—Continúe —dijo el doctor Fell—. ¿Qué más?
Hadley recorrió con la vista la breve hoja diligentemente escrita. Arrojó su sombrero y se soltó el abrigo, como buscando auxilio. Su fastidio aumentó.
—¡Maldito sea el misterioso bandido! Dice…, ¡hum, hum! No hay una sola palabra precisa en todo el asunto, a no ser que haya algo en un informe anterior. Después que Stanley le ganó por la mano en el caso Hope-Hastings, no hablaría así si no estuviese preparado para pedir una orden de arresto… —de repente Hadley levantó la vista—. ¿Mis oídos están tan confusos como mi cerebro, o no le he oído a usted mencionar hace un momento un nombre como Stanley?
—Lo ha oído.
—Pero no es…
—Es el Peter Stanley que ocupaba, hace unos doce o trece años, su puesto. Ahora está arriba. Y esto era lo que quería preguntarle. Recordaba de manera vaga que había renunciado, o algo así, pero no podía precisar los detalles.
Hadley miró hacia la chimenea.
—«Renunció» por haber disparado sobre un hombre desarmado que no ofrecía resistencia al arresto —dijo Hadley, ásperamente—; y además por apresurar un arresto para ganar méritos, cuando el pobre Ames no había logrado todas las pruebas. Lo sé muy bien. Obtuve mi ascenso en el lío; fue en la reorganización de 1919, cuando se crearon los Cuatro Grandes. No fue enteramente culpa de Stanley. Insistió en cumplir servicio activo durante la guerra; sus nervios estaban hechos pedazos, y no se encontraba en condiciones de que se le confiara nada mayor que un matagatos. Por esto le permitieron «renunciar». Pero le metió cuatro balas en la cabeza al viejo Hope, que era un banquero prófugo y tímido como un conejo —Hadley se sintió molesto—. Esto no me gusta nada, Fell. ¿Por qué no me dijo que estaba mezclado en este asunto? Esto…, bueno, será un descrédito para la Policía si algún diario lo desentierra. En cuanto a Stanley… —frunció los ojos y calló.
—Por el momento tiene usted preocupaciones más apremiantes, muchacho. ¿Qué dice Ames en el informe?
Con un esfuerzo Hadley volvió al tema.
—Sí…, no, por supuesto que no puede ser. ¡Al diablo con la suerte! ¡Esto había de sucederme cuando falta un mes para retirarme…! Bueno, ¡hum! ¿En dónde estaba? No hay gran cosa. Dice:
Continuando mi informe de fecha 1 de septiembre, creo ahora poder demostrar concluyentemente que la mujer que asesinó a Evan Thomas Manders, detective de los almacenes Gambridge, el 21 de agosto, vive en el número 16 de Lincoln’s Inn Fields. De acuerdo con el dato anónimo recibido, que se indica en el informe del 1 de septiembre…
—¿Lo tiene usted?
—Sí, pero espere un momento:
… He tomado una habitación, fingiendo ser un exrelojero en apuros, con debilidad por el alcohol, en 21 Portsmouth Street, Lincoln’s Inn Fields, cerca de la taberna Duquesa de Portsmouth. A la taberna acuden todos los hombres y una de las mujeres que viven en 16 Lincoln’s Inn Fields, y al comedor otras dos…
—A propósito —interpuso Hadley—. ¿Cuántas mujeres hay en la casa?
—Cinco. Usted ha visto a tres de ellas —el doctor Fell hizo un bosquejo de la casa—. Las otras dos son: Mrs. Gorson, ama de llaves de mala muerte a las órdenes de la Steffins, y una criada, de nombre desconocido. Le apuesto que son estas dos últimas las que acuden al comedor. Sería interesante descubrir cuál de las otras tres va a la taberna. Conozco la Duquesa de Portsmouth. Es un lugar bastante antiguo, pero con mucho ambiente y algo elegante… ¿Qué más?
Hace dos días (2 de septiembre) mi hasta aquí anónimo informante me hizo una visita en mi habitación, revelando saber quién era yo y cómo llegué hasta allí. (Debo excusarme de no dar mayores detalles por el momento). Sea cual fuere el motivo, el informante me ofreció más ayuda. Declaró haber visto en posesión de una determinada mujer dos de los artículos catalogados como robados en las raterías de los almacenes (ver informe del 28 de agosto para la lista completa). Estos artículos son: 1) pulsera de platino con turquesas, valor 15 libras, y 2) reloj antiguo del siglo dieciocho, caja de oro, grabado «Thomas Knifton. Londini fecit», expuesto en el salón de propaganda de Gambridge y prestado por J. Carver. El informante también declaró haber visto, en la noche del 27 de agosto, a la misma mujer cuando quemaba, en la chimenea, un par de guantes negros de cabritillo manchados de sangre…
—Sí. En resumen, una casa que deja bastante que desear. Alguien —refunfuñó Hadley— desea ver a otro en la horca, y sin embargo, hace un pacto enigmático y secreto con un inspector de policía. No, no del todo. Permítame seguir leyendo:
Mi posición, hasta mañana, es la siguiente: El informante está dispuesto a repetir la anterior manifestación si declara como testigo, pero se niega a hacer la acusación que nos permitiría obtener una orden de arresto, en caso de que la prueba fuese destruida. El informante expresa que esta responsabilidad debe ser nuestra, en cuanto a lo referente al arresto…
—Inteligente, sea hombre o mujer —dijo Hadley—. He conocido muchos de estos delatores aficionados y son los tipos más despreciables que caminan en dos patas. ¿O habrá sido una trampa? Lo dudo. Bueno…
Por lo tanto, sugerí a mi informante que conviniéramos la forma de hacerme entrar (secretamente) dentro de la casa para poder examinar en privado los bienes de la acusada y convencer así a mis superiores de que había pruebas para pedir una orden de arresto…
—¡Grandísimo tonto! No debió ponerlo en un informe. Esto se sabrá, y cuanto burro hay rebuznará en los diarios durante los próximos seis meses. ¡Buen trabajador y perseverante Ames! Y el resto es peor:
… pero mi informante, aunque aceptando la idea, se negó a ofrecer ayuda activa con el argumento de que podría comprometerse. En consecuencia, resolví entrar en la casa bajo mi propia responsabilidad.
Esta tarde, justamente antes de redactar este informe, un golpe de suerte lo ha facilitado. Otro ocupante del 16, L. I. F. (no es mi informante anterior) prometió darme algunas ropas en desuso y me dijo que fuese a buscarlas esta noche. Tengo así una buena excusa para trabar amistad con él, como lo hice con otros ocupantes de la casa; en este caso, le dije que necesitaba ropa, y como él y yo somos de la misma estatura…
—Por supuesto que Boscombe —asintió el doctor Fell. Encendió el cigarro y echó bocanadas de humo, expresando la intriga que le causaba el informe—. Hadley, no me agrada cómo suena este asunto. Es inverosímil. Puede haber impresionado a Ames, y por eso murió. La cuestión es: ¿qué treta habían urdido Boscombe y Stanley contra él? Algo hay. Lo juraría. Son más rastros confusos que corren paralelos a los de Jane la Destripadora… No, no; Boscombe no pensó en dar ropas nuevas a un vagabundo. En una taberna, Boscombe sólo hubiera renegado contra este mendigo andrajoso y lo mandaría echar. Él y Stanley estaban jugando. ¿Qué más?
Hadley recorrió los informes.
—Es todo. Dice que arregló una entrevista, a una hora tardía, con quienquiera que fuese. Ir a ver a Boscombe, recibir la ropa, simular salir de la casa, ocultarse y luego hará una pequeña ratería en el cuarto de la mujer acusada. Confía en que esta leve irregularidad encontrará aprobación en sus superiores… ¡Bah! ¿Para qué escribir esto?… Y termina a las cinco de la tarde, su hora postrera, el jueves, G. F. Ames… ¡Pobre tipo!
Hubo un silencio. Hadley puso el informe sobre la mesa, y distraídamente se dedicó a manosear un cigarro, hasta casi deshacerlo, y luego intentó, inútilmente, encenderlo.
—Usted está en lo cierto, Fell. Suena a inverosímil. Pero no puedo poner el dedo en el punto exacto donde aparece lo inverosímil. Quizá sea porque no conozco todos los detalles. Entonces…
El doctor Fell dijo, meditativo:
—¿Podemos suponer que ha sido realmente él quien escribió este informe?
—¿Eh? Oh, sí. Bueno, no hay duda sobre esto. Aparte de que está escrito con su letra, él mismo lo trajo. Además, no quiero que por lo que he dicho tenga usted la impresión de que alguien engañaba a Ames. Nada de eso. Tenía buenos motivos para escribir lo que escribió… Tenía…
—Por ejemplo, ¿tenía sentido del humor? —preguntó el doctor Fell, descaradamente—. ¿No estaría jugando con los hechos y dejándose tomar un poco el pelo, creyendo que lo hacía por una buena causa?
Hadley se rascó el mentón.
—¿Y si así fuese? Ames necesitaba tener mucho sentido del humor para inventar una historia de una mujer que quemaba guantes manchados de sangre simplemente para provocar la risa en el CID. Usted no dudará —dijo Hadley— que esta mujer, esta Jane la Destripadora, se encuentra realmente en la casa, ¿no es así?
—No tengo ningún motivo para dudarlo. Además, no es necesario ser caritativo con nuestras sospechosas. Ciertamente hay aquí un asesino, y más desagradable de lo que creía… Escuche ahora. Le diré exactamente qué ocurrió, y usted podrá sacar sus propias conclusiones.
El doctor Fell habló sucinta y soñolientamente, pero sin omitir nada. El humo del cigarro se condensaba en el cuarto, y Melson sintió que al mismo tiempo también se le condensaba la inteligencia. Trató de fijarse en los puntos principales que le preocupaban para tenerlos preparados en el interrogatorio de Hadley. Mucho antes de que el doctor Fell hubiese terminado, Hadley se puso a caminar de arriba abajo y se detuvo junto a una de las vitrinas con relojes, cuando el doctor Fell movió la mano y profirió un estruendoso resoplido para indicar que el cuadro estaba completo.
—Sí, endereza muchas cosas —convino el inspector jefe—, pero tuerce muchas más. Ahora queda aclarado por qué usted pensó que había un hombre en la azotea y que la rubia subía a encontrarse con él…
El doctor Fell frunció el ceño.
—La primera parte es fácil —reconoció—. Eleanor dijo que la corriente de aire hacía golpearse la puerta de su dormitorio y saltó de la cama para sujetarla. Pero para hacerlo se maquilló cuidadosamente. Esto parece insólito; es como si un hombre se levanta de la cama y se atavía con un traje de etiqueta para tirar un botín a un gato que maúlla. No encendió ninguna luz, aunque hubiese sido muy natural hacerlo; y se quitó apresuradamente el maquillaje cuando alguien insinuó que despertara a los demás de la casa. Esto, naturalmente, indicaba una cita clandestina: ¿dónde?
»Ahora viene la parte interesante —dijo enérgicamente el doctor Fell—. Eleanor subió esta escalera al oír decir a Boscombe: “Dios mío, está muerto”, y vio un cuerpo tendido en el suelo; inmediatamente se puso tan histérica que insistió desatinadamente en acusar de asesinato a Boscombe, aun mucho después de ver que no era culpable. Ça s’explique, Hadley. No fue solamente la impresión de ver a un ladrón muerto.
El inspector jefe asintió.
—Sí, es evidente que creyó encontrar a otro. ¡Hum! Pero a causa de la luz que brillaba sobre su cara, habrá visto que Ames no era el hombre que creyó herido o muerto…, a no ser que una hoja de la puerta estuviese entornada para dar sombra sobre la cara. De ahí la impresión y el terror.
Y usted hizo que ella reconstruyese la escena… ¡No está mal, maldita sea! —dijo Hadley, con displicencia, y golpeó el puño contra la palma de la mano—. Nada mal para una rápida conjetura.
—¿Conjetura? —bramó el doctor Fell, apartando el cigarro—. ¿Quién habló de conjetura? He aplicado principios de la más profunda ló…
—Está bien. Está bien. Continúe.
—¡Umf! ¡Ja! ¡Burr! Muy bien. Esto nos lleva a lo esencial. Aunque Eleanor se mostró sorprendida de encontrar a este hombre (con quien presumiblemente tenía la cita) en la casa, sin embargo, no se sorprendería de encontrarle arriba. Por lo pronto ella iba arriba, y el propio hecho de que confundiese al muerto con él lo comprueba. Cuando descubro, a menos de dos metros del muerto, una puerta que conduce directamente a la azotea, y cuando veo que esta joven hace decididos esfuerzos para alejarme de allí ante mi primera señal de curiosidad, entonces empiezo a sospechar. Cuando reflexiono que la joven se levantó seductoramente preocupada por los cosméticos y los pijamas, a pesar de que usa un abrigo gastado y polvoriento de cuero, con forro confortable de piel…
—Lo comprendo —repuso Hadley, con cierta dignidad—, salvo que el asunto está lejos de tener sentido, y solamente un loco podría…
El doctor Fell, magnánimo, sacudió la cabeza.
—Eh —dijo—. Eh, eh, eh. Nuestra dificultad de siempre. Usted no quiere decir que solamente un loco se pasaría las horas extasiado en una azotea barrida por el viento. Solamente quiere decir que usted no lo haría. Apuesto que, aun en sus tiempos de enamorado, la actual Mrs. Hadley se hubiese sorprendido de verle trepar hasta su balcón por las ramas de un árbol…
—Hubiese creído que estaba loca —dijo Hadley.
—Bueno, y yo también, por el motivo que quiero demostrar. Pero hay jóvenes de veinte y veintiún años que lo harían (sospecho que Eleanor es mayor y más prudente, pero ¿qué significa eso?). Y trate de meterse en la cabeza que esta loca comedia es lo más desesperadamente serio de su vida. El joven que no hace alarde de sus músculos trepando a un árbol en situaciones románticas, esperando romperse el cuello, aunque mucho me sorprendería que así ocurriese, no vale el pan que come —declaró el doctor Fell, la cara ardiendo con la polémica—. Usted lee muchas novelas modernas, Hadley… La parte irónica de estos libros de sueños y salvamentos de peligros románticos es que a veces cae el verdadero cadáver, y nuestro joven galán casi se rompe el cuello cuando se enfrentó con la realidad. Pero he dicho que Eleanor es mayor y más prudente, y ahí está la parte reveladora del asunto…
—¿Cómo? Si usted no conoce los hechos…
—La muchacha vio en el suelo, muerto, a alguien que tomó por este joven. Y junto a él vio a Boscombe, con un revólver en la mano. Por eso se puso histérica, y ni por un instante dudó que Boscombe le había matado.
—Entonces, Boscombe…
—Está enamorado de ella, Hadley; puedo decir, tristemente enamorado; y creo que la muchacha le odia. Este individuo suave tiene muchas energías, y ella puede tenerle un poco de miedo. Si pensó que mataría o habría matado a nuestro amigo Donald, se puede sacar una extraña deducción con respecto al otro…
Hadley le observó.
—También puede deducirse —indicó casi al pasar— que en la oscuridad de aquel vestíbulo pudo confundir a Boscombe con Ames… Reconozco que ya tenemos bastantes complicaciones, pero Boscombe me interesa.
—¿Y los zapatos, y los guantes, y el cristal roto, y Stanley?
—Oh, obtendré la verdad —dijo Hadley, con tranquilidad. Había algo en los lugares comunes y en la suave sonrisa que los acompañaba que hizo estremecer a Melson. Tenía la sensación de que algo quedaría destruido, como si el inspector jefe bajara el puño enguantado sobre una de las vitrinas y desparramara su frágil contenido. Hadley se movió hacia la luz de la lámpara—. Tengo la impresión de que Boscombe y Stanley tramaban una farsa de «crimen» para gastarle una broma a Ames. ¿Ha pensado usted en esto?
El doctor Fell hizo un ruido indistinguible.
—Y lo más significativo de todo —continuó Hadley— ha sido la declaración de quien conocía o no a Ames. ¡Por Dios!, le prometo que voy a descubrir todas las puercas mentiras que se han dicho en esta casa, hasta que encuentre al cochino que apuñaló a este buen hombre por la espalda —golpeó estrepitosamente contra la mesa; y, como si fuese una respuesta, se oyó un golpe en la puerta. Hadley volvió a ser el hombre impasible de costumbre cuando el sargento Betts apareció trayendo algo envuelto en un pañuelo.
—El…, el cuchillo, señor —informó. Estaba pálido—. No había nada en sus bolsillos, nada, excepto un par de guantes. Aquí están. Ames nunca… —calló, hizo un saludo innecesario y esperó.
—Tómelo con calma, hijo —dijo Hadley, tratando de no dejar ver que se sentía molesto—. A ninguno nos gusta. Nosotros… ¡Cierre la puerta! ¡Hum! Este…, ¿dijo usted algo? ¿Nadie pudo averiguar qué es? Es importante.
—No, señor, aunque dos personas han hecho un montón de preguntas: la señora regordeta con el pelo teñido y el hombrecito inquieto en robe de chambre negra —Betts le miró con una agudeza que asomaba debajo de su aspecto exterior de palo—. Pero algo raro ha ocurrido hace sólo un minuto. Mientras buscábamos impresiones digitales…, no hay ninguna en esa punta de flecha, dicho sea de paso…
—No, ya me imaginaba que no las habría —comentó Hadley, agriamente—. No hay nadie que en estos tiempos deje impresiones digitales. ¿Y bien?
—… Mientras Benson trabajaba, y nosotros estábamos parados en el umbral de la puerta, apareció un hombre corpulento, con un curioso modo de caminar vacilante y una mirada extraña en los ojos. Benson dijo: «Santo Dios», casi sin aliento, y yo dije: «¿Qué?», y Benson dijo (casi sin aliento, señor, porque la señora seguía mirando y diciendo que ella no estaba nerviosa y estaba como para ir a la enfermería): «Stanley. Él debió reconocer a Ames…».
Hadley permaneció impasible.
—Mr. Stanley —repuso— fue inspector de policía. Supongo que no habrá permitido que les dijera a los demás quién era Ames.
—No pareció reconocer a Ames…, al inspector, señor. Por lo menos, no pareció prestar atención. Se acercó al aparador y se embriagó con coñac que sacó de un botellón, luego se volvió sin mirarnos y se alejó con el botellón en la mano. Como un fantasma exuberante, señor, si usted me comprende.
—Sí. ¿Dónde está ahora el doctor Watson?
—Todavía con el joven en el dormitorio de la señora —repuso Betts, no sin una curiosa mirada hacia el inspector jefe—. El médico dice que ha sido un golpe feo, pero no hay contusión, y pronto estará en buenas condiciones. El pequeño…
—¿Pequeño?
—Tiene unos veintiún años, señor —explicó el sargento Betts, con la severidad de sus veintiséis años—. Sigue riendo y diciendo algo sobre «esperanza postergada, esperanza postergada». Las otras dos mujeres están con él. Y ahora ¿qué más?
—Busque a Mr. Carver —dijo Hadley— y envíele aquí. Monte guardia usted.
Cuando el sargento se retiró, Hadley, sacando una libreta de apuntes y un lápiz, se sentó junto a la mesa. Cuidadosamente desenvolvió el pañuelo, y el reluciente dorado de la aguja, que había sido limpiada, brilló bajo la lámpara. El dorado del extremo grueso estaba rayado y empañado por huellas de manos enguantadas, y por toda su longitud aparecían débiles rayas similares.
—Robada del reloj antes de que la pintura estuviese seca —observó Hadley—. Quisiera saber si la sustancia está completamente seca ahora… Está todavía húmeda por el lavado, pero también algo pegajosa; si la pintura fuese de anoche, ya estaría seca. Quizá sea algún barniz a prueba de agua que tarda mucho tiempo en secar. Observación —escribió—. El aspecto de las marcas de más abajo me hace pensar que pueden haberse producido al arrancarla de la garganta de Ames. Por lo tanto, puede haber manchas sobre el asesino…
—Y qué buen canalla es —dijo el doctor Fell. Avanzó pesadamente hasta la mesa y contempló la hoja de acero a través del humo de su cigarrillo—. ¡Hum! ¡Hum! Estoy meditando. Hadley, parece como si el ladrón deliberadamente se hubiese embadurnado de dorado. Hubiera podido birlar esta hoja sin tanto bullicio, ¿no cree usted? ¿O será que el espíritu de la astucia está otra vez taconeando este viejo cerebro? Sigo meditando.
Hadley no hizo caso.
—Larga… —refunfuñó y la midió con la suela de su zapato—. Se quedó usted un poco corto, Fell. Tiene a lo más veintiún centímetros, más cerca de veinte… ¡Ah! Adelante, Mr. Carver.
Hadley, con una peligrosa cortesía, se sentó cómodamente en su sillón. Las ruedas se ponían ahora en movimiento; la investigación comenzaba, y Melson sabía que tarde o temprano ellos entrevistarían a un asesino. En la habitación de los relojes antiguos, Hadley cogió suavemente el minutero dorado de la mesa, mientras Carver cerraba la puerta detrás de sí.