VIGÉSIMA TERCERA JORNADA

Hospital General de Atocha

Atardecer, 23 de diciembre de 1662

El Hospital General de Atocha era el edificio más grande de ese tipo en Madrid. Construido a las afueras de la ciudad, la impresionante mole de su fábrica ocultaba dentro un mundo de miserias, un pudridero donde los menesterosos iban a sanar, aunque con mucha mayor frecuencia lo que hacían era morir. Allí se asistía a las pobres gentes que no podían pagarse un médico que las visitara y todos los que yacían en las salas del edificio carecían de dinero e incluso de morada. Acudían mendigos, picaros, viejos, niños y todo tipo de individuos que vagaban por la corte hambrientos y desamparados.

Gonzalo y fray Diego acababan de visitar el edificio y salían afligidos por la podredumbre que habían visto y el escaso éxito de la jornada. Era su última esperanza, habían visitado el de la Latina, los domicilios de todos los médicos del barrio de Lavapiés, y el gran establecimiento benéfico de la ciudad era el punto final de su recorrido.

El aspecto de ambos hombres era desolador, el cansancio se reflejaba de manera clara en sus rostros, fray Diego caminó con pasos lentos hasta el caño que había frente al edificio para echar un trago y refrescarse. Después partió hacia su convento sin despedirse de Gonzalo, como si le diera vergüenza haberle defraudado. Poco a poco su figura se fue perdiendo en el horizonte con la misma parsimonia con que uno pierde la esperanza.

Calle de las Damas

Anochecer

Volvió a echar más vino y la damajuana quedó vacía. Pidió otra jarra con un grito tan ronco y colérico que las caras de los pocos clientes de la taberna se volvieron hacia él.

—¿Qué miráis? —añadió a una mirada desafiante.

Los parroquianos continuaron sus conversaciones, pues no parecía aquel hombre fornido y de aspecto abatido la persona más idónea para entablar una disputa. En aquel momento Gonzalo era capaz de emprenderla a tajos o empellones con cualquiera.

Fray Diego dijo que sólo tenían un tiro y éste había fracasado. Su gran esperanza era inspeccionar el Hospital de La Latina, pero a medida que recorrían sus salas veía con desesperación cómo sus expectativas iban desapareciendo. No podían echar la culpa a nadie, la priora del convento demostró cierto escepticismo ante la historia que ambos hombres le contaron, negó con convicción que allí fuera a producirse un asesinato ritual, pero accedió a que registraran todas las dependencias del hospital y el convento.

La requisa se prolongó durante más de una hora y no habían dejado sala, sótano, covachuela, celda o bodega sin inspeccionar. De todo ello lo único que sacaron en claro fue la constatación de su fracaso y que Isabel estaba condenada.

Tal vez su vida no fuera más que eso, una acumulación de fracasos, hechos macabros, violentos o inicuos. Quizá también él fuera un vampir, un difunto que caminaba por las calles aunque en su interior estuviera muerto. Muerto como pronto lo estaría Isabel, mientras que él era incapaz de hacer nada por evitarlo.

Por eso le ardía en el pecho una ira incontrolable, similar a un ascua destructora. Echó otro trago de vino, a pesar de saber que ese líquido nunca podría apagar el fuego que le consumía.