1
UNA PUERTA ABIERTA EN LINCOLN’S INN FIELS

—¿Crímenes extraños? —dijo el doctor Fell al hablar del caso de los sombreros y de las ballestas y de aquel problema aún más raro de la habitación revuelta en Waterfall Manor—. En absoluto. Parecen extraños porque tratan de un hecho que aparentemente debía ser normal y no lo es. Por ejemplo —exclamó, respirando hondo para argumentar—, un ladrón se introduce en la casa de un relojero y roba las agujas de un reloj. No se lleva ni toca otra cosa: solamente las agujas, sin mayor valor, de un reloj… ¿Y entonces? ¿Qué deduciría usted si fuese el inspector encargado del caso? ¿Qué clase de crimen lo consideraría usted?

Pensé que se dejaba llevar por la fantasía, como es su costumbre cuando los vasos de cerveza están llenos y las sillas son cómodas. Repuse que lo consideraría como matar el tiempo, y esperé el bufido de protesta. Pero no lo hubo. El doctor Fell fijó la vista en su cigarro; la viva expresión de su cara rubicunda y mofletuda se puso tan pensativa como le correspondía, y frunció los ojos detrás de los lentes sostenidos por una ancha cinta negra. Volvió a resoplar, acariciándose el bigote de bandido. Luego asintió.

—¡Ha acertado! —exclamó—. Arrumf, sí. Ha acertado exactamente —señaló con el cigarro—. Esto hizo que el asesinato fuese tan horrible…, pues hubo un asesinato, ya lo sabrá. La idea de que Boscombe pensara apretar el gatillo simplemente para matar el tiempo…

—¿Boscombe? ¿El asesino?

—Únicamente el hombre que admitió que pensaba cometer un asesinato. En cuanto al verdadero asesino… Fue un asunto muy sórdido. No me pongo nervioso —dijo el doctor Fell, y dio un profundo resoplido—. Eh, no. Estoy muy rozagante… Pero le doy mi palabra de que el maldito asunto me asustó, y creo que es el único que me ha asustado. Recuérdeme que se lo cuente algún día.

No lo supe de sus labios, pues aquella noche él, su esposa y yo fuimos al teatro, cuando ya tenía decidido partir de Londres al día siguiente. Pero dudo que me hubiese relatado detalladamente la forma tan curiosa en que salvó la dignidad del CID Sin embargo, cualquiera que conozca al doctor Fell sabe que nunca le descubriría un hecho que pudiese molestarlo. Conocía finalmente la historia por el profesor Melson, que lo había acompañado en el asunto. Ocurrió en el otoño anterior al que el doctor Fell se trasladó a Londres en calidad de consejero de Scotland Yard (los motivos de este traslado se comprenderán al final del relato), y fue el último caso dirigido oficialmente por el inspector jefe David Hadley antes de jubilarse. Pero no se retiró, y es ahora el inspector general Hadley (lo que también se entenderá). Puesto que cierta persona de importancia para esta historia ha muerto hace cuatro meses, ya no hay motivo para callarla. Van, pues, los hechos. Cuando Melson terminó de contar la historia, comprendí por qué él, sin ser persona nerviosa, conservará siempre aversión por las claraboyas y la pintura dorada; por qué el móvil fue tan diabólico; y el arma, tan original; por qué Hadley dice que todo el asunto podría llamarse «El caso del guante volador»; y por qué, en resumen, muchos de nosotros consideraremos siempre el problema de la esfera del reloj como uno de los mejores casos del doctor Fell.

Ocurrió en la noche del cuatro de septiembre, como lo recuerda Melson, porque una semana después debí regresar y dar comienzo, el quince, al período de otoño. Estaba cansado. No son vacaciones las que uno pasa obsesionado por la idea de tener que «publicar algo» con el fin de mantener su posición académica. Compendio de la historia del obispo Burnet, realizado y anotado por Walter S. Melson, Ph. D. le había ocupado mucho tiempo y, aunque disentía violentamente del viejo charlatán, ni siquiera el frecuente placer de pescarlo en una mentira podía estimularle ahora. Pero, sin embargo, sonrió ante la compañía del viejo amigo, que iba renqueando a su lado: su sombrero de copa, su gran corpulencia y la capa negra que hacía volar el viento se destacaban contra las luces de los faroles; fogosamente discutidor como de costumbre, golpeaba sus dos bastones, a modo de énfasis, sobre el pavimento de la calle desierta.

Venían caminando por Holborn en una noche fresca y ventosa: eran cerca de las doce. Bloomsbury estaba inesperadamente lleno, y el mejor alojamiento que Melson pudo encontrar fue una cama en un cuarto piso, en Lincoln’s Inn Fields. Regresaba tarde del teatro; el doctor Fell, hechizado por los encantos de Miss Miriam Hopkins, había querido ver la película dos veces. Además, el doctor había insistido en no regresar a casa sin antes hojear un diccionario de escritura latina medieval que Melson había descubierto aquella tarde en Foyle’s.

—¿No pretenderá decir que quiere meterse en la cama a esta hora? —protestó—. ¿Eh? Hombre, es desalentador. Si yo fuese tan joven y activo como usted…

—Tengo cuarenta y dos años —repuso Melson.

—El hombre de más de treinta años que hace alguna mención de su edad empieza a enmohecerse —dijo vehementemente el doctor Fell—. Le estoy observando —parpadeó detrás de los lentes— ¿y qué parece usted? Parece un descuidado Sherlock Holmes. ¿Dónde está su sentido de la aventura y su impaciente curiosidad humana?

Great Turnstile —dijo Melson al ver la señal conocida—. Aquí, a la derecha. Iba a hablarle de su impaciente curiosidad humana —continuó al tomar la pipa y golpearla contra la palma de la mano—. ¿Algún nuevo caso criminal?

El doctor Fell refunfuñó.

—A lo mejor. Todavía no sé. Puede resultar algo de aquel asesinato del detective de los almacenes, pero lo dudo.

—¿Qué ocurrió?

—Anoche cené con Hadley, pero no parecía conocer los detalles. Dijo que no había leído el informe; ha encargado de ello a un inspector. El asunto empezó con una serie de raterías en los grandes almacenes, obra de una mujer que no pueden identificar…

—Las raterías no son muy…

—Sí, lo sé. Pero parece que hay algo endiabladamente extraño en estos robos. Y el resultado ha sido malo. ¡Maldita sea! ¡Melson, esto me preocupa! —resopló por un momento, y los lentes se le cayeron sobre la nariz—. Sucedió hace una semana en Gambridge. ¿Usted no lee los diarios? Se realizaba una venta especial, o algo por el estilo, en el departamento de joyería, y estaba lleno de gente. Llegó un detective, un individuo inofensivo, vestido con su acostumbrado traje de calle y pelo engominado, y de pronto agarra a uno por el brazo; gran alboroto, se arremolina la gente, gritos, y las joyas de una bandeja se desparraman por el suelo; luego, en medio de la batahola, y antes de que nadie comprenda lo que ha ocurrido, el detective cae. Chillidos. Alguien observa sangre debajo de él, lo da vuelta y descubre que le han abierto el vientre con un cuchillo. Murió poco después.

Hacía un frío desagradable y húmedo en el angosto callejón llamado Great Turnstile. Las pisadas sonaban sobre las baldosas, en medio de las filas de comercios cerrados. Los letreros chirriaban, y algún débil destello de la luz de gas iluminaba las letras doradas. De pronto, algo en la escueta conversación, o los ruidos nocturnos que resonaban bajo el murmullo de Londres, hizo que Melson mirara por encima del hombro.

—¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Quiere usted decirme que alguien cometió un asesinato sólo para evitar ser atrapado por unas raterías?

—Sí. Y de esta manera, muchacho. ¡Umf! Le dije que era desagradable. Ningún indicio, nada, excepto que era una mujer. Cinco docenas de personas la vieron, y todas las descripciones fueron diferentes. Ella desapareció; es todo. Esto es lo peor. Ninguna base para poder empezar.

—¿Se llevaron algo de valor?

—Un reloj. Estaba en una bandeja de curiosidades de la exposición; son modelos expuestos para mostrar el progreso de la fabricación de relojes, desde Peter Hele en adelante —un timbre extraño sonó en la voz del doctor Fell—. Este…, Melson, ¿cuál es el número de la casa de Lincoln’s Inn Fields donde usted para?

Melson se detuvo, sin motivo aparente, para encender la pipa, y también como si hubiese sentido una llamada en el hombro, a causa de un recuerdo que le perturbaba y le asustaba. Raspó un fósforo en la parte esmerilada de la caja. Aquel recuerdo lo provocó, quizá, la expresión en los ojitos vivos del doctor Fell, que le miraban sin pestañear mientras encendía el fósforo; o quizá la campana de un reloj que procedía del lado de Lincoln’s Inn Fields y que en sordina empezó a dar las doce. Para la mente imaginativa de Melson había algo de fantasmal en la gran figura del doctor, cubierta con su capa; en la cinta de sus lentes que la brisa agitaba. Fell le observaba en aquella estrecha callejuela. El reloj que daba las horas…, superstición… Apagó el fósforo. Las pisadas continuaron resonando en la oscuridad.

—El número quince —respondió—. ¿Por qué?

—Escuche. Usted debe de vivir en la casa vecina a la de un hombre que me interesa bastante. Tipo extraño, dicho sea de paso; su nombre es Carver. Es un relojero, y muy famoso, Arrumf, sí. A propósito, ¿entiende usted algo de la fabricación de relojes? Es un tema que fascina. Carver prestó a los almacenes varios de sus relojes menos importantes…, uno de los suyos fue el reloj robado; creo que también había algunos del Guildhall Museum. Yo pensaba…

—¡Charlatán infame! —exclamó Melson, y sonrió con sarcasmo, hecho que produjo una amplia sonrisa en la cara de luna del doctor Fell—. ¿No quería ver el diccionario? En realidad —vaciló— lo había olvidado…, pero algo extraño ha ocurrido hoy aquí.

—¿Qué hubo de extraño?

Melson miró a lo lejos, a lo largo de las paredes oscuras, hasta donde los faroles de la calle iluminaban el verde pálido de los árboles de Lincoln’s Inn Fields.

—Una broma —respondió lentamente—. Una broma. No puse mayor atención. Ocurrió esta mañana. Todavía no eran las nueve cuando salí, fumando, a dar un paseo después del desayuno. Todas estas casas tienen una escalinata, con un pequeño pórtico bajo un par de columnas blancas y un banco a cada lado. Había poca gente en los alrededores; un policía venía, de nuestro lado, por la calle. Yo estaba sentado y me sentía holgazán…, miraba distraído hacia la puerta de la casa vecina. Me interesaba porque el relojero tiene en la puerta una chapa que dice «Johannus Carver». Me intrigaba que, en esta época, alguien tuviese el descaro de convertir su nombre en «Johannus».

—¿Y entonces?

—… Y aquí es donde empieza lo extraño —dijo Melson, intrigado—. De repente, se abrió la puerta y salió una anciana, de expresión dura, que bajó a prisa las escaleras y corrió en busca del policía. Primero me pareció que quería enviar a varios chicuelos de la vecindad al reformatorio; tenía una agitación del demonio y gritaba. Detrás de ella salió una mujer joven, casi una niña, una rubia bonita…

(Muy bonita, reflexionó; el sol brillaba sobre su pelo y no estaba completamente vestida).

—Por cierto que no correspondía quedarme sentado en el pórtico, embobado con ella; pero fingí no escuchar y me quedé sentado. Por lo que pude comprender, la mujer de expresión dura era el ama de llaves de Johannus Carver. Johannus Carver se había pasado semanas enteras fabricando un gran reloj para la torre de la casa de campo del señor Fulano de Tal, y éste no era su trabajo habitual, sólo lo hacía para complacer al señor Fulano de Tal, que era su amigo personal…; así hablaba ella. Y el reloj quedó terminado la noche anterior, Johannus lo pintó y lo dejó en el cuarto del fondo para que se secara. Luego alguien se metió dentro, dañó el reloj y le robó las agujas. ¿Le parece una broma?

—No me gusta —dijo el doctor Fell después de una pausa—, no me gusta —meneó uno de los bastones—. ¿Qué hizo la autoridad?

—Pareció bastante confundida y tomó muchas anotaciones, pero no ocurrió gran cosa. La joven trataba de calmar a la vieja. Le dijo que probablemente no era nada más que una travesura, bastante mala, sin embargo, porque el reloj estaba estropeado. Después entraron. Yo no vi a Johannus.

—Umf. ¿La joven pertenece a la familia de Johannus?

—Lo supongo.

El doctor Fell refunfuñó.

—Maldición, Melson. Desearía haber interrogado más minuciosamente a Hadley. ¿Vive alguien más en la casa? ¿No lo ha observado usted?

—No he prestado atención, pero es una casa grande y parece que viven varias personas. También he visto en la puerta la chapa de un abogado. ¿Cree que tendrá alguna relación con…?

Llegaron a Lincoln’s Inn Fields por el lado norte. La plaza parecía más amplia que a la luz del día, las fachadas de las casas tranquilas y oscuras, sólo unas pocas filtraciones de luz asomaban detrás de las cortinas cerradas, y hasta los árboles parecían un bosque ordenado. La luna estaba acuosa; y su luz, tan débil como los faroles de la calle.

—Doblemos a la derecha —dijo Melson—. Allí está el Sloane Museum. Dos casas más allá… —pasó la mano por la superficie húmeda de la verja de hierro y levantó la vista hacia las casas chatas—. Aquí vivo yo. La puerta siguiente es la casa de Johannus. No veo bien de qué nos puede servir permanecer parados mirando la casa…

—No estoy tan seguro —dijo el doctor Fell—. La puerta de la calle está abierta.

Ambos se detuvieron. Estas palabras sobresaltaron a Melson, sobre todo al ver que en el número dieciséis no había luces. La luna y el farol de la calle lo iluminaban en una bruma, como un dibujo esfumado. Era una casa pesada, alta y angosta, de ladrillos rojos que parecían casi negros; los marcos de las ventanas estaban pintados de blanco, y una escalinata subía hasta las dos columnas redondas de piedra que sostenían el techo del pórtico, casi tan pequeño como la tapa de un reloj. La puerta estaba abierta de par en par; a Melson le pareció que rechinaba.

—¿Qué cree usted…? —preguntó con un suspiro que subía de tono. Calló al ver una sombra más oscura de alguien que estaba observando desde detrás de un árbol la fachada de la casa. La casa ya no estaba silenciosa; se oía una voz quejarse y llorar y fragmentos incomprensibles de palabras que parecían acusadoras. Luego la sombra se apartó y, con una sacudida de alivio, Melson vio que cruzaba la calle la silueta del casco de un policía; oyó sus pasos firmes y vio el resplandor de una linterna que apuntaba hacia adelante cuando el policía subía los escalones del número dieciséis.