Convento de Atocha
Amanecer, 21 de diciembre de 1662
Gonzalo golpeó la puerta de la celda de fray Diego y del interior no tardó en surgir la voz del clérigo pidiendo calma, antes de abrir a su visitante. El dominico apareció con aspecto somnoliento, la barba crecida y los ojos enrojecidos. Se cubría con un manta para evitar el intenso frío que hacía en su celda. Gonzalo no tenía mejor aspecto, estaba alterado por una extraña mezcla de nerviosismo e ira. Se notaba que se había vestido de manera rápida, ya que los botones del jubón estaban desparejos y su pelo revuelto.
—¿Qué queréis a estas horas, Gonzalo?
—No es tan temprano, son más de las ocho.
—¿Tan tarde? No he dormido mucho, estuve hasta altas horas trabajando en la biblioteca. Os puedo asegurar que cada vez me cuesta más conciliar el sueño.
—En fin, dejemos vuestros problemas con la almohada. Lo que me trae aquí es un tema serio: Isabel ha desaparecido —dijo de sopetón Gonzalo.
—Pues…, pues si es así, grave es el asunto. No desconocíamos que estábamos en peligro, pero nuestro enemigo se ha decantado por un objetivo más débil. ¿Quién os informó de tal lance?
—Doña Aurora me ha hecho llegar un mensaje en el que asegura que Isabel desapareció ayer por la noche tras darle permiso para acudir a una cita que le proponía una carta. Ha estado ausente toda la noche. Fui a su casa para entrevistarme con Ginesa, la sirvienta que le entregó la carta antes de desaparecer.
—Esperad un momento, Gonzalo, debo adecentarme.
El dominico se despojó de la manta y comenzó a lavarse la cara en el agua de una bacinilla.
—¿Quién envió esa carta? —preguntó mientras se secaba el rostro.
—Ese es otro misterio. La llevó un muchacho; ya sabéis, uno de esos golfillos dispuestos a hacer cualquier mandado por unas monedas.
—Por ese camino no hay nada que hacer —se quejó mientras vestía su hábito—. No sabemos quién la mandó ni su contenido, ¿no es así?
—La única persona que leyó el mensaje fue Isabel y no comentó nada a nadie. A su señora se limitó a pedirle un par de horas para solucionar un asunto. Lo único que sabemos es que al salir de la casa dirigía sus pasos hacia la Puerta del Sol.
—Si no os importa, vamos a la cocina; me gustaría tomar una tisana de menta, tengo el estómago revuelto. ¿Ginesa no era la mujer que está enemistada con Isabel y ansia ocupar su puesto en la casa?
—Así es. Ahora parece compungida, pero supongo que en el fondo se alegra.
Ambos hombres enfilaron el corredor que conducía a la cocina, donde se cruzaron con otro fraile que saludó con un ademán a fray Diego.
—¿Creéis que sería capaz de asesinar a Isabel con tal de hacerse con su puesto?
—No lo creo, aunque tampoco me extrañaría —respondió Gonzalo, torciendo el gesto—. Siempre la he visto con rostro agrio, pero ahora lamenta la desaparición de una persona a la que ha tratado de indisponer con su ama y echarla de casa. Es falsa y malvada, pero dudo que sea capaz de asesinar a Isabel.
—Gonzalo, perdonad que os haga esta pregunta, pero comprenderéis que es necesario. ¿No se ha descubierto su cuerpo en alguna de las calles de Madrid?
—De eso estoy totalmente seguro, al amanecer se han encontrado tres cadáveres. Todos son hombres de mala vida que hicieron todo lo posible para acabar tal como lo han hecho.
Llegaron a la cocina y en cuanto abrieron la puerta sintieron el calor que desprendía la chimenea, donde hervía un caldero con agua.
—Bueno, al menos tenemos una buena noticia. No creo que Isabel esté muerta.
—¿Por qué decís eso?
—No es para animaros, Gonzalo —dijo fray Diego metiendo un cazo para coger agua—, pero examinad lo sucedido hasta la fecha. Nadie hizo desaparecer el cadáver, todas las víctimas fueron asesinadas y abandonadas en la calle, las de San Martín y las de Madrid. En este caso no ha sido así, nuestro rival quiere algo de Isabel. Fijaos en que es malvado pero muy práctico. Cada crimen tenía un motivo y aquí todo apunta a un rapto. ¿Por qué la ha secuestrado? ¿Dónde está ahora? La respuesta a ambas es que lo ignoramos. También está claro que debemos hacer algo, no podemos esperar a que ese pusilánime secretario nos dé la lista con los médicos.
—¿Qué se os ocurre?
—Poca cosa, dar un palo de ciego —dijo mientras rebuscaba en un cajón lleno de hierbas—. ¿Habéis pensado en algún sospechoso como autor de estos crímenes?
—Pues si os digo la verdad, no.
—Recapacitad, Gonzalo, desconocemos quién es la persona que realiza estos crímenes, pero sí sabemos varias cosas sobre él. La primera, que es un hombre acomodado, lo bastante para sufragar los gastos y experimentos de Alonso. Además, debe de ser un hombre culto, con afición por los libros.
—En ese caso, la persona a la que buscamos puede ser el procurador fiscal, cumple esos dos requisitos y alguno más. Recordad que el secretario nos dijo que se conocieron cursando estudios de medicina, antes de abandonarlos para dedicarse al derecho. Además, tenía acceso a los documentos de la casa de San Martín, los mismos que misteriosamente han desaparecido.
—Lleváis razón, Gonzalo, pero no cumple otras condiciones. Me explico. No parece mostrar interés en la medicina o cualquier otra cosa que no sea su carrera. No creo que arriesgase su posición por una serie de investigaciones un tanto delirantes. Puede que sea un hombre malvado, pero ante todo es ambicioso y sabe que cometer esos crímenes es una amenaza para su futuro.
—Entonces, ¿en quién estáis pensando?
El dominico echó unas hierbas en su cazo y lo endulzó con miel antes de tomar un sorbo.
—Me refiero al licenciado Melchor de Molina. Tenemos un hombre que se declara culto y que tiene un evidente interés en la alquimia, la medicina y otras artes, tal como demuestra con la posesión de un gabinete de maravillas. Él mismo nos dijo que sólo exhibía una pequeña parte y, si recordáis, aseguró que el sótano del edificio estaba repleto de objetos igualmente valiosos. Si es así, ¿no podía haber dejado algo de espacio en el palacio o en el sótano para Isabel? Además, la vieron partir en dirección a la Puerta del Sol, el lugar donde se encuentra su casa.
»Por supuesto, también tiene dinero para sufragar experimentos, y esos mismos recursos pueden hacer desaparecer los documentos del archivo del procurador fiscal. No os tengo que decir que, si hay algo que funciona bien en este reino nuestro, tal vez lo único, es la corrupción.
—Entonces proponéis que vayamos a hablar con él o a inspeccionar su vivienda…
—No, Gonzalo, lo que digo es que debemos hacer algo y que buscar en esa casa puede ser útil, pero no dejo de ser consciente de que es un recurso desesperado. Además, nos puede causar muchos problemas: no es lo mismo que registremos la casa de un humilde tendero que la del licenciado. Aunque tenemos ese papel con el sello del rey para ayudarnos en nuestras pesquisas, de esta acción se pueden desprender peligrosas consecuencias. Sobre todo para vos, que sois alguacil y podéis ser desposeído del cargo.
—Vayamos —dijo Gonzalo decidido.
* * *
La casa del licenciado Melchor de Molina ofrecía un aspecto siniestro recortando su torre sobre el cielo gris de la villa. La pizarra del tejado lucía negra, libre de la nieve de los días anteriores, aunque todavía colgaban algunos carámbanos. En la calle Mayor los comerciantes recogían los puestos y la Puerta del Sol estaba casi desierta, pues la gente se retiraba a almorzar. Así que, mientras bodegas y figones estaban llenos, calles y mentideros permanecían vacíos.
Gonzalo decidió llamar a Carlos, el más veterano de sus corchetes, para que les acompañara en la requisa a la casa del licenciado. Llamaron a la puerta y abrió el mismo sirviente que les recibió en su visita pocos días antes.
—Querría hablar con el señor licenciado —anunció Gonzalo.
—Lamento deciros que no se encuentra en casa en este momento. Volved dentro de un par de horas, que casi con seguridad entonces ya habrá llegado.
—Eso no es posible —dijo el alguacil dando un empujón a la puerta—. Venimos a ver al señor Melchor de Molina y a comprobar que en su casa no está siendo retenido nadie contra su voluntad.
—¡Qué hacéis, estáis loco! —gritó el sirviente—. No estoy autorizado a permitir vuestro paso hasta que no esté mi señor.
—La justicia no puede esperar —voceó Gonzalo, mientras entraba en la casa—. Necesitamos ver cada una de las dependencias de esta vivienda.
—Estáis cometiendo un error, aquí no se retiene a nadie… Esto es un abuso.
—Dejad de protestar, estáis obstruyendo a la justicia en un asunto de la casa real. Esto no puede esperar.
—De ninguna manera estoy dispuesto a participar en esta tropelía, mi señor informará de todo esto a las autoridades.
—Que haga lo que crea conveniente. Nosotros vamos a comenzar la tarea registrando esta planta —concluyó el alguacil.
Fray Diego, Gonzalo y el corchete abrieron las puertas que daban a un enorme salón que debía de servir para realizar banquetes; después pasaron a la cocina, la despensa y los pequeños cuartos que ocupaba el servicio.
—Vayamos arriba, tal vez allí tendremos mejor suerte —propuso Gonzalo.
—He mandado buscar a mi señor y que avisen al alcalde de Casa y Corte de este desafuero —dijo el sirviente, apareciendo a su espalda—. Os doy la oportunidad de abandonar esta casa antes de que se presente y tengáis que rendir cuentas.
Aquellas palabras no interrumpieron a los tres hombres, que ya ascendían la escalera que daba al segundo piso sin prestar atención a las palabras del criado. Tardaron bastante más en inspeccionar la planta superior, pues había allí más habitaciones y las salas dedicadas al gabinete de maravillas. Sin embargo, salvo la enorme cantidad de objetos lujosos que decoraban los dormitorios no observaron nada fuera de lo normal. Subieron hasta una trampilla que se veía en el techo y comprobaron que el edificio acababa en una buhardilla en la que no había nada salvo polvo. Decepcionados, bajaron al piso principal.
—Sólo nos queda el sótano —concluyó el alguacil.
—Sí, allí es donde dijo que tiene almacenadas muchas curiosidades para las que no tiene espacio —apostilló fray Diego—. Sin duda, un sitio ideal para ocultar a una persona. ¿Por dónde se baja?
El sirviente permanecía junto a la puerta indignado y silencioso, pero de repente se oyó la voz del corchete.
—Aquí hay una escalera.
Fray Diego y Gonzalo se dirigieron hacia donde estaba Carlos y comprobaron que tras una puerta comenzaban los escalones que conducían a la bodega o sótano de la casa. La claridad del día sólo daba para iluminar uno poco más allá de la puerta y todo lo que podía verse era una oscuridad insondable de la que provenía un aire húmedo y pesado.
—Id a la cocina y traed unos candiles, los vamos a necesitar —dijo Gonzalo al corchete.
* * *
Carlos permaneció arriba, pues era necesario que alguien permaneciese allí para evitar que el sirviente les dejara encerrados. Los dos hombres comenzaron a bajar los escalones de madera y a cada paso resonaba un crujido que acentuaba la atmósfera tenebrosa del sótano, dominado por la oscuridad y un aire irrespirable. Nada más descender la escalera se encontraron con una sala abovedada de la que partían dos corredores. En la lejanía se oía un leve ruido de movimiento y Gonzalo empuñó el pistolón holandés que le había salvado la vida en varias ocasiones.
El licenciado les aseguró que el sótano estaba repleto de objetos maravillosos, pero advirtieron con sorpresa que en realidad allí no había nada salvo polvo, humedad y mal olor. ¿Por qué les había mentido? ¿Realmente almacenaba algo, o sólo era la mentira de un fanfarrón? Escucharon de nuevo el sonido, que percibieron ahora con claridad, del corredor a su derecha. Se miraron el uno al otro y dirigieron sus pasos hacia ese derrotero. La verdad estaba a sólo unos pasos.
Avanzaron con parsimonia por la galería hasta alcanzar otra estancia similar a la anterior. Las luces de los candiles abrían una brecha en la oscuridad del sótano, pero por delante y a sus espaldas sólo veían un abismo de tinieblas que amenazaba con sumergirlos. Gonzalo llegó a la conclusión de que los bajos del edificio formaban un entramado de salas y pasajes que podían ocultar algo siniestro. Sin duda, era un lugar ideal para realizar extraños experimentos como los de Alonso o incluso para ser utilizado como mazmorra para Isabel. De nuevo oyó ese extraño y leve ruido, ahora más claro y cercano.
Hizo una señal al dominico indicándole el lugar de donde provenía; sea lo que fuera aquello se movía en la oscuridad y Gonzalo estaba atento a sus movimientos. Dejó el candil en el suelo y empuñó su daga de mano izquierda, fray Diego continuó avanzando mientras iluminaba con el candil los muros, que rezumaban humedad y desprendían un olor pestífero.
De repente el sonido leve se hizo más agudo y se acercó de manera veloz. El candil, tembloroso en manos de fray Diego, iluminó entonces una docena de ratas que huían aterrorizadas entre los pies de los dos hombres.
—En este lugar no hay nada, Gonzalo, sólo ratas y las mentiras de un hombre de quiero y no puedo —concluyó el dominico—. Revisemos las salas que restan y volvamos arriba.
Una vez hecho esto, retornaron a la escalera por la cual habían bajado, pero allí no estaba Carlos, sino la figura de un par de corchetes que les miraban con desdén.
—Salid y acompañadnos —dijo un alguacil, al que Gonzalo sólo conocía de vista—, el alcalde de Casa y Corte quiere hablar con vos y saber el motivo por el cual registráis la casa de un hombre principal en el que no hay culpa alguna. Sé que sois alguacil y por lo tanto deberíais saber que, al igual que los demás, también nosotros debemos responder ante la justicia.
* * *
La cárcel de la villa no estaba muy lejana de la Puerta del Sol, se alzaba en la plaza de la Provincia con una fachada palaciega de ladrillo y piedra que ocultaba a la perfección la miseria tras sus muros. Cualquier recién llegado a la corte confundiría el edificio con la vivienda de un rico aristócrata. Lejos de ello, sus entrañas alojaban a los peor de Madrid: jaques endurecidos dispuestos a dar muerte a cualquiera por unas monedas, o picaros diversos como músicos ambulantes, titiriteros e incluso falsos inválidos. Sin embargo, la mayor parte de la clientela la formaban los ladrones de todo tipo. Había, capeadores, dedicados a robar capas; apóstoles, que con ganzúas y falsas llaves, como san Pedro, se entregaban a forzar cerraduras; y devotos, consagrados a robar objetos religiosos. No faltaban algunas mujeres, que permanecían separadas de los hombres puesto que en su mayor parte eran cantoneras, las rameras de más baja estofa, que acechaban a los hombres en las esquinas.
Todo ello lo sabía Gonzalo muy bien, pero para su fortuna fueron conducidos a un pequeño cuarto provisto de silla, mesa y un camastro sin colchón.
—No parece que esté mal el encierro —dijo fray Diego.
—Tenemos suerte, de momento respetan vuestro hábito de dominico y el oficio del alguacil. No estamos en uno de los grandes calabozos donde se apiñan docenas de hombres con la única compañía de otros desgraciados, las ratas y paja en mal estado como camastro.
»Ésta es una de las celdas destinadas a gente con posibles; ésos, aunque retenidos aquí, pueden disfrutar de casi todos los lujos imaginables, desde comida a libros, pasando por compañía femenina, siempre que su bolsillo alcance para pagarlo, claro.
Fray Diego se sentó en el camastro mientras Gonzalo hizo lo mismo en la silla.
—¿Y ahora qué? —preguntó fray Diego.
—No tengo aquí el escrito que nos dio el rey y que obliga a la justicia a ayudarnos en nuestras pesquisas, pero de todas maneras, en cuanto sepa dónde hemos acabado, y eso se sabrá pronto, nos sacarán de aquí. Sólo nos queda esperar.
* * *
La puerta se abrió y, para su sorpresa, quien apareció fue Ramiro. Su rostro serio reflejaba un profundo cansancio. Dirigió una mirada acusadora antes de ponerse a su lado.
—¿Quieres fumar, Gonzalo? Es un tabaco excelente —propuso Ramiro, tendiéndole un saquillo de cuero.
—¿Me has traído aquí para que echemos una pipa? Es un método curioso de reavivar nuestra amistad.
Ramiro guardó silencio mientras Gonzalo sacaba la cachimba para cargarla; después de prenderla dio una calada que lleno la estancia de una nube de humo oloroso.
—De momento fuma, de la amistad podemos hablar después —dijo, mientras observaba fijamente el rostro de Gonzalo—. No dirás que no te avisé de todos los problemas en los que te ibas a meter.
—Que yo sepa, no es un delito tratar de salvar una vida.
—No, desde luego, pero sí lo es introducirte en la casa de un personaje principal sin su permiso. Amigo, los poderosos son celosos de su intimidad.
—¿Sabes que Isabel ha desaparecido?
—Lo ignoraba, ¿era a quien buscabas? —preguntó antes de soltar una carcajada—. Gonzalo, no eres un buen partido para esa mujer y ya estás un poco talludito para tales faenas.
En ese momento volvió abrirse la puerta y apareció la magra figura del procurador fiscal.
—¿Tienen el libro? —preguntó mirando a Ramiro.
—No, ni lo tienen ni parece que tengan idea de dónde está. Lo que buscaban en la casa del licenciado es una mujer que ha desaparecido.
—¿Una mujer?
—Sí, Isabel de Mendoza; una criada con la que Gonzalo tiene un amorío.
—Es posible que huyendo de tal galán —replicó sonriendo el procurador fiscal—. En verdad me sorprendéis: creía que erais un par de estúpidos, pero no de tal magnitud. En fin, ni tenéis el libro ni sabéis dónde puede estar, ni quién puede poseerlo. Toda esa investigación que lleváis a cabo ha tenido un único resultado: demostrar que sois patéticos…, patéticos, pero inocentes. Sigo vuestros pasos desde que Ramiro me informó del asunto de la herencia, que llevaba aparejado ese singular libro que deberíais buscar de manera más perspicaz y esforzada. Aunque tengo que reconocer que si no habéis ido a ninguna parte, yo tampoco he llegado muy lejos. Ese libro parece haberse desvanecido.
»Ramiro, ponlos en libertad. Pediré excusas a ese licenciado, creo que con eso bastará. Idos de aquí, no quiero volver a veros.
El procurador fiscal se dio la vuelta para abandonar la celda dejando a fray Diego y a Gonzalo humillados y en libertad.
* * *
Cuando recuperó el sentido, lo primero que sintió fue un fuerte dolor en la cabeza. Notaba cómo la sangre empapaba su pelo y el cuello, pero lo que más le inquietaba no era el dolor o la sangre, sino el sitio donde la habían conducido.
Se encontraba aturdida y asustada, pero aun así pudo ver que el lugar donde estaba era una especie de buhardilla en la que la total oscuridad apenas quedaba diluida por un poco de claridad que entraba por un tragaluz del techo. Aquella negrura aumentó su sensación de vulnerabilidad. Trató de incorporarse del suelo, pero le resultó difícil porque tenía las manos atadas a la espalda. Después de varios intentos lo consiguió y pudo echar un vistazo a todo lo que la rodeaba.
Los muros eran de ladrillo de un aspecto renegrido y sucio, no sabía si producto de la humedad o de la falta de luz. A pesar de las penumbras, reparó en que se encontraba en una sala rectangular poco ancha y bastante alargada. Hacía un frío intenso y el aire estaba viciado por la humedad. Escuchó unos sonidos y percibió como algo se movía muy cerca allí en la oscuridad y al instante sintió como la inundaba una ola de miedo. Entonces lo vio, era una rata enorme. Quiso gritar pero una gruesa mordaza se lo impedía.
De todas maneras, el animal se desvaneció y ella atisbo inquieta la sala donde se encontraba. Acostumbrada ya a la oscuridad, pudo ver que la estancia estaba llena de libros y cartapacios guardados en anaqueles llenos de polvo junto a raros instrumentos y materiales. Lo más llamativo era un hornillo y un par de vasijas con manchas similares a la sangre reseca. También había sillas sin asiento, mesas cojas y un montón de fardos envueltos con cuerdas y lonas recubiertas de telarañas. Todo aparecía sucio y olvidado. Un pensamiento siniestro le vino a la mente: sea lo que fuera, aquel cuarto era un lugar en el cual lo que entraba no salía.