Calle de las Damas
Anochecer, 24 de diciembre de 1662
Oyó los fuertes golpes en la puerta, pero no quiso atenderlos; al continuar más potentes decidió abrir a aquel sujeto que le incordiaba. Al incorporarse reparó en que debía de haber bebido mucho, pues le dolía la cabeza y sentía un fuerte dolor en el estómago. Recorrió con lentitud los pasos que le separaban de la puerta dispuesto a encararse con el malnacido que aporreaba de semejante modo su puerta. Para su sorpresa, la figura que le esperaba era la de fray Diego.
—¿Qué hacéis aquí? No son horas.
—En eso os equivocáis, siempre es buena hora para salvar una vida humana, mucho más si se trata de la de Isabel.
—¿Qué es lo que pretendéis ahora? Estoy un poco harto de vuestras teorías y especulaciones.
—En eso lleváis razón, en todo este asunto no he estado muy sagaz, pero ahora tengo algo que parece firme.
—Sorprendedme.
—Os dije que sólo había un hospital en este barrio, pero no es así, hay otro más.
—En eso os equivocáis, estoy seguro de que el de La Latina es el único en esta zona.
—No, también está el de La Pasión.
—Eso es un convento, no un hospital.
—Ahora mismo es un convento, pero hasta 1637 fue un hospital, es más, todavía mis hermanos tienen una gran sala que dedican al cuidado de los enfermos. Ése es el lugar. Además, al ser un convento dominico nos sitúa tras un sospechoso relacionado con el Santo Oficio.
—¿Os referís al procurador fiscal?
—Al mismo. Recordaréis que intentó detener nuestra investigación, es un hombre poderoso capaz de conseguir los recursos necesarios para realizar los experimentos que llevaba a cabo Alonso. Por si fuera poco, él tenía acceso a los archivos, pudo ceder el uso de la casa a Alonso y después hacer desaparecer los documentos.
Gonzalo se mesó la perilla pensativo mientras miraba al dominico.
—Sí, pero él no tiene el libro, nos interrogó e hizo que Ramiro siguiera nuestros pasos.
—Así es, pero, en mi opinión, todo eso era una pantomima para que le descartáramos como sospechoso. Estoy seguro de que en alguna parte del convento de La Pasión está retenida Isabel, y si nos damos prisa podemos rescatarla. Vestid vuestras ropas con presteza, no tenemos un minuto que perder.
Plaza de la Cebada
Anochecer
El horizonte estaba cubierto por unas nubes oscuras que descargaban una lluvia densa sobre la plaza de la Cebada, desierta bajo el manto de agua. El caño de agua de la fuente situada en el centro de la plaza descargaba agua casi con la misma fuerza que lo hacían las nubes. Empapados y exhaustos, los dos hombres eran las únicas maltrechas figuras que se veían en la calle, avanzando con denuedo hacia el convento.
Un relámpago iluminó la plaza y pudieron ver el contorno irregular de la plaza, producto del azar y la confluencia de varias calles en ese punto. A su alrededor sólo había grupos de casas pequeñas, desiguales y de pobre factura. La única excepción era el convento y hospital de La Latina, un conjunto enorme de viviendas, huertas, jardines y otras dependencias que ocupaban toda una manzana. A su derecha se elevaba el convento de La Pasión, encajonado entre otros edificios. Al compararlo con el primero, éste parecía un edificio pequeño y pobre, pues lo único que le daba cierto relieve eran las dos torres a ambos lados, rematadas por los típicos chapiteles de pizarra negra de las construcciones de cierta importancia.
Al acercarse oyeron el tañido de las campanas de las torres que anunciaban completas, o lo que era lo mismo, el anochecer. A Gonzalo, el repiqueteo potente y a la vez melancólico le traía pensamientos lúgubres, aunque en realidad sólo señalaba que la oscuridad de la noche se apoderaría en breve de las calles de la villa.
En cuanto llegaron a la puerta hicieron sonar la aldaba, cuyo sonido retumbó en la calle desierta. Mientras esperaban que alguien les abriera, fray Diego no podía disimular su inquietud: por un lado ignoraba si la suposición de que Isabel estaba allí retenida era cierta; por el otro, el repicar de las campanas indicaban que les quedaba muy poco tiempo. Incluso podía ser que ya fuera tarde y así lo reflejaba el rostro desencajado de Gonzalo.
Suponía que alguien de su orden no pondría problemas a la inspección de las dependencias del convento, pero ni siquiera eso era seguro. De todas maneras, el problema principal lo constituía la rapidez en encontrar a Isabel. Eso si estaba allí. La puerta se abrió y el rostro enjuto de un dominico apareció tras ella. Era el momento de la verdad.
* * *
Isabel despertó al oír las campanadas que señalaban completas, aquel estruendo la sacó de su embotamiento. Sin duda, su captor había puesto en la leche alguna sustancia sedante. Se sorprendió al comprobar su desnudez, y a medida que iba desperezándose sentía el frío intenso que reinaba en la estancia.
No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero el tañido indicaba que muy cerca de algún edificio religioso. Sentía un miedo casi tan grande como la gelidez que le erizaba la piel y le entumecía las manos y los pies. Ignoraba cuánto tiempo llevaba allí, pero le sorprendía que Gonzalo y fray Diego no hubieran hecho nada todavía por encontrarla. El alguacil era un hombre decidido y con recursos, eso por no hablar del astuto dominico. Sin embargo, allí estaba, sola, abandonada por todos, desnuda e inerme en manos de su secuestrador.
Escuchó el sonido de unas pisadas subiendo una escalera y por un momento pensó en que por fin llegaban a socorrerla. Sin embargo, esa ilusión de rescate sólo duro unos instantes, pues al abrirse la puerta vio con claridad la siniestra figura de su captor embozado en su capa negra.
* * *
El prior no puso ningún reparo a que inspeccionara el edificio. Como el convento era pequeño, no tardaron más de veinte minutos en recorrer las bodegas, sótanos, salas y celdas. El resultado fue que no encontraron nada, otro palo de ciego que no conducía a ninguna parte.
—¿Estáis seguro de que no hay nada más que podamos ver? —preguntó Gonzalo al novicio que les guiaba.
—Lo habéis visto todo —respondió firme—, el pequeño hospital, las cocinas, las salas, los sótanos e incluso la misma iglesia.
—Mirad, muchacho, esto es muy serio, una vida puede estar en juego. ¿Estáis totalmente seguro de que no hay nada más?
—Totalmente seguro.
—Entonces sólo nos queda retirarnos —dijo fray Diego—. Esta vez han podido con nosotros. Gracias por vuestra ayuda, hermano, transmitid mi agradecimiento al prior por su deferencia.
Ambos hombres siguieron al novicio hasta la puerta; la abrió, pero volvió a cerrarla con rapidez. Al volverse, en la mirada del novicio había un destello peculiar.
—Esperad, se me olvidaba un lugar. No sé cómo no he caído antes.
* * *
El oficiante agitó la campanilla nueve veces, girándola en dirección contraria a las agujas del reloj para orientar los toques a los cuatro puntos cardinales con el objeto de purificar el ambiente. Isabel se sentía avergonzada de permanecer desnuda ante ese hombre, pero él no parecía reparar en ella. Todo lo contrario, estaba absorto leyendo en voz alta un libro viejo y voluminoso. Isabel ignoraba que la posesión de ese volumen había costado ya un gran número de vidas, de la misma manera que desconocía el sentido del ritual. Aunque la espantaba la tramoya siniestra e imponente alrededor: el pentagrama en el suelo, las velas y la túnica negra.
Ajeno a sus pensamientos, el hombre comenzó a encender las velas y se colgó un talismán del cuello. Después sacó unos pergaminos del morral para leerlos con una voz baja, sibilante y lúgubre.
Su captor cogió la daga para apuntar hacia el pentagrama de Satanás y a cada uno de los pergaminos en los que estaban escritos los deseos del oficiante. Acto seguido los prendió con un cirio con el fin de que al arder fueran enviados al espacio y atendidos por la potencia infernal a la que convocaba.
Aquel hombre hacía cada cosa de manera metódica y con parsimonia, la misma que mostraba un verdugo ante su víctima. Entonces cayó en la cuenta de su destino: en esos rituales se celebraban sacrificios de animales e incluso de personas. Fue justo en ese instante cuando vio al hombre que vestía la túnica negra empuñar la daga y acercársele.
De repente oyó un estrépito de pasos subiendo con rapidez la escalera; el rostro del hombre quedó desencajado durante unos instantes, pero una vez pasado el asombro inicial decidió acabar el ritual como fuera, a pesar de oír con claridad que trataban de echar abajo la puerta. El oficiante soltó una retahíla incomprensible de palabras mientras alzaba la daga.
Isabel cerró los ojos, y entonces oyó que la puerta se derrumbaba y la detonación de una pistola que resonó en toda la sala. Para su sorpresa, en vez de recibir el golpe mortal sintió como el peso de un cuerpo caía sobre ella. Al abrir los ojos vio la túnica negra del oficiante, pero sólo durante unos instantes, el breve tiempo que Gonzalo tardó en echarlo a un lado.
* * *
El cuerpo estaba caído en el suelo y aunque no veían el rostro sabían quién era, puesto que el novicio que les había enseñado las dependencias del convento reveló que en la parte abuhardillada del tejado el secretario del procurador fiscal instaló un archivo del que sólo él tenía la llave. Al darle la vuelta pudieron ver el rostro tuerto y marchito de Alfonso Ruiz.
—Cometimos un error imperdonable —se lamentó fray Diego—. Estábamos obcecados en que el hombre que ayudaba a Alonso debía ser un hombre rico y principal, como el licenciado o el procurador fiscal, pero no era así. Alfonso tenía sólo su sueldo. Al ser hombre soltero y sin malas aficiones, empleó la mayor parte de su dinero en sufragar los experimentos que realizaban en San Martín. Eso justifica que Alonso se viera afectado en parte por el mal que transmite el maíz: como el dinero era escaso y los materiales para llevar a cabo sus prácticas costosos, decidió restringir cuanto pudiese los gastos en provisiones. Al registrar su casa vimos mazorcas de maíz, lo que significa que consumía en gran cantidad ese nuevo fruto, que le provocó la enfermedad y todas sus manifestaciones: sensibilidad al sol, diarrea, e incluso cierta leve demencia.
El dominico cubrió el rostro del secretario y se volvió hacia Gonzalo, que acababa de tapar a Isabel con su capa tras cortar las cuerdas y retirar la mordaza que la aprisionaba.
—Alonso y Alfonso no sólo tenían nombres similares, debían de ser almas gemelas —continuó el dominico—. Ambos comenzaron a estudiar medicina y escogieron otro oficio que nunca les satisfaría. Las armas y la pluma de escribano nunca calmaron su pasión por la ciencia o los extraños experimentos en que buscaban la panacea, el elixir de la vida, la fuente de la eterna juventud o cualquier otra engañifa de esa naturaleza. Dedicaron su vida a perseguir sombras y al final las sombras se apoderaron de ellos.
»Nunca sabremos cuándo se conocieron o cómo esa amistad se hizo tan profunda que llegaron a compartir deseos, anhelos y sueños. Aunque quizá lo que más les uniera fueran sus frustraciones.
»Alonso volvió a España con su sueño roto de ser un héroe y hacer fortuna. En la milicia había sobresalido, pero no consiguió riqueza, ni puesto principal para desenvolverse con holgura en la vida. Su intento desesperado de servir a la casa de Austria y hacerse miembro de la Orden del Dragón no tuvieron mejor sino. Todo acabó en un desastre del que sólo sacó el Legemetón, unas joyas y una persecución implacable.
»Por su parte, Alfonso también inició estudios de medicina, que abandonó en pos de una prometedora carrera bajo el mando del procurador fiscal. En algún momento comprendió que carecía de los contactos de su amigo Miguel Corral y que estaba destinado a ser sólo un segundón. Una ayuda imprescindible para su benefactor, de quien no podía desprenderse para la buena marcha de sus asuntos.
»A medida que se hacían viejos y comprendieron lo lejos que quedaban sus sueños de juventud, retornaron a lo que les había apasionado en un primer momento. La ciencia que abandonaron para perseguir espejismos tan bellos y prometedores como fallidos.
»Por algún motivo que desconocemos, comenzaron a realizar experimentos alquímicos con una base médica, y para ello consideraron imprescindible experimentar con sangre, el elemento tradicional en que reside la fuerza vital. Buscaban la inmortalidad, el elixir de la vida, esa vida que habían desechado en busca de vanos sueños y que sabían que se les estaba agotando.
»Alguno de ellos supo de los rumores sobre seres endemoniados que vagaban por el campo en San Martín y decidieron trasladarse allí para realizar sus pruebas. Utilizaron la casa que Pedro Vargas había cedido al Santo Oficio y mataron a habitantes del pueblo para obtener sangre. Ambos eran culpables de esos crímenes, pero no del mal que se extendía por la zona y que, en mi opinión, está asociado al cultivo del maíz.
»A la vez, la vivienda de San Martín era un excelente escondite para Alonso, a quien buscaba la Orden del Dragón por su robo. Todo iba bien hasta que apareció José Castillo y quiso tomarse venganza por la muerte de su hermano. Alonso, temiendo a ese hombre, vino a Madrid a refugiarse; con tan mala suerte que el leñador dio con él y le mató.
»Vuestro amigo estaba en una situación difícil. Por un lado, debía de temer a los hombres de la orden; por otro, a la población hostil del pueblo, que veía en él al responsable de sus males. Sabiendo que uno u otros darían con él, se acordó de vos y os quiso legar lo único que tenía de valor: el Legemetón. No sé si Alfonso sabría que os lo dejó como herencia, pero él lo quería para sí y lo cogió de la casa para traerlo aquí.
Fray Diego se acercó a la mesa donde estaba el volumen, abierto.
—Aquí está, por fin hemos dado con él —exclamó cerrando el volumen—. El secretario sabía que seguir las investigaciones sin su socio sería casi imposible y que ese libro era la llave segura para obtener lo que buscaban convocando a Barbatus, el demonio custodio de la piedra filosofal. Por eso nuestro viaje a San Martín fue baldío, salvo porque aclaramos la muerte de Alonso a manos del leñador.
»Alfonso quiso borrar cualquier huella que pudiera conducirnos a conocer el pasado de vuestro amigo. Por eso mató a Jorge, su antiguo compañero de armas. La muerte del hermano Adalberto tenía otro fin, cortar de raíz nuestras averiguaciones, que avanzaban lentas pero firmes. ¡Pobre Adalberto! Aunque no me llevaba bien con él, espero que Dios lo tenga en su gloria.
»Creíamos que estábamos siendo observados por alguien, pero no era así. Por un lado, nos espiaban los hombres del procurador fiscal, encabezados por vuestro amigo Ramiro. Por otro, Alfonso Ruiz, su secretario. Este, además de acecharnos y seguir el curso de nuestras pesquisas, trató de confundirnos de todas las maneras posibles.
»Por ejemplo, él urdió la engañifa de la falsa carta de Alonso enviada tras su muerte, ya que hacerle pasar por un vampir podía desviar nuestra atención del meollo de las pesquisas. Siempre me pareció que esa carta era falsa. Para un escribano profesional no debió de ser un gran esfuerzo imitar su letra con bastante exactitud.
»Por otra parte, tramó que nuestra búsqueda en el archivo fuera infructuosa, ya que hizo desaparecer los legajos de la cesión de la casa de Pedro Vargas. Incluso la lista de médicos era una engañifa, puesto que la clave estaba en esta dependencia de un antiguo hospital.
Tras una pausa, preguntó fray Diego mirando al novicio:
—¿Cuándo solicitó el empleo de la buhardilla Alfonso Ruiz?
—No lo sé, yo no estaba entonces aquí, pero al menos hará media docena de años. Al parecer, pidió al prior ese espacio que estaba desaprovechado como almacén para algunos antiguos documentos del Santo Oficio porque el archivo del Tribunal estaba lleno. El prior le concedió el uso de ella, a la que sólo tenía acceso él, así que ignorábamos lo que había aquí.
—Con toda probabilidad, eso quiere decir que Alfonso montaría en un primer momento su taller de alquimia aquí y posteriormente lo trasladó a San Martín. Tras la fuga del pueblo, Alonso trató de continuar sus experimentos en este lugar de manera provisional, con este hornillo y los materiales que vemos alrededor. Por eso se ausentaba por la noche de la posada y dormía durante el día. De aquí sacaba los libros con los que le vieron en su alojamiento —prosiguió fray Diego, señalando la estantería—. De esta manera evitaba que le viesen sus perseguidores del pueblo y de la orden del dragón, a la vez que podía dedicarse a sus trabajos. Vuestro amigo era el hombre fundamental de la búsqueda mientras Alfonso trabajaba y sufragaba los materiales. Para su desgracia, Esteban y Héctor nos aclararon gran parte de la vida de Alonso; incluso el inútil de Ferenc Gero colaboró en esta tarea.
»Miguel Corral y Melchor Molina eran los dos sospechosos más evidentes, ambos deseaban el libro, tenían posibles e intereses en la ciencia y la medicina. Incluso el secretario trató de hacer parecer más culpable aún al procurador fiscal al informarnos de que había estudiado medicina.
»Tras la muerte de vuestro amigo, las cosas se complicaron. Además de un socio perdió el taller con todo su contenido, y a pesar de conseguir sangre de Jorge y Bela, apenas tenía nada más para continuar con sus pruebas, por lo que sólo le quedaba seguir un camino: el Legemetón y tratar de convocar al demonio Barbatus.
»Un excelente medio para hacerlo era ofrecer un sacrificio humano, una mujer que le sirviera de altar. Entonces hizo llamar a Isabel y la engañó para secuestrarla y encerrarla aquí. En este supuesto archivo no se guarda nada que no sea maldad.
—Fray Diego, creo que es hora de salir de aquí —dijo Gonzalo.
—Sí, salgamos de aquí, este lugar me espanta —añadió Isabel.
—Decís bien, es hora de marcharnos, apaguemos las velas para evitar un incendio y vayamos abajo a informar al prior. Esperemos que el rey nos recompense esta vez tal como prometió —dijo fray Diego, mirando a Gonzalo.
—Así sea —concluyó el alguacil.