4
EL MUERTO ATRAVESADO EN EL UMBRAL

—Mi amigo está enfermo —observó Boscombe, sin mayor alharaca. A pesar de la inescrutabilidad de su rostro agudo y seco, no pudo controlar la expresión de los ojos, que demostraban haber perdido los cinco sentidos, no por la complicidad, sino por algo inesperado.

Melson pensó que esto lo empeoraba. Un hombre que pasa por alto un cristal roto y manchas de barro en el antepecho no es un criminal que comete un desliz: debe estar loco del todo.

—Mi amigo está enfermo —repitió Boscombe, aclarándose la garganta—. Permítame traerle un poco de coñac… Reanímese —dijo, de repente.

—¡Por Dios! ¿Me está usted disculpando? —preguntó Stanley, y sofocó una risa—. ¿Enfermo, yo? Y por supuesto que puedo cuidarme solo. Vea, me parece que voy a largar todo —sonrió—. Hadley estará aquí dentro de un momento y podrá apreciarlo… Robert, muchacho —le dijo al policía con una baladronada que no soportaron sus párpados crispados—, malditos seáis… tú y todos tus compañeros…, estáis todos podridos…, todos sois unos puercos… —al alzar la voz se ahogó—. ¿Sabe usted quién soy yo? ¿Sabe usted con quién está hablando?

—Estaba pensando —dijo el doctor Fell— cuánto tiempo pasaría sin que usted lo dijese. Si recuerdo bien, usted ha sido inspector jefe de la Sección de Investigaciones Criminales.

Stanley miró lentamente en derredor.

—Retirado con honor.

—Pero, señor —protestó el policía—, ¿no va usted a interrogarlos?

El doctor Fell no pareció escuchar.

—¡Árbol! —rugió de pronto—. ¡Árbol! ¡Señor! ¡Por Cristo! ¡Por mi viejo sombrero! Por supuesto. Esto es terrible. Dígame… —calló y se dirigió a Pierce—. Muchacho —continuó con benevolencia—, ha hecho usted un buen trabajo. Ya los interrogaré. Pero ahora tengo que hacerle un encargo —tomó su libreta de apuntes y un lápiz y garabateó rápidamente mientras hablaba—. A propósito, ¿consiguió hablar por teléfono con Hadley?

—Sí, señor. Viene en seguida.

—¿Y el que se ocupa del caso de los almacenes?

—Sí, señor. Dijo Mr. Hadley que es el inspector Ames. Dijo que lo traería si daba con él.

—Bien. Tome esto —el doctor Fell arrancó la hoja de la libreta— y no haga preguntas. Serán un paso para su promoción. Márchese ahora —miró a Stanley con ojos sombríos, mientras Boscombe le traía medio vaso de coñac—. Señores, no quiero apremiarlos ahora, pero mi amigo el inspector jefe no andará con rodeos cuando encuentre esos zapatos. ¿No creen que es necesaria una explicación? Y si yo fuese usted, no bebería ese coñac.

—Váyase al diablo —gritó Stanley, y vació el vaso de un trago.

—Calma —dijo el doctor Fell—. Es mejor que vaya al cuarto de baño. No me agrada este inminente… Eso es —esperó a que Boscombe ayudara a Stanley, tambaleante, a llegar hasta la puerta. Boscombe, refregándose las manos, volvió tan poco tranquilo como su compañero—. Ese hombre —continuó el doctor Fell— está muy cerca de un ataque nervioso. ¿Y si usted me dijese… qué ha ocurrido aquí esta noche?

—¿Y si usted lo demostrase por sí mismo? —repuso Boscombe, con un fugaz destello de perversidad. Se acercó lentamente al aparador, quitó el tapón a un botellón y se volvió—. Le daré un indicio. No quiero que ese loco me estrangule cuando descubra que yo trataba de gastar una broma… Admito, si usted quiere, que este cristal roto es un hecho curioso…

—Bastante. Podría llevarle a usted a la horca.

La mano de Boscombe se crispó.

—Esto es una tontería. Un extraño, un ladrón trepa por esta ventana. Nosotros lo apuñalamos con la aguja de un reloj; nos tomamos el trabajo de ponerle un par de zapatos nuevos y le arrojamos al otro lado de la puerta. Realmente es éste un procedimiento extraño, ¿no es así? ¿Por qué lo hacemos? Contra los ladrones se hace fuego.

—Me parece recordar que usted tenía una pistola.

—Por lo que sé —dijo Boscombe, meditativo, y ladeó la cabeza— nada hay de ilegal en romper y en poseer zapatos viejos. Los zapatos son míos. Yo rompí el cristal. Por qué lo hice, no viene al caso. Yo rompí el cristal.

—Lo sé —dijo el doctor Fell con calma.

Melson pensó: ¿estarán todos locos? Primero al doctor y luego al hombrecillo, que de pronto se perturbó con estas palabras más que con las cosas que se habían dicho antes. El doctor Fell alzó la voz.

—Quiero saber también los porqués de muchas otras cosas. Quiero saber por qué Stanley estaba escondido detrás de aquel biombo y por qué usted estaba sentado en el sillón cuando esta noche Mr. X subió la escalera. Quiero saber por qué usted preparó los guantes y los zapatos; por qué limpió tan cuidadosamente los ceniceros y lavó los vasos. Quiero saber quién era la persona que Eleanor Carver tuvo miedo que fuese el herido cuando vio a Mr. X tendido en el umbral de la puerta… En resumen —dijo el doctor Fell, con un movimiento instintivo de la mano y una extraña mirada de soslayo hacia el biombo español—, quiero saber la verdad. Y en esta casa, donde todo está desbarajustado, es una pregunta tortuosa. Eh… eh… eh… eh. No me sorprendería nada descubrir a alguien que camina por el techo. En realidad, parece literalmente verdad que ha…

—¿Cómo?

—… que alguien ha caminado por el techo —dijo el doctor Fell—. ¿Hablo claro? No. Veo que no. Oh, maldición —añadió afablemente—, permítanle a este viejo que sea un poco charlatán… Buenas noches, señor. ¿Es usted Mr. Johannus Carver?

Melson se volvió. No había oído acercarse a nadie; la alfombra mullida hacía que toda aparición fuese sorprendente y perturbadora. El hombre que estaba en el umbral no se parecía al Johannus Carver que Melson se había imaginado. Había pensado que sería bajo, con aspecto de abuelo y desarreglado. Johannus era musculoso, de más de un metro ochenta de altura, aunque como se agachaba perdía gran parte de su estatura. Cuando ellos le vieron, estaba contemplando el cuerpo cubierto con la manta y se refregaba con la manga en una expresión, no tanto de horror, cuanto de inquietud y de perplejidad, como si estuviera mirando el dedo de una criatura. Tenía el cráneo abovedado, con un tupido rastrojo de ese pelo que parece rubio aun cuando es canoso, un par de apacibles ojos celestes fruncidos por las arrugas y una mandíbula fuerte, una boca irresoluta y un pescuezo arrugado. Usaba un pijama a rayas, con el extremo de los pantalones arremangado dentro de unos botines anticuados con elásticos en los costados.

—Está… —dijo y pareció buscar en su memoria una palabra evasiva—, está… ¡Santo Dios! ¿No hay duda de que está…?

—Bien muerto —dijo el doctor Fell—. ¿Miss Carver le ha dicho cómo ocurrió? Bien. ¿Quiere usted levantar la punta de la manta y decir si le conoce?

Carver dejó caer rápidamente la manta.

—Sí, sí. Por supuesto. Quiero decir, no; no le conozco. Espere un momento, sin embargo… —con un esfuerzo volvió a levantar la manta—. Sí, es aquel hombre, o creo que es. No soy muy bueno para recordar las caras —frunció vagamente el ceño al mismo tiempo que paseaba la vista por la habitación. Se palmeó la mejilla con sus dedos cuadrados y afilados—. No sé su nombre, pero le he visto en las tabernas, por supuesto. Andaba por las tabernas de la vecindad mendigando bebidas. A mí me gustan mucho las tabernas. Este…, Mrs. Steffins no lo aprueba —Carver se animó—. Pero usted comprende, algo hay que hacer —declaró con cierta firmeza, y echó otro vistazo—. ¡Así es, así es! Eleanor me dijo que fue apuñalado con la aguja del reloj de Paull. Pero ¿por qué? Sé que no ha tomado ninguno de mi colección. En cuanto Eleanor me despertó miré las alarmas contra ladrones. Todas están intactas. ¡Ah! Sí. ¿Entonces?

Interrumpió para toser, y abrió grandes ojos.

—¡Espere un momento! ¡Boscombe! ¿Tiene usted aquel Maurer bien guardado?

Boscombe palmeó la caja de bronce que estaba sobre la mesa.

—Sí. Aquí está, sano y salvo. Este…, Carver, ¿tiene usted el placer de conocer a nuestro investigador? Confieso que me gustaría que le conociese. Hemos tenido una conversación muy interesante.

Carver volvió a animarse.

—¡Pero hombre, si es el doctor Fell! El doctor Gideon Fell. ¿Cómo está usted, señor? Eleanor lo reconoció por un retrato del diario. ¿No recuerda el comentario de su libro sobre lo sobrenatural en la novela inglesa? Usted no estaba de acuerdo en algunos puntos… —otra vez las ideas de Carver se perdían, y tuvo que hacer un esfuerzo para poder reunirías—. Muéstrele el Maurer, Boscombe. Le va a interesar.

Boscombe era demasiado reservado para hablar otra vez, ahora que se había escondido dentro de su cascarón, pero parpadeó.

—Esto…, esto es desafortunado —dijo con un espasmo en la garganta—. Le pido disculpas, señor. No tenía idea… ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Un coñac?

—Eh —dijo el doctor Fell—, eh, eh, eh. Permítanme presentarle al profesor Melson, que tiene la ingrata tarea de editar Gilbert Burnet. ¿Un coñac? Bueno, no me opongo. Pero, por favor, no le ponga nux vómica adentro.

—¿Nux vómica?

—¿No fue eso? —preguntó el doctor Fell, afablemente—. Le vi a usted ponerlo dentro de la bebida de Stanley. Pensé si un gusto depravado por los cocktails podía llegar tan lejos.

—Me doy cuenta que usted ve todo —dijo Boscombe, con frialdad—. Sí, pensé que sería mejor si Stanley…, éste…, desapareciese por un rato. ¿Un coñac, Mr. Melson?

Este sacudió la cabeza; le era muy desagradable el contraste entre las dos personas, el relojero de maneras suaves, y el otro hombre también de maneras suaves, y la actitud de ambos frente a la muerte.

—Gracias —dijo—. Otra vez será —trató de forzar una sonrisa—. No creo que mis costumbres ancestrales sean muy fuertes, pero nunca podré acostumbrarme a beber en un velatorio.

—¿Le molesta, entonces? Y, sin embargo, ¿por qué? —preguntó Boscombe, arqueando ligeramente el labio superior—. Por ejemplo, considere mi propio caso. El doctor Fell me asegura que estoy en una posición muy mala. Y, sin embargo…

Carver interrumpió, con una voz gruesa que de pronto se aproximó al temor.

—¿Piensa sinceramente que alguien en esta casa está bajo sospecha de haber matado a este…, a este pobre diablo?

—No era un pobre diablo —dijo el doctor Fell—. No era un vagabundo y no era un ladrón. ¿Le ha mirado las manos? Entró tranquilamente, y con zapatos que no harían ruido, pero no para robar. Lo esperaban. Por eso le dejaron la puerta de la calle sin llave y sin cadena.

—Le digo que eso no es posible —declaró Carver—. ¿La puerta de la calle? No. Tengo un recuerdo preciso de haber echado la llave y la cadena yo mismo a esa puerta antes de irme a la cama…

El doctor Fell asintió.

—Sí. Ahora pasemos al interrogatorio. ¿Generalmente le echa la llave de noche?

—No. Lo hace Mrs. Gordon. Pero el jueves es su noche de salida. Por lo general cierra a las once y treinta, pero…, este… Evidentemente no los jueves. Va a visitar a unos amigos, creo que en un suburbio —explicó Carver, vacilando como si se refiriese a alguna lejana guarida misteriosa—. Y cuando regresa, bastante tarde, entra por la puerta del patio del fondo. Sí, eché la llave a la puerta, como bien lo recuerdo, porque Mrs. Steffins dijo que estaba cansada y deseaba acostarse temprano y me pidió que cerrara.

—Y usted cerró la puerta… ¿cuándo?

—A las diez. Lo recuerdo porque grité: «¿Están todos en casa?». Y también recuerdo haber visto la luz de Miss Handreth y que Mr. Boscombe subió la escalera temprano; yo sabía que Eleanor estaba en casa y que Mr. Paull estaba fuera.

El doctor Fell gruñó.

—Pero usted dice que la casa comúnmente queda cerrada a las once y media. ¿Qué pasa si alguno regresa después de esa hora? ¿No hay llaves de la puerta de la calle?

—¿Llaves de la puerta de la calle? No. Mrs. Steffins dice que siempre se pierden y las encuentran personas deshonestas. Además —se palmeó ligeramente la frente, y los ojos apacibles mostraron un fulgor de picardía—, ella tiene la impresión de que toda clase de vicios sobrevienen cuando se entrega una llave de la puerta de la calle. «El arma del diablo» la llama ella. Esto causa gran diversión a Miss Handreth. Miss Handreth se muda al final del trimestre… ¿Cómo hacen? Oh, sí. Si las personas se retrasan, tocan el timbre. Tenemos una serie de timbres en la puerta, y Mrs. Gordon se levanta y abre la puerta. Es muy sencillo.

—Muy sencillo —dijo el doctor Fell—. ¿Entonces usted no sabía que Mr. Stanley estaba esta noche dentro de la casa cuando cerró la puerta?

Carver frunció el ceño y luego miró hacia Boscombe.

—¡Esto es extraño! Había olvidado completamente al pobre Stanley. Debe de haber llegado tarde… ¡Sí! ¿No recuerda usted, Boscombe? Subí y golpeé su puerta y le pedí algo para leer en la cama. Usted estaba sentado, leyendo y fumando, y aquí no había nadie más. Usted me mostró unos polvos para dormir y dijo que los iba a tomar y a meterse en la cama inmediatamente. ¡Ah! —exclamó Carver, respirando con alivio, y señaló hacia el doctor Fell con el pulgar—. Ahí tiene usted la explicación, mi estimado señor. Por supuesto que Stanley llegó tarde y tocó el timbre de Boscombe…, pero si es tan sencillo como el diablo… Boscombe bajó para hacerlo entrar, olvidó de volver a cerrar la puerta, y este ladrón se introdujo en el cuarto… ¿Eh? ¿Eh?

Pareció que el doctor Fell iba a hacer un comentario que haría volar el techo, pero controló su soplido, miró a Boscombe y dijo con acritud:

—¿Y entonces?

—Es absolutamente cierto —confirmó Boscombe, con compostura—. Lamento que se me fuese de la mente, ja, ja —la tímida malicia volvió a brillar—. Un olvido imperdonable, pero exacto. Yo no esperaba a Stanley. Cuando llegó, la puerta de la calle quedó, por desgracia, entornada…

Calló al oír, nítidamente en la quietud de la noche, el zumbido de un automóvil y el chillido de los frenos. Se oyeron voces y pisadas que subían la escalera de la fachada. Por un breve tiempo, que pareció muy largo en aquel cuarto silencioso y frío, el doctor Fell observó a Boscombe y luego a Carver. Nada dijo; puso sobre la mesa una copa de coñac que no había probado, saludó lentamente y salió del cuarto.

Llegaron toda clase de ruidos desde el vestíbulo de abajo, que Melson, al seguir detrás del doctor Fell, vio que estaba muy iluminado. Un grupo de gente vestida de oscuro se destacaba contra el artesonado blanco, y entre los trípodes de los fotógrafos y las maletas verdes de los hombres de las impresiones digitales se hallaba el inspector jefe David Hadley, el sombrero echado hacia atrás y tratando de mordisquearse la punta del recortado bigote gris, como lo haría un brigadier fastidiado.

Melson había conocido a Hadley y le agradaba. El doctor Fell siempre decía que prefería discutir con Hadley mejor que con cualquier otro, porque en diversos puntos cada uno suplía el sentido común que al otro le faltaba. Disentían violentamente en todo lo que a cada uno le gustaba, y se entendían únicamente en lo que les desagradaba, lo que es la base de la amistad. Hadley tenía las maneras y el porte de un brigadier, pero con un lenguaje más controlado, y trataba de cumplir con su deber, a veces penosamente, como lo hacía ahora.

Muy cerca, una mujer hablaba vehementemente en voz baja y rápida. Aquella mañana Melson no había visto bien a la Mrs. Steffins de espíritu vigoroso, y su memoria andaba otra vez errada. La mujer era un contraste: baja y corpulenta. Sin embargo (por lo menos a la luz artificial), su cara pequeña tenía la delicada belleza de una porcelana de Dresden. Los ojos violáceos y los hermosos dientes blancos (los mostraba mucho) eran como los de una joven. Solamente en sus momentos de enojo o de agitación se notaba la aspereza de su cutis debajo del maquillaje, la tenue arruga profunda que señalaba cada mejilla y la carne que se aflojaba. El pelo parecía más castaño. Había terminado de vestirse y, según Melson, ahora estaba bien vestida y no como por la mañana. Sentía que la mujer podía ser terrible, pero no llegaría al terrorismo hasta que hubiese agotado su encanto.

—… Sí, ciertamente, señora. Sí, comprendo muy bien —dijo Hadley, haciendo un ligero ademán como si una mosca le molestara. Se asomó por la escalera con bastante fastidio—. ¿Dónde se ha metido ese gran canalla? ¡Betts! ¡Vaya a ver si lo encuentra…!

El doctor Fell refunfuñó una bienvenida desde la escalera, saludando con un bastón. Mrs. Steffins calló en medio de una sonrisa mecánica, aquella sonrisa que hacía mover su cabeza de lado a lado para resaltar su fuerte voz.

—Y yo sé algo… —insistió la mujer— de la mayor importancia… —Hadley distraídamente se levantó el sombrero, volvió a colocárselo y avanzó. Detrás de él venía la pequeña figura vacilante y displicente del doctor Watson, el forense. Hadley miró con mala cara al doctor Fell.

—Muy bien, mi excelente charlatán —dijo, con un movimiento de la mandíbula—. Oh, buenas noches, profesor Melson. No sé por qué le ha metido a usted en esto, pero me imagino que debe de ser una endiablada empresa quimérica. Veamos, ¿qué le hace pensar a usted que la puñalada de un ladrón en Lincoln’s Inn Fields esté ligada con Jane la Destripadora?

—¿Jane la Destripadora?

—Habladurías de los diarios —dijo Hadley, irritado—. De todos modos, es más fácil que decir la-mujer-desconocida-que-abrió-la-barriga-del-detective-en-Gambridge.

—Estoy más preocupado de lo que jamás creo haber estado —repuso el doctor Fell—. Y necesito conocer varios hechos. ¿Trajo usted al hombre que se ocupa del caso…? ¿Cómo se llama?… ¿Inspector Ames?

—No, no pude hallarle. Está de servicio. Pero tengo su último informe. Todavía no lo he leído; lo tengo aquí en mi cartera. ¿Dónde está el cuerpo?

El doctor Fell exhaló un profundo suspiro e indicó el camino por la escalera. Subió lentamente, golpeando los barrotes con un bastón. Arriba, Carver y Boscombe estaban de pie en la puerta; pero Hadley sólo les echó un vistazo. Poniéndose un par de guantes, apoyó la cartera contra la pared y con la otra mano levantó la manta que tapaba el cadáver. Algo prodigioso y misterioso en la actitud del doctor Fell hizo que a Melson se le pusiera la carne de gallina durante el instante de silencio que se hizo mientras Hadley se inclinaba…

Hadley refunfuñó algo, vivamente, desde el fondo de su garganta, y dio un empujón a la puerta para obtener más luz.

—¡Watson! —gritó—. ¡Watson!

Cuando volvió a enderezarse, en su cara no se movía un músculo; estaba inmóvil de rabia y de odio.

—No —dijo—, no he traído a Ames —con un dedo tieso señaló a la persona que estaba debajo de la manta y añadió—: Este es Ames.