VIGÉSIMA SEGUNDA JORNADA

Convento de Atocha

Amanecer, 22 de diciembre de 1662

A fray Diego le avisaron de que un hombre esperaba en el portal de las campanillas para darle un mensaje, así que se dirigió al pórtico que hacía de entrada ornamental al edificio religioso. Allí le esperaba Alfonso Ruiz, el secretario del procurador fiscal, aterido con su parche en el ojo y con el rostro aún más pálido de lo normal por el frío. Al ver al dominico sonrió y sacó unos pliegos de la cartera de cuero que llevaba bajo el brazo.

—Tal como os prometí, aquí tenéis una lista de los médicos de la villa —dijo el secretario, tendiéndole los papeles—, ha costado un poco de trabajo pero más vale tarde que nunca. Sé que me he demorado muchos más días que los tres que os aseguré, pero la desaparición de la primera lista y la pusilanimidad del hombre al que le encargué la nueva han sido los responsables. Al final, hasta yo mismo me tuve que poner a la tarea, porque ese escribano es bueno pero lento en extremo para hacer las averiguaciones precisas.

—Os agradezco el esfuerzo que habéis hecho. No debíais haberos molestaros en traérmelo personalmente. Bastaba con mandarlo con un mensajero.

—De ningún modo quería arriesgarme a que desapareciera de nuevo. Ya sabéis lo que pasó con el anterior y no me habría gustado que ocurriera otro percance.

»Nunca supuse que habría tanto médico en Madrid, por lo que me parece que vuestras pesquisas pueden prolongarse bastante tiempo. Podéis visitar uno a uno a cada médico, puesto que he incluido, además del hospital, su dirección. Espero que os sea útil para atrapar a ese hombre que buscáis. Ahora, si me disculpáis, debo volver a mis obligaciones.

—Id con Dios.

El secretario se retiró satisfecho mientras fray Diego miraba con desánimo la larga lista que por fin llegaba a sus manos. Convendría echar un vistazo a esos papeles antes de que llegase Gonzalo.

* * *

Los pasos lentos del dominico y el alguacil resonaban en el pasillo del convento que conducía hasta la biblioteca.

—La verdad, Gonzalo, es que estoy deseando acabar con este asunto. Vos sabéis que me gustan los libros, pero eso es una cosa y otra es pasarme la vida en esta biblioteca. Las letras, los libros, la ciencia están bien, pero eso no es la vida, sólo es una parte de ella.

—Decídmelo a mí, que al igual que la mayoría de la gente de esta villa no he tocado un libro en mi vida y vivir hemos vivido, bien lo sabe Dios.

—No lo creáis, Gonzalo, la mayoría de la gente de la corte no vive, sólo sobrevive. Para vivir hace falta más que tener la panza llena y el cuerpo sano, y para eso están los libros y muchas otras cosas más.

El dominico echó mano al bolsillo y sacó una llave para abrir la puerta de la biblioteca. La gran estancia estaba gélida. Fray Diego fue al rincón donde trabajaba y echó un poco de carbón en el brasero que estaba a sus pies.

—Tal vez mucha gente peque de ignorancia, de desinterés hacia todo aquello que no sea conseguir el cotidiano sustento y buscar solaces groseros, pero también existe un reverso poco grato. Alonso y ese desconocido a quien buscamos pecaban de lo contrario, se volcaron en un mundo de elucubraciones que les acabaron llevando a la locura y la maldad. Lo sé bien porque yo también estuve a punto de sucumbir a esa tentación en mi juventud. ¿Qué es el celo religioso exacerbado sino un engaño más del diablo para creerse mejor que los demás?

El carbón comenzó a prender, ante el agrado de los dos hombres, que acercaron sus manos al brasero.

—Esto ya pinta mejor. Pero bueno, os he traído aquí no para hablar en vano sino para contaros algo turbador. Es preciso recapitular todo lo que hemos averiguado. Sabemos que vuestro amigo Alonso sustrajo un libro, el Legemetón o Llave Menor de Salomón. El robo tenía un doble fin: por un lado, vengarse de la Orden del Dragón, y por otro podía ser útil para la pasión que le dominaba: la búsqueda de la inmortalidad y el elixir de la vida.

»Eso es lo que investigaba en sus desatinados experimentos. Pese a que abandonó sus estudios de medicina al alistarse a los tercios, sabemos que después se rodeó en Flandes de alquimistas, taumaturgos y charlatanes. Volvió a España y se buscó un socio que compartía su fervor por la alquimia y le sufragaba los gastos de los ensayos que llevaba a cabo. Para sus extrañas prácticas necesitaban sangre, ese líquido en el que tradicionalmente ha estado depositada la fuerza vital del hombre. Aprovecharon los rumores de existentes en un pueblo sobre la presencia de seres endemoniados que encajaban con las leyendas de los vampir para que los crímenes que realizaban para extraer sangre quedaran ocultos.

»Alonso fue asesinado por José Castillo, uno de los hombres del pueblo que le culpaba del origen de lo que la gente de la zona llama la plaga. Sin embargo, aún quedaba el socio para continuar la búsqueda. Además, cometió otros dos crímenes: el de Jorge, que podía revelarnos el oscuro pasado de Alonso, y el de Bela, que trataba de recuperar el libro para sus legítimos dueños.

»A ellos les extrajo la sangre, pero no al padre Edelmiro, tal vez porque las circunstancias no eran las adecuadas o quizá porque ya no confiase en la vía experimental. En cualquier caso, conjeturo que trata de emplear un nuevo camino y el secuestro de Isabel corrobora esa idea. En mi opinión, Isabel está viva, ya que su cuerpo no ha aparecido y el resto de los cadáveres se encontraron al día siguiente del asesinato.

»Para buscar la inmortalidad hay dos vías. La primera es la alquímica. Para la mayoría de la gente los alquimistas buscaban la piedra filosofal, esa sustancia capaz de convertir un metal sin valor en oro. Ya os dije que éste es sólo el primer paso, que el fin último es otro. ¿Recordáis? Una característica del oro es que se oxida más lentamente que otros metales, que es imperecedero. Por lo tanto, si se descubre cómo crear oro a partir de otros elementos, tal vez podrían hacer que el cuerpo se volviera inmortal. La función transmutadora y la de otorgar la vida eterna están relacionadas, y una vez se tenga la piedra filosofal ésta nos servirá para crear el verdadero objetivo de su búsqueda: el elixir de la vida. Aunque Alonso sólo encontró la muerte, lo que él buscaba era el elixir que garantiza la vida eterna.

»La segunda manera de conseguir este fin es la demoníaca. El Legemetón es uno de los libros más peligrosos que jamás se hayan escrito. Allí están contenidos los rituales para conjurar a setenta y dos demonios. Si uno realiza la invocación debidamente, un demonio se presentará ante él y podrá pedirle lo que desee a cambio de su alma. Bien por la ciencia, bien por el respaldo de las fuerzas del mal, nuestro desconocido rival está decidido a encontrar su objetivo.

—¿Qué es lo que pretende ahora?

—Mañana es 24 de diciembre, el día más corto del año, el día en que las tinieblas cubren la tierra durante mayor tiempo, uno de los momentos más adecuados para realizar un rito que trata de convocar al demonio. El día 25 es Navidad, el nacimiento de Cristo, el día en que los romanos celebraban el regreso del sol. A partir de esa fecha los días comienzan a alargarse, la luz triunfa sobre las tinieblas y renace la esperanza.

»El secuestro de Isabel está relacionado con todo eso. Por un lado intenta de vengarse de nosotros, de causarnos un daño. Ese hombre nos espía y sabe de vuestras relaciones con Isabel. Por otro, para emplazar a los demonios se necesita un altar y no hay uno mejor que el de una mujer desnuda. No sólo eso: ofrecer un sacrificio humano es algo muy eficaz para convocar a las fuerzas diabólicas. Aunque la mejor inmolación posible es la de un niño o una virgen, una simple vida humana es un activo muy poderoso para invocar a uno de los demonios del Legemetón, Barbatus.

—¿Por qué a ese precisamente?

—Él es el poseedor del secreto de la piedra filosofal con la que se puede conseguir la inmortalidad.

—Lo que me estáis diciendo es que ese hombre está preparando un rito en el que Isabel será a la vez altar y sacrificio.

—Así es, nuestro hombre tratará de matarla. Sabía que no iba a gustaros, pero es así.

—Debemos encontrarla como sea. ¿Qué se os ocurre?

—Bien, el tiempo para dar con ella se agota —dijo mientras sacaba un gran mapa de los anaqueles de la biblioteca—. En mi opinión, está viva y retenida en algún lugar contra su voluntad por alguien que es médico o tiene conocimientos de medicina, lo que nos facilita mucho las cosas.

—¿En qué sentido?

—Gonzalo, fijaos en que médico no es una profesión que proporcione grandes ganancias en la mayor parte de los casos. La mayoría de ellos viven en casas de reducido tamaño junto con sus familias; es decir, no disponen de los fondos o del espacio para realizar experimentos alquímicos. Eso por no hablar de mantener secuestrada a una mujer. Muy pocos pueden disponer de grandes casas como las de mi amigo Juan Juárez, y aun así una vivienda como la suya, con sus sirvientes y familiares, es un sitio poco recomendable para esos fines o para llevar a cabo un ritual que debe mantenerse en el más estricto secreto. ¿Cuál es entonces un sitio adecuado para todo esto?

—Ni idea.

—Pensadlo bien, debe ser un sitio amplio y tranquilo. En mi opinión, el mejor lugar es una dependencia apartada de un gran hospital. Libre de inoportunos y de familias molestas.

—¿Adónde nos lleva todo esto?

—Mucho me temo que a ninguna parte. Tenemos la interminable lista de médicos que nos ha suministrado nuestro amigo el secretario del procurador. Visitar a todos los médicos e interrogarlos, no digamos ya inspeccionar sus casas, puede llevarnos meses. Los hospitales son muchos menos, pero un cuidadoso reconocimiento de todos nos puede llevar un par de días. Eso si obtuviéramos el permiso de los responsables de los hospitales o la cooperación de los médicos, lo que tampoco sería fácil.

—Resumiendo, según vos Isabel está perdida —le interrumpió Gonzalo.

—No, lo que digo es que si hacemos todo eso, es decir, si seguimos un camino exhaustivo y riguroso, no conseguiremos salvarla. Debemos recurrir a un método más sencillo, pero racional. Al acudir a casa del licenciado nos dejamos llevar más por el instinto que por la razón. Hay que urdir un plan más elaborado que combine ambas cosas.

—Si os conozco un poco, y creo que es así, supongo que ya tenéis en mente algo que nos pueda sacar del atolladero.

—Confiáis demasiado en mí, Gonzalo. Es cierto que tengo una idea, pero también es bastante peregrina. Es como ese pistolón que lleváis con vos: sólo tiene una bala, puede dar en el blanco o no, pero es lo único que tenemos. Tal vez os parezca una locura.

—¿Cuál es esa idea? Decidlo ya.

El dominico desplegó en el suelo el enorme rollo de papel que había sacado del anaquel y apareció ante ellos un impresionante mapa de la villa de Madrid.

—Os explicaré mi teoría. Como podéis ver, esto es una representación fiel y detallada de la villa de Madrid. Fue un encargo de nuestro rey al portugués Pedro Teixeira. Refleja la ciudad tal como estaba hace seis años; es decir, casi como hoy en día. Es el mejor mapa que se ha hecho de la corte. Hay otros planos, como el de Frederic Wit, pero ninguno es tan perfecto como éste.

»Estudiándolo he llegado a una conclusión basada en los lugares donde ocurrieron los crímenes. Jorge y el húngaro murieron en una zona de la villa, la misma donde supongo que desapareció Isabel. ¿Cuál es esta? Vuestro barrio de Lavapiés y sus aledaños.

»Jorge fue asesinado en la casa del bordador Constantín, en el límite de la ciudad y del barrio. El húngaro apareció muerto en el cerrillo del Rastro, aquí —dijo señalando la calle en el mapa—. Isabel también debió de desaparecer cerca de allí, pues la vieron dirigirse hacia la Puerta del Sol y en mi opinión le propusieron una cita en el límite del barrio. Debió señalar una zona más respetable para una mujer, es posible que fuera por aquí, en la zona del Tapón del Rastro, antes de que comiencen los barrios bajos.

»Mi teoría es que el culpable de estos crímenes vive, se aloja o frecuenta de manera habitual el barrio de Lavapiés o sus aledaños. Incluso la muerte de Jorge nos manifiesta otro hecho que apuntala mi hipótesis: a Jorge le extrajeron la sangre y su asesino debió ir cargado con la vasija conteniendo la sangre hasta un lugar muy cercano. En conclusión, donde debemos buscar es en este barrio.

—Siento deciros que esto tampoco nos lleva muy lejos —replicó Gonzalo, resoplando con desánimo—. Aunque no es de los barrios más grandes, buscar en las casa de los médicos nos puede llevar mucho tiempo.

—Eso es cierto, pero sólo hay un hospital, éste —dijo señalando un gran edificio en la plaza de la Cebada.

—Sí, el de La Latina. Entonces, vayamos para allá ahora mismo.

—Ya os dije que no conviene desesperar, Gonzalo. Todavía está viva y la salvaremos.

* * *

Abrió la puerta y sintió la gelidez que imperaba en la sala. Vio los ojos de la mujer llenos de miedo, pero la ignoró. Sin duda habría pasado frío; pensó por un instante en cubrirla con una manta pero le pareció inútil, de todas maneras iba a estar muerta en unas horas. Ahora debía preocuparse sólo por preparar el ritual. Se quitó el morral que llevaba colgado al hombro para depositarlo sobre la mesa. Desprendió la cinta de cuero que lo cerraba y empezó a sacar unos cirios de color oscuro.

Pensó que en realidad la corte infernal era como cualquier otra, un lugar en el que todo el mundo deseaba ser reverenciado. A pesar de ser el creador y difusor del mal, el diablo y sus cortesanos deseaban una cosa: ser amados. También el amor era el punto débil de esa mujer que se encontraba allí por ese motivo; no sólo ella caía en esa necedad, al igual que el resto de los humanos, también los demonios querían amor y adoración.

Si eso es lo que buscaban, lo tendrían: amor, adoración y sangre. Debía conjurar a Barbatus, el demonio barbado, esa extraña potencia demoníaca que poseía el secreto de la piedra filosofal, o lo que era lo mismo: de la vida eterna y la juventud. Había que lograr que escuchara y no imaginaba mejor sonido para sacarle de su duermevela y mutismo que el grito agónico de una mujer al ser sacrificada.

Sacó del cajón de la mesa el amuleto con el pentagrama de Satanás y lo dejó sobre la mesa. No debía olvidar ponérselo cuando comenzara el ritual, puesto que constituía su protección. La señal necesaria para que el convocado le reconociera como un adorador y no le hiciera daño. Vistió la túnica negra con capucha que permanecía plegada en la silla junto a la mesa. Según los antiguos grimorios, los oficiantes y asistentes masculinos a un rito satánico debían vestir ropas de color negro o muy oscuro que simbolizaran el poder de las tinieblas.

No pudo dejar de pensar que toda ceremonia o rito tenía algo de representación teatral e impostura y eso no le agradaba. Tal vez por eso había decidido prescindir de la máscara; quizás en una ceremonia más concurrida tuviera sentido, pero en aquella con sólo un oficiante era totalmente prescindible.

Dedicó una mirada a la mujer, que permanecía inerte y que le observaba con unos ojos suplicantes en los que podía leer el temor. El vestuario de la mujer estaba claro: ninguno, salvo la mordaza que garantizaba su silencio y las cuerdas que le ataban las extremidades. Quitarle las ropas que llevaba podía ser un problema, por lo que era necesario pensar en darle algo que la aletargara.

Ese cuerpo maduro sería su altar, no existía mejor ara que un ser vivo para llamar la atención de las potencias maléficas. Aunque la víctima que iba a inmolar no era una mujer joven, tal como ordenaban los cánones, tampoco era muy mayor. No estaba entrada en carnes y tenía un rostro agraciado, lo que junto a sus ojos claros y la melena bermeja la hacía muy atractiva.

A su alrededor dispuso todos los demás instrumentos de uso para el oficiante. Cogió los cirios negros y comenzó a situarlos en el contorno del pentagrama dibujado en el suelo. Mientras tanto, pensaba en el sentido profundo de la palabra Lucifer, un vocablo terrible, evocador, maldito. ¿No era un sinsentido que la palabra que designaba al señor de las tinieblas significara portador de la luz? Quizá su nombre expresara la llama viva, el fuego ardiente del deseo de los humanos por alcanzar lo prohibido.

Colocó el penúltimo cirio y echó un vistazo a cómo habían quedado. Tenían la humilde función de iluminar la cámara del ritual, pero el que portaba en la mano debía colocarse a la izquierda del altar representando el poder de las tinieblas, justo enfrente del único cirio blanco, a la derecha. Calculó dónde pondría a la mujer y lo situó en el suelo. Ninguno estaba fabricado con grasa de ahorcados, tal como señalaban los cánones, pero como tantas otras cosas de los rituales había pocos preceptos rígidos y muchas variantes. No era la única desviación de las reglas, el cáliz era de cerámica y no de plata, pero tampoco creía que ese detalle fuera esencial.

Volvió a la mesa y sacó del morral una pequeña campanilla de bronce y el cáliz. La primera debía marcar el principio y el fin de la ceremonia, el segundo serviría para ingerir esa extraña bebida estimulante que había destilado según los viejos códices. Olía mal y sabía peor, pero un trago no le haría daño.

Sólo quedaba una cosa más. Al empuñarla brilló, a pesar de las penumbras. La daga del sacrificio relumbraba de una manera maligna. No quiso que Isabel la viera, debía permanecer tranquila sin sospechar su fin. Una persona sin esperanza, alguien que sabe que va a morir, se vuelve peligrosa. Volvió a ocultarla para sacar un trozo de pan y una frasca de leche. Echó el contenido de ésta en un cuenco y vertió de manera generosa unos polvos de color blancuzco. Debía ser suficiente para que durmiera hasta el momento del sacrificio. Se acercó a ella y le quitó la mordaza. La mujer sorbió con ansia, pues estaba sedienta. Una vez adormecida, todo estaría dispuesto.