El doctor Fell resoplaba cuando cruzó la calle; levantó un bastón y le tocó el brazo al policía. La luz le alumbró.
—¿Ocurre algo? —preguntó el doctor Fell—. ¿No puede quitar esa luz de mis ojos?
—¡Vamos, vamos! —refunfuñó el policía, evasivo y vagamente incomodado—. ¡Vamos, señor…!
—Entonces manténgala en mis ojos por un segundo. ¿Qué ocurre, Pierce? ¿No me reconoce? Yo sí le reconozco. Usted estaba de servicio en la Comisaría. Eh. ¡Hum! Usted estaba de guardia en el despacho de Hadley…
El policía, confundido, presumió que la presencia del doctor Fell era intencional, y dijo:
—Yo no sé, señor, pero venga.
Después de hacer una seña a un displicente Melson, el doctor Fell siguió a Pierce por la escalera.
Una vez que se pasaba la puerta, el zaguán no estaba completamente a oscuras. Al fondo había un tramo de escalera, y un reflejo de luz caía desde el piso superior. La voz quejumbrosa calló, como si quedase a la espera. Desde alguna parte a su izquierda, detrás de una puerta cerrada, Melson oyó lo que al principio tomó por un susurro nervioso e insistente antes de identificarlo como el tic-tac confuso de muchos relojes. Al mismo tiempo, desde el piso de arriba, la voz de una mujer chilló:
—¿Quién anda ahí? —un movimiento y un susurro; luego la voz gritó—: No puedo pasar por encima de él. Le digo que no puedo pasar por encima de él. Está cubierto de sangre —y sollozó.
Las palabras provocaron una áspera exclamación de Pierce antes de que se adelantara corriendo. La luz de la linterna le precedía por la escalera, y sus dos acompañantes le seguían de cerca. Era una escalera severa, con baranda pesada, cubierta con una alfombra floreada y varillas de bronce, símbolo de los sólidos hogares ingleses, donde no llega ninguna violencia, y que no crujía al subirla. Arriba y al frente, en el vestíbulo del piso superior, estaba abierta una puerta doble. La débil luz venía de más allá, de un cuarto donde dos personas miraban asustadas hacia el umbral y una tercera persona estaba sentada en un sillón, con la cabeza entre las manos.
Atravesado en el umbral se veía tendido un hombre, en parte sobre el costado derecho y en parte de espaldas. La luz amarillenta lo dejaba ver bien, formando juego de sombras sobre los músculos de la cara y de las manos que todavía se crispaban. Los párpados se movían, dejando ver el blanco de los ojos. La boca estaba abierta, la espalda parecía arquearse por el dolor; Melson podía haber jurado que sus uñas hacían ruido al arañar la alfombra, pero debían de ser reflejos nerviosos después de la muerte, pues la sangre ya había dejado de correr desde la boca. Finalmente, los talones dieron una última sacudida y golpearon contra el suelo; los párpados quedaron abiertos.
Melson se sintió descompuesto, dio un paso atrás y casi perdió pie en la escalera. Agregado al espectáculo del hombre muerto, el insignificante resbalón acabó de ponerle nervioso.
Una de las personas que estaban en la puerta era la mujer que había gritado. Melson sólo podía verle la silueta y el reflejo de su pelo rubio. Ella se precipitó junto al hombre muerto, perdiendo una chinela, que fue a caer grotescamente al suelo, y tomó al policía del brazo.
—Está muerto —dijo la mujer—. Mírele —la voz brotó histérica—. ¿Y? ¿No lo va a arrestar? —señaló al hombre parado en la puerta, quien miraba tontamente hacia abajo—. Él le disparó. Mire el revólver que tiene aún en la mano.
El otro se recobró y se dio cuenta de que, con el dedo en el gatillo, sostenía una pistola automática, cuyo cañón parecía largo y pesado. Casi la dejó caer al meterla dentro del bolsillo cuando el policía se adelantó; luego se volvió y salió; todos pudieron ver que la cabeza le temblaba con un terrible movimiento como el de un paralítico. Visto a la luz, era un hombrecito limpio y ordenado, bien afeitado, con lentes cuya cadena de oro pendía de la oreja y se sacudía con su temblor; tenía mentón puntiagudo que comúnmente habría demostrado resolución lo mismo que su boca afilada, cejas oscuras y tupidas, nariz larga y pelo castaño peinado a la pompadour. Pero ahora la cara estaba arrugada y relajada, con lo que podría ser terror, cobardía o puro susto; se volvió grotesca cuando intentó asumir un aspecto de dignidad —¿sería el abogado de la familia?— al levantar una mano con ademán reprobador, y aun alcanzó una parodia de sonrisa.
—Mi querida Eleanor —dijo, con un temblor en la garganta…
—Apártele de mí —pidió la joven—. ¿No lo va a arrestar? Mató a este hombre. ¿No ve su revólver?
Una voz sorda, sensata y casi afable resonó en medio del histerismo. El doctor Fell, con el sombrero de copa en la mano y el abundante mechón desparramado sobre la frente, la dominaba benévolamente con su altura.
—Arrumf —dijo el doctor Fell, rascándose la nariz—. ¿Está segura de eso? ¿Cómo fue el disparo? Nosotros estábamos fuera de la casa y no oímos ningún disparo.
—Pero ¿no lo vio, cuando lo tenía en la mano? Tiene un silenciador en el cañón…
La muchacha se volvió rápidamente cuando el policía, que había estado inclinado sobre el cuerpo, se enderezó impasible y se aproximó al hombrecito azorado que se hallaba en la puerta.
—Bueno, señor —dijo, sin inmutarse—. Esa pistola. Entréguela.
El otro dejó caer las manos a cada lado. Habló rápidamente.
—Usted no puede hacer esto, oficial. No debe hacerlo. Ayúdame, Dios; nada he tenido que ver en el asunto —los brazos le temblaban nerviosamente.
—Tranquilícese, señor, y deme esa pistola. Tranquilícese; se va a enganchar la mano…; por favor, démela por la culata. Sí. ¿Cuál es su nombre?
—Es r… realmente un gran error. Calvin Boscombe. Yo…
—¿Y quién es este hombre muerto?
—No lo sé.
—¡Vamos! —exclamó Pierce, dando un golpe de fastidio con la libreta de apuntes.
—Le digo que no lo sé —Boscombe se enderezó; cruzó los brazos y se quedó atrás, contra el borde de la puerta, como a la defensiva. Llevaba puesta una robe de chambre de lana negra, cuyo cordón anudado formaba un moño. Pierce se volvió lentamente hacia la joven.
—¿Quién es, señorita?
—Yo…, yo tampoco lo sé. Nunca le he visto.
Melson la miró. La muchacha estaba ahora de pie, de cara a la luz; comparó la impresión que había tenido aquella mañana, cuando la joven había salido corriendo a la calle, con esta Eleanor (¿Carver?), vista de cerca. Edad, digamos unos veintisiete o veintiocho años. Decididamente bonita, al estilo de las películas cinematográficas, que es, no obstante, el mejor. De mediana estatura y delgada, con una lozanía inclinada hacia la sensualidad física que se reflejaba también en los ojos, en la nariz y en el labio superior ligeramente arqueado. Algo en su aspecto, a la vez enigmático y evidente, llamó tanto la atención de Melson, que pasaron varios minutos antes de que comprendiese lo que era. Posiblemente la habían sacado de la cama, pues su largo pelo estaba despeinado; usaba un pijama rojo y negro sobre el cual llevaba puesta una chaqueta de chófer polvorienta, de cuero azul, con el cuello levantado; una chinela perdida aparecía tirada no lejos del hombre muerto. Pero tenía colorete recién renovado en las mejillas y rouge en los labios, que contrastaban con su palidez. Los ojos celestes demostraron temor cuando miró a Pierce y se cerró mejor la chaqueta.
—¡Le digo que no le he visto nunca! —gritó—. ¡No me mire así! —de pronto su mirada reflejó intriga—. El… parece un vagabundo, ¿no? Y no sé cómo pudo entrar, a menos que él —señaló a Boscombe— le haya hecho entrar. La puerta queda cerrada, y con cadena, todas las noches.
Pierce refunfuñó e hizo una anotación.
—¡Hum! Está bien. ¿Cuál es su nombre, señorita?
—Eleanor… —titubeó—. Es decir, Eleanor Carver.
—¡Vamos, señorita, por favor! ¿No está segura de su propio nombre?
—Oh, bueno. ¿Por qué es tan exigente? —preguntó ella, quisquillosa, y luego cambió de tono—. Lo lamento mucho, pero estoy impresionada. En realidad, mi nombre es Eleanor Smith, pero Mr. Carver es algo así como mi tutor y quiere que yo use su nombre…
—¿Y usted dice que este señor disparó…?
—Oh, no sé lo que dije.
—Gracias, Eleanor —dijo Boscombe, de pronto, y algo suplicante. Su pecho chato se levantó—. ¿Quieren ustedes…, todos ustedes…, entrar, por favor, a mi cuarto y sentarse y cerrar la puerta detrás de eso tan horrible?
—Todavía no puede ser, señor. Ahora, señorita —continuó el policía, con impaciente exasperación—, ¿quiere decirnos qué ocurrió?
—Pero ¡no lo sé! Yo dormía, eso es todo. Duermo en la planta baja, al fondo. Allí es donde mi tutor tiene su taller. Bueno, una corriente de aire abría y cerraba mi puerta. Quería saber cuál era la causa y me levanté a cerrarla; me asomé y vi que la puerta de la calle estaba abierta de par en par. Esto me asustó un poco. Salí y entonces vi esta luz arriba y oí voces. Le oí a él —señaló a Boscombe; en su mirada se notaba la fuerte impresión y más terror del que parecía explicable, y también algo de malicia. La muchacha respiró hondo—. Le oí decir: «¡Dios mío!, está muerto…».
—Si me permite explicar… —intervino Boscombe, desesperado.
El doctor Fell pestañeó, molesto, y pensó hablar, pero Eleanor continuó:
—Estaba terriblemente asustada. Subí la escalera…, no se oyen los pasos sobre la alfombra…, y me asomé. Le vi parado allí, en la puerta, agachado sobre él, y a aquel otro hombre, de pie, al fondo del cuarto, con la cara dada la vuelta.
Cuando le señaló notaron por primera vez la presencia de una tercera persona que observaba al muerto. Este hombre había estado sentado en la habitación de Boscombe, junto a una mesa que tenía una lámpara con pantalla, apoyando un codo sobre la mesa y frotándose la frente con los dedos. Como si tuviese gran tranquilidad, se adelantó, con las manos en los bolsillos. Era un hombre corpulento, con orejas salientes, cuyo rostro permanecía en la sombra; hizo varios saludos a nadie en particular y sin mirar hacia el cadáver.
—Y esto es todo cuanto sé —declaró Eleanor Carver—, salvo que él —fijó la vista en el hombre muerto—, al venir aquí, pretendió… asustar…; digo, parece un vagabundo, ¿no?; pensándolo bien, si estuviese lavado y con buena ropa, podría parecer un…
Desvió su mirada del cuerpo hacia Boscombe. Pero se contuvo, mientras ellos examinaban lo que había en el suelo. Cuando Melson observó los detalles personales del asesino, en el cuadro mental, le pareció que, aun con vida, no habría sido nada agradable. Su traje andrajoso, de un color indeterminado a causa del uso y cerrado con imperdibles que dejaban libres los brazos y las piernas, estaba cubierto de una grasa que parecía jabón frío. El desconocido tendría unos cincuenta años, era a la vez flaco e hinchado. Resaltaba el botón de bronce de la camisa en el pescuezo rojo y arrugado como el de un pavo: los dientes negros y cariados y la barba de tres días. Sin embargo (por lo menos muerto), no parecía totalmente un vagabundo. Al pensar en esto, mientras trataba de descifrar el parecido, Melson notó el único detalle incongruente: el hombre tenía puestos unos zapatos blancos de tenis que estaban casi nuevos.
De pronto, Pierce se volvió hacia Boscombe.
—Este cadáver —dijo— ¿es acaso pariente suyo, señor?
Boscombe pareció sorprenderse, y hasta se disgustó.
—¡Santo Dios, no! ¿Pariente mío? ¿De dónde diablos ha sacado usted esta idea? —vaciló, molesto, y Melson vio que la idea conmovía a Mr. Calvin Boscombe casi tanto como si sospechase que fuera el asesino—. ¡Oficial, este asunto se está haciendo grotesco! Le digo que yo no sé quién es. ¿Quiere saber qué ocurrió? ¡Pues nada! Es decir, para ser preciso, mi amigo y yo —señaló al hombre corpulento que permanecía inmóvil— estábamos conversando en mi living-room y tomando un último trago. Cuando él recogía su sombrero para retirarse…
—Un momento, señor —la libreta de apuntes entró en funciones—. ¿Su nombre?
—Peter Stanley —repuso el hombre corpulento. Habló con voz gruesa y apagada, como si algún recuerdo extraño le cruzara por la mente—. Peter E. Stanley… —puso los ojos en blanco como si repitiera una lección en la que hubiese un deje de ironía—. De 211 Valley Edge Road, Hampstead. Yo…, este…, no vivo aquí y tampoco conozco al muerto.
—Continúe, señor.
Boscombe miró a los demás con cierto nerviosismo antes de continuar:
—Le repito, estábamos simplemente sentados como…, como dos ciudadanos observantes de la ley —algo de incongruente y absurdo en sus palabras llamó la atención aun del propio Boscombe, quien consiguió esbozar una sonrisa—. Es decir, estábamos sentados aquí. Esta puerta doble se hallaba cerrada. La pistola, que ustedes parecen encontrar sospechosa, nada tiene de particular. No hice fuego con ella. Le mostraba a Mr. Stanley cómo es un silenciador Grott. Él nunca lo había visto…
Stanley se echó a reír sin poder evitarlo. Se llevó una mano al pecho, pues la risa parecía golpearle como una bala al herirle. Inclinándose hacia un lado, apoyado en el marco de la puerta con una mano gruesa y musculosa, los observó con una cara cadavérica cuya pesada gordura y color macilento daban el efecto de una máscara de barro, resquebrajada por un sofocado regocijo que resonaba terriblemente cuando tragaba y pestañeaba.
Eleanor se apartó gritando.
—Lo lamento, viejo —exclamó Stanley, con un rugido que se perdió en un estremecimiento al golpear a Boscombe en la espalda—. L… lo l… lamento, oficial. A todos pido disculpas. Es endiabladamente gracioso. ¡Oh, oh! Pero es la pura verdad. Él me lo mostraba.
Se secó grotescamente los ojos. Pierce dio un paso hacia adelante, pero el doctor Fell le puso la mano sobre el brazo.
—Calma —dijo el doctor, con serenidad—. ¿Y entonces, Mr. Boscombe?
—Yo no sé quién es usted, señor —repuso Boscombe, con el mismo tono sereno—, ni sé por qué está aquí, pero parece ser ese raro fenómeno que es un hombre sensato. Repito que Mr. Stanley y yo estábamos sentados aquí examinando la pistola, cuando…, sin ningún aviso…, se oyó un golpe y un rasguño en esta puerta —puso la mano sobre una de las hojas de la puerta, la retiró rápidamente y bajó la vista—. Este hombre la abrió de repente, se resbaló y cayó de espaldas, como usted lo ve ahora. Le juro que es absolutamente todo cuanto sé de ello. No sé qué está haciendo aquí, ni cómo entró. Nosotros no le hemos tocado.
—Así es —asintió el doctor Fell—, pero ustedes debieron haberle hecho —después de una pausa, miró a Pierce y, con un bastón, le indicó el cuerpo—. Usted ha mirado el revólver y probablemente habrá visto que no se ha hecho fuego con él. Ahora dele la vuelta.
—No puedo hacerlo, señor —dijo Pierce—. Tengo que telefonear a la Comisaría para que venga el forense antes de que podamos…
—Dele la vuelta —dijo el doctor Fell, bruscamente—, yo me hago responsable.
Pierce metió la pistola y la libreta de apuntes dentro del bolsillo, y se agachó cuidadosamente y le dio la vuelta. Los nudillos de la mano izquierda del muerto golpearon la alfombra; las rodillas y el mentón se desplomaron al darse la vuelta. El oficial retrocedió, limpiándose las manos.
Justamente encima de la primera vértebra sobresalía un trozo de metal cuyo extremo, seguramente delgado y afilado, había tomado evidentemente una dirección oblicua hasta el pecho, atravesando la garganta. No era un cuchillo cualquiera. Lo que se veía, en medio de la sangre, era un trozo de acero delgado, pintado de dorado, como de cuatro centímetros de ancho en el extremo y perforado por un curioso rectángulo en forma de tuerca.
Eleanor Carver gritó.
—Sí —dijo el doctor Fell—. Alguien le alcanzó por detrás antes de que llegase arriba. Y esa cosa… —siguió la indicación del dedo de la joven—; sí. Mucho me sorprendería si no fuese el minutero de un reloj. De un gran reloj con marco de acero, para el aire libre, para una torre, digamos como el que Carver estaba fabricando para el señor Fulano de Tal.