A Melson le parecía que cada vez que veían a Johannus Carver se había puesto una prenda más. Ahora se trataba de una chaqueta de fumador sobre el pijama, agregada a los pantalones color sal y pimienta. Era como si pensase qué hacer, al ver su casa invadida y en cada intervalo subía la escalera para ponerse otra prenda, aunque sólo fuese para aparentar actividad. Su primera mirada fue hacia las vitrinas que contenían los relojes. Luego observó atentamente la pared de la derecha de la habitación…, mirada que ellos no interpretaron ni entendieron en absoluto hasta que el caso tomó un giro más tremendo. Sin el cuello, el pescuezo arrugado parecía flaco y huesudo, y la cabeza demasiado grande. Los ojos apacibles parpadearon por el humo del cigarro. Su sonrisa cambió de pronto cuando vio el minutero, aparentemente por primera vez.
—Sí, Mr. Carver —insinuó suavemente Hadley—. ¿Lo reconoce?
Carver extendió la mano, pero la retiró.
—Sí, por cierto, sin ninguna duda. Es decir, así lo creo. Es el minutero que se quitó de la esfera que hice para sir Edwin Paull. ¿Dónde lo encontró?
—En el pescuezo del muerto, Mr. Carver. Fue matado con esto. Usted miró el cuerpo, ¿no lo vio?
—Yo… ¡Santo Dios, no! Yo no busco estas cosas en…, bueno, en el pescuezo de los ladrones —repuso Carver, con un tono de protesta en su voz—. Es espantoso e ingenioso. ¡Por Júpiter! —se puso pensativo y miró hacia un estante con libros situado sobre un escritorio—. No puedo recordar, en toda la historia de…, ¡es extraordinario! Cuanto más pienso…
—Volveremos a esto más tarde. Siéntese, Mr. Carver. Quiero formularle varias preguntas…
Contestó a las primeras algo distraídamente, sentado con el cuerpo encorvado, mientras fijaba la vista en el estante con libros. Vivía en la casa desde hacía dieciocho años. Era viudo, la casa había pertenecido a su mujer. (Por ciertas vagas digresiones Melson comprendió que el hogar de Carver se había sostenido gracias a una anualidad que dejó de recibir cuando murió su mujer). Eleanor era hija de una antigua amiga de la difunta Mrs. Carver (que era inválida); y se habían hecho cargo de ella a la muerte de sus padres porque no podían tener hijos. Mrs. Millicent Steffins era también una herencia, pues era una amiga que atendía fielmente a Mrs. Carver durante su enfermedad. De lo que se deduce que la difunta Mrs. Carver se había rodeado de personas que eran verdaderas joyas.
—¿Y los inquilinos? —insistió Hadley—. ¿Qué sabe de ellos?
—¿Inquilinos? —repitió Carver, como si la palabra lo sorprendiera, y se refregó la frente—. Ah, sí. Mrs. Steffins dijo que era necesario alquilar una parte de la casa. Usted quiere saber algo de ellos, ¿es eso? ¡Hum! Bueno. Boscombe es inteligente. Creo que tiene mucho dinero, pero, sinceramente, no le hubiese vendido ese reloj Maurer si Millicent…, Mrs. Steffins…, no hubiera insistido —caviló—. Luego está Mr. Christopher Paull. Es un joven muy amable. Se emborracha y a veces canta en el vestíbulo, pero socialmente está muy bien relacionado, y a Millicent le gusta. ¡Hum!
—¿Y Miss Handreth?
Otra vez asomó un débil destello de diversión en los ojos de Carver.
—Bueno —dijo con desgana—, Miss Handreth y Millicent no se entienden, así que oigo hablar mucho de ella. Pero no creo que le interese saber que no tiene clientes para asuntos legales y que no usa camiseta en invierno y que probablemente lleva una vida inmoral, ¡hum!, especialmente puesto que de la mayor parte de estos informes es algo que la verdad o falsedad mi edad me impide verificar… ¡Hum!, ha estado aquí poco tiempo. El joven Hastings la trajo y le ayudó a instalarse. Son viejos amigos, y por eso creo que Millicent sospecha lo peor…
—¿El joven Hastings?
—¿No se lo dije? Es ese «Donald» de quien hablaba, el joven que se cae de un árbol cuando viene a ver a Eleanor. Tengo que hablar con él al respecto. Puede lastimarse… Oh, sí, él y Miss Handreth son viejos amigos. Así conoció a Eleanor.
Aquí Carver pareció tropezar con una idea, como si quisiese recordar algo; pero parpadeó, se refregó la mejilla y lo olvidó.
—Finalmente, Mr. Carver —continuó Hadley—, ¿usted tiene una segunda ama de llaves…, una tal Mrs. Gorson… y una criada?
—Sí. Mrs. Gorson es una mujer extraordinaria. Creo que ha sido actriz. Habla con un tono orgulloso, pero tiene mucha disposición para cualquier trabajo, por pesado que sea, y se lleva bien con Millicent. Kitty Prentice es la criada… Ahora que usted conoce a la gente de la casa, ¿quiere contestarme a una pregunta?
Algo en la voz del hombre retuvo a Melson. No levantó la voz, ni se movió. Pero repentinamente adoptó la fría vigilancia de un luchador detrás de un escudo.
—Me parece que usted cree —dijo bruscamente— que una de las personas de esta casa robó la aguja de la esfera y que por algún motivo insospechado mató al hombre que está arriba. Sin duda tendrá usted alguna causa para pensar así, aunque parece ridículo. Pero me gustaría saber: ¿de quién de nosotros sospecha?
Esta vez miró hacia el doctor Fell, que seguía con la vista el resto de su cigarro, peligrosamente sentado en una silla liviana. La inesperada pregunta no sorprendió a Hadley.
—Tal vez usted pueda saberlo mejor —insinuó, inclinándose hacia adelante—. ¿Es cierto que muchas personas de esta casa tienen costumbre de frecuentar una taberna en Portsmouth Street?
De nuevo, apaciblemente, Carver había vuelto a ponerse en guardia.
—Oh, sí. Voy a menudo con Boscombe, y Miss Handreth a veces va con Mr. Paull. Ahora quisiera saber —dijo, frunciendo ligeramente el ceño— cómo se enteró usted. Pensándolo bien, recuerdo que el «hombre de arriba» hacía frecuentes y a veces penosos esfuerzos para entablar conversación con todos nosotros.
—¿Y a pesar de esto le fue difícil reconocerle cuando le vio muerto arriba?
—Sí. La luz…
—Pero ¿le reconoció? Sí. Era relojero, Mr. Carver, y se presentó a usted como tal. Pero no le reconoció arriba, dijo que no, a pesar de que era de su misma profesión. ¿Por qué no lo dijo? ¿Por qué «el ladrón» y no «el relojero»?
—Porque no era relojero —explicó Carver, suavemente, frunciendo el ceño—. En tanto que resultaba evidente que se trataba de un ladrón.
La expresión de Hadley apenas se alteró, pero notó que había sorprendido a uno de los testigos más difíciles de su carrera y que sólo ahora se daba cuenta.
—Se presentó como tal —continuó Carver, aclarándose la garganta—. Pero comprendía que no lo era por las primeras palabras que dijo. Señaló al reloj de la taberna y se refirió a él como el «reloj». Todo relojero dice el «cuadrante». Es la palabra acostumbrada, la única palabra. Luego me pidió trabajo. Yo tenía en el bolsillo un reloj que estaba componiendo para, ¡hum!, para un amigo, y dije: «Amigo, usted ve que tengo que colocarle una cuerda nueva; es un reloj de valor, le dije, así que no lo toque, pero explíqueme cómo haría usted para colocarle la cuerda». Murmuró alguna tontería sobre sacarle el resorte.
La carcajada de Carver resonó en el cuarto lleno de humo. Por primera vez demostraba cierto entusiasmo.
—«Bueno», le dije, «explíqueme entonces cómo se coloca un cilindro nuevo y una péndola. Vamos, esto es muy sencillo, pero usted no lo sabe. En realidad, usted no sabe nada de relojes, ¿no es así? Acepte esta media corona y váyase al comedor y no me moleste más».
Hubo un silencio. Hadley renegó por lo bajo. Pero Carver no había terminado.
—No —afirmó, sacudiendo la cabeza—, no era relojero. ¡Hum!, en ese momento, señor, sospeché que podría ser un inspector de policía o un detective privado.
—¿Tenía algún motivo para pensar que un inspector de policía pudiese interesarse por sus movimientos? —preguntó Hadley.
—Por todos nuestros movimientos. No, no, en absoluto, señor. Pero observé que cuando Boscombe habló con el patrón para que tratara que ese tipo no nos siguiera los pasos y no nos molestara (especialmente porque rara vez pagaba las bebidas), es decir, que no le dejara entrar, el tipo se quedó —Carver se frotó la mejilla, reflexionando—. He observado, ¡hum!, que solamente los gatos y los policías pueden estar en las tabernas sin pagar sus bebidas.
Hadley apretó las mandíbulas, pero no se movió, y dijo:
—¿Mr. Boscombe quería que echaran a este hombre de la taberna y, sin embargo, después le ofreció un traje y no le reconoció cuando le vio muerto?
—¿Así ha sido? —preguntó el otro con cierta cortesía—. Bueno…, este…, usted verdaderamente tendrá que preguntarle a Boscombe. Yo no sé.
—Y puesto que usted conoce tan bien las tabernas, ¿notó si alguien de su casa mantuvo conversaciones privadas con este hombre?
Carver meditó, pareciendo algo fatigado.
—Estoy casi seguro de que no. ¡Oh! Con la posible excepción de Mr. Paull. Pero Mr. Paull, como él dice, bebería hasta con un arzobispo, si no tuviese otra persona a mano.
—Comprendo… ¿Alguien comentó esta terrible persecución?
—Yo…, este…, creo que Miss Handreth dijo que un día lo matarían. Parecía preocupada.
—¿Él la molestaba?
Carver miró extrañamente al inspector jefe, por debajo de sus delgados párpados arrugados.
—No. Creo más bien que la evitaba. Pero entonces…, es difícil de admitir…
—¿Mrs. Steffins o Miss Carver han ido alguna vez a la Duquesa de Portsmouth?
—Nunca.
—Llegamos a esta noche. Creo que usted le dijo al doctor Fell que a las diez cerró con llave la puerta de la calle y echó la cadena. Luego subió…
Carver se inquietó.
—Sé, inspector…, ¿es usted inspector?… Sé que la policía quiere que la gente sea minuciosamente exacta. Yo no fui instantáneamente arriba, ¡hum!, como quien dice volando. Fui primero a mi taller para ver si la alarma estaba puesta —dijo, señalando hacia la izquierda, hacia el cuarto de delante que da a la calle—. Luego vine aquí para asegurarme si la alarma estaba puesta en la caja de hierro de la pared. Por último, fui al cuarto de Millicent —señaló hacia la pared de la derecha— a desearle buenas noches. Había estado ocupada con sus pinturas en porcelana y dijo que tenía dolor de cabeza y que se iba en seguida a la cama; en efecto, como se lo dije al doctor Fell, Millicent me pidió que cerrara…
—Continúe.
—Fui al cuarto de Boscombe en busca de algo para leer. Intercambiamos hobbies y…, ¡ah!, esto le va a interesar, doctor Fell. Tomé sus Lettres à un gentilhombre russe sur l’Inquisition espagnole, el libro de Lemaistre. He estado estudiando la Historia de los Heterodoxos españoles[3], de Menéndez Pelayo, pero mi español es pobre, y prefiero a Lemaistre.
Melson ahogó un silbido. Ahora descubría el motivo que explicaba los extraños dibujos pintados en el biombo de cuero y en la caja de bronce que estaba sobre la mesa del cuarto de Boscombe. El hobby de este enigmático Mr. Boscombe era la Inquisición española. Melson miró al doctor Fell, quien abrió los ojos y dejó escapar un suspiro ronco como si le hubiesen despertado.
—Lo despachó pronto, ¿no? —preguntó el doctor Fell.
—No me quedé mucho rato, inspector. Luego fui a mi cuarto de delante, leí alrededor de una hora y me dormí. Eso es todo lo que sé hasta el momento en que Eleanor me despertó.
—¿Está seguro de esto? —preguntó Hadley.
—Por supuesto, ¿por qué no?
—Cuando usted fue al cuarto de Mr. Boscombe, Mr. Peter Stanley todavía no había llegado…, según le dijo usted al doctor Fell. No discutiremos sus poderes de observación —dijo Hadley, sin quitar los ojos de la cara de Carver—, sino solamente su declaración.
—Yo…, yo ciertamente no lo vi.
—No. En realidad usted ha declarado concluyentemente que llegó más tarde. Usted dijo que él había tocado el timbre de Boscombe, y que Boscombe bajó a abrirle. Esa puerta tiene una cerradura complicada y una cadena que mete mucho ruido. Esta es la explicación que usted dio de que la puerta estuviese accidentalmente abierta y que el «ladrón» haya podido entrar después. Supongo que usted duerme con la ventana abierta, ¿no?, y justamente encima de esa puerta. ¿No oyó que dejaban entrar a alguien?
Carver, refregándose la mejilla, miró hacia las vitrinas.
—Lo oí —contestó de pronto—. ¡Por Dios!, pensándolo bien, ¡lo oí! Mucho después, cuando me quedaba dormido me pareció oír a alguien que tanteaba la puerta. Tal vez haya sido a eso de las once y media.
Parecía agitado, pero intrigado. Hadley le observaba atentamente.
—¿Fue entonces una media hora antes de que se cometiese el crimen? Sí. ¿Oyó voces, pasos, y que la puerta se abría y se cerraba?
—Bueno…, no. Usted ya sabe que estaba medio dormido. Todo lo que puedo jurar es que abrieron la puerta, porque el riel de bronce en que se engancha el remate de la cadena está torcido. Produce un chillido si no se trata suavemente. Esto es lo que recuerdo. Algunas noches lo oigo cuando la gente regresa tarde.
—¿Y eso no le sorprendió, a pesar de que sabía que todos estaban en casa cuando usted cerró?
Melson tuvo la sensación de que los nervios de Carver se debilitaban, aunque conservaba su aire de tonta naturalidad. Posiblemente Hadley pensó lo mismo.
—Mr. Paull no estaba en casa —respondió Carver, después de una vacilación—. Estaba pasando unos días en el campo con su tío, sir Edwin. Sir Edwin encargó el «cuadrante» que fue…, sí. Pensé que Christopher había regresado de improviso. Quería decirle que necesitaría varios días para reemplazar las agujas. Por otra parte, el «cuadrante» no está dañado, excepto la clavija y las arandelas… que sujetan las agujas al eje…, que también han sido robadas.
Hadley se inclinó hacia adelante.
—Llegamos ahora al reloj y también a algo más que le han robado. Usted terminó y pintó el reloj ayer…
—No, no. En interés de la más estricta precisión, lo terminé y lo probé hace dos días. Me dio bastante trabajo, aunque es un péndulo corto común, nada complicado. Anteayer le apliqué el esmalte a prueba de agua… No, no —explicó con cierta irritación, al desviar Hadley la vista hacia el minutero—, el dorado no. El esmalte que permite que un reloj resista a la intemperie los cambios de tiempo. Hace dos noches lo puse en el lavadero, al aire libre, para que secara más rápidamente. No pensé que ningún ladrón se pudiera llevar un mecanismo que pesa más de ochenta libras. En ese lugar, donde estaba al alcance de cualquiera, nadie lo tocó…
Melson oyó que el doctor Fell sofocó una exclamación.
—… y anoche le apliqué el esmalte dorado. Luego lo traje hasta aquí, lo metí en este armario y lo cubrí con una tapa de vidrio grande para que el esmalte fresco no se ensuciara.
Y siempre echo la llave a este cuarto, a pesar de la alarma contra ladrones de la caja de hierro. Entonces, durante la noche, cuando la puerta estaba cerrada y la llave en mi poder, alguien abrió la cerradura de esta puerta y se llevó las agujas. Inspector, ¡es extraordinario! ¿Quiere usted que se lo demuestre?
La cara de Hadley tenía una expresión violenta, pero hizo un ademán cuando Carver quiso levantarse.
—Dentro de un momento. ¿Quiénes sabían que el reloj estaba aquí anoche?
—Todos.
—¿Quitar las agujas habrá sido una tarea difícil? Me refiero para una persona inexperta.
—En absoluto. En este caso es muy sencillo. Aseguré la clavija con una chaveta; por tanto, puede quitarse con un destornillador. En verdad, puede necesitarse algún tiempo para retirar ambas agujas del eje, pero… —Carver alzó sus fuertes hombros y accionó cansado. Ahora parecía débil y preocupado.
—Por el momento quiero hacerle una sola pregunta más. Pero es importante. Tan importante —recalcó Hadley, con una suavidad que llamó la atención distraída de Carver—, que si no me contesta con franqueza puede resultar muy peligroso para usted —hizo una pausa—. Lo diré con toda precisión. Quiero saber dónde estaban usted y todas las demás personas de la casa, especialmente las mujeres, el martes veintisiete de agosto, entre las cinco y media y las seis de la tarde.
Carver se quedó verdaderamente perplejo. Después de un silencio, dijo:
—Quisiera ayudarle. Pero francamente, no lo sé. El martes… No llevo control de las fechas. No lo sé. ¿Cómo puedo establecerlo con exactitud?
—Usted recordará este día —dijo Hadley, impasible—, aunque olvide todos los demás del calendario. Fue el día en que robaron un valioso reloj de su pertenencia en la exposición de Gambridge, en Oxford Street. ¿Usted no ha olvidado eso?
—No sé, todavía no lo sé —repitió Carver, después de un silencio tremendo—. Pero ahora entiendo un poco mejor. Este hombre era un inspector, y usted cree que la persona que le mató es la misma que mató al pobre hombre de los almacenes —habló con voz apagada, como abstraído, y apretó los brazos del sillón—. ¿Y cree que ha sido una mujer? ¡Usted está loco!
Hadley hizo un ademán significativo a Melson; un ademán para que moviese el picaporte y dejase la puerta ligeramente entreabierta. De pie, de espaldas a la puerta, Melson sintió los latidos del corazón cuando suavemente la entreabrió un poco. Tenía la sensación de que la casa entera esperaba y escuchaba.
Luego habló Hadley. Sus palabras sonaron claras en la quietud de la noche.
—Alguien de esta casa ha acusado a otro de asesinato —declaró—. Por el último informe del inspector Ames, entregado a Scotland Yard esta tarde, conocemos el nombre del acusador. Si dicha persona quiere repetirnos este cargo, muy bien. Es lo más que puedo prometerle a usted, Mr. Carver. De otra manera, tendremos que arrestar al acusador por cómplice después del hecho y por ocultar una prueba importante en una investigación capital.
Rápidamente hizo otro ademán a Melson, que cerró la puerta, y Hadley reanudó su tono normal.
—Mr. Carver, le doy esta noche para que trate de recordar dónde pasaron esa media hora las personas de esta casa —dijo—. Gracias, eso es todo.
Carver se levantó. Su andar no era firme al salir del cuarto, e hizo varias tentativas para poder cerrar la puerta. Melson sintió que la casa estaba agitada, las palabras aquellas todavía resonaban, y habían traído el terror. En la espesa quietud de la sospecha, el doctor Fell arrojó a la chimenea el resto de su cigarro apagado.
—¿Esto ha sido hábil, Hadley?
—He arrojado una bomba. ¡Maldición, pero tuve que hacerlo! —replicó Hadley, y se puso a caminar por el cuarto—. ¿No ve usted que es el único modo de emplear nuestra ventaja? Estaría todo muy bien si pudiese ocultar que Ames era un inspector de policía…, entonces me apuntaría un tanto. Pero no es posible. Mañana se sabrá, y aunque no salga mañana, aparecerá en la investigación pública al día siguiente. Todos sabrán por qué Ames estaba aquí… Y antes de que comprendan que no sabemos cuál de ellos acusó a una mujer de esta casa de haber apuñalado al detective de los almacenes, tenemos que hacer hablar al acusador. ¿Por qué él…, o ella…, no habría de hablar? Él acusó a alguien de asesinato ante Ames. ¿Por qué no habría de hacerlo ante mí?
—No sé —admitió el doctor Fell, rizándose un mechón de pelo—. Es otra de mis preocupaciones. Pero no creo que él…, o ella…, lo haga.
—Usted cree en el informe, ¿no?
—No se trata de eso. Lo que me molesta es esta excesiva cautela por parte del acusador. Podría venir a hurtadillas y hacer confidencialmente su acusación. Pero ahora que usted ha propagado una llamada pública, y que todo el mundo lo sabe, se ha armado un alboroto…
Hadley asintió ásperamente.
—Un alboroto es lo que queremos —dijo—. Si alguien en la casa ha visto cualquier cosa sospechosa, lo sabremos. Y si lo que he dicho no despierta el temor de Dios en quien formuló aquella acusación, no sirvo para juez de la naturaleza humana. Esta persona tendrá que tener una prudencia de hierro para permanecer callada ahora. Fell, le apuesto que antes de cinco minutos alguien golpea esta puerta con una novedad para nosotros… Entretanto, ¿qué piensa de lo que ha dicho Carver?
El doctor Fell golpeó caprichosamente el borde de la mesa con un bastón.
—Pienso en dos cosas —refunfuñó—. En una que no entiendo, y en otra que sí entiendo. Imprimís, nadie se preocupó, como dijo Carver, de robar las agujas del reloj cuando estuvo en un lugar que cualquiera hubiese podido llegar sin dificultad. El ladrón esperó hasta que el reloj estuvo bajo llave y, lo peor de todo, hasta que estuvo pintado. Si pensó en utilizarlo para el crimen, ¿por qué correr el riesgo innecesario de que se le ensuciaran los guantes y las ropas con un barniz aceitoso mezclado con trementina que precisaría nafta para quitarlo? A no ser, es decir…, a no ser…
Se aclaró la garganta con un ruido estruendoso.
—Arrumf. ¿Sugestivo, eh? —dijo y miró de soslayo hacia Hadley—. Ahora viene el punto que sí entiendo. Carver oyó mover la cadena de la puerta de la calle a las once y media. Dijo al principio que pensó que podría ser ese individuo Paull, que regresaba inesperadamente. Después, cuando se enteró de la presencia de Stanley en la casa, pensó que debió de ser Boscombe, que recibía a Stanley. Boscombe confirmó…
—¿Y mintió?
—Y mintió, si usted lo mira como yo —convino el doctor Fell; resoplando sacó otra vez la cigarrera. Melson miró a uno y a otro.
—Pero ¿por qué? —preguntó, encontrando por primera vez su voz.
—Porque está bien claro que Stanley ya se encontraba en la casa —dijo el inspector jefe—. Me parece que Fell tiene razón. Los dibujos de biombo de cuero en el cuarto de Boscombe son muy sugestivos. ¿Cuál era la situación? Detrás del biombo había un infiernillo de gas sobre una mesa, y alguien había derramado recientemente una botella de leche y volcado una lata de café. No fue Boscombe. Su alma cuidadosa hizo que deseara ir rápidamente a limpiarlo en cuanto Fell lo mencionó. Sí, Stanley estuvo oculto detrás de aquel biombo… Estuvieron fumando y bebiendo, pero todos los ceniceros habían sido vaciados, y los vasos estaban limpios, para dar la impresión de que solamente una persona, Boscombe, se hallaba en la habitación.
—¿Simplemente para engañar a Carver?
—No solamente para engañar a Carver —dijo el doctor Fell—. Para engañar…
Se oyó un golpe a la puerta.
—¿Puedo entrar? —preguntó una voz de mujer—. Tengo algo bastante importante que decirles.