—Atiéndale —dijo Hadley, lacónicamente, a Lucía Handreth— y luego vuelva. Quiero que todas las mujeres de la casa vengan inmediatamente —se quedó mirando hacia la puerta que se cerró detrás de ella, escuchando el barullo que había en el pasillo, y le dijo al doctor Fell—: Esto se está poniendo peor que una pesadilla, se ha complicado con el hecho de que a este joven le gustan los melodramas. ¿Dirá la verdad? ¡Hum! Recuerdo que el viejo Hope (es la persona de quien le estuve hablando; la que robó un cuarto de millón de su propio banco) tenía entonces un hijo de siete u ocho años. Si este joven no fuese tan aficionado al melodrama…
Pero Hadley no estaba cómodo. Se secó la frente con el pañuelo y miró su libreta de apuntes como si no tuviese ninguna información útil.
—En eso está equivocado, Hadley —le contradijo el doctor Fell, con voz gruesa—. No le gusta el melodrama, pero lo vive: y no representa un papel estudiado porque pertenece a la errática y verdadera raza humana. A usted le impresiona tanto la emoción, que le lleva a decir que no existe, si alguien no se lo dice en términos normales. Usted sólo entiende los castos sentimientos del ladrón que desea la propiedad ajena. Cuando alguien siente realmente mucho odio o pesar, usted no le considera un interesante problema metafísico como un personaje de Ibsen. (Por esto todas las casas de Ibsen son casas de muñecas). Pierde, por el contrario, la cabeza y habla de melodramas descabellados. Lo mismo que… —refunfuñó para sí, alisándose el bigote, y pareció más preocupado que nunca.
—Creo que ahora sé en qué está usted pensando —dijo suavemente Boscombe.
El doctor Fell se sorprendió.
—¿Eh? ¡Oh! ¿Todavía está usted aquí? —preguntó y resopló, mientras sus ojitos saltaban de uno a otro. Para serle sincero, tenía esperanzas de que se hubiese ido.
—¿Así que estoy bajo sospecha? —preguntó Boscombe, con voz aguda. Su control volvía a aparecer, a pesar de que trataba de adoptar un aire de cínico humorismo. ¿Me considera un monstruo?
—No. Pero le gustaría parecerlo —dijo el doctor Fell—. Esta es su preocupación y su fobia. Usted está lleno de desagradables tonterías, pero yo le creo un farsante. Su cerebro no está a la altura del verdadero diablo que anda detrás de todo esto, y por cierto que usted nunca pensó en matar realmente a Ames…
—Ya se lo dije —repuso Boscombe—. Ya le dije que era una broma para ese jactancioso de arriba, porque estoy cansado de oírle charlar sobre su personalidad en otros tiempos.
—¡Uh!, sí. Eso fue cuando usted pensó que podría ser acusado de asesinato. Pero ahora que sabe que no corre peligro, cree que puede darse el gusto de pasar por un demonio. Sostiene ahora que realmente pensó en el asesinato y lo ventila para alabarse. En cierta manera, usted me molesta, amigo.
Boscombe se echó a reír, y Hadley se volvió.
—Usted cree que no está en peligro, ¿eh? —dijo—. No cuente con ello, pues tal vez me dé el gusto de arrestarle con la acusación de intento de asesinato.
—Usted no puede hacerlo —intervino el doctor Fell, desalentado—. Dañará su reputación de demonio, pero…; miré la pistola cuando la tuvo Pierce… y observé que el silenciador es falso.
—¿Qué?
—No es de ningún modo un silenciador; es simplemente un cilindro de lata pintado de negro, con un gollete delante para darle mejor aspecto. Maldición, Hadley, ¿no se da cuenta de que ha fomentado demasiado su imaginación? Debería saber que en Inglaterra no hay más que media docena de silenciadores verdaderos y son muy difíciles de conseguir; pero todo buen simulador de crímenes asegura que lo ha empleado. ¡Bah! Todo su caso contra Boscombe y Stanley tendría que depender de que Ames hubiese sido matado empleando un silenciador, y ellos podrían burlarse de usted cuando presentara la prueba número uno. Es una suerte, Boscombe, que usted no hiciera que Stanley lo mirara de cerca, porque todavía podría estrangularle por su broma.
Hadley se puso de pie y miró a Boscombe.
—Salgo —dijo.
—Quisiera sugerir… —empezó Boscombe.
—Salga de aquí —repitió Hadley, dando un paso hacia delante—, o dentro de un minuto…
—Antes de terminar este caso —le dijo Boscombe, frunciendo la nariz al retirarse—, usted me buscará para pedirme mi opinión; pero por el momento no me siento dispuesto a ayudarle. Diviértase hasta que se lo diga.
La puerta se cerró. Hadley refunfuñó algo, se restregó las manos y volvió a su libreta de apuntes.
—Lo que más me molesta —declaró— es el enredo del asunto por la espantosa serie de coincidencias. ¡Observe! Alguien de esta casa, anónimamente, le dice a Ames que la mujer que apuñaló al detective de los almacenes vive aquí, ocultando algunas pruebas, pero se niega a ayudar a Ames a entrar. Posteriormente, otro hace entrar a Ames…, para hacerle llegar hasta una trampa criminal, instalada para divertirse por Boscombe y un exinspector de policía que ha estado íntimamente vinculado a Ames. Al dirigirse hacia la trampa. Ames es apuñalado por una tercera persona…, posiblemente la mujer que antes mató al detective de los almacenes. Observando todo este infernal asunto desde la claraboya, hay un joven cuyo padre fue matado por Stanley hace catorce años y también fue perseguido y declarado culpable por Ames. Fell, si las coincidencias llegan más allá, no quiero oírlo. Si fuese una novela, y no la vida real, me negaría sencillamente a creerlo.
—¿Usted cree que son puras coincidencias? —intervino el doctor Fell, meditativo—. Pues yo no.
—¿Qué quiere decir?
—Que no lo creo —afirmó el doctor, con cierta porfía—. Pueden suceder milagros, pero no ocurren a montones como en una actuación de prestidigitadores. Asimismo, muchos de los casos criminales (lamento decirlo) se resuelven por una o dos coincidencias: alguien que mira por una ventana inesperadamente, o que no tiene bastante dinero para pagar el coche, o cualquier otro motivo llevan a la horca al asesino más astuto. Pero el simple azar no puede producir la sarta de mentiras que tenemos aquí.
—¿Usted quiere decir…?
—Quiero decir que todo fue preparado, Hadley. Una miserable pequeña coincidencia es verdadera, pero el resto fue urdido por la imaginación de alguien a cuyo lado resulta insípida la gastada bromita de Boscombe. Esa persona es el mismo diablo. Alguien conocía las historias y las situaciones de las personas de esta casa. Alguien hizo mover a estas personas como en un gambito y provocó esta situación complicada como marco para el golpe final con la aguja del reloj. Hadley, voy a tener miedo de cada persona que encuentre hasta…
—Dispense, señor —dijo el sargento Betts, asomando la cabeza dentro del cuarto—, ¿quiere venir un momento? Hay algo… —cambió de expresión al entrar Lucía Handreth—. Benson, Hamper y el doctor han terminado ya y le informarán antes de retirarse.
Hadley asintió y cerró a prisa la puerta al salir. Lucía le miró, meditativa. La muchacha fumaba un cigarrillo con bocanadas cortas, y con la uña del meñique se quitó un pedacito de papel del labio inferior. Cuando apartó los labios, asomaron los afilados dientes blancos; por encima de Melson, clavó la mirada en el doctor Fell.
—Estoy lista para el interrogatorio de tercer grado de las mujeres —anunció—. Eleanor y Steffins vendrán dentro de un momento. Todavía están peleándose. Don está… tan bien como puede esperarse.
—Siéntese, señorita —la instó el doctor Fell con ese modo alegre y benévolo que reservaba para las mujeres bonitas—. Eh, eh, eh, eh. Me alegro de saberlo. Creo que usted le conoce desde hace tiempo, y así fue como vino a dar con el difunto inspector Ames.
La muchacha sonrió.
—Se han revelado muchos secretos esta noche. Así que no me importa reconocer que somos primos hermanos. Por lo menos, servirá para persuadir a nuestra pequeña Nell de que no tiene motivos para estar celosa —un vivo menosprecio asomó en sus ojos; lo disimuló y contempló su cigarrillo—. Mi madre era hermana de Carlton Hope, o Hope-Hastings, el hombre que ellos capturaron.
—¿Capturaron?
La muchacha apartó rápidamente el cigarrillo; Melson pudo ver sus dientes afilados.
—Él no era más culpable que usted de aquel desfalco, y aún menos si usted pertenece a la policía. ¿Es así? —Lucía le examinó y esbozó una sonrisa—. Le hago el cumplido de decirle que usted no lo parece. Ellos no podían encontrar una víctima, entonces le acusaron, pero luego supieron que no podrían condenarle en juicio público, y entonces… —arrojó el cigarrillo a la chimenea y se puso a caminar de arriba abajo, rápidamente, con los brazos cruzados, como si sintiese frío.
»Don tenía entonces solamente ocho años, y yo trece; así que sé algo más de ello. Lo curioso es que Don cree realmente que su padre era culpable…, porque su madre le hizo creerlo; y se siente avergonzado, tan avergonzado, que oculta nuestro parentesco. Cuando vine aquí, y Don se enamoró de Eleanor, no quería que se supiese que éramos parientes por miedo a que Steffins lo descubriera de algún modo. Sin embargo, odia violentamente a la policía. En cambio, sé perfectamente bien que el tío Carlton era inocente, y yo… —calló y se encogió de hombros, con cansancio—. De nada sirve continuar, ¿no? Algunos son deshonestos, y me atrevo a decir que otros son honestos; pero en este caso no hay mucho que hacer. Soy un poco fatalista.
El doctor Fell sopló la cinta de los lentes para alejarla de la nariz, y refunfuñó amablemente.
—Puede serlo, por supuesto —reconoció—, aunque tal vez no conozca bien el significado del término. Cuando una persona dice que es fatalista, muy a menudo quiere decir simplemente que es demasiado haragana para tratar de cambiar el curso de los acontecimientos; pero sospecho que usted es una luchadora, Miss Handreth —sus soplidos le sacudían la papada y sus ojitos parpadeaban—. Dígame, cuando usted vio que el inspector Ames rondaba por aquella taberna, ¿qué pensó?
La muchacha vaciló, pareciendo cambiar de idea, y con un ademán de entendimiento, contestó:
—Sinceramente, me alarmé. Sabía que yo no había hecho nada, pero… su presencia… —Lucía le miró fijamente—. ¿Por qué iba allí?
Calló cuando Hadley, con una agitación contenida en los músculos de la mandíbula, hizo entrar a Mrs. Steffins y a Eleanor. Ambas estaban sonrojadas. Mrs. Steffins meneaba ligeramente la cabeza sin mirar a Eleanor, pero clavando la vista delante, como si estuviese prestando mucha atención a una de las vitrinas, mientras continuaba un monólogo entre dientes.
—… Y no basta —siguió a la manera de un ventrílocuo, mientras iba ruborizándose— con proceder a una seducción vulgar en la propia azotea de esta casa, donde cualquiera podría estar mirando; destroza el corazón de su pobre tutor, mientras que por cualquiera se gasta los dedos hasta los huesos; y guarda todo, cada penique del dinero que gana, mientras que no contribuye ni con medio penique al sostenimiento de esta casa, donde yo gasto también mis dedos hasta los huesos —una breve pausa—; arriba en la azotea, sobre nuestras cabezas, frente a los vecinos…, cosa que le prevengo que nunca olvidaré hasta que llegue a mi lecho de muerte —aquí las lágrimas brillaron en sus ojos—. Podría pensar a veces un poco en nosotros, pero ¿lo hace? No, y no sólo eso —dijo Mrs. Steffins, de pronto, llegando al ataque de frente y girando en derredor—: le pide, además, a su amante que se quede toda la noche en esta casa, después que usted deliberadamente, en aquella azotea…
—¡Tonterías! Estos edificios son en su mayor parte oficinas —dijo Eleanor, con brusco espíritu práctico—, y ¿quién podría mirar? Lo he averiguado.
Mrs. Steffins se puso fríamente ceñuda.
—Muy bien, señorita. Todo cuanto puede decir es que él no se quedará aquí. Por supuesto que usted es de las que hablan de todo esto con extraños —dijo, alzando la voz sin darse cuenta, con la aparente esperanza de encontrar apoyo en alguno de los presentes—, pero, puesto que lo hace, puedo asegurarle que él no se quedará aquí. ¿Dónde le pondríamos? No con Miss Handreth, le aseguro. ¡Ja, ja, no! —exclamó Mrs. Steffins, sacudiendo la cabeza y haciendo una mueca al sonreír, una sonrisa mezquina, como si viera la intención solapada y siniestra, pero fue lo suficientemente perspicaz para dominarla—. ¡Ja, no!, no con Miss Handreth, le aseguro.
—Póngale en el cuarto de Chris Paull. A Chris no le importará.
—No haremos nada de eso… Además —titubeó—, el cuarto está ocupado, como ve…
—¿Ocupado? —preguntó Eleanor.
Mrs. Steffins apretó firmemente los labios. Hadley, que las había dejado hablar por un motivo personal, intervino.
—Me interesa eso, Mrs. Steffins. Parece que ha habido un malentendido. Se nos informó que Mr. Paull estaba ausente, y nada se nos dijo de que alguien ocupase su cuarto. Si hay alguien allí, debe de estar sordo o muerto. ¿Quién es?
El cambio fue tan notable como rápido. Mrs. Steffins, sensiblera, había mantenido contraído el mentón; luego, como por efecto de uno de esos croquis al carboncillo de un artista impresionista, una serie de arrugas se marcaron en su cara que había sido bonita. Sobre el cuello arrugado, y entre los labios de una cara ligeramente sonrojada, brillaban unos dientes perfectos. Una amplia sonrisa, una sonrisa dental, una expresión desaprobadora en sus ojos violáceos; el porte insinuante de sus fuertes hombros indicaban su atractivo; la voz adquirió un timbre distinto y, en el esfuerzo por hacer resaltar su atractivo, pareció por primera vez algo siniestra.
—Pero se me habrá pasado —dijo, con voz armónica, como parodiando a la BBC—. Mi querido señor…, mi querido inspector…, ¿quién podría estar en el cuarto del querido Mr. Paull sino el propio Mr. Paull?
Eleanor la miró con suspicacia.
—¿Oh? Yo no sabía que estaba aquí, y tiene el sueño ligero. Seguramente habrá…
—Por supuesto, querida, que usted los conoce a todos, ¿no? —dijo Mrs. Steffins, inclinando un poco la cabeza para mirar—. Pero no creo que sea realmente necesario despertarlo. No creía que era necesario decírselo a Johannus, ni a Eleanor, ni siquiera a su amiga Miss Handreth. Y me parece que es de buen tono para un joven pertenecer a buenos clubs, ¿no les parece a ustedes?, porque entonces está con gente, y no va a esas tabernas sucias y desagradables o a la otra clase de clubs donde dicen que las mujeres perdidas bailan muy inmoralmente —una rápida pausa para recobrar aliento—, aunque, por supuesto, si está en clubs y habla con miembros de la nobleza…, tal vez usted conozca la casa de sir Edwin Roxmoor, a tres horas y quince minutos de tren…, tal vez beba demasiado, y sé perfectamente bien…
El doctor Fell se golpeó la frente.
—¡Ya sé! —declaró, con un repentino aire de inspiración—. ¡Por fin empiezo a comprender! Usted quiere decir que está como una cuba.
Mrs. Steffins dijo que eso era vulgar y lo rechazó. Confesó, presionada, que Christopher Paull había llegado aquella tarde hacia las siete y treinta, con muchas copas encima, y que por un misterioso motivo había entrado por la puerta de atrás; ella le había ayudado a llegar hasta arriba, sin que nadie se enterase de su presencia y, por lo que sabía, estaba todavía en su cuarto. Le gritó a Eleanor por haberla hecho hablar, y después enmudeció. Hadley fue hasta la puerta y le dio instrucciones al sargento Betts. Cuando volvió, algo en la expresión de su cara dominó aún a la atractiva Mrs. Steffins. Su verbosidad se desvaneció, y se encerró en un miedo histérico a que el tema tomara un giro desagradable.
—Tengo varias preguntas importantes que formular a cada una de ustedes —dijo Hadley, mirando por turno a las tres mujeres. Lucía parecía natural, Eleanor a la defensiva y Mrs. Steffins lloriqueaba—. Siéntense, por favor —esperó hasta que Melson hubiese adelantado las sillas, luego él también se sentó, y cruzó las manos—. Es tarde, y no las retendré mucho tiempo esta noche; pero quisiera que todas ustedes estuviesen seguras de lo que dicen. Miss Carver…
Hubo una pausa preparatoria mientras leía sus anotaciones. Eleanor se enderezó.
—Miss Carver, a propósito de la puerta que conduce a la azotea. Anoche estaba cerrada con llave, y usted dice que generalmente está con llave. Tenemos motivos para creer que anoche el asesino estuvo en esa azotea unos pocos minutos o inmediatamente después de apuñalar… ¿Quién tiene la llave de esa puerta?
Alguien en el grupo respiró entrecortadamente, pero como estaba de espalda a Melson, no podría decir quién fue. Hizo un pequeño movimiento para poder verle.
—Yo la tenía —repuso Eleanor—. Ahora que usted conoce todo el asunto, no me importa decírselo. Alguien me la robó.
—Mañana quedará cerrada con un candado. Con un candado y clavada… —dijo violentamente Mrs. Steffins, pero la mirada de Hadley la hizo callar.
—¿Cuándo fue robada, Miss Carver?
—Yo… no lo sé. Generalmente la guardo en el bolsillo del abrigo —se tocó la chaqueta de cuero—. Creí que anoche la tenía. Yo…, anoche, cuando me puse la chaqueta, ni siquiera me molesté en asegurarme de que la tenía. Supongo que al salir metí la mano en el bolsillo, automáticamente…, tenía un pañuelo, un par de guantes, algunas monedas y otras cosas en el bolsillo, así que simplemente supuse que estaría entremezclada con las demás cosas. No descubrí que no la tenía hasta que fui arriba…, cuando subí por primera vez —se sentía molesta, entre furiosa y temerosa.
—¿La primera vez?
—Sí. Cuando estos dos —señaló al doctor Fell y a Melson— entraron y me vieron, era la segunda vez. Reconozco que subí por primera vez unos quince minutos antes…; lo recuerdo porque el reloj estaba dando las doce menos cuarto. Llegaba anticipadamente porque habían cerrado la casa temprano y estaba segura de que todos se habían acostado… ¡Oh, no me mire así! —se interrumpió para observar fijamente a Mrs. Steffins, luego agitó los pesados párpados y prosiguió con sereno desafío al enfrentarse a Hadley—. Subí, pues, en la oscuridad y entonces descubrí que no tenía la llave. Pensé que la había perdido. Por eso bajé a buscarla a mi cuarto, y cuanto más buscaba más segura estaba de que la había puesto en este bolsillo; entonces pensé…
—¿Bien, Miss Carver?
—Que alguien me estaba gastando una broma pesada —repuso vehementemente. Miró de frente, abría y cerraba las manos—. Estaba muy segura porque recuerdo que la última vez la puse en un dedo del guante…, en el caso de que alguien viniese a curiosear como lo hacen…, y, además, es una costumbre que tengo con las llaves. No sabía qué hacer; volví al vestíbulo y entonces vi y oí…, usted ya lo sabe.
—Sí. Volveremos a esto dentro de un momento. ¿Cuándo fue la última vez que vio la llave?
—El domingo pasado por la noche…
—¿Y su cuarto está cerrado con llave?
—Oh, no. A nadie se le permite tener llaves en las puertas —dijo y se echó a reír vivamente—, excepto a J.
—No veo motivo —interpuso Mrs. Steffins, encogiendo los hombros en señal de asombro—, no veo motivo, verdaderamente, para que una mujer de treinta años, que gana su propio sueldo…, y estoy segura que mejor sueldo del que jamás soñé pedir cuando fui la acompañante y confidente de una mujer excelente y refinada como la querida difunta Agnes Carver, aunque sin duda tienen distintas ideas los empresarios de teatros…, para que una mujer de treinta años permanezca aquí si no le agrada, después de toda la gratitud que debería tener.
Eleanor se volvió. El rostro suave se había sonrojado aún más.
—Usted sabe por qué —repuso amargamente—. ¿Qué está insinuando con toda su charla y sus lágrimas? ¿Cómo podría ser desagradecida con mi tutor, que me salvó del orfanato cuando me quedé sin padres, pobres como éramos…?, mentirosa…, y usted necesita el dinero y…, ¡oh!, yo sé lo que es usted ¡y estoy harta! He aprendido mucho esta noche y he sido una tonta sentimental, pero ¡de ahora en adelante…!
Hadley la dejó seguir porque sabía que estas cosas producen extraordinaria sinceridad en los testigos. Ahora interrumpió.
—Retrocedamos hasta la segunda vez que fue arriba, Miss Carver… Cuando usted oyó a Boscombe decir «¡Dios mío, está muerto!» —la miró rápidamente— y vio a alguien tendido en el suelo a la sombra de la puerta; usted pensó que era alguien que conocía, ¿no es así?
—Sí —una vacilación—. No sé cómo lo ha adivinado usted, pero creí que era Donald.
—¿Y usted pensó que Boscombe lo había matado?
—Yo…, sí, creo que sí. Yo…, fue horrible, y esto fue lo primero que pensé…
—¿Por qué?
—Odia a Donald. Anduvo rondándome; es muy gracioso cuánto tiempo necesitó para decir lo que quería; estaba nervioso y finalmente se me acercó, resuelto a llegar a algo, ¡oh!, tan diabólico; me puso la mano sobre la rodilla y me preguntó si me gustaría un bonito automóvil y un apartamento…
Mrs. Steffins sollozaba con un desconcierto que le impedía hablar; y Eleanor la miró, traviesa, mientras hablaba a Hadley.
—… yo le contesté: «Muy bien, con tal que me lo ofrezca la persona que me conviene» —se echó a reír—. Entonces dio un salto y repuso: «Hasta me casaría con usted», pero fue tan gracioso que no pude dominarme.
Hadley la observó.
—Aun así —la interrumpió cuando iba a continuar—. ¿Qué le hizo pensar que Hastings pudiese estar en la casa? Por lo general no entraba, ¿no es así? ¿Y cómo pensó que podía haber entrado, si la puerta estaba cerrada con llave?
—Oh, bueno…, tiene la cerradura en el picaporte. Puede abrirse desde el otro lado girando el picaporte, simplemente. Y, ve usted, Don es tan…, tan tonto en algunas cosas, que podía haber sido tan loco como para entrar.
Hadley lanzó una mirada al doctor Fell, que refunfuñó algo en forma distraída y le dio la espalda.
—¿Quiere decir, Miss Carver, que la cerradura está hecha para que cualquiera…, un ladrón, por ejemplo…, pueda entrar por la azotea?
La muchacha frunció el ceño.
—Bueno, antes había un pasador, uno herrumbroso, y una noche se atrancó cuando yo quería subir; entonces Don lo quitó…
—¿Verdaderamente lo hizo? —dijo Mrs. Steffins, con tal tono de frío enojo que parecía confirmar lo anunciado—. ¿Verdaderamente lo hizo? Entonces me parece que tendré algo que decirle a la policía sobre este joven inteligente y desconsiderado…
Hadley se volvió hacia ella.
—Ahora su declaración, Mrs. Steffins —interrumpió bruscamente—; eso es lo que quiero ahora. Quiero una explicación —buscó entre los papeles de la mesa y de pronto tomó la reluciente aguja—. ¿Sabe que anoche un hombre fue matado con esto?
—No quiero verlo, ¡sea lo que fuere!
—¿Y comprenderá que probablemente habrán quedado rastros de pintura en las manos y en las ropas del asesino?
—¿Sí? Me niego a que me miren de este modo. Me niego a que se dirija a mí de esta forma y no permitiré que me haga reconocer que he dicho algo.
Hadley arrojó la aguja sobre la mesa y se inclinó hacia adelante.
—Se le exigirá que explique los rastros que quedaron en una palangana vacía que el sargento Betts encontró en su dormitorio. Hay rastros de jabón y también rastros de pintura dorada. ¿Y bien?