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LA VENTANA ROTA

—Fijese —continuó el doctor Fell, disculpándose—, creo que esto va a resultar más diabólico de lo que parecía. Y por mucho que deteste los trámites oficiales, me temo que tendré que hacerme cargo hasta que llegue Hadley.

Stanley, que aparentando estar medio dormido se refregaba una manga contra los ojos, se volvió. El rostro triste tenía surcos alrededor de la boca.

—¿Usted? —protestó, y se enderezó—. ¿Usted se hará cargo? ¿Y qué diablos sabe usted de esto, amigo?

—¡Ya sé! —refunfuñó el doctor Fell, con aire inspirado—. ¡Por fin lo sé! Es este tono especial de su voz. Estaba meditando sobre usted, Mr. Stanley. ¡Hum!, sí. A propósito.

Mr. Boscombe, ¿tiene usted teléfono? Bien…, Pierce, ¿quiere entrar y telefonear a interior veintisiete? Sé que usted tiene que enviar su informe a la Comisaría del Distrito; pero primero hable con Scotland Yard. Comuníquese con el inspector jefe Hadley. Sé que todavía está allí porque hoy trabaja hasta tarde. Vendrá con el forense, aunque sólo sea para discutir conmigo. No se preocupe si lo manda al diablo. ¡Umf! ¡Espere un momento! Pregunte a Hadley quién se ocupa del caso de los almacenes Gambridge, y dígale, a quien sea, que también venga. Creo que encontrará algo interesante… ¿Miss Carver?

La muchacha había retrocedido algunos pasos hacia la escalera, quedando en la sombra, y se refregaba la cara con el pañuelo. Cuando guardó el pañuelo dentro del bolsillo y subió a reunirse con ellos, Melson observó que el reciente maquillaje había desaparecido, revelando una palidez más intensa; sus ojos celestes se pusieron oscuros cuando ella miró a Boscombe, pero estaba completamente serena.

—No los he abandonado —repuso—. ¿No creen que es mejor que despierte a la tía y a J.?…, mi tutor —se apoyó fuertemente en la barandilla de la escalera y agregó—: No sé cómo se ha enterado usted, pero eso es la aguja del reloj. ¿No puede echar algo sobre él? Esto es peor que mirarlo a la cara —dijo estremeciéndose.

Boscombe aceptó rápidamente la idea, atravesó la puerta y regresó con una manta polvorienta. A una señal del doctor Fell, la echó sobre el cuerpo.

—¿Qué significa esto? —gritó de pronto la joven—. ¿Lo sabe usted? No lo sabe, ¿no es cierto? Supongo que el pobre hombre sería un ladrón.

—Usted sabe que no lo era —dijo suavemente el doctor Fell. Apoyado en sus bastones, miró hacia el zaguán y luego al rostro pálido de Boscombe y a un Stanley muy vencido, pero no los instó a que hablaran—. Creo adivinar qué hacía aquí. Y espero estar equivocado.

—Alguien de fuera —dijo entre dientes Stanley, hablando en un monólogo con el rincón de la puerta— subió los escalones detrás de él y…

—No necesariamente de fuera. Miss Carver, ¿podemos encender alguna luz?

Fue Boscombe quien se movió y apretó el interruptor junto a la puerta. Una araña en el techo iluminó el espacioso pasillo superior, de unos dieciocho metros de largo por seis de ancho, completamente alfombrado con el mismo dibujo de flores rojizas. La escalera, de unos dos metros y medio de ancho, corría a lo largo de la pared de la derecha. En la pared de enfrente, mirando hacia la calle, había dos ventanas largas con cortinajes marrones cuidadosamente corridos. En la pared de la derecha, entre estas ventanas y la escalera, había dos puertas, y al lado del descansillo, casi contra el ángulo de la pared del fondo, había otra puerta más, ésta cerrada, vecina de la puerta doble que conducía a los cuartos de Boscombe. En la pared de la izquierda había otras tres puertas, todas cerradas. Estaban todas pintadas de blanco, como el sencillo artesonado de las paredes y el cielo raso blanqueado de castaño claro. El único adorno, entre las dos ventanas, era un reloj con una caja larga de madera, cuya esfera tenía una sola aguja (objeto bastante feo para el gusto de Melson). El doctor Fell parpadeó distraído, mirando hacia el vestíbulo y resoplando para sus adentros.

—Eh —dijo—. Sí, por supuesto. Una casa grande. Admirable. ¿Cuántas personas viven aquí, Miss Carver?

La muchacha, como descuidadamente, recogió la chinela perdida antes de que Boscombe pudiese tomarla.

—Bueno… J. es el propietario, por supuesto. Está J. y la tía… Mrs. Steffins en realidad no es mi tía. Después están Mr. Boscombe, Mr. Paull, Mrs. Gorson, que generalmente cuida de la casa; Mr. Paull ha salido —su fino labio superior se curvó ligeramente—. Después, por supuesto, está nuestro abogado…

—¿Quién es él?

—Es una ella —repuso Eleanor, y miró con indiferencia hacia abajo—. No quiero decir que sea nuestro, comprende usted, pero nos sentimos orgullosos de ella.

—Es una mujer muy brillante —declaró Boscombe, con alguna autoridad.

—Sí. L. M. Handreth. ¿No ha visto abajo la chapa con su nombre? La L es por Lucía. Y le contaré un secreto —en el nerviosismo contra el que luchaba, un rayo de malicia asomó en sus ojos celestes—. La M es por Mitzi. Es asombroso que siga dormida con todo este bochinche: ocupa un lado entero de la planta baja.

—Es asombroso que todos estén dormidos —convino el doctor Fell, con complaciente afabilidad—. Me parece que tendremos que hacerles levantar pronto, si no mi amigo Hadley sacará siniestras deducciones por el mero hecho de que estas personas tienen la conciencia limpia. ¡Hum!, sí…, ¿dónde duermen todas estas personas, Miss Carver?

—Le he dicho que Lucía ocupa un lado de la planta baja —señaló con la mano hacia la izquierda—. Al frente, los dos cuartos que dan a la calle son los correspondientes al comercio de J. ¿Sabe usted que fabrica relojes? Hay una sala detrás de ellos, luego el cuarto de la tía y el mío al fondo. Mrs. Gorson y la criada están en el sótano. Aquí arriba…

»Aquella puerta a la derecha conduce al dormitorio de J. La que sigue da a un cuarto para los trastos; trabaja allí cuando hace frío, pero generalmente lo hace en un triángulo junto al patio del fondo porque a veces hay ruido. Del otro lado del vestíbulo están los cuartos de Mr. Paull; le dije que él está fuera. Eso es todo.

—Sí, sí, comprendo. Un momento; casi lo olvidaba —dijo el doctor Fell, mirando otra vez en derredor. Señaló la puerta al final de la escalera, en la misma pared y próxima al ángulo de la pared del fondo—. ¿Y aquella puerta? ¿Otro cuarto de trastos?

—¡Oh! ¿Aquélla? Aquélla conduce únicamente a la azotea; quiero decir —explicó rápidamente—, a un pasaje y a otra puerta, y por varios escalones a un pequeño desván; después viene la azotea… —el doctor Fell dio descuidadamente un paso adelante, y la muchacha, sonriendo, se volvió dándole la espalda—. Está con llave. Quiero decir que siempre la tenemos cerrada con llave.

—¿Eh? Oh, no hablaba de eso —dijo al girar y mirar hacia abajo con aire vago—. Se trataba de otra cosa. ¿Quiere indicarme, por simple fórmula, en qué punto de la escalera estaba usted cuando se asomó y vio a nuestro difunto visitante tendido, arriba, en el suelo? Gracias. ¿Quiere usted apagar esas luces centrales, Mr. Boscombe? Sí, el tiempo necesario, Miss Carver. Usted estaba abajo, en el sexto… en el quinto… ¿está segura?, en el quinto escalón, a contar desde arriba, mirando como lo hace ahora, ¿eh?

Melson sintió que otra vez la inquietud los rodeaba, a causa de la débil luz amarillenta que provenía del living-room de Boscombe. Atisbó la ancha escalera, siguiendo la mirada del rostro pálido de la joven que, con las manos apretadas, se había detenido en un escalón. En la oscuridad del vestíbulo, contra la luz del farol de la calle que penetraba por una angosta ventana a un lado de la puerta, se esbozaban sus hombros y su cabeza. La sombra tembló al inclinarse el doctor Fell hacia adelante.

Detrás se oyó un grito tan brusco que la hizo tropezar.

—¿Qué diablos significan todas estas tonterías? —preguntó Stanley y salió al vestíbulo. El doctor Fell se volvió lentamente para mirarlo. Melson no podía ver la cara del doctor, pero tanto Stanley como Boscombe se detuvieron.

—¿Quién de ustedes movió la hoja derecha de esta puerta? —preguntó el doctor Fell.

—Yo…, ¿cuál? —preguntó Boscombe.

—Esta —avanzó pesadamente y tocó, justamente detrás de la cabeza del muerto, la hoja de la puerta, que estaba abierta hasta casi tocar la pared interior. Al moverla, una ancha franja de sombra cayó sobre el cuerpo oculto por la manta—. Ha sido movida, ¿no? ¿Estaba así cuando descubrió el cuerpo?

—Bueno, yo no la toqué —dijo Stanley—. Yo no estaba cerca del viejo…, no me acerqué para nada. Pregúntele a Boscombe si me acerqué.

Boscombe se acomodó los lentes.

—Yo la moví, señor —respondió con cierta dignidad—. Usted me disculpará, pero no sabía que estaba haciendo algo malo. La moví para obtener más luz del cuarto.

—Usted no hizo nada malo, por supuesto —convino amablemente el doctor Fell, y rió entre dientes—. Ahora, si no se opone, aceptaremos su hospitalidad, Mr. Boscombe, y pasaremos a su cuarto para formular otras preguntas. Miss Carver, ¿quiere despertar a su tutor y a su tía y decirles que se pongan a nuestra disposición?

Cuando Boscombe, solícitamente, los hizo entrar, disculpándose por un desorden que no existía en el cuarto y como si no hubiese ningún hombre muerto atravesado en el umbral, Melson se sintió aún más intrigado y perturbado. Intrigado porque Boscombe no parecía de esos hombres que se interesan por los silenciadores de pistola. Hombre astuto, este Boscombe; probablemente astuto empedernido, bajo un aspecto suave y pedante —si las paredes del cuarto servían de indicación— y con un modo de hablar de mayordomo en una comedia de salón. Muchas personas nerviosas y afectadas hablaban así, lo cual era otra indicación. Muy atildado, con su pijama y robe de chambre negros y gruesas zapatillas forradas de lana; ¿qué diablos indicaba? Parecía un cruce de Jeeves y de Soames Forsyte.

Y Melson se sentía perturbado porque comprendía que estos dos hombres ocultaban lo que sabían. Podía haberlo jurado; se palpaba en la atmósfera de la habitación tanto como en la hospitalidad de Mr. Peter Stanley. Aumentó aún más su intranquilidad al mirar a Stanley a plena luz. Stanley no se mostraba simplemente hostil, sino que estaba enfermo y lo había estado mucho antes de esta noche. Hombre de contextura grande, los nervios de las sienes temblaban como alambres en tensión, y movía su mandíbula pesada y floja como si mascara. Sus ropas holgadas eran buenas, pero raídas en las mangas; y la corbata estaba floja debajo de un cuello alto y anticuado. Se sentó en una silla Morris a un lado de la mesa y extrajo un cigarrillo.

—¿Bien? —siguió con la mirada de sus ojos congestionados al doctor Fell cuando éste paseó lentamente la vista alrededor del cuarto—. Sí, la habitación parece suficientemente confortable… para un asesinato. ¿Le dice a usted algo?

Por el momento nada le decía a Melson. Era un cuarto grande, de techo alto, con un ligero declive y abierto por una claraboya. Todo el techo, menos una parte de la claraboya, que tenía dos vidrios abiertos para ventilación, estaba protegido por una cortina de terciopelo negro sostenida por rieles de acero. Las dos ventanas al fondo también tenían cortinajes. En la pared de la izquierda había una puerta que aparentemente conducía al dormitorio. El resto de la pared lo ocupaban estanterías con libros, hasta la altura del hombro; encima colgaban, irregularmente, una serie de grabados que Melson observó con sorpresa que eran buenas copias de originales de Hogarth. Se notaban ciertas anormalidades en el orden de esta habitación, en donde algunas cosas hubiesen podido pasar inadvertidas. La mesa redonda del centro tenía ubicada una lámpara de estudio exactamente en medio; a un lado había un reloj de arena, y del otro, una caja antigua de bronce en cuyo dibujo de filigrana se entrelazaban curiosas cruces verdosas. A la izquierda de la mesa había un gran sillón tapizado, una especie de trono con grandes brazos y respaldo alto, colocado frente a la silla en la cual estaba sentado Stanley. Aunque en el cuarto se sentía un olor a humo de tabaco, Melson observó el hecho curioso de que todos los ceniceros estaban perfectamente limpios y no había vasos a la vista, a pesar del despliegue de botellas y vasos sobre el aparador…

Melson reflexionó que en el ambiente había algo de falso, ¿o sería simplemente un tonto con excesiva sutileza? Proveniente del dormitorio oía la voz de Pierce, quizá al teléfono. Al mirar en derredor volvieron a reflejarse las extrañas cruces verdosas sobre el bronce descolorido de la caja. Contra la pared de la puerta por donde habían entrado, y desplegado como para formar un recinto separado, había un biombo gigantesco de varias hojas, de cuero español repujado. Las hojas, adornadas con tachones de bronce, eran alternadamente negras con dibujos dorados de llamas, y amarillas con cruces rojas.

Un vago recuerdo se agitó en la mente de Melson: la palabra sambenito[1]. Pero ¿qué es un sambenito[2]? Este biombo interesaba al doctor Fell. Los segundos pasaban, y el molesto silencio aumentaba, mientras el doctor Fell observaba el biombo con curiosidad. Oían su respiración asmática y sentían una inexplicable corriente de aire que agitaba el cortinaje de la ventana. El doctor Fell avanzó, empujó el biombo con su bastón y miró detrás…

—Disculpe, señor —dijo Boscombe, con voz chillona, y dio un paso adelante para aflojar la tensión—, pero usted debe de tener asuntos más importantes que…

—¿Qué? —instó el doctor Fell, frunciendo el ceño.

—… que mis enseres culinarios. Esto es un hornillo para gas, donde a veces preparo el desayuno. Me parece una cosa fea…

—¡Hum!, sí, Mr. Boscombe, parece usted muy descuidado. Ha derramado una lata de café y la leche por todo el suelo —se volvió e hizo un ademán al dar Boscombe involuntariamente un paso adelante en un ímpetu de preocupación doméstica—. No, no, por favor, no se ocupe de esto ahora. ¿Nos entenderemos si digo que no es ahora el momento de lamentarse por la leche derramada? ¿Eh?

—No lo entiendo.

—Y hay tiza sobre la alfombra —refunfuñó el doctor Fell, señalando de pronto hacia el sillón del trono—. ¿Por qué hay señales de tiza sobre la alfombra? Señores, esto me preocupa; este asunto no tiene ningún sentido.

Boscombe se sentó como si temiera que el doctor Fell le ocupase la silla. Cruzó los delgados brazos, miró al doctor, burlón, y le dijo:

—Quienquiera que sea, usted, señor, y sea cual fuere su posición oficial, estoy preparado para responder a sus preguntas. Confieso que preveo…, ¡hum!…, algo desagradable. Esto es bastante informal. No alcanzo a comprender por qué no tiene sentido que yo derrame una jarra de leche, ni que en la alfombra haya un trozo de tiza rota. ¿Ve usted aquel objeto chato detrás del canapé? Es una mesa de billar plegable… No deseo apremiarle, señor, pero ¿puede usted decirme lo que quiere saber?

—Dispense, señor —dijo Pierce, desde la puerta del dormitorio, con aspecto impasible, pero perturbado al dirigirse al doctor Fell—. Creo que hay algunas preguntas que usted puede formularles, si no está fuera de lugar que yo se lo indique.

Boscombe se enderezó.

—Entré aquí para telefonear —continuó Pierce a prisa (cuadrándose como si ya luciera orgullosamente los galones de sargento)— antes de que este señor viniese a buscar la manta. En este canapé, señor…, había cosas sobre ese canapé. Él las empujó para esconderlas. Así.

Al levantarse Boscombe muy a prisa, Pierce se le adelantó, llegó hasta el canapé y buscó detrás. Sacó un par de zapatos muy usados, con las punteras y suelas gastadas, los cordones anudados sobre los pocos ojales que quedaban y embadurnados con barro todavía blando. Dentro de un zapato se habían metido un par de guantes de algodón sucios.

—He pensado que es mejor que se lo diga, señor —insistió, haciendo balancear los zapatos—. Estos guantes… están cortados por los nudillos y tienen pequeños fragmentos de vidrio pegados a ellos. Y esta ventana —se movió hacia la ventana, cuyo cortinaje se mecía por la corriente—. La miré primero porque…, bueno, señor, pensé que podría haber alguien escondido detrás de este cortinaje. No había nadie escondido. Pero hay pedacitos de vidrio debajo de ella. Levanté el cortinaje así… —la ventana no estaba cerrada del todo, y uno de los cristales estaba hecho pedazos justamente debajo del pestillo. Aun a cierta distancia, se veían manchas de barro sobre el antepecho blanco—. ¿Eh, señor? —requirió Pierce—. ¿No es más adecuado que el muerto llevase puestos estos botines, en lugar de los zapatos blancos que tiene ahora? Sería conveniente que le preguntase usted a estos hombres si no entró por la ventana… Especialmente porque fuera hay un árbol por el que un niño dormido podría trepar. ¿Qué tal?

Después de una larga pausa, Melson se volvió. Stanley rió otra vez terriblemente, golpeando las manos contra el respaldo de la silla.