9
EL CRIMEN IMPERFECTO

«Este Hastings», reflexionó Melson, «nunca será un abogado sobresaliente, pero como narrador tiene indiscutiblemente sus valores». Había absorbido a sus oyentes, pues no se oía ni un chirrido, y aun el lápiz de Hadley estaba inmóvil. La cara de Hastings mostraba la mueca de una sonrisa, que le hacía más viejo; su respiración silbaba débilmente.

—Cuando de nuevo miré hacia abajo —continuó—, había perdido el sentido del tiempo, del lugar y de todo, con excepción del rectángulo de luz que no cubría las cortinas. Veía el lado derecho del sillón, que me daba la espalda, pues miraba hacia la puerta, como antes; veía, también, la puerta doble y a la derecha una parte del biombo.

»Stanley, la cara verdosa, estaba de pie con la mano apoyada en el biombo y temblaba tanto como yo. Boscombe, junto a la lámpara, metía balas en el cargador de la pistola automática; parecía un poco nervioso, pero sonreía, y su mano estaba tan firme como esa mesa; alargó la mano y tomó la pistola de la mesa…, que parecía tener un cañón bastante largo, pero un minuto después comprendí por qué…, y empujó el cargador: clic. Entonces Stanley dijo: “¡Oh Cristo! ¡No puedo verlo! ¡Me hará soñar!”. Boscombe examinó otra vez pacientemente el plan completo para asegurarse de que todo estaba listo, y entonces comprendí.

»Siguió el principio, que había expuesto el mes anterior, de que debía ser escogido para el “experimento” alguien que no tuviese probabilidades de ser “una pérdida para la raza humana”. Lo cual —dijo Hastings, volviéndose y arrojando el cigarrillo dentro de la chimenea— era extraordinariamente honesto de su parte. Segundo, la víctima debía ser un zarrapastroso bien conocido en la vecindad, de quien se pudiera pensar que era capaz de cometer un robo. Y había escogido el hombre adecuado, un parroquiano de la taberna cercana, a quien estuvo observando durante una semana. Había tenido cuidado de que, en público, este hombre aparentase guardarle rencor por haberle pedido ostensiblemente al patrón que le prohibiese la entrada.

Alguien en el grupo sofocó una exclamación, pero Hastings no lo notó.

—Con indirectas, había hablado en la taberna del dinero y de los objetos de valor que dejaba sin guardar… Ahora que pienso, por lo que me dijo Eleanor —reflexionó Hastings—, él le compró al viejo un valioso reloj y no usaba ninguna alarma contra ladrones como el viejo; guardaba el reloj simplemente en una caja de bronce. Eleanor le dijo que le gustaba más que cualquier otra cosa de la colección del viejo.

»Todo estaba preparado. Esta tarde buscó al zarrapastroso, asegurándose de que nadie les viese, simuló ablandarse y le ofreció regalarle un traje si venía esta misma noche a la casa a buscarlo. Quedaba así preparada la patraña del “robo”, porque…

El doctor abrió los ojos e interpuso vivamente:

—Calma, hijo. ¿Este ingenioso caballero no tuvo miedo de que el vagabundo…, siempre suponiendo que fuese realmente un vagabundo…, le contara a alguno que Boscombe le esperaba en su casa para darle un traje?

Lucía Handreth abrió grandes ojos.

—Pero ¿no lo sabes, Don? —gritó—. ¿Estabas tan turbado que no escuchaste lo que te dije en el otro cuarto? Ese vagabundo era…

—Repito mi pregunta —interrumpió el doctor Fell—. Calma, Miss Handreth. No se trata aquí de secretos. Ahora no queremos divagaciones.

Hastings se quedó pensativo, considerando la pregunta anterior.

—Boscombe también pensó en esto. Dijo que no le importaba que el tipo se lo contase a todo el mundo; en realidad, esperaba que así lo hiciera. Luego, una vez realizado el crimen, se tomaría como una mentira más del hombre, dicha para excusar su presencia, en caso de que se le hubiese visto rondando la casa; evidentemente, debía de ser una mentira porque Boscombe había demostrado no quererlo.

»Sin embargo, hay algo extraño. Recuerdo que a este respecto Boscombe le dijo a Stanley: “No entiendo esto, pero le dejo a usted la preocupación. Mientras imaginaba una excusa para hacerle venir aquí de noche, tarde, en busca de la ropa, él mismo la sugirió”. Boscombe dijo que creía que este hombre pensaba realmente birlar algo si encontraba una ocasión oportuna.

»Le dijo al tipo que viniese exactamente a las doce, ni antes ni después. Debía tocar el timbre de Boscombe. La casa estaría a oscuras, pero no tenía de qué preocuparse. Si Boscombe no respondía a la llamada querría decir que estaba ocupado arriba en un trabajo intenso y entonces le dejaría la puerta sin llave. Por lo tanto, si el hombre no obtenía respuesta al timbre, debía entrar silenciosamente, sin despertar a nadie encendiendo fósforos ni buscando luces, sino caminar directamente hasta la escalera que encontraría al fondo, y subir…

»Boscombe, naturalmente, nunca tuvo intención de aventurarse a salir de su cuarto al encuentro del vagabundo. Su treta era hacer creer a los demás de la casa que él se había acostado a las diez y media. Y ahora —dijo Hastings, golpeando fuertemente una mano contra la mesa—, ahora viene la diabólica inventiva.

»Alrededor de las once y media Boscombe había bajado a hurtadillas, en la oscuridad, para quitar el cerrojo y la cadena de la puerta de la calle. El tocar el timbre a medianoche era, por supuesto, simplemente para avisarle de que subía el hombre… ¿Cómo? Perdón.

Se volvió, pálido, al proferir Hadley una exclamación. Hadley dio la vuelta a una página de su libreta de apuntes mientras miraba al doctor Fell.

—Esto —dijo— fue lo que oyó Carver a las once y media. Observe que no oyó ni pisadas sobre el pavimento, que es lo que se oye cuando entra alguien; solamente oyó rechinar la cadena. Pero no es lo más importante. ¿Ve usted lo que tiene más importancia?

—Lo veo —dijo Lucía Handreth, inesperadamente. Hadley la miró sorprendido, frunció los ojos, y la muchacha lo enfrentó con desafiante serenidad—. Quiere decir que si el inspector Busy Ames encontró la puerta abierta…, y era de esas personas que encuentran las puertas abiertas…, tuvo un breve espacio de tiempo para rondar la casa antes de tocar, a las doce, el timbre de Boscombe.

—De acuerdo —convino suavemente el doctor Fell—. Se interesaba por un determinado cuarto. Y por esto fue asesinado.

Hadley golpeó la mesa.

—¡Por Dios! ¡Acertó!… Pero Miss Handreth, ¿cómo sabe usted no solamente quién era, sino hasta su apodo? ¿Tiene usted algo que decir sobre esto?

—Cada cosa en su momento. Don está hablando… Ahora, Don, no seas tonto y no te pongas tan violento. Te lo dije hace un rato, aunque no me hicieras caso. Ese vagabundo era el inspector Ames, y en caso de que el nombre no signifique nada para ti…

Hastings fijó la vista. Se cogió la cabeza entre las manos, con los codos apoyados en la mesa, y se echó a reír de una manera espantosa que parecía sollozase.

—Deja de embromar —articuló, y luego la miró medio asustado—. ¡No querrás decir…, que un policía esperaba a otro y que ninguno de los dos sabía…! Mi cabeza…, cálmate…, ¿dónde está el pañuelo?

»Escucha —continuó luego, con un leve deje de diversión en la voz— de todos modos, esto es una buena salsa para la broma. Me recompensa. Me siento feliz, feliz para siempre a pesar del susto que me di.

»Les he dicho que Boscombe quitó el cerrojo de la puerta. Bueno, cuando vi a Boscombe por la claraboya ya tenía todas las cosas preparadas. Un par de zapatos viejos, un par de guantes de algodón y dos pistolas. Una de las pistolas era un revólver Browning, comprado en una casa de empeños, con los números borrados y con la carga completa. La otra era su automática de calibre treinta y ocho, con un silenciador alemán en el cañón, cargada con siete cartuchos verdaderos y uno vacío.

»En su dormitorio tenía un par de macetas con plantas. Después de quitar el cerrojo a la puerta de la calle, sacó un poco de tierra de una de las macetas y, en el lavabo del cuarto de baño hizo con agua barro, con el que manchó las suelas de los zapatos. Luego entró en el estudio, abrió la ventana más próxima al árbol, se sentó en el antepecho y se puso los zapatos. Con los guantes puestos se echó hacia atrás, de espaldas, como un limpia cristales, rompió un cristal, levantó los pies e hizo marcas en el antepecho como si una persona hubiese entrado por allí. Dejó muy poco barro…, lo necesario para hacer esas marcas y para que quedara un rastro muy débil hasta la mesa donde estaba la caja de bronce. Por supuesto que hizo todo esto con las luces apagadas, pero descabelladamente, sólo unos diez minutos antes de que subiera; esto lo comprendí por lo que él y Stanley decían.

»Tuvieron las luces apagadas desde las diez y media, momento en que debía suponerse que Boscombe se había acostado, para que después nadie pudiese decir que había visto luz, y solamente las encendieron fugazmente para asegurarse de que todo estaba listo. Boscombe colocó los zapatos y los guantes, desordenadamente, al revés, sobre el canapé. Tenía una pistola en la mano libre, y la otra, que no había tocado más que con un pañuelo, metida dentro del bolsillo de su robe de chambre.

»Habían convenido que cuando oyeran sonar el timbre, a medianoche, Stanley debía meterse detrás del biombo y observar por la rendija para que nadie pudiese ver luz ni capturar a ese vag…, a ese policía…

Al pronunciar esta palabra, que le sorprendió nuevamente, Hastings hizo las mismas señales inexplicables que antes.

—¡Siga! —ordenó Hadley.

—Disculpe…, ni capturar al policía que subía la escalera.

Boscombe le había dicho que estaría trabajando en otro cuarto; el cuarto exterior se encontraría a oscuras, pero no debía preocuparse por ello. Boscombe le había dicho que simplemente abriera la puerta, subiera y llamara sin hacer ruido… Luego empezaría la fiesta, el alborozado griterío y el hermoso experimento de un hombre en trance de morir —la voz de Hastings se alzó—. En cuanto entrara, Stanley debía asomarse por detrás del biombo, encender las luces junto a la puerta y cerrar ésta con llave.

»Ellos atraparían al conejo antes de que gritara. La víctima encontraría a Boscombe, sonriéndole, sentado en el gran sillón, con una pistola en la mano, y a Stanley, también sonriendo, justo detrás de él. Boscombe también había ensayado lo que iban a decir. La víctima diría algo así: “¿Qué es todo esto?”… “¿Qué significa esto?”, y Boscombe respondería: “Vamos a matarle”.

Hastings se oprimió el dorso de una mano contra los ojos.

—¡Maldición! Oír hablar a Boscombe…, saltando de un lado para otro y gesticulando mientras ensayaba era…, bueno, era igual que una de esas terribles pesadillas en las cuales la gente no se considera humana, sino autómatas con quienes no se puede razonar. Se les ve acercarse cada vez más, sabiendo, por supuesto, que lo van a matar a uno.

»Boscombe explicó cómo le llevarían suavemente hasta la otra silla y le harían sentarse, para ponerle los zapatos viejos con los que le encontrarían muerto. Luego Boscombe le diría: “¿Ve usted aquella bonita caja sobre la mesa? Ábrala. Contiene dinero y un hermoso reloj. Métaselo todo en el bolsillo, que no lo tendrá por mucho tiempo”. Le explicaría exactamente lo que pensaban hacer después que hubieran exprimido toda la sangre de las venas de la víctima y obtenido todas sus “reacciones”, de haberle visto implorar y rogar. Ellos considerarían dónde le matarían, y después de haber gozado con este juego de manera sinuosa, Boscombe retrocedería y le apuntaría al ojo con la pistola con el silenciador.

»“No deseo que sufra”, le oí decir a Boscombe. “No es éste mi propósito”.

Lucía Handreth, que estaba de pie junto a la chimenea, se volvió de pronto y se tapó los ojos con las manos. Gritó:

—Él no pudo…, ni siquiera Calvin Bos… Usted ve…, ¡es demasiado horrible! Debe de haber sido una broma para poner a prueba los nervios de ese hombre, Stanley…, como dijo.

Durante el silencio enfermizo y pesado, Hadley dijo:

—No veo que haya mucha diferencia, si esa es la forma de gastar una broma a un neurótico enfermizo —se aclaró la garganta y finalmente añadió—. ¿Bueno, Mr. Hastings? ¿Qué harían ellos, entonces?

—La diversión terminaría con otro pequeño trabajo. Lo tenderían en el suelo, con los zapatos y guantes puestos, al lado de la caja robada. Le pondrían en la mano el revólver Browning, sin descargar, Stanley le daría un apretón de manos a Boscombe, le agradecería la noche agradable y huiría mientras Boscombe volvía a echar la llave a la puerta de la calle. Boscombe iría entonces a arrugar la cama. Volvería al cuarto, dejando el cartucho usado en el suelo; ocultaría el silenciador y los zapatos del hombre y dispararía al aire un cartucho vacío… Cuando el estrépito del disparo despertara a la casa, Boscombe (que habría repuesto el cartucho vacío) explicaría que se había despertado por un ruido y…

»Lo ve usted. Él no hubiera sido ni por un momento acusado, sino encomiado. “Valiente amo de casa mata a un ladrón armado en defensa propia. Retrato intercalado: Mr. Calvin Boscombe, que se anticipó una fracción de segundo al temerario criminal que amenazó su vida”. —Hastings ahogó su risa desagradable y se inclinó hacia adelante.

»Esto fue lo que debió suceder. Ahora le diré lo que realmente ocurrió.

La puerta del cuarto se abrió suavemente, y entró Boscombe. Nadie se movió ni habló. Todos le miraron fugazmente, sin verle, y luego volvieron la vista hacia Hastings; pero Melson sintió en el aire un murmullo, una repulsión, como si cada uno se hubiese alejado un poco de él. La atmósfera era cada vez más espesa, porque la cara de Boscombe mostraba una sonrisa enfermiza al frotarse las manos. Él los miró a todos, pero nadie le miró a él. Únicamente el doctor Fell le estudió, y en sus ojos se observaba una turbación enigmática. Los labios de Boscombe se crisparon al cruzarse de brazos.

—Una cosa observé… a medida que la hora cero se acercaba —continuó Hastings, aunque su tensión decaía y estaba aún más pálido que cuando había entrado—: Stanley temblaba menos y se ponía un poco más humano…, o inhumano. La mandíbula floja perdió algo de su contracción nerviosa. Los minutos seguían corriendo, hasta que de repente la campana grande en el vestíbulo empezó a dar la medianoche. ¡Dios mío!, ¡sonaba fuerte!, como un trueno el día del Juicio Universal. Pensé que no iba a poderme mover, casi se me ponían los pelos de punta. Y por añadidura, Stanley dijo con una voz que sonó tan fuerte como la campana: “¿Lo va a hacer? ¿Piensa hacerlo?”, y Boscombe dijo: “Sí. Métase detrás del biombo y no eche a perder su parte cuando le toque. Usted encontrará el interruptor de la luz porque hay una luna brillante y he dejado la…”.

»Fue entonces cuando miró hacia arriba.

—¿Le vio a usted? —preguntó Hadley y se adelantó como si Boscombe no hubiese estado allí.

—No. La luz le daba en los ojos y estaba pensando en otras cosas. Su cara era igual a la del ciego que mira a través del cristal. Lo que le distrajo, y me favoreció, fue que en el mismo instante sonó el timbre de la puerta de la calle.

»Esa chicharra debe de estar colocada cerca del techo porque la maldita cosa sonaba como una serpiente de cascabel, justamente debajo de mis manos. Yo salté y casi rodé. Boscombe dijo: “Detrás del biombo. En cinco minutos estará aquí”, y apagó la lámpara de la mesa.

»La luz de la luna penetraba en el cuarto con un débil color azulado. No podía ver a Stanley, que estaba detrás del biombo, pero veía claramente a Boscombe, y delante la luz de la luna sobre la puerta doble y la sombra del gran sillón, densa y oscura. Boscombe, de pie en medio de aquella luz misteriosa, sacudiendo los hombros; oí el golpe seco del seguro de su pistola cuando lo soltó. El timbre de la puerta sonó otra vez, terriblemente, y zumbó un par de veces más: la víctima clamaba por caer en la trampa. Cuando cesó el zumbido (que pareció increíblemente fuerte y nervioso), Boscombe retrocedió hasta el sillón grande y se sentó. Yo le veía inclinado hacia adelante, sosteniendo la pistola con la mano, nerviosa, y la luz de la luna que temblaba sobre el largo cañón azulado…

»Había dicho que en cinco minutos llegaría la víctima. Parecieron diez minutos largos, aunque no lo fueron porque puedo jurar que contuve mi respiración durante todo el tiempo. Un silencio completo reinaba por todas partes. Fuera ni siquiera se oía la bocina de un automóvil, dentro ni el tiro de la chimenea. Pensé que ahora estaría abriendo la puerta de la calle y mirando hacia adentro. Ahora atravesaría el vestíbulo…

»Minutos, horas…

»La tensión aumentaba. Oía crujir la silla de Boscombe. Hasta podía oír su respiración; pero él seguía empuñando firmemente la pistola. Stanley hizo sonar una lata o cualquier otra cosa detrás del biombo. Era como oír el tic-tac de un reloj dentro de la cabeza. Sentí que no podría resistir mucho más, cuando de repente habló Boscombe. No fue más que un susurro, pero el hombre estaba perdiendo su dominio, y la pistola tembló. Dijo:

»“¿Qué diablos le está demorando?”.

»La voz alcanzó un tono descabellado al articular el susurro, se le notaba la angustia, que parecía despedirle de la silla. Se levantó y dio un par de pasos hacia la puerta doble. La luz azulada iluminaba las dos hojas, y de repente me pareció que veía moverse uno de los picaportes. Pero estoy seguro de que oí un ruido…

»Fue un ruido que sonaba del lado exterior de la puerta, como un perro que tratara de entrar, que se tambaleó y manoseó durante unos minutos. Luego, como un estampido, la hoja izquierda se abrió de golpe. Alguien o algo cayó dentro, se apoyó sobre las manos como si estuviese saludando al estilo indio, hizo un esfuerzo y quedó tendido con medio cuerpo dentro del cuarto. Era un hombre que tenía algo brillante en la parte posterior del pescuezo y que trataba de hablar como si tuviese la boca llena de agua.

»Boscombe dijo una maldición y saltó hacia atrás. Al golpear aquel hombre la puerta hubo una especie de chasquido repentino, y Stanley gritó algo detrás del biombo. Por un segundo nadie se movió, a excepción del hombre que se retorcía en el suelo y golpeaba con los talones. Boscombe tropezó antes de llegar hasta la mesa para encender la lámpara.

»La materia brillante era dorada. Lo miré una vez. Luego apoyé la frente en el techo y me sentí tan débil que no pude moverme. Creo que mis zapatos también golpearon…

Hastings calló, se acomodó en la silla y cobró aliento. Continuó más tranquilo:

—Qué me hizo mirar hacia arriba, no lo sé. Puede haber sido un ruido en la azotea, aunque creo que no estaba en condiciones de prestar atención a ruidos en ese momento. Pero miré… hacia una chimenea a mi derecha, y le vi.

»Estaba junto a la chimenea y me miraba fijamente. No sé si era hombre o mujer; la única impresión que tuve fue de una cara pálida y (no sé si lo digo claro) de una malignidad tan poderosa que me sobresaltó. Y vi una mano a un lado de la chimenea. Al moverse, un rayo de luz que salía de la claraboya cayó sobre aquella mano en el momento en que la persona desaparecía de mi vista. Sobre la mano había una mancha de pintura.

Sus ojos se dirigieron hacia el reluciente reloj que estaba sobre la mesa y luego los cerró. Calló tanto tiempo, que Hadley le incitó:

—¿Bueno? ¿Y qué más?

Hastings hizo un ademán.

—Usted sabe lo demás… La primera idea coherente que tuve fue que, si podía evitarlo, Eleanor no debía subir a la azotea, pasando por delante de la puerta de Boscombe y viendo lo que allí había. Pude haber bajado por la puerta de la azotea, pero no había motivo para revelar a la abuela Steffins dónde estaba yo. Pensé que si bajaba, corría hasta la puerta de la calle y… No sé, no estoy seguro de lo que tenía en la cabeza, excepto que debía correr ciegamente a alguna parte y librarme de aquel espectáculo. Llegué al árbol con facilidad. Recuerdo haberme balanceado para alcanzarlo. Es todo lo que recuerdo, además de oír cómo se rompían las hojas, y de pronto ver el árbol al revés, hasta que me desperté. En el cuarto de Lucía, un viejo con barbita gris estaba inclinado sobre mí, y al minuto siguiente sentí que cuando hablaba para contarle todo esto a Lucía me machacaban la cabeza con clavos de acero.

Hadley la miró interrogativo. La muchacha hizo un ademán cínico y se anticipó a su pregunta.

—Sí, inspector. Usted querrá, por supuesto, saber algo de mí. No sé cuánto tiempo después de caer le recogí; no le oí caer… Estaba leyendo en mi dormitorio y debí de haberme quedado dormida…

—¿Usted tampoco oyó nada de lo que pasó en la casa?

—No. Le dije que estaría dormitando en el sillón —vaciló y se estremeció ligeramente—. Algo me despertó; no sé qué fue, pero sé que me sobresaltó. Miré al reloj y vi que era bien pasada la medianoche. Sentí frío y…, bueno, estaba destemplada; no quería molestarme en encender el fuego. Fui entonces a la cocina para calentar un poco de agua y tomar un ponche antes de acostarme. La ventana de la cocina estaba abierta, y oí que alguien se quejaba en el patio. Salí…

—Usted demostró mucha presencia de ánimo, Miss Handreth —le dijo Hadley, con ironía—. ¿Y entonces?

—No mostré gran presencia de ánimo, y me parece que no tiene por qué ser sarcástico. Le hice entrar. Sangraba horriblemente. Pensé despertar a Chris Paull o a Ca… —miró a Boscombe, se dominó, y un brillo asomó por debajo de los párpados, aunque su cara continuaba pálida—, para que Chris me ayudara sin despertar a los demás. Abrí la puerta de mi salita al vestíbulo, vi una luz que se reflejaba desde arriba y oí voces. También vi a Mrs. Steffins, parada en medio de la luz, mirando hacia arriba y escuchando. Observé que estaba completamente vestida. Mrs. Steffins me vio; cerré entonces la puerta y volví junto a Don. Esto fue unos pocos minutos antes de que usted llegara. Cuando el médico vino a ver a Don, Mr. Carver le acompañó y me contó lo que había ocurrido. Cuando Don volvió en sí insistió también en hablar.

La muchacha habló con la voz de sonsonete sin sentido de un policía que presenta las pruebas delante del magistrado. Luego la voz se avivó.

—Por supuesto que cayó solamente desde nueve metros, y por supuesto que las ramas amortiguaron el golpe —agregó Lucía, vehementemente—. Y por supuesto que debe declarar. Pero ¿quiere dejarle irse ahora?

—No tengo nada —interrumpió Hastings, con voz quejosamente alta—. Por el amor de Dios, Luce, ¿quieres dejar de tratarme como a un niño? —se hallaba en tal estado de debilidad, que hasta las cosas de poca importancia adquirían ante sus ojos un matiz espantoso que casi le llevaba al llanto—. Lo has hecho desde siempre, y ya me tiene cansado. Persigo un fin al decirlo, piensen ellos lo que quieran. No tengo nada en especial contra Boscombe. No me agrada —los ojos le relampaguearon fugazmente—, pero no tengo nada contra él. Es ese sinvergüenza de Stanley. Quien sea que haya matado al tipo, sé muy bien que ellos no fueron; pero pensaron hacerlo, y quiero que todos sepan lo sinvergüenza que es Stanley. Quiero que sepan que él fomentó el asesinato, que él estuvo allí y lo presenció…

—Sí —dijo Hadley—, pero usted también.

Hastings se quedó muy callado, y por primera vez muy seguro de sí mismo. Una sonrisa terrible le apareció en la cara.

—No, es diferente —dijo—. ¿No lo he dicho bien claro? —la sonrisa fue convirtiéndose en mueca—. Esto fue lo que acabó con mis nervios: la alegre expectación… Yo lo tenía todo planeado. Contaba con tiempo suficiente. Cuando ellos hubiesen acabado de hablar con la víctima y estuvieran preparados para disparar me descolgaría por la claraboya. Y esperaba que la víctima pudiese luchar con Boscombe; de todos modos, al viejo Bossie le quedarían pocas energías, y yo lucharía con los dos. Tal vez debería explicar que fui figura principal en el equipo de boxeo del colegio. Primero le pegaría a Stanley, golpeándole hasta dejarle hecho una gelatina —calló, respiró hondo, y la sonrisa alcanzó un éxtasis criminal—. Bueno, no importa. Luego cargaría contra los dos con el testimonio de la víctima, y todas las pruebas convenientes que ellos no podrían destruir…, por intento de asesinato. No los van a ahorcar, pero estoy dispuesto a apostarle que aun así arderán sus efigies en una altísima hoguera que se ha construido para el día de Guy Fawkes.

—Pero ¿por qué? Calma, Mr. Hastings. ¿Qué tiene usted contra…?

—Es mejor que se lo digas, Don —insinuó suavemente Lucía—. Las cosas están tan sucias que de todos modos se sabrá. Y si tú no lo haces, lo haré yo.

—Oh, se lo diré. No me avergüenzo de… Mi nombre completo —dijo, ásperamente— es Donald Hope-Hastings. Y ese sinvergüenza mató a mi padre.

Saltó de la silla y se dirigió hacia la puerta. Cuando la cerró detrás de él, se oyó una exclamación de sorpresa del sargento Betts y un golpe seco producido por las rodillas de alguien que caía al suelo.