8
LO QUE VIO DESDE LA CLARABOYA

Sin saber por qué, Melson se sobresaltó al verla. Hadley había pronosticado que dentro de cinco minutos tendría una respuesta a la bomba que había lanzado. De pie junto a la mesa, con una sonrisa retenida debajo del bigote recortado, Hadley sacó descuidadamente su reloj y lo mostró a los demás. Melson observó que las agujas marcaban las dos y cinco, y luego miró hacia la mujer que se había detenido con la mano sobre el picaporte.

Lucía Handreth vestía ahora un traje sastre gris; llevaba su abundante pelo negro enroscado alrededor de la cabeza, y su brillo, a la luz de la lámpara, contrastaba con la cara pálida. Una cara agradable, no del todo hermosa, pero llena de esos impulsos, simpatías y pasiones que la muchacha parecía tratar de dominar frunciendo su boca grande y expresiva y volviendo lánguidos los ojos castaños que estaban fijos en Hadley.

—Adelante, Miss Handreth —dijo el inspector jefe—. La estábamos esperando.

Esta leve mentira pareció sorprenderla. Levantó los dedos y volvió a dejarlos caer sobre el picaporte de la puerta que seguía entornada.

—¿Esperándome a mí? Entonces es usted adivinador de pensamientos. He… estado tratando de decidirme a venir. Sé que corro un riesgo, pero tengo que explicar algo que él nunca dirá, y usted nunca lo comprenderá si no lo sabe. Usted tiene un derecho…, y él insiste en verle —sacudió el picaporte con la palma de la mano—. Es a propósito de la muerte de este hombre, Ames.

Hadley miró de soslayo al doctor Fell.

—Entonces usted sabía que era el inspector Ames —expresó.

—Lo he sabido desde que empezó a rondar por la taberna —respondió la muchacha—. Yo sólo tenía trece años cuando le vi por primera vez, pero nunca le olvidaré. ¡Oh, no! No había cambiado mucho, salvo que había perdido algunos dientes y estaba sin afeitar —tembló—. Creo que él… también sintió algo, aunque, por supuesto, no me reconoció. De todos modos, se mantuvo alejado de mí.

—¿Y usted sabe quién le mató?

—¡Santo Dios, no! Es lo que quería decirle… Solamente sé quién no le mató. Aunque hubiese querido que le matara, y entonces habríamos podido descartar a los demás. Sin embargo —de pronto una sonrisa áspera le asomó a la cara—, como Don es mi primer cliente, yo puedo iniciar los trámites por él… —la muchacha se adelantó, abrió la puerta y habló hacia afuera—. Entre, Mr. Boscombe, esto le va a interesar.

—¡Qué diablos! —gritó un Hadley perplejo.

—Es lo suficientemente raro —dijo la joven—, lo suficientemente bajo y lo suficientemente mezquino para ser un fin adecuado para Ames. Hay en ello una sencillez desagradable. Mr. Boscombe, aquí presente, y ese hombre Stanley se proponían matar a Ames. Por lo menos lo iba a hacer Calvin Boscombe mientras Stanley vigilaba… Don Hastings le vio desde la claraboya. Ellos se proponían ser…, oh, tan indiferentes, desprendidos y científicos, que ningún policía los descubriría cuando cometieran el crimen perfecto. Tenían toda la escena preparada, pero alguien les ganó por la mano. Y cuando esto ocurrió, los dos asesinos perfectos casi se desmayan de miedo y todavía no han vuelto en sí.

Al apartarse de la puerta, vieron a Boscombe, que, cerca de la puerta, con expresión tonta y disimulada e inclinado hacia adelante, trataba de asomarse al cuarto, retenido por el brazo del sargento Betts. Era un cuadro curioso ver a Boscombe contra el fondo blanco de la pared, con su pelo descolorido, la cara afilada y la robe de chambre negra, la cadena de oro de sus lentes bamboleándose al querer entrar al cuarto, librándose de Betts. De una sacudida, el sargento le hizo retroceder; luego, a una señal de Hadley, lo empujó hacia delante, y Boscombe, imperturbable, entró calladamente.

—Aquel hombre de arriba era un inspector de policía, ¿verdad? —dijo mientras se sacudía la ropa para arreglarse.

—¿No lo sabía usted? —preguntó Hadley, con mucha calma—. Usted le ofreció un traje. Sí, era inspector de policía.

—¡Santo Dios! —exclamó Boscombe. Se volvió y se secó el sudor del labio superior.

—Y estoy segura, viejo, que usted y Stanley le habrían matado —dijo Miss Handreth, observándole con aire desinteresado— si el asunto hubiera seguido adelante como usted lo había planeado. El crimen perfecto… —la muchacha se volvió hacia Hadley. El diluvio de palabras le había coloreado las mejillas—. A esto me referí cuando hablé de la parte divertida del asunto; dice Don que por esto debía llevarse a cabo el plan. Boscombe no sabía que Ames era un policía. Y Stanley no sabía quién iba a ser la víctima —Miss Handreth se echó a reír, con los brazos cruzados, y una extraña belleza le iluminó repentinamente la cara—. ¡Y usted, que predicaba la frialdad a ese náufrago nervioso que está arriba, y él emborrachándose con coñac y sacudiendo la mano que apenas podía sostener la pistola…!

Boscombe estaba un poco ofuscado como si se encontrase rodeado y acorralado por enemigos imprevistos. Se volvió impotente.

—Poco esperaba de usted, Lucía… Yo…, usted no comprende. Yo sólo quise darle un escarmiento a ese matasiete grandullón, con su desfachatada charla…

—No mienta —replicó—. Desde la claraboya, Don siguió todos los movimientos de ustedes, y por suerte que lo hizo. Se enteró de la idea hace un mes, cuando usted habló por primera vez a Stanley de «la psicología del crimen» y de «las reacciones del cerebro humano cuando su poseedor se halla frente a frente con la muerte» y todo el resto de su charla venenosa…, para probar que usted era un superhombre…

Hadley golpeó varias veces la mesa. Miró fijamente alrededor. Lucía Handreth, que respiraba hondo, dio un paso atrás.

—Quiero comprender bien —dijo Hadley, con un esfuerzo—. Tratemos de aclararlo —agregó después de una pausa y con voz poco natural—. Usted, Miss Handreth, acusa a este hombre y al viejo Peter Stanley de conspiración de asesinato. ¿Usted dice que ese Hastings no sólo estaba en la azotea y observó todo, sino que lo supo también de antemano?

—Sí. No quién sería la víctima…, eso tampoco lo sabían ellos mismos. Pero que probablemente harían una prueba.

Hadley volvió a sentarse y la miró con curiosidad.

—Esto es algo nuevo en mi experiencia. ¡Por Dios! ¡Yo también creía conocer todas las tretas! Hastings estaba en la azotea, vio la preparación de un crimen ¿y no hizo el menor esfuerzo para evitarlo?

—No lo hizo ni lo hubiese hecho —repuso la muchacha, con voz muy clara—. Esto es lo que quería explicarle. Usted comprende…

Se oyó una voz a través de la puerta entreabierta:

—Permítame que lo explique yo mismo.

»Tengo una manifestación que hacer —continuó la voz— y quiero hacerla antes de que vuelva a perder el sentido».

Entró con poca firmeza, observando sorprendido el avance de sus pies. Era un joven delgado, de hombros fuertes, manos y pies grandes y cara agradable, pero algo distraída, que comúnmente habría tenido una expresión de implacable seriedad. Ahora trataba de sonreír casualmente, con aire de hombre de mundo, para contrarrestar su timidez. Le acompañaban Eleanor Carver y Betts.

No debería hacerlo —protestó vivamente Eleanor mientras le ayudaba—. El médico dijo…

—Bueno, bueno —repuso el joven paternalmente. Con una mirada afable, pero vaga, observó a las personas que le rodeaban. Mostraba raspaduras en la cara, manchadas con yodo, y un vendaje cubría la parte posterior de la cabeza. Parecía sentirse contento de desobedecer las órdenes del médico. Cuando le colocaron en una silla profirió un suspiro de alivio, y su color tomó un matiz menos grisáceo.

—Escuchen —dijo con seriedad—. Ahora se descubrirá todo, y con mi caída tengo miedo de haber armado un barullo, pero hay algo que quiero que se sepa. Créase o no, no me caí del árbol porque estuviese alarmado, ni nada que se le parezca. Yo soy capaz de subir y bajar con los ojos vendados y una mano atada. No sé cómo ocurrió. Me apresuré a bajar y llegar a la puerta de la calle, y no sé cómo… ¡pum!

Hadley hizo girar la silla para estudiar al recién llegado.

—Si se siente bien para llegar hasta aquí —le dijo—, se sentirá bien para hablar. Yo soy el inspector jefe Hadley, a cargo del caso. ¿Es usted el joven que ve que un crimen está a punto de cometerse y no dice nada?

—Sí, estoy en ese caso —repuso Hastings, con calma.

Pero era una calma desagradable. El joven hizo un movimiento brusco que casi le hace brotar otra vez sangre. Sacó un pañuelo, echó hacia atrás la cabeza y se lo apretó fuertemente contra el labio superior. Cuando pudo controlarse, dijo, tembloroso:

—Es decir, casi. Temo que no le gustará a la tía Millie. Estoy dispuesto a hablar, señor. Pero quiero que te retires, Eleanor, y tú también, Lucía. Es mejor que Mr. Boscombe se quede.

—¡No me iré! —gritó Eleanor, y saltó de la silla. Duramente contuvo las lágrimas, y la expresión de su cara, voluptuosamente bonita, se endureció. Miró a Lucía y luego a Hastings—. Tonto —agregó, sin poder retener las palabras—, debiste decírmelo a mí, debiste venir a verme, hacer algo o decirme algo, ¡y no a ella!

—¡Oh, cállate! —dijo vivamente Lucía—. Vete, no mezcles una pelea de familia con un caso de asesinato.

—¿Mientras tú te quedas? —preguntó Eleanor, y rió. Lucía dijo:

—Yo soy su asesor legal… —y calló de repente, sonrojándose, cuando Eleanor volvió a reír. Melson pensó que las palabras, por correctas que fuesen, parecían tontas, y que únicamente cuando las mujeres abogados impresionan es en la universidad antes de graduarse. La brillante Lucía Handreth ciertamente parecía eficaz, pero en este particular embrollo sólo hacía pensar en una bonita morena aguijoneada por la rabia de la mofa femenina. Hadley no llegó a tanto.

—No me propongo convertir esta casa en una nursery o en un patio de recreo —dijo—. Miss Carver, por favor, retírese. Si Miss Handreth insiste en sus derechos legales, podrá quedarse —su voz se volvió dura cuando vio que Boscombe tomó suavemente a Eleanor del brazo—. ¿Usted se va, amigo? ¿No le interesa nada este asunto?

—No —replicó fríamente Boscombe—. Estoy atendiendo los derechos de Miss Carver. Voy a acompañarla como debería hacerlo un miembro de la nursery, y vuelvo en seguida.

No me interesan las declaraciones de…, de tipos que escuchan desde las claraboyas. Por aquí, Eleanor. ¡Vamos! ¿No sabe quién soy yo?…

Cuando la tranquilidad renació en medio de las risitas ahogadas del doctor Fell, Hastings se echó atrás en la silla.

—A menudo he deseado sentar de un puñetazo a este canalla, pero sería un infanticidio —dijo con cierta avidez—. Así que me llama tipo, ¿eh? —dijo Hastings, encolerizándose otra vez—. No tenía ningún rencor especial contra él, e iba a olvidarlo, pero si ese envenenado pequeño…

—Lo que me gusta de esta casa —observó el doctor Fell, con adormecida admiración— es el espíritu de amor, confianza y sana alegría que anima a todos. ¡Ah, las puras alegrías de la vida del hogar inglés! Continúe con su historia, muchacho.

—… Y estoy seguro de que ha tratado de manosear a Eleanor… —continuó Hastings, cavilando. Después de una pausa, sonrió al doctor Fell, como generalmente lo hacía en su confortable presencia—. Usted tiene razón, señor.

»La…, la primera parte es la más difícil de explicar —continuó a disgusto—. Estoy estudiando con el viejo Fuzzy Parker aquí, en Lincoln’s Inn. Dicen que soy bastante bueno para la discusión y que seré un abogado de primera; pero no es tan fácil. Hay que aprender un montón de tonterías.

Y estoy pensando que más bien debí haberme metido en la Iglesia. De todos modos, no parece que progrese mucho, y después de haber pagado la matrícula y encima las cien guineas de Fuzzy no me ha quedado gran cosa. Le digo esto porque fue entonces cuando conocí a Eleanor y…, este…, bueno, en resumen…, empezamos a vernos de vez en cuando en la azotea. Por supuesto que nadie lo sabía…

—Tonterías —interrumpió Lucía con claridad ridícula—. Seguro que los de la casa lo sabían, excepto tal vez la abuela Steffins. Chris Paull y yo lo sabíamos. Sabíamos que estaban arriba recitando versos…

La cara de Hastings manchada de yodo se volvió rosada.

—¡Yo no recitaba versos! Pequeña diab…, no mientas. ¡Oh, santo Dios! Nunca quisiera haber…

—Trataba simplemente de ser caritativa —le dijo la muchacha—. Está bien, si así lo prefieres. Haciendo lo que estuvieses haciendo, aunque me imagino que será un lugar bastante incómodo —Lucía se cruzó de brazos. A pesar de su palidez y de sus nervios, una débil sonrisa crispó los gruesos labios—. Y no tienes por qué sentirte ofensivo conmigo. Chris Paull quiso subir para asomar la cabeza por la puerta y gritar un par de veces: «Soy la conciencia. ¿No tienen vergüenza?», pero se lo impedí.

Por extraño que parezca, esto no pareció remover su enojo, y la miró fijamente.

—Oye —le dijo en voz baja—, ¿quieres decir que fue Paull el que estuvo en la azotea?

Hadley, que había esperado pacientemente, se inclinó hacia adelante. Las palabras de Hastings tenían una nota indefinible de horror. No resonaban como el eco de una broma; evocaban una visión de chimeneas oscuras sobre la ciudad y de algo que se movía entre ellas con un propósito implacable.

—Ha tenido usted suficiente libertad —dijo severamente Hadley. Sus palabras resonaron en el cuarto claro—. Explíquese.

—A cada momento me parecía oírle andar —prosiguió Hastings— o que le veía deslizarse por detrás de una chimenea. Supuse que alguien nos espiaba. No le dije nada a Eleanor, porque de nada servía alarmarla.

»Nuestra primera idea fue que yo llevara mis libros allí arriba, y Eleanor me ayudaría a estudiar. ¡No se sonrían! —miró a los que le rodeaban—. Esto es verdad, ¿y por qué no? Hay allí arriba un espacio plano rodeado por las chimeneas. Eleanor tiene unos cojines y una linterna que guarda en una cómoda en aquel pequeño desván cercano a la azotea; las chimeneas evitan que la luz se vea desde los alrededores… Algunas veces, cuando teníamos la luz encendida, me pareció oír algo que rascaba y crujía; y una vez, algo, que pensé fuese el sombrero de una chimenea, se movió de repente, de modo que pude ver el cielo estrellado por un claro entre las casas. Allá arriba, en el silencio, apartado de todos los ruidos, le vienen a uno locas fantasías y la sensación de que alguien observa aun cuando no haya nadie. Así que verdaderamente no vi a nadie…, hasta esta noche.

Calló, indeciso. El rostro hermoso, pintado con yodo como el de un extravagante comparsa, parecía triste. Miró por encima del hombro, levantó una mano vendada para enderezar el nudo de la corbata en los restos de su disfraz, dio un respingo de dolor y dejó caer otra vez la mano.

—Ahora…, la claraboya. La descubrí, o pensé en vagar por ahí, por esto: normalmente me encontraba con Eleanor a las doce y cuarto. La casa se cierra a las once y media, y así todos tenían tiempo de acostarse. Pero siempre me anticipaba a la hora. Media hora de anticipo. ¡Oh, maldición! —dijo agitado—. Entonces hurgué sin hacer ruido, porque siempre uso zapatos de tenis. Observé aquella claraboya a un lado…

—Un momento. ¿Cuándo fue esto? —interrumpió Hadley, cuyo lápiz había estado activo.

—Por lo menos hace un mes y medio. Cuando hace calor gran parte de la claraboya está levantada. Pero no se puede oír mucho lo que se halla en el cuarto, a menos que se ponga el oído cerca. Y cuando Boscombe tiene la cortina corrida, no se oye nada. Pero aquella noche trepé por la chimenea y me arrastré por encima hasta lograr oír algo. Si hay alguien que sabe que alguna vez estuve en esa azotea, estoy seguro de que no son ellos. Cuando oí aquellas primeras palabras… —tragó saliva—. Boscombe dijo…, «nunca lo olvidaré», dijo: «El problema es, Stanley, si usted tendrá tan sólo el coraje de mirar una muerte. Por otra parte, la cosa es sencilla. A usted le fascina matar. Le gusta». Luego se rió. «Y usted disparó contra aquel pobre diablo de banquero porque creyó que podía hacerlo sin peligro».

Hubo un prolongado silencio. Con su mano libre, Hastings revolvió un bolsillo y sacó la cigarrera para seguir sereno.

—Estas fueron las primeras palabras que oí —continuó, tranquila, pero rápidamente—. Me estiré y miré hacia abajo por la parte del cristal que estaba descubierto. Alcanzaba a ver el respaldo de aquel sillón azul frente a la puerta, donde generalmente está, y la parte de la cabeza de alguien que sobresalía del respaldo. Boscombe iba y venía, frente al sillón, fumando un cigarro y con un libro abierto en las manos. La pantalla estaba ladeada, y yo podía verle claramente la cara. Seguía yendo y viniendo…, yendo y viniendo…, mientras hablaba, con esa risita boba tan suya, y sin quitar los ojos de la persona que estaba en el sillón…

»Es extraño —dijo de pronto Hastings—. Usaba anteojos, y la luz se reflejaba en ellos: lo que no me permitía pescar toda su mirada. Cuando yo era pequeño tenía una tía que se oponía a la vivisección y solía tener un montón de carteles para pegarlos en lugares estratégicos. Uno de los carteles mostraba a un médico… La expresión de la cara de Boscombe me recordó…

»Escuché todo el manso veneno que largaba. Él iba a matar a alguien, sin ningún motivo, ni porque le odiara, sino únicamente para “observar las reacciones” de la víctima cuando la arrinconara y jugara con sus nervios y le dijera que se preparase para morir. O tonterías tan horribles como éstas… quería que Stanley lo acompañara. ¿A Stanley no le agradaba la idea? Sí, por supuesto. ¿Y Stanley, al cometer un crimen perfecto, o simplemente presenciando uno, no quería vengarse así de este policía por cuya causa lo habían echado? Él planearía los detalles, dijo Boscombe. Sólo le interesaban las reacciones de Stanley cuando hiciera frente otra vez al espectro que, más que ningún otro, había hecho fracasar su carrera.

»Yo lograba ver un lado de aquel sillón y parte de la cara de la persona. Pero veía sobre todo su mano apoyada en el brazo del sillón. Cuando Boscombe empezó a hablar de vengarse de la policía, la mano se abría y se cerraba. Luego apretó el puño, que tomó un extraño color amoratado, y volvió a abrirlo. Boscombe seguía yendo y viniendo, con esa robe de chambre, pasando por delante de un curioso biombo amarillo y negro con llamas y diablillos pintados, y mostrando los dientes.

Melson sintió otra vez la sensación nebulosa de pavor que siempre le invadía cuando pensaba en el biombo pintado con el dibujo del sambenito[4], el ropaje que usaban las víctimas de un auto de fe cuando iban hacia el lugar donde serían quemadas. En el cuarto claro, todas las personas estaban animadas, pero nadie se movía. Lucía Handreth dijo en voz baja:

—Creo que el hobby del querido Mr. Boscombe es la Inquisición española.

—Sí, pero estoy pensando —dijo el doctor Fell— que si todos ustedes todavía sostienen la opinión popular de que la Inquisición española fue simplemente una brutalidad absurda, saben tan poco de ella como Boscombe. Pero dejemos esto ahora. Continúe, joven.

Hastings se llevó un cigarrillo tembloroso a la boca, y Lucía le encendió un fósforo.

—Bueno, me arrastré hasta el otro lugar. Estaba nervioso, lo reconozco. Este asunto me hacía tenerle miedo a la azotea y a quien anduviese por ella. Por supuesto que no pensé que hablaban en serio. Cuando Eleanor subió, nada le dije, pero notó que tenía los nervios de punta. Le pregunté quién era Stanley… Una cosa recordaba, y era que Boscombe había dicho «Tendrá que ser un jueves por la noche».

»Esto se me quedó grabado; lo seguía pensando y me intrigaba…; sí, y a medias lo esperaba; lo reconozco…

—¿Esperaba? —interpuso el doctor Fell.

—Espere, señor —dijo Hastings, cortante—, espere un momento. Mi trabajo se fue al diablo, y fui otras noches hasta la claraboya, pero no oí una palabra; ni siquiera un par de noches que vi que Stanley estaba allí. No diré que lo olvidé, pero los pensamientos perversos dejaron de atormentarme, y ese «tendrá que ser un jueves» dejó de repicarme en la cabeza.

»Hasta esta noche. La idea más persistente, lo que me persiguió como un diablillo azul fue: ¿Cómo van a poderlo ocultar? ¿Cómo van a cometer ese crimen perfecto y no acabar en la horca? Pero aun esto se había desvanecido de mi mente hasta esta noche.

»Trepé al árbol a las doce menos cuarto. Lo recuerdo porque la campana del vestíbulo daba los tres cuartos. No llevaba libros; todo lo que tenía, por extraño que parezca, era un diario metido en el bolsillo. Aquel árbol…, ¿lo ha observado usted?…, está frente a una de las ventanas de Boscombe. Esto nunca me causó dificultad, porque las ventanas estaban siempre cerradas y cubiertas por espesas cortinas negras. Pero esta noche observé una cosa curiosa. La luna había salido y se reflejaba sobre los cristales; vi que la ventana próxima al árbol tenía uno de los cristales roto y no estaba completamente cerrada.

»Es extraño cómo trabaja la mente. No hice más que ver ese cristal y pensé que debería proceder silenciosamente para que Boscombe no oyese ruido. Pero cuando llegué a la azotea se me metió en la cabeza echar un vistazo por la claraboya de Boscombe.

»Esperé hasta recuperar el aliento y me arrastré hasta allí.

Tenía que mantenerme agachado en las partes visibles, porque la luz de la luna brillaba, y no quería que me vieran desde otra casa. Entonces oí algo, muy bajo, como un cuchicheo en el cuarto. Sentí un frío repentino y dolor de estómago, mis brazos temblaron hasta el extremo de que casi me caí hacia adelante contra el borde cortante del cristal. Boscombe dijo: “Lo haremos dentro de quince minutos o nunca. Ya es demasiado tarde para echarse atrás”.

»Temblaba tanto que tuve que tenderme cuán largo soy sobre la rampa en declive del techo. El abrigo se me enredó en los brazos y se dobló de tal manera que el maldito diario se salió del bolsillo. Cuando volví la cabeza, pude verle tan…, tan de cerca como a alguien que viene a disparar contra mí. La luna lo iluminaba, y leí: “Jueves, 4 de septiembre…”. Lanzó un profundo suspiro. El fuego había consumido un lado del cigarrillo. En medio del silencio, continuó:

—Luego Boscombe habló otra vez, y supe cómo lo iba a hacer…