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DOS PERSONAS EN LA AZOTEA

En los archivos del CID hay una tarjeta que dice:

Ames, George Finley, inspector detective, grado superior, nacido en Bermondsey E., 10 de marzo de 1879. Agente de la División K, 1900. Ascendido a sargento, División K, 1906. Trasladado a División D, no uniformado, 1914. Ascendido a inspector detective de la Oficina Central A, por el caso Hope-Hastings, mencionado por el juez Gale en la reorganización de 1919.

Estatura 1 metro 75 cm. Peso 70 kilos. Ninguna seña particular. Aptitudes: experto en disfraces, seguir pistas y obtener informes. Mención especial por su habilidad para disfrazarse. Paciente, discreto, educado por sus propios esfuerzos.

Al final de la tarjeta se ha escrito en tinta roja: Muerto en cumplimiento del deber, 4 de marzo de 1932.

Esta es la información más completa que pueda obtenerse del inspector detective George Finley Ames. En el caso de la aguja del reloj, la figura menos destacada fue la de la víctima. Su nombre pudo haber sido Smith, Jones o Robinson; pudo no haber sido un ser humano que goza con un vaso de ginebra y es feliz en su hogar; pudo tener o no quienes le odiaran como George Ames, pero fue asesinado por otro motivo.

Aunque su período de servicio fue tan largo como el de Hadley, éste le conocía poco. Hadley dijo que a pesar de sus años, Ames tenía todavía muchas ambiciones y le gustaba hablar de las vacaciones que se tomaría en Suiza cuando obtuviera su próximo descanso. Pero no tenía la pasta de los que llegan muy lejos; se le estimaba en Scotland Yard, pero no era especialmente inteligente y sí demasiado confiado. Tenía el talento intuitivo del animal, como un bulldog cuya tenacidad en una ruda batida en Limehouse le supuso el ascenso en la época en que Limehouse era realmente un barrio peligroso; a pesar de que su estatura era la mínima aceptada, pudo ingresar en la policía metropolitana. Pero era confiado, y murió.

Por cierto, que nada de esto dijo Hadley al mirar el cadáver de Ames. No hizo comentarios y ni siquiera profirió maldiciones. Solamente dijo por lo bajo al doctor Watson que continuara con la tarea silenciosa que debía cumplirse, luego recogió su cartera y se encaminó lentamente hacia la escalera.

—La rutina de costumbre —dijo a sus acompañantes—. Ustedes probablemente reconocerán quién es, pero no lo comenten. Volveré a subir cuando ustedes lo hayan retirado. Entretanto… —hizo una seña al doctor Fell y a Melson.

Mrs. Steffins, en el vestíbulo de abajo, estiraba el cuello de lado a lado para espiar arriba. Con un brazo extendido retenía a Eleanor, que estaba malhumorada; le sonreía maquinalmente por encima del hombro para causar efecto en los presentes, pero cuando vio la cara de Hadley, las arrugas asomaron a través de su belleza de porcelana y formuló una observación tonta y descabellada.

—Muy mal —dijo el inspector bruscamente. Su expresión decía que no quería ser molestado por tontos en ese preciso momento—. Debo pedirle alguna ayuda. Puede haber tarea para toda la noche. Pienso revisar dentro de un instante el cuarto de arriba. Por ahora quiero un cuarto, en cualquier parte, donde pueda hablar con mis amigos.

—Bueno, por cierto —convino Mrs. Steffins, con alguna vehemencia pero en su expresión se notaba un cálculo y como si pensara en sacar partido de la situación—. Y nos sentimos muy honrados de tener al doctor Fell en nuestra casa, a pesar de que eso sea tan horrible… y todo lo demás. ¿No es así? Eleanor, querida, estoy pensando… en nuestra salita, pero Johannus es tan desordenado y está tan repleta con sus ruedas, sus obras y todas sus cosas… Está también el cuarto delantero de Miss Handreth, su oficina, usted sabe que es abogado, y esto le convendrá seguramente a usted, siempre que a ella no le importe; lo que por cierto será así…

En medio de su charla, sin tomar aliento, y antes de que ellos supiesen lo que pensaba, la mujer fue a prisa a golpear la segunda puerta del lado izquierdo.

—¡Miss Handreth! —llamó en forma amable, golpeando con los nudillos y luego afinando el oído—: ¡Querida Lucía!

La puerta se abrió instantáneamente, tan rápido que Mrs. Steffins casi perdió el equilibrio. El cuarto estaba a oscuras. En el umbral apareció una mujer que no podría ser mayor (si no era más joven) que Eleanor. El pelo oscuro le caía sobre los hombros, y los echó hacia atrás al mirar a todos con frialdad.

—Este… ¡oh! —exclamó Mrs. Steffins—. Discúlpeme, Lucía, pensaba si estaría usted despierta…

—Usted sabía perfectamente que estaba despierta —dijo la otra. Habló con voz clara, como si todos fuesen hostiles y desafiándoles por colocarla en una posición molesta. Los ojos castaños brillaban por debajo de sus largas pestañas semientornadas. Miró a Hadley mientras se cerraba la robe de chambre azul—. Presumo que habrá un médico. Por favor, llámele. Hay un hombre que puede estar muy mal herido.

—¡Lucía! —gritó Mrs. Steffins en el mismo tono, y luego, con expresión enteramente distinta, miró a Eleanor por encima del hombro, arqueando una ceja en señal de triunfo.

Lucía Handreth también miró a Eleanor.

—Lo siento —le dijo con calma—, le habría ocultado, pero está herido, y ellos acabarían por descubrirle. Es Donald.

—¡Oh Dios mío! —exclamó Mrs. Steffins—. ¿Y está ocupándose usted de Donald, querida?

Sus ah…, ah… triunfantes eran una parodia y gorgoteaban extrañamente al menear la cabeza y frotarse las manos. Eleanor, muy pálida, la miró. Lucía respiró hondo y, con un esfuerzo, agregó:

—Parece haber sufrido una mala caída…, haberse golpeado en la cabeza…, y no puedo reanimarle. Le oí quejarse en el patio del fondo y que se arrastraba. Yo le traje hasta dentro porque, lógicamente, no quería llamar la atención… Oh, ¿nadie puede hacer algo?

—Esto es importante, Hadley —refunfuñó el doctor Fell—. Llame a Watson en seguida. El otro puede esperar. ¿Nos permite entrar, Miss Handreth? —hizo vehementes señas a Hadley, quien asintió y subió a prisa la escalera.

Lucía Handreth encendió la luz y los hizo pasar, a través de una salita, hasta el dormitorio al fondo. La pantalla había sido retirada de una fuerte lámpara eléctrica que estaba junto a la cama y daba un resplandor indefenso. Tendida sobre la colcha de seda amarilla había una persona boca abajo, ligeramente contraída. Una toalla mojada dejaba ver sólo en parte la cabeza cubierta con un vendaje pardusco sujeto con esparadrapo y medio desacomodado; sobre una silla cerca de la cama había más toallas, una botella de yodo y un bol con agua teñida de sangre. Eleanor Carver corrió hacia él, y al tratar de incorporarle, la figura tendida en la cama refunfuñó algo con voz ronca; de pronto, empezó a forcejear.

—Calma —dijo el doctor Fell, poniendo la mano sobre el hombro de Eleanor—, Watson vendrá en seguida y lo hará volver en sí…

—La nariz le sangraba continuamente —explicó Lucía Handreth con voz agitada—. Yo no sabía qué hacer. Yo…

La persona que estaba tendida en la cama dejó de luchar. De no ser por el débil crujido de las sábanas y de los resortes de la cama, como si algo se arrastrase por la seda amarilla, que perturbaba el silencio en la habitación desagradablemente iluminada, parecía haber concluido la vida. Las ropas estaban manchadas y desgarradas en un hombro, y algunas raspaduras rojas mostraban puntos azulados en una muñeca. Luego el crujido también cesó, y sólo se oía el tic-tac del reloj.

Eleanor Carver dejó escapar un grito, y Mrs. Steffins le dio una bofetada. Luego, el hombre que estaba en la cama habló.

Eso vino por el rincón de las chimeneas —dijo claramente, como obedeciendo a una orden. Las palabras sorprendieron a todos como si hablase un hombre muerto—. Eso tenía pintura dorada en las manos.

Había un intrínseco terror en estas palabras desapasionadas que le afectaron a él. Estiró una pierna, golpeando la silla; esto hizo caer estrepitosamente el bol con agua teñida, que al derramarse por el suelo parecía sangre.

Al volverse Eleanor hacia Mrs. Steffins se oyó desde la puerta una voz sensata y muy quisquillosa.

—Está bien, está bien —dijo el doctor Watson—. Salgan todos de aquí. No me corresponde, pero si me lo ordenan… Arrumf, un poco de agua tibia.

Melson se encontró en el frío vestíbulo. El forense no pudo, naturalmente, deshacerse de las mujeres. Tanto Eleanor como Mrs. Steffins se apresuraron a ir al cuarto de baño de Lucía Handreth en busca del agua tibia, en un loco afán, ridículamente semejante a una pelea; Mrs. Steffins agregó una sonrisa por encima del hombro a un doctor Watson que no la observaba. Lucía Handreth, calladamente, se puso a recoger los fragmentos del bol y a secar con una toalla el agua derramada. En el vestíbulo exterior, a puerta cerrada, el doctor Fell se enfrentó con el irascible Hadley, que le dijo:

—¿Ahora quiere explicarme a qué se debe todo este bochinche?

El doctor Fell sacó un pañuelo de vistosos colores y se secó la frente.

—Usted encuentra que la atmósfera se está poniendo espesa, ¿eh? Bueno, he tenido que soportar más que usted. No sé cuál es el apellido de «Donald», pero sospecho que será nuestro principal testigo. Punto número uno: Donald es, con toda probabilidad, el caius de Eleanor Carver…

—Por favor, no diga tonterías —interrumpió Hadley, con rudeza—. No sé por qué, pero un simple asesinato resucita en usted sus peores tendencias hacia la erudición. ¿Qué diablos es un caius?

El doctor Fell resopló.

—Empleo la palabra para no usar el desagradable término moderno de «amigo». ¿Quiere callarse? Estoy muy seguro de que no es su novio, puesto que, aparentemente, la muchacha se encuentra con él en la azotea en plena noche…

—Tonterías —dijo Hadley—. Nadie se cita en la azotea. ¿Cuál es Eleanor, la rubia?

—Sí. Y ahí es donde no da suficiente importancia al espíritu romántico de uno ni al extremo sentido práctico del otro. Todavía no estoy seguro, pero…, ajá. ¿Cómo le fue, Pierce?

El agente, hombre en extremo ordenado, se sintió culpable y en cierta manera nervioso al saludar a Hadley. Estaba excitado por el éxito de los zapatos y del cristal roto, pero se encontraba sucio y algo manchado, y el ojo de Hadley le censuró.

—¿Qué diablos ha estado haciendo? —le preguntó—. ¿Trepando por los árboles?

—Sí, señor —repuso el agente—. Fueron órdenes del doctor Fell, señor. No había nadie allí arriba. Pero más de una vez ha andado gente por allí. Encontré colillas de cigarrillos por todas partes, especialmente en un lugar chato y grande entre las chimeneas. En el techo, no muy lejos de la claraboya del cuarto de Boscombe, hay una puerta que se levanta y que conduce a la casa.

Hadley miró con curiosidad al doctor Fell.

—¿Y no cruzó por su mente sutil la idea de mandarlo a la azotea por aquella puerta en lugar de que trepara por el árbol?

—Bueno, se me ocurrió que quien estuviese en la azotea tendría la excelente oportunidad de escapar…, si todavía continuaba allí. Habrá perdido pie y caído. Ya hará un buen rato que ha sido arrastrado dentro de la casa… ¡Hum! Además, Hadley, la puerta que conduce a la azotea está con llave. Y sospecho que pasaremos un buen rato antes de encontrar la llave.

—¿Por qué?

Alguien los interrumpió.

—Disculpen, señores… —y aun el impasible Hadley, abrumado por la muerte de Ames, se puso tan nervioso que giró rápidamente. El corpulento Johannus Carver, de ojos apacibles, estaba desconcertado. Se había puesto los pantalones sobre el pijama y se tiraba de los tirantes.

—No, no, yo no escuchaba detrás de la puerta. Pero por casualidad oí que usted le pedía un cuarto a Mrs. Steffins. Permítame que ponga mi sala a su disposición. Por este lado… —vaciló. La cabeza grande y las cejas sobresalientes formaban sombras debajo de los ojos—. No entiendo de esas cosas, pero ¿puedo preguntar si han progresado algo?

—Mucho —dijo el doctor Fell—. Mr. Carver, ¿quién es «Donald»?

—¡Santo Dios! —exclamó Carver, dando un saltito—. ¿Está él otra vez acá? Mi estimado señor, dígale que se retire. ¡En seguida! Mrs. Steffins le…

Hadley lo aceptó sin impresionarse.

—Gracias, usaremos ese cuarto —dijo—. Y ahora deseo formular algunas preguntas a todos los de la casa. Si quiere reunirlos… En cuanto al amigo Donald, no creo que pueda retirarse por algún tiempo. Es opinión general que se cayó de un árbol.

—Entonces… —dijo Carver, y recapacitó. Con ojo desaprobador vaciló, como diciendo que los jóvenes siempre serán jóvenes y alguna vez se caerán de un árbol, pero únicamente tosió.

—¿Bien? —preguntó vivamente Hadley—. ¿Donald acostumbraba pasar las noches en la azotea?

Melson tuvo la repentina sensación de que este viejo y misterioso relojero les estaba embromando. Podría jurar que un destello de diversión aparecía debajo de sus frondosas cejas. Johannus se asomó para asegurarse de que no les escuchaban.

—La verdad es que sí —reconoció—, pero mientras no molestaran a los vecinos y no hiciesen ruido, ciertamente no me molestaban a mí.

—¡Demonios! —exclamó Hadley, sin aliento—. ¿Es ésta toda la explicación que puede darnos?

—Mrs. Steffins tiene sus motivos —explicó Carver, asintiendo prudentemente—. Donald es un joven muy agradable, con un profundo interés por mi profesión, pero para ser sincero, no tiene ni cinco. Estudia leyes, dice Mrs. Steffins, así que no tengo motivos para dudarlo. Sin embargo, es norma mía no intervenir en las discusiones de las mujeres. Da igual la posición que se adopte, cada cual está convencido de que el otro está equivocado. Hum. Yo estoy por la vida tranquila… Pero ¿qué tiene que ver con el…, el infortunado fallecimiento?

—No lo sé. Y debo de estar algo aturdido para que un testigo tenga que corregirme —rezongó Hadley—. Quiero hechos. Vamos. Entremos en este cuarto.

Carver los condujo por el vestíbulo, tratando de demorarse, pero Hadley estuvo brusco. La habitación era espaciosa, con el mismo artesonado blanco, las sillas curvilíneas de Hepplewhite, con escudos en el respaldo, y en la gran chimenea ardían todavía algunas brasas. Encima de la chimenea colgaba un cuadro descolorido que representaba a un hombre de pelo ondulado que le caía sobre el ancho cuello blanco, con aquella etérea mirada grisácea que los artistas del siglo diecisiete atribuían a los hombres gordos; y escrito al margen se leía: Wm. Bowyer, Esq., gracias a cuyos esfuerzos se fundó la Real Compañía de Relojeros, Año del Señor 1631. En vitrinas, a lo largo de las paredes, se exponían objetos curiosos. Una concha descolorida de metal, en forma de bol, perforada en el centro; una ménsula alta de la que de un brazo pendía una lámpara con el pabilo suelto, y al lado un cristal cilíndrico vertical apoyado en una tablilla con números romanos, con muecas numeradas del 3 al 12 y del 12 al 18; finalmente, un pesado reloj abierto, detrás de cuya esfera y única aguja colgaba de una cadena un cilindro hueco en latón; en la esfera tenía escrito: John Banks, de la ciudad de Chester, Año del Señor 1682. Hadley puso su cartera sobre la mesa y se sentó en una silla; el doctor Fell, silbando, cruzó la habitación para examinar aquellas cosas.

—Hadley: Carver tiene aquí algunas piezas raras. Es extraordinario que la municipalidad no se las haya birlado. Son las etapas del desarrollo de la clepsidra. Usted sabe que el primer reloj de péndulo no se fabricó en Inglaterra hasta 1640. Y a no ser que esté muy cerrado, este bol es un modelo brahmín, algo más antiguo que la civilización cristiana. Funcionaba… —se volvió, agitando agresivamente la cinta negra de sus lentes, y añadió—: Oh, y tampoco diga que estoy disertando. Habrá observado que el pobre Ames fue apuñalado con la aguja de un reloj, ¿no?

Hadley, que había estado revisando su cartera, arrojó dos sobres encima de la mesa y dijo:

—¿Así fue? No comprendo… —y se sentó, contemplando tristemente el fuego—. ¡La aguja de un reloj! —exclamó, haciendo un ademán violento—. ¿Está seguro de esto? ¡Es fantástico! En nombre de Dios, ¿por qué la aguja de un reloj? ¿Quién pensaría en usar una cosa como esa para matar a alguien?

—Este asesino, sí —dijo el doctor Fell—. Por eso me asusta. Tiene usted toda la razón. Cualquier persona que monta en cólera rara vez piensa en arrancar la aguja de un reloj, semejante a una daga, como arma al alcance de la mano. Pero alguien en esta casa vio el reloj que Carver estaba construyendo… —rápidamente contó a Hadley el asunto del robo—. Alguien, con imaginación brillantemente diabólica, lo observó como un símbolo literal del tiempo que se mueve hacia la tumba. Hay algo de profano en la idea de no poder mirar un objeto, que debe de haber visto muchas veces todos los días de su vida, sin mala intención. No lo consideró para recordar la hora de la comida, o de la cita con el dentista; ni siquiera vio en él una aguja de reloj. Lo que sí vio fue un delgado dardo de acero, de algo menos de veinticinco centímetros de largo, provisto de una punta de flecha afilada y con el mango admirablemente equilibrado para apuñalar. Y lo utilizó.

—Por fin toma usted el paso —dijo Hadley, golpeando los nudillos sobre la mesa en irritada meditación—. Usted dice «él». Aquí están los últimos informes de Ames y todos los datos que he podido obtener sobre el caso de los almacenes. Yo pensaba…

—¿En mujeres? Ciertamente. Es nuestro propósito. Empleo «él» porque es conveniente, en lugar de «eso», como hizo el joven de la azotea (y vuelvo a repetirle que será nuestro principal testigo) cuando dijo: «Eso tenía pintura dorada en las manos».

—Pero eso suena a reloj verdadero —declaró Hadley—. Le digo que el individuo debe de haber desvariado y confundió las cosas. ¡Espero que usted no me diga que un reloj es humano y que puede salir caminando por una azotea!

—Pensaba… —refunfuñó el doctor Fell, al ocurrírsele una idea—. No, no resople. Se trata de seguir las maniobras de un loco muy lúcido, y nada adelantaremos hasta que descubramos por qué usó esta clase de arma. Debe tener un significado; ¿será humano? ¿Alguna vez se le ocurrió pensar que el reloj es el único objeto inanimado que se considera humano, como la cosa más natural, en la novela, en la poesía y aun en la vida diaria? En literatura, ¿qué reloj no tiene voz y aun palabra humana? Habla en las coplas infantiles, abre el camino a los fantasmas y acusa de asesinato; es elemento principal de todos los efectos escénicos de susto, y señal de condena y de justo castigo. Si no hubiese relojes, ¿qué ocurriría con los cuentos de terror? Y se lo demostraré. Hay algo especial, vide el cinematógrafo, que sirve para provocar un estruendo de risa en cualquier momento… un reloj de cuco. Sólo hay que hacer aparecer el pajarito con sus trinos, y el auditorio considera que es ruidosamente divertido. ¿Por qué? Porque es una parodia de algo que nosotros tomamos en serio, una burla de la solemnidad del tiempo y de los relojes. Si piensa en el efecto que obtuvo el fantasma de Marley cuando le dijo a Scrooge: «Aguarde al primero de los tres espíritus cuando el cuco cante la una»; tendrá una remota idea de lo que quiero decir.

—Muy interesante —dijo Hadley, sin entusiasmo—. Pero quiero que me diga qué ocurrió aquí esta noche para que pueda formarme mis propias teorías. Este tema metafísico puede ser muy bueno…

El doctor Fell, resoplando, sacó su cigarrera metálica.

—Usted quiere pruebas, ¿no?, de que no hablo por hablar. Muy bien. ¿Por qué fueron robadas ambas agujas del reloj?

Hadley apretó los brazos del sillón…

—Calma, calma. No insinúe más puñaladas. Pero permítame que haga otra pregunta. Probablemente usted habrá visto con gran frecuencia relojes; sin embargo, no sé si podrá contestar a una pregunta con absoluta certeza: ¿Qué aguja está encima y cuál abajo: el minutero largo o el horario corto?

—Bueno… —dijo Hadley. Después de una pausa refunfuñó algo y miró su reloj—. ¡Hum! La larga está encima; por lo menos en este reloj. ¡Maldición, sí! Así debía ser. El sentido común lo dice: tiene que recorrer el arco mayor del círculo…, quiero decir, la distancia mayor. ¿Y entonces?

—Sí. El minutero está encima. Y Ames fue atacado con el minutero —continuó el doctor Fell, con el ceño fruncido—. Otro hecho más: si en su niñez alguna vez hizo usted la travesura de tomar el mejor reloj de la sala de su padre para ver si podía hacerle dar las trece, sabrá que es endiabladamente difícil quitar las agujas… El asesino de Ames necesitaba sólo el minutero. Podía haberlo retirado sin tocar la otra aguja. ¿Por qué, entonces, se tomó el tiempo y la molestia (y en esos relojes de acero no es tarea fácil) de birlar la otra aguja? No puedo creer que fuese por minuciosidad. Pero ¿por qué?

—¿Otra arma?

El doctor Fell sacudió la cabeza.

—Esto es lo extraño: no puede ser, si no, sería comprensible. Por su aspecto, el minutero tiene aproximadamente veintitrés centímetros de largo. Por lo tanto, lógicamente, el horario, más corto, no puede ser lo suficientemente largo para servir de arma. Si cualquier puño normal lo toma, quedarían, a lo sumo, cuatro centímetros de acero libres en el extremo. No se puede hacer daño grave con eso, dado que la arista no tiene el borde cortante. Entonces ¿por qué, por qué, por qué birlar la pequeña?

Se colocó un cigarro en la boca e invitó a Hadley y a Melson. Luego empleó varios fósforos para encenderlo. Hadley, con ademán irritado, sacó varios pliegos de papel de un sobre que estaba en la mesa.

—Y ese no es el peor enigma —prosiguió el doctor Fell—. Casi todo depende del comportamiento de un señor llamado Boscombe y de otro llamado Stanley. Pensaba hablarle a usted de esto. Supongo que recordará a Peter Stan… ¿Qué ocurre?

Hadley profirió un bufido de satisfacción.

—Nada más que un hecho. En el primer renglón de este informe, tres palabras de Ames dicen más que seis capítulos de una persona que conozco. ¿Entiende usted esto?

Continuando mi informe de fecha 1 de septiembre, creo poder demostrar concluyentemente que la mujer que asesinó a Evan Thomas Manders, detective de los almacenes Gambridge, el 21 de agosto pasado, vive en el número 16 de Lincoln’s Inn Fields…