DECIMONOVENA JORNADA

Calle de la Damas

Amanecer, 19 de diciembre de 1662

En cuanto oyó sonar las campanas, encendió la vela para vestir sus ropas con rapidez, ya que en el cuarto hacía un frío no mucho menor al de la calle. No había encendido el brasero la noche anterior y eso se notaba, pero ni siquiera se acordó de ello tras recibir esa sorprendente noticia de Carlos, su corchete de confianza.

Buscó la bacinilla y comenzó a orinar. Aún no se lo podía creer, encontrar a un antiguo soldado que combatiera con Alonso al servicio de la casa de Austria constituía un tremendo golpe de la fortuna. Isabel había tenido suerte al hallar a Esteban, pero al fin y al cabo dar con un veterano de los tercios no era tan difícil. Lo complicado era topar con uno de los escasos aventureros que se pusieron al servicio de esa corona extranjera para embarcarse en una peligrosa aventura en las tenebrosas tierras del este de Europa.

Dejó la bacinilla en el suelo y no pudo evitar pensar con desagrado en que se quedaría allí con los orines apestando su cuarto hasta la noche, momento en que se podían verter a la calle. Se acercó a la silla donde había colocado las ropas y comenzó a vestirse. Desde luego, era una suerte encontrar a ese hombre, pues sólo debieron de alistarse unos pocos veteranos atraídos por una paga cuantiosa (que muchos de ellos no verían nunca). Recordaba la dura vida en campaña y era previsible que de ese pequeño número muchos hubieran muerto en combate o por enfermedades, ya que las pestes y fiebres mermaban con una facilidad pasmosa los ejércitos.

Al coger las botas se dio cuenta de que la suela estaba tan gastada que habría que llevarlas de manera inmediata al zapatero. Se sentó para ponérselas y volvió a pensar en lo dificultoso de encontrar a ese hombre. A los caídos había que sumar los desertores que al poco de alistarse se fugarían con el dinero de la prima de enganche, que poco podrían contarle. Pero sobre todo lo difícil era encontrar a alguien que hubiera hecho toda la campaña y tenido trato con Alonso. Más difícil aún resultaba que ese hombre no se asentase en alguno de los estados de Italia o en las mismas posesiones de la corona austríaca. Las tierras extranjeras en un principio parecían inhóspitas, pero al final uno se acababa acostumbrando.

Una vez listo se ajustó el talabarte y la espada, cogió el sombrero y comenzó a bajar la escalera. Encontrar a un superviviente, que no anduviese perdido por esos mundos de Dios y que estuviera en la misma villa de Madrid era una tarea casi imposible, pero él lo había logrado. Hizo correr el rumor de que buscaba a un soldado al servicio de la casa de Austria y prometió una recompensa por la información. Los corchetes a sus órdenes preguntaron en todas las tabernas, mancebías, garitos y bodegas de la villa y ahora tanto esfuerzo daba su fruto.

Se llamaba Héctor, un tonelero que tenía su taller en la calle de la Comadre de Granada, no demasiado lejos de su casa. El y fray Diego habían dado muchas vueltas, pero ahora resultaba que el hombre que podía contarles todo lo que querían sobre Alonso vivía y trabajaba casi junto a su alojamiento. Salió a la calle y notó el duro frío del invierno madrileño; al echar un vistazo a la calle pudo ver la figura enjuta del dominico, que avanzaba hacia él con un rostro casi tan satisfecho como el suyo.

Calle de la Comadre de Granada

La calle de la comadre de Granada se despeñaba, como tantas otras de Lavapiés, siguiendo la pendiente del barranco que un día había sido aquel lugar. Lo que al alguacil veía era una calle no demasiado ancha pero bastante larga que iba a morir contra el muro que rodeaba la villa. A ambos lados de la vía se sucedían casas estrechas, la mayoría de una altura y de aspecto pobre. Allí no había palacios ni casas principales; por haber no había apenas ni edificios religiosos, que, salvo el cercano hospital de Montserrat, preferían establecerse en otros lugares fuera de aquel barrio de miserables.

Si el aspecto de la calle no era muy bueno, el de sus vecinos era mucho peor. La vecindad parecía dar sólo para tipos malencarados y de aspecto turbio: allí discutían unos aguadores a grito pelado, allá un esportillero de vacío injuriaba a su mujer a voz en cuello mientras unas vecinas cotillas no perdían detalle asomadas a las ventanas. Eso la gente decente, por llamarlos de alguna manera, porque por doquier se veían rufianes, mendigos, trileros, matachines y falsos tullidos, en tal número que bien podía decirse lo de aquel demonio: mi nombre es legión.

Gonzalo y fray Diego decidieron pasar por alto el pintoresquismo del vecindario para buscar el lugar que les había llevado allí. Antes de acercarse al taller de tonelería se advertía ya un fuerte olor a madera, que se hizo aún más intenso al entrar. El local era estrecho, alargado y tenía el suelo recubierto de serrín y virutas de madera. Al fondo vieron a un muchacho escuálido, que debía de ser el aprendiz, con una duela en la mano.

—Señor Héctor, tenemos clientes —gritó el muchacho, al ver a los recién llegados.

La manta raída que hacía las funciones de cortinaje se abrió y apareció el dueño. Héctor era un hombre de mediana estatura y aspecto triste. Lo más destacado de su rostro era un deje de amargura en la comisura de los labios que, junto con ojos grises, transmitían una sensación de profunda melancolía. Se movía con paso lento y Gonzalo percibió que tenía una ligera cojera en la pierna derecha.

—¿Qué deseáis? —preguntó con voz rasposa.

—Soy fray Diego y mi compañero es Gonzalo García, alguacil de la justicia. Estamos tratando de aclarar unos crímenes sucedidos en los últimos días en la villa y creemos que vuestro testimonio puede ser de ayuda.

El tonelero frunció el ceño y soltó una garlopa antes de lanzar al dominico una mirada dura que dejaba claro el desagrado que le provocaba aquella visita.

—Pues no sé quién habrá dicho que yo puedo aclarar un crimen, pero os equivocáis —aseguró el artesano—. Soy cristiano viejo y hombre honrado, no tengo nada que ocultar; vivo con pobreza pero satisfecho. Ni tengo líos ni los busco, ya tuve en el pasado mi ración de aventuras y hechos azarosos. Tan ahito terminé que no saldría hoy de mi casa ni a ver a Jesucristo si apareciera a una legua de Madrid.

—Precisamente eso es lo que nos trae aquí, vuestras andanzas del pasado —intervino el alguacil—. Hemos sabido que servisteis en el ejército de la casa de Austria y nos gustaría preguntaros sobre esa época. En especial, todo lo que nos podáis contar sobre Alonso Díaz. Por supuesto, estamos dispuestos a compensaros con generosidad por esta molestia.

El tonelero se quedó mirando perplejo a ambos hombres.

—No quiero vuestro dinero —dijo Héctor, haciendo un gesto de desprecio con la mano—. Alonso, ¡cómo olvidarlo! Un sujeto tan extraño como la aventura en la que en mala hora me metió.

—Manolo, ¡ven aquí! —ordenó al aprendiz—. Atiende a los clientes, si viene alguno; voy a hablar a la trastienda con estos señores.

Héctor hizo una seña para que le siguieran al cuarto tras el cortinaje del que había surgido y les ofreció sentarse en unas sillas de mimbres de aspecto mugriento.

—¿Qué es lo que queréis saber? —preguntó el tonelero.

—Alonso, tras fallecer, me dejó una herencia. Sin embargo, la pieza más valiosa de ella se evaporó. Suponemos que esa desaparición tiene algo que ver con su pasado en los Balcanes, y conocerlo puede ayudarnos a recuperar esa herencia.

Héctor guardó silencio durante un momento, cruzó las manos y miró al suelo; después levantó el rostro para observar a sus visitantes.

—Tal vez ésa sea la peor parte de mi vida, y eso que mi larga experiencia en la milicia no fue muy feliz. Uno es joven y no sabe bien lo que se hace y luego pasa lo que pasa. La verdad es que mi estancia en Italia no puedo decir que fuera mala, pero Flandes, ¡vaya sitio! Espero no volver a caer por allí nunca más. Cielos cubiertos, fríos, lluvias, hambre, herejes con ganas de rebanarte el cuello, en fin, ni por todo el oro de las Américas volvería allí. Sin embargo, con ser malo no lo era tanto como lo que me esperaba en el este.

»Tras licenciarme tomé el camino a Milán para volver a España con un grupo numeroso de soldados en mi misma situación. Entre ellos estaba vuestro amigo el alférez Alonso, que parecía un hombre amargado y extraño. Supongo que, al igual que muchos de nosotros, tenía una inquietud: estuvo muchos años luchando por el rey y ahora volvía a España con gran acopio de gloria y escasez de todo lo demás.

»Volver con sólo unas cuantas monedas después de afrontar innumerables riesgos y jugarse la vida no es muy alentador. Supongo que, como todos los demás, había deseado la licencia y el retorno a casa durante mucho tiempo, pero a medida que avanzábamos hacia España uno se daba cuenta de que su hogar era el ejército y el regreso suponía enfrentarse a una nueva vida que poco tenía que ver con lo que se había soñado. ¿A qué dedicarse? ¿Cómo ganarse la vida si todo lo que sabe hacer uno es empuñar una espada, un mosquete o una pica? Supongo que esos pensamientos son los que rumiaba quien más quien menos en aquellas tropas cuando llegamos a Milán.

—¿Tuvisteis contacto con Alonso durante el viaje? —preguntó Gonzalo.

—Nunca tuve mucha intimidad con él, pero me quedó claro que era un hombre de escasas palabras y algo mohíno. Sin embargo, en gran parte fue él el responsable de las desdichas que iban a suceder.

—Explicaos —dijo fray Diego.

—Al llegar a Milán corría la noticia de que el emperador austríaco buscaba soldados veteranos para combatir al turco en las fronteras del este. La prima de enganche era muy grande y el sueldo bueno. Además, al tratarse de unas tierras salvajes, parecía un buen lugar para el saqueo u obtener un buen botín.

»Alonso se dirigió a nosotros para tratar de alistarnos a la causa austríaca. Si hasta entonces se había mostrado como un hombre parco en palabras, ahora me sorprendió con su oratoria. Además de un buen oficial era un hombre astuto y de cierta cultura.

»Nos conocía, sabía de nuestras miserias, sueños incumplidos y temores al llegar a casa con mucho mundo y poca bolsa a la que echar mano. En su discurso presentó la nueva aventura en el este como una breve campaña que nos permitiría regresar a España como príncipes.

»Muchos nos volvimos a alistar en aquella aventura, que se demostraría nefasta. No fue una buena elección. Allí no habría batallas, asedios u otras operaciones militares a las que estábamos acostumbrados. Nos adiestraron en las tácticas que se estilaban en esa parte salvaje de Europa. Una guerra de emboscadas, asaltos y huidas para tratar de combatir al todopoderoso ejército turco.

»El objetivo era provocar una gran revuelta en las regiones cristianas sometidas al islam. El plan consistía en que pequeños destacamentos de veteranos se introdujeran en las zonas tradicionalmente rebeldes. Así que marchamos a las regiones de Valaquia y Transilvania, que son zonas montañosas, llenas de bosques y malditas por Dios.

—¿Sabéis algo de una orden llamada del dragón? —preguntó fray Diego.

—¿Cuál de las dos?

—No sabíamos que hubiera dos. Decidnos todo lo que sepáis de ambas.

—La verdad es que poco os puedo decir de ambas. La primera la constituían un grupo de aristócratas que eran los inspiradores de provocar la rebelión, a la que auxiliaría la casa de Austria cuando llegara el momento. Su origen era antiguo, una orden de caballeros dedicados a combatir el poderío otomano cuando se expandía por los Balcanes. La verdad, yo no tuve trato con ellos. Quien sí les cayó en gracia fue Alonso, que se ganó su confianza hasta tal punto que obtuvo el grado de capitán.

»Por lo que pude entrever, a pesar de su historia gloriosa la orden de dragón estaba compuesta por un puñado de nobles más dispuestos a pelearse entre ellos por los favores del emperador que a combatir al turco. Una panda de esas que en teoría reúne a lo mejor de cada casa y en realidad sólo es un grupo de ambiciosos unidos por la rapacidad y el egoísmo.

—¿Cuál era la otra orden del dragón? —insistió el dominico.

—Bueno, tal vez sea inapropiada llamarla orden. Los campesinos de Valaquia y Transilvania contaban historias de extraños seres, mitad vivos, mitad muertos. Vagaban durante la noche para atacar a los campesinos y beber su sangre. Los lugareños llaman al demonio Dracul, que significa gran dragón, así que él gran dragón hace que sus hijos vaguen por la tierra envidiando la vida y quitándola. Extendiendo el terror y la muerte, esos seres del averno expanden su semilla de maldad.

—Todo eso son supersticiones y leyendas, ¿acaso visteis alguno? —preguntó Gonzalo.

—No, nunca vi ninguno, pero lo que sí pude ver de cerca fue el terror de la gente. Algo real y palpable, tan indiscutible como que allí había algo maligno. Os contaré una historia que me sucedió: Atacamos un puesto turco pero un destacamento de caballería se presentó de improviso y tuvimos que dispersarnos en el bosque. Permanecí escondido entre la vegetación mientras trataban de encontrarnos, pero finalmente desistieron y me quedé solo en el bosque. Entonces yo también lo percibí. Allí había algo, un ser que me observaba y estaba atento para no dejarme escapar. Era primavera y durante la noche hacía fresco, pero de pronto la temperatura cambió, sentí un frío tremendo, como si una presencia de terrible maldad de otro mundo estuviera a punto de aparecer y llenara la atmósfera de su presencia hostil.

»Nunca he sido un cobarde, combatí en cinco batallas y me he jugado la vida en multitud de ocasiones. Jamás me eché para atrás y hay gente que lo puede atestiguar. Aun así, aquella noche supe lo que era el miedo. No ese que todos sentimos en situaciones apuradas o ante el temor de perder la vida, me estoy refiriendo al horror, algo tanto más pavoroso porque carecía de causa.

»Al principio traté de avanzar veloz pero sin correr, poco a poco fui percibiendo como esa presencia se hacía más fuerte. No sé si serán imaginaciones mías, pero me pareció oír murmullos o risas apagadas, y entonces empecé a correr, sentí como las ramas me golpeaban el cuerpo y el rostro pero no me importaba, lo único que quería era salir del bosque. A pesar de avanzar lo más rápido posible, me pareció percibir como algo se movía a mi espalda y eso me llenó de un terror indescriptible. Mi carrera se volvió desenfrenada hasta que de repente salí a un camino, y a la luz de la luna pude ver que muy cerca de allí había un convento. Enfilé mis pasos hacia allí lo más rápido que pude, y justo antes de alcanzar la puerta eché una mirada al bosque y lo vi.

—¿Qué es lo que visteis?

—No sé, era una sombra, algo oscuro y siniestro. Estaba oculto entre los árboles, no al nivel del suelo, sino entre las ramas de un haya. Desplegó las alas y salió volando.

»Los monjes, al verme tan nervioso, trataron de tranquilizarme. El prior atribuyó mi experiencia a las supersticiones locales. Según él, lo que había oído eran los ruidos típicos del bosque y un ave nocturna, quizás un búho. Otros monjes me comentaron que había visto un hijo del dragón, un dracul o vampir, y que hubiera sobrevivido era un milagro del Señor. He tratado de olvidarlo, pero, como tantos otros malos recuerdos de aquella época, no puedo.

—¿Qué es lo que sucedió con el intento de provocar una rebelión? —se interesó el alguacil.

—La gran empresa que nos iba a devolver a España ricos se convirtió en un desastre. Al principio la cosa fue bastante bien, esquivamos las avanzadas turcas hasta alcanzar las zonas más propensas a la rebelión. Los campesinos nos acogieron con entusiasmo. Si había alguien a quienes odiaban, esos eran los turcos. Nos dieron vituallas, e incluso algunos se unieron a nuestro grupo. Todo parecía marcar bien hasta que llegaron más tropas otomanas y empezaron las represalias. Si una aldea nos acogía, era incendiada; si alguien nos socorría, le colgaban; incluso bastaba que realizáramos una emboscada en cualquier lugar, para que la localidad más próxima fuera saqueada.

»Los libertadores se convirtieron entonces en una carga, o peor aún, en un peligro. Poco a poco nos fueron abandonando. Entonces Alonso empezó a desvariar, a cada ataque nuestro seguía una crueldad de los turcos, a ésta sobrevenía una venganza nuestra, después sucedía un escarmiento otomano, así una y otra vez, hasta que la zona se convirtió en un lugar maldito. En menos de un año pocas aldeas permanecían en pie y los campesinos huían en cuanto veían a cualquier desconocido.

»Mis recuerdos de aquella época son una serie de emboscadas, crueldades y matanzas sin fin. Los hombres eran quemados vivos, las mujeres violadas, los niños degollados. La lucha se fue haciendo cada vez más brutal y desesperada, hasta que al final sólo combatíamos para sobrevivir. Aquello fue la maldad y la crueldad en estado puro.

»Sólo duró un año; el peor de mi vida. Al cabo de ese tiempo, de más de un centenar sólo sobrevivíamos una docena. A pesar de todas las promesas, nadie vio las pagas cuantiosas y los caballeros del dragón nos dieron todo tipo de excusas, para desesperación de Alonso, que tanto se había comprometido con aquella maldita causa. Al final regresamos más pobres que las ratas, pero satisfechos de conservar la vida, que no es poco. En Milán cada uno tomó su destino y no sé qué sería de los demás.

»Alonso estaba más amargado que antes y en su mirada había algo feroz. Juró que se vengaría de la orden del dragón, que tan mal pagara sus esfuerzos. Estoy seguro de que lo hizo de alguna manera.

»Le perdí la pista y no he vuelto a saber nada de él hasta hoy. Si decís que ha muerto, espero que en sus últimos años obrara para desmerecer el infierno que se ganó a pulso.

—Decidnos algo más de Alonso. ¿Cómo era?

—¿Qué os puedo contar? Alonso combatía como un demonio, derrochaba valor, pero también crueldad. Algunos decían que se bebía la sangre de los enemigos e incluso que se hacía preparar el hígado de alguno de los muertos para comer. Con eso os podéis imaginar en lo que se convirtió.

»Tal vez fuera un hombre malvado, pero desde luego era valiente. Quizás el más intrépido que he visto en mi vida, y he visto muchos. Se lanzaba el primero al combate con un arrojo suicida y algunos decían que se creía inmortal. Él lo resumía en una frase: el mal nunca muere.

Anochecer

Si había algo que le gustaba sobre todas las cosas, eso era despedazar carne humana. Durante siglos los secretos que ocultaban el cuerpo permanecieron ocultos y prohibidos. Sólo en los últimos años se había desatado el interés por descubrir todo lo que existía oculto tras la piel. Le encantaba ver surgir la sangre cuando hacía una incisión con el bisturí, cómo salía ese líquido de manera veloz, surgiendo como un torrente rojo y ardiente tan bello como los labios de la más agraciada mujer.

Aquello no era más que el principio, un heraldo de todo lo bueno que esperaba. Esa leve resistencia de los músculos al ser cortados o la rígida entereza de las costillas al ser partidas para poder alcanzar las masas chorreantes del corazón o los pulmones. Tal vez lo que más le gustaba era toquetear la materia que contenía el vientre humano: los intestinos, el hígado, los riñones; disfrutaba extrayendo aquellas partes del cuerpo humano que a otros le habrían espantado.

Pero, si quería ser sincero consigo mismo, debía reconocer que por mucho que disfrutase con esa parte no era nada comparado con observar los ojos de los que iban a morir. Era una mirada desesperada que, poco a poco, se transformaba en aceptación. Sin duda esa parte era su favorita, y ahora llegaba el momento de verla de nuevo.