inesperadamente, con tanta naturalidad que Melson saltó—. ¿Qué pasa con Gambridge? ¿Quiere usted decir el día en que alguien mató a ese pobre hombre y birló todas las cosas de la exposición de joyas? Debo de haber estado allí cuando sucedió, aunque no lo supe, ni me enteré hasta que lo vi en el diario al día siguiente —se alarmó al ver la expresión de los que la rodeaban y calló nerviosa—. ¿Qué hay con esto? ¿Qué tiene esto que ver con nosotros?
Hadley se quedó cortado, miró a una y a otra, con expresión violenta, y luego al doctor Fell, que tampoco parecía sentirse cómodo. Melson pensó que alguien era un gran mentiroso. Un mentiroso con tal habilidad que… Al articular Hadley una respuesta, se oyó un golpe, y el sargento Betts titubeó cuando vio el cuarto lleno de gente.
—¿Y bien? —instó el inspector jefe, exasperado—. Diga. ¿Qué hay?
—A propósito del hombre borracho —expresó Betts, indeciso.
—¿Sí?
—Está allí dentro, señor. Le oí roncar a través del ojo de la cerradura, pero no obtengo ningún resultado golpeando: ha corrido el pestillo. ¿Armo un bochinche, fuerzo la puerta o qué?
—No. Déjele tranquilo por el momento. Sí, ¿qué más?
—Una vieja acaba de entrar por la puerta del patio y con ella viene una chica bonita. La vieja dice que es el ama de llaves. Tiene tendencia a la gordura y es amable. ¿Quiere verla?
—Sí. Las haremos pasar a todas aquí —dijo Hadley, ceñudo—, y estas dos son las últimas. Este asunto se ventilará en seguida. Mándelas arriba, Betts. No les hable de lo que ha sucedido…, sólo hable de un robo.
Indicó a los demás que callasen mientras esperaban. Melson, en tensión, aguardó la llegada de Mrs. Gorson y Kitty Prentice, como si esperara un misterioso final, pero la presencia de las mujeres produjo un anticlímax. Trajo a su mente poca esperanza en cuanto a sospechosos. Ambas entraron con gran alboroto, y en Mrs. Gorson se advertía una impaciente prisa dramática. Era una mujer de fuerte corpulencia, que fue de gran belleza, pero que ahora sólo conservaba afabilidad. Llevaba un sombrero con plumas que daban varias vueltas como una aplanadora; sus ojos castaños eran viejos y bastante saltones, como los de una vaca inteligente, y la falta de los dientes de delante hacía más visibles los dos superiores que todavía le quedaban. Para hablar tenía la manía de echar atrás la cabeza y llevarla lentamente hacia adelante, con la mirada fija en el oyente, mientras la voz se alzaba hasta alcanzar un tono de comedia, como si imitara el viento. Los ademanes correspondían.
—Veo que tiene a la policía dentro, señora —le dijo a Mrs. Steffins, de forma agradable como si se refiriese a una reunión social, y luego volvió a su tono de comediante—. Es terrible, aunque me han dicho que no han robado nada. Tengo que presentar mis excusas por llegar tan inusitadamente tarde, pero nuestro ómnibus chocó con un camión, en la Fulham Road, y el conductor del ómnibus tuvo un cambio de palabras con el que conducía el camión, ¡tremendas palabras fueron, además!
—¡Oh! —exclamó Kitty, asintiendo con energía. Su rostro estaba sonrojado, y el sombrero descolocado.
—No voy a retener a ninguna mucho tiempo —dijo Hadley, con naturalidad—. Tengo el caso a mi cargo y debo formularle una o dos preguntas por cuestión de forma. ¿Su nombre?
—Y nos vimos obligados a caminar hasta casa. Henrietta Gorson. Con dos «tés» —agregó amablemente al ver que Hadley escribía.
—¿Cuánto tiempo lleva en esta casa?
—Once años —las plumas se arremolinaban al echar atrás la cabeza—. No he sido siempre como usted me ve ahora —dijo, sacudiendo aún más la cabeza con pensativa nostalgia.
—Sí, sí. Ahora, Mrs. Gorson, quisiera oír el relato completo de lo que ustedes dos han hecho esta tarde.
—¿Es eso lo que quiere saber la policía? ¿Es eso, ahora? —preguntó Mrs. Gorson, admirada—. Tuvimos una tarde espléndida, se lo aseguro. Nos encontramos en Lyon’s con el fiel caballero de Kitty, Mr. Albert Simmons. Luego nos encaminamos al Marble Arch Pavilion para ver una película musical, una comedia ligera romántica, La princesa de Utopía. El argumento es espléndido. Diré —observó Mrs. Gorson, cruzando juiciosamente las manos— que el desarrollo de la trama recalca los tres principios dramáticos de Unidad, Coherencia y Énfasis, pero el argumento es espléndido.
—¡Oh! —exclamó Kitty, asintiendo con energía.
—¿Estuvieron juntas toda la tarde?
—Sí, desde luego. Después nos dirigimos a casa de los padres de Albert, en Fulham, y es extraordinario cómo perdimos la noción del tiempo hasta que llegó la medianoche. Cuando…
—Gracias —refunfuñó Hadley y pareció más preocupado—. Una última pregunta. ¿Recuerda el penúltimo martes, el veintisiete…?
—El día, Henrietta —interrumpió Mrs. Steffins, vivamente, olvidando sus lágrimas anteriores—, el día, ¿recuerda?, que el querido Horace…
—El día del crimen horrible —dijo Kitty, con fruición—. ¡Oh!
Un inspector jefe hastiado obtuvo finalmente el informe. Ese día, entre las cinco y las cinco y media, Kitty y Mrs. Gorson habían tomado té abajo con una Miss Barber que trabaja en la casa vecina. Kitty había subido el té para Mrs. Steffins y Carver a las cuatro y media; había vuelto a subir, un poco después de las cinco, con más agua caliente y había retirado el mantel a las seis y media, Hadley realizó una última anotación.
—Hay aquí alguien que ustedes pueden haber visto en la Duquesa de Portsmouth, que tal vez les haya hablado. Ese hombre está aquí esta noche… ¡Betts! —llamó Hadley, que evidentemente no quería hacer frente a más histerias—. Llévelas a ver a Ames y luego anote todo lo que quieran decir. Nada más…, gracias.
Cuando se retiraron, Hadley miró otra vez en derredor.
—Ahora todos lo sabrán. Alguien de esta casa acusó a una de estas cinco mujeres de ser el ladrón que mató al detective en Gambridge. Una de ustedes ha sido acusada de asesinato, ¿lo han entendido bien? Le doy una última oportunidad al acusador para que hable. ¿Quién fue?
Silencio.
—¿Quién vio a una mujer que quemaba un par de guantes manchados de sangre? ¿Quién vio una pulsera de turquesas y un reloj robados en poder de uno de ustedes?
Golpeó fuertemente los nudillos contra la mesa.
—Yo no sé de qué está hablando —gritó Eleanor—. Esto es lo primero que oigo. Y por cierto que no maté a nadie en aquellos almacenes. Si lo hubiese hecho, ¿cree que hubiese sido tan tonta como para reconocer que había estado allí?
Pasado un primer momento de susto, Mrs. Steffins se puso pensativa.
—¿No es una suerte que usted sepa dónde estuve toda la tarde el día del aniversario del funeral de Horace? —murmuró, con fría suavidad—. ¡Esto es verdaderamente atroz!
—Y yo también me declaro inocente —dijo Lucía, con una sonrisa burlona—. No se preocupe, presentaré mi coartada… Pero me molesta el mentiroso que hizo una observación como esa, si usted no está engañándonos.
Hadley dijo, suavemente:
—¿Entonces nos autorizan a realizar un minucioso registro de sus cuartos? ¿Ahora?
—Con mucho gusto —repuso Lucía.
—Por cierto que no tengo inconveniente —dijo Eleanor, resoplando un poco—. Registre cuanto quiera, pero tenga cuidado de dejar todo en su sitio.
Mrs. Steffins se irguió.
—¡No admitiré nada de eso! —gritó, y los ojos se le nublaron otra vez—. Sólo registrarán si pasan por encima de mi cadáver. Gritaré. Daré alaridos por el p…, me quejaré al Ministerio del Interior. Me ocuparé de que todos ustedes sean despedidos si se atreven…, ¡oh, mis nervios! ¿No pueden dejar a una pobre…? ¡Además!, ¡ah! Usted sabe que no lo hice. Usted sabe dónde estaba yo. Entonces ¿qué motivo puede tener para querer que registren mi cuarto?
Hadley, cansado, se puso de pie.
—Es todo por el momento —dijo, e hizo un ademán—. Lo dejaremos por esta noche. El cuerpo lo retiraremos ahora; pueden acostarse, si quieren.
Pero el daño quedó hecho en una última insinuación de sospecha; el aire de la casa, ya envenenado, se hizo tan denso que todos parecieron poco dispuestos a retirarse. Mrs. Stiffins esperó a Eleanor, y Eleanor esperó a Mrs. Stiffins, hasta que Hadley dijo:
—¿Algo más? —y ambas salieron a prisa. Lucía Handreth, únicamente, conservó una alegría insensible. Una vez en la puerta, se volvió para mirar por encima del hombro.
—Buena suerte, Mr. Hadley —saludó—. Si usted va a registrar mis dominios, espero que se dé prisa, quiero acostarme. Buenas noches.
El picaporte sonó. Fue el final de la tensión. Melson se sentó soñolientamente, y el cuarto se enfrió.
—Fell —dijo Hadley—, me siento perdido. Tengo la sospecha de que hasta ahora he llevado mal este asunto. El asesino está aquí; el asesino está, en este instante, bajo este techo y al alcance de mi mano. Están todos aquí. ¿Cuál es?
El doctor Fell no habló. Apoyó un codo en el mango del bastón y el mentón sobre su mano grande. La cinta de los lentes se movía por una corriente de aire que venía del cuarto blanco. Fue la única señal de movimiento. Suavemente, con la concisión del punto final, la campana de Lincoln’s Inn dio las tres y media.