Calle de Atocha
Amanecer, 18 de diciembre de 1662
A quien pasease por sus calles a esas horas le costaría reconocer el barrio de las Comedias, lugar animado como pocos y uno de los más populares de la villa de Madrid presentaba en ese momento un aspecto solitario. Únicamente la calle Atocha estaba repleta de carros, que enfilaban la plaza Mayor con su carga de frutas, verduras, telas, perfumes y cualquier producto con el que se pudiera mercadear. Gonzalo esperó a que surgiera un hueco entre los vehículos para cruzar, no tardó mucho en ver un carromato tirado por un buey de aspecto exánime que se aprestaba a subir el último repecho a la altura de la imprenta de Juan de la Cuesta, momento que no dejó escapar.
Se introdujo en las calles del barrio, que estaban casi vacías; las tabernas, bodegones, teatros y casas de lenocinio permanecían cerradas. No era aquél un lugar de vida recogida, todo lo contrario, era el típico sitio para «ir de picos pardos», pues las numerosas mancebías colocaban en sus balcones blasones pardos que identificaban a ojos de cualquier transeúnte la actividad que se desarrollaba en el local.
Las rameras sólo eran una más de las desaconsejables compañías que uno podía encontrar en aquel barrio de gente de mal vivir que agrupaba a borrachos, jugadores de ventaja, cómicos, matachines, literatos, impresores y todo tipo de gentuza que uno pueda imaginarse. Decían que Lavapiés era el peor barrio de la villa, pero aquél no le iba muy a la zaga. Como acababa de amanecer, hora en que la gente de bien se levantaba para trabajar, el barrio parecía muerto.
Gonzalo escuchó el sonido de la campana de la iglesia de San Sebastián, cuya torre destacaba sobre el cielo azul y despejado, que parecía ofrecer cierta clemencia ante el temible tiempo de los últimos días. Samuel les había informado de que un extranjero reclamó el cadáver para organizar el funeral de Bela Gerster en esa iglesia.
Al acercarse al templo advirtió que en su parte posterior dormían algunos matasietes que se habían acogido al derecho de asilo que daba el templo. El único que estaba levantado debió de reconocer al alguacil, pues le observaba con una mirada desafiante. Él no se inmutó, cruzó la puerta sobre la que estaba la figura lastimosa de San Sebastián asaeteado por tres flechas y comenzó a buscar entre el público de la misa de difuntos a fray Diego.
No era mala la idea del dominico de acudir a la ceremonia para ver la gente que hacía acto de presencia. El interior de la iglesia olía a incienso y estaba muy oscuro, pero aun así pudo distinguir entre las penumbras las figuras de los escasos asistentes a la ceremonia. Apenas había una docena de personas. Escuchó los sollozos una anciana llorosa; justo detrás de ella se sentaba dos mujeres ajadas que compartían tristeza y ropajes de luto. Supuso que eran plañideras, mujeres acosadas por la miseria hasta el punto de asistir entristecidas a sepelios de personas a las que ni siquiera conocían por unas monedas. Junto a ellas se veía a cinco o seis jaques somnolientos que estaban allí tratando de librarse del frío del exterior.
Por fin distinguió a fray Diego, que tenía el mismo aspecto de contrariedad que el alguacil. Allí no había nadie que encrase como compañero del muerto. El dominico le devolvió una mirada de contrariedad que evidenciaba lo inútil de su presencia allí. El párroco salió de la sacristía para iniciar el oficio cuando entró en la iglesia un hombre de aspecto extranjero. El recién llegado era rubicundo y se movía con cierta lentitud producto del cansancio.
Vestía un grueso gabán con botones de plata, idéntico al de Bela, bufanda de tafetán y sombrero de ala ancha con una gran pluma verde. Al desabrocharse dejó ver un elegante jubón de color pardo que a la legua identificaba a su portador como hombre de posibles. Sin duda, él era a quien buscaban, así que esperaron a que finalizara la misa para seguirle.
El extranjero se dirigió hacia el convento de Santa Ana con paso lento, un tanto encorvado pero manteniendo el aplomo de las personas de noble cuna acostumbradas a ser obedecidas. Continuó por la calle de Príncipe hasta salir a la carrera de San Jerónimo. Aunque no habían cruzado palabra, fray Diego y Gonzalo vieron con claridad que se dirigía hacia uno de los palacios aristocráticos junto al Paseo del Prado. Con toda seguridad, algún noble le daba alojamiento durante su estancia en Madrid. Desde luego, allí no se les permitiría el acceso.
—Si no le damos el alto, en breve se nos va a escapar —dijo Gonzalo.
—Éste es el momento —señaló fray Diego, viendo como se quedaba parado esperando el paso de unos carromatos.
Gonzalo se puso frente al forastero para interceptarle el paso.
—Caballero, nos gustaría hablar con vos sobre un asunto un tanto inquietante, por decirlo de alguna manera, relativo a vuestro amigo fallecido.
El hombre observó a Gonzalo sin disimular cierto desprecio. Tenía la nariz roja de los borrachos, la barba crecida y unas profundas ojeras que hacían suponer que la noche anterior se había corrido una juerga.
—Me vais a perdonar —respondió en un excelente castellano, casi sin acento—, pero no estoy acostumbrado a que un par de desconocidos me aborden por la calle. No tengo nada de que hablar con vos y desconozco eso que llamáis asuntos inquietantes.
—Lamento deciros que sí los tenéis —aseguró fray Diego, categórico.
El extranjero frunció el ceño, estaba tan perplejo de que alguien se dirigiera a él empleando ese tono que no pudo articular palabra.
—Al igual que los tenía el muchacho a cuya misa acabáis de asistir —continuó el dominico—. Si no es así, decidme: ¿Cómo llamaríais a algo que cuesta vidas humanas e incluso hace desaparecer libros como La Clave de Salomón?
El rostro del aristócrata se transformó: de reflejar un altanero despreció había pasado a mostrar sorpresa e inquietud.
—Bien, veo que sabéis algo de esta incómoda cuestión. No sé cómo habéis dado conmigo o qué es lo que sabéis, pero si acudís a mí es porque buscáis mi ayuda.
—Así es, la necesitamos y es muy posible que vos también necesitéis la nuestra —apostilló Gonzalo.
—Bueno, eso es un juicio discutible —replicó sin titubear—. Un hombre de mi clase, valía y experiencia no necesita ayuda de nadie. Sin embargo, como buen cristiano no me niego a tenderos la mano en lo que haya menester. En cualquier caso, será mejor discutirlo a resguardo de este frío. Si no os importa, podéis acompañarme a los alojamientos que el duque de Medinaceli ha dispuesto para mi estancia aquí.
Fray Diego y Gonzalo asintieron y los tres hombres enfilaron sus pasos hacia uno de los más lujosos palacios de la villa.
* * *
La huerta del duque de Medinaceli se hallaba en el prado de Atocha, frente al palacio del Buen Retiro, y, aunque era una miniatura si se comparaba con la cercana e impresionante mansión real, no por ello dejaba de ser la mejor mansión de la aristocracia madrileña. Los jardines y el edificio ocupaban una enorme manzana entre la carrera de San Jerónimo, el prado de Atocha y la calle de Huertas.
La sala a la que les había conducido el extranjero era amplia y a pesar de ello estaba caldeada; de ello se encargaba una enorme chimenea, los tapices que cubrían los muros y las alfombras del suelo. Todo era lujoso: mesas y sillas de maderas nobles, vitrinas con vajillas de oro, espejos, bargueños con incrustaciones de piedras preciosas. Sin embargo, lo que más les llamó la atención fue el mirador, desde el cual se podían contemplar unos jardines repletos de perales, manzanos, cipreses, pinos, parterres, estanques y fuentes que ahora permanecían helados. A su izquierda estaba la capilla, aunque el nombre no hacía justicia a una iglesia con todas las de la ley, rematada por un campanario esbelto y donde se encontraba una de las figuras más veneradas de la villa, el Cristo de Medinaceli. El edificio donde se encontraba era un gran bloque de ladrillo enlucido. Para llegar allí habían atravesado un patio porticado característico de las casas nobles, aunque, cosa extraña, carecía de torre. Los grandes son así, al duque no le hacía falta una torre para señalar su nobleza.
El alguacil contempló en la lejanía una casona con varias dependencias adosadas que debían de ser usadas como almacén, caballerizas y también para dar cobijo a la servidumbre o parte de ella. A su derecha, adosado al edificio donde se encontraba, había también una serie de construcciones de aspecto humilde que debían de alojar las cocinas y al servicio más allegado al duque. Era evidente que, si bien los muros que cercaban el lugar indicaban que allí había sólo un palacio, dentro de él había dos mundos: el de los señores y el de los siervos. Lo mismo que afuera. Lo mismo que siempre.
Sin embargo, todo, el gran palacio, las humildes casas, los huertos, las fuentes, los estanques, los parterres, los tejados, todo se hallaba cubierto por una delgada capa de nieve que no entendía de señoríos ni servidumbres.
—¿No es un bello panorama? —preguntó el extranjero, ufano—. Pocas cosas hay mejores que contemplar un paisaje invernal desde un aposento cómodo y caldeado. Estos cristales son magníficos, permiten que entre la luz y podamos disfrutar de esta vista sin tener que pasar frío. Los ha traído mi amigo el duque desde Venecia, a un precio prohibitivo, desde luego, pero pienso instalarlos en mi palacio a la vuelta de este viaje tan, cómo diría…, instructivo.
»Siempre me agrada lo mejor; no os ofendáis, pero la gente como vos no está acostumbrados a unos lujos que ni conoce ni sabría apreciar. Pero bueno, vamos a solventar el asunto que nos trae aquí. Deberéis disculparme, pero una persona de mi cultura y capacidad intelectual tiende a apoderarse de las conversaciones de manera frecuente. Ante todo, me parece que es apropiada una presentación: soy Ferenc Gero, barón del Sacro Imperio Romano Germánico.
—Mi nombre es Gonzalo García, soy alguacil de la justicia de su majestad Felipe IV, y mi compañero es fray Diego, consultor del Santo Oficio. Estamos tratando de resolver un asunto vinculado el asesinato de Alonso Díaz, un antiguo compañero de armas. Esto es lo que nos ha llevado hasta vos.
Gonzalo no pudo dejar de sorprenderse de lo majestuoso que sonaba aquella presentación, que ocultaba que sólo era un alguacil subsidiario encargado de una calle del peor barrio de la villa y su amigo un simple boticario de un convento. Por supuesto, al barón no parecieron impresionarle en absoluto esos títulos, como lo demostraba la sarcástica sonrisa en sus labios.
—Bien, una vez sabiendo quiénes somos, me gustaría dejar claro que no tengo nada que ver con la muerte de ese hombre.
—Eso lo sabemos —informó el alguacil—. En su momento detuvimos al culpable del crimen.
—Bien, perfecto, perfecto, me alegra saber que la justicia castiga a quien se lo merece —dijo satisfecho, aunque el tono de voz desvelaba la sorpresa que le producía aquella noticia—. Ahora es conveniente que comencemos a contar qué sabemos y cómo ayudarnos los unos a los otros. No he desayunado, así que, si me disculpáis, lo haré mientras os atiendo.
Ferenc tomó asiento en una gran mesa de roble junto a la ventana e hizo sonar una campanilla. Casi al instante hizo aparición un sirviente, al que encargó traerle el desayuno.
—Debo confesaros —dijo una vez que hubo desaparecido el criado— que esta villa de Madrid no deja de sorprenderme. Esperaba algo más, como diría…, pueblerino. Sin embargo, me parece una ciudad curiosa, y os lo dice un hombre de mundo que conoce media Europa y frecuenta las mejores compañías. No en vano hablo francés, italiano y español como si fuera un natural del país.
—Me agrada que os guste nuestra corte —repuso fray Diego—; sin embargo, lo que no sabemos todavía es la razón que os trajo aquí.
—¡Oh sí!, la causa que me ha llevado a estas tierras sureñas. El deber, señores, el deber —respondió, elevando la voz y haciendo aspavientos con las manos—. Los miembros de mi familia cumplimos con ahínco, generación tras generación, las tareas que han tenido a bien encomendarnos los soberanos a los que servimos. Soy el vástago de una estirpe cuyos antecedentes se remontan a Carlomagno, pero soy humilde por naturaleza y no me gusta hablar de mi propia grandeza. Sin embargo, con vos voy a hacer una salvedad.
—Nada nos agradaría más que escucharos, pero, como habéis dicho, sois un hombre ocupado y tal vez esa tarea os pueda llevar un tiempo precioso —afirmó fray Diego, temiendo lo que se les venía encima—. Mejor será que nos centremos en el asunto que nos ha traído aquí.
Tres sirvientes entraron en la habitación con bandejas de frutas confitadas, letuario y torreznos, a los que acompañaban un par de damajuanas con orujo y vino. Ferenc se anudó una servilleta al cuello antes de servirse un vaso de vino, sin ofrecer nada a sus invitados.
—Habéis discurrido bien al afirmar que soy un hombre con múltiples ocupaciones —dijo justo antes de pegar el primer mordisco a una tajada de letuario—. Si no os importa, me gustaría que me relatarais lo que sabéis y después procederé a contarles el porqué de mi venida a estas tierras lejanas.
—Está bien —convino fray Diego, resignado—. Estamos tratando de resolver una serie de misteriosas muertes que han tenido lugar en Madrid y en un pueblo cercano a la villa.
»La clave de este asunto parece estar en el asesinato de Alonso Díaz, un soldado veterano amigo de Gonzalo. Para resolver este enigma hay que remontarse treinta años atrás. Alonso era entonces un joven hidalgo que se alistó en los tercios y estuvo destinado en Italia. Participó en la campaña de 1634 y combatió en la batalla de Nordlingen, y después sirvió durante varios años en Flandes. Como era un hombre valiente, ascendió y alcanzó el rango de alférez.
»A la vez que prosperaba su carrera militar, surgió en él un curioso interés por la alquimia, tal vez una reminiscencia de los estudios de medicina que abandonó para abrazar la carrera de las armas. Esa nueva pasión debió de ser tan fuerte que incluso pidió servir en la guarnición de Ypres, donde se rodeó de apasionados de esta materia con los que compartía aprendizaje.
—¿Qué tipo de investigaciones llevaba a cabo? —preguntó Ferenc, tras acabar una tajada de letuario.
—Eso no lo sabemos —mintió el dominico—. De hecho, confiábamos en que nos revelaseis algo relativo a ese tema.
—Pues siento desilusionaros, pero la verdad es que acerca de ese asunto de la alquimia lo desconocía todo. No puedo decir lo mismo de sus actividades militares, sé que sirvió con valor a la casa de Austria durante un tiempo en las guerras contra el turco.
—¿No podéis decirnos nada más sobre la estancia de este hombre en vuestro país? —preguntó sorprendido Gonzalo.
—Mucho me temo que habéis sobrestimado mi capacidad de desvelaros secretos —respondió, mientras se atiborraba de torreznos—. No sé nada de sus investigaciones, ni tengo una idea clara de sus actividades en Flandes o en el ejército imperial.
—Pues eso es todo lo que sabemos de Alonso —concluyó fray Diego—. Al menos hasta su muerte.
—Esto sí que es mala suerte; el vino de ayer era excelente, pero este es vinagre —exclamó indignado Ferenc—. En fin, no digo que para un paladar como el vuestro sea malo, pero a mí me ofende. Debe de ser un error de los criados, de lo contrario no me lo explico. También fue mala suerte el asesinato de Alonso, llevábamos mucho tiempo detrás de ese hombre y, justo cuando lo encontramos, alguien decide eliminarle.
—Entonces, ¿qué es lo que sabéis? ¿Cuál es el motivo que os ha traído aquí? —preguntó el dominico.
—Soy sólo un dignatario de algo mucho más poderoso —contestó bajando el tono de voz—. Alonso robó un objeto y causó un grave perjuicio a hombres de gran importancia y, dada mi valía, me encomendaron su búsqueda y hacer que reparase el daño causado.
—¿Sois un miembro de la orden del dragón? —preguntó fray Diego.
Ferenc no pudo disimular la sorpresa. Ese viejo clérigo de aspecto anodino sabía mucho, incluso su pertenencia a la orden. Dejó de chuparse los dedos y se quitó la servilleta que tenía anudada al cuello.
—Supuse que erais sólo un par de patanes entrometidos, pero debo confesar que cada vez me asombráis más. Parece que lo sabéis todo sobre ese hombre, incluso me planteo si mi ayuda os puede servir de algo.
—No hay que despreciar al humilde, lo dice nuestro señor Jesucristo —aseguró el dominico—. Ahora creo que es momento de contarnos lo que sabéis.
Ferenc sonrió. Le encantaba tener pendiente de sus palabras a esos dos hombres, así que guardó silencio mientras se servía una generosa ración de orujo.
—Sí, os lo he prometido y lo haré —dijo por fin—, pero antes me gustaría que me explicarais cómo habéis sabido que formo parte de esta orden y qué conocéis de ella.
—No lo sabíamos con certeza, sólo era un suponer. Al igual que Alonso o Bela, llevaréis tatuada la figura del dragón que os identifica como miembro de esa honorable orden, que agrupa a hombres enérgicos y decididos como el joven que perdió la vida.
—Pobre Bela, tan joven, tan impulsivo. Acababa de entrar en la orden y deseaba destacar tanto que buscó ese libro sin seguir mis sabios consejos. Hay que perdonarle, buscaba la gloria y lo único que consiguió fue la muerte.
»Vuestro compatriota Alonso formó parte de nuestra orden durante un tiempo. No sé a quién se le ocurriría introducirlo en nuestras filas, pero así fue. Supongo que haría valer los muchos años de su vida dedicados a luchar contra los herejes y el turco. El caso es que le abrimos las puertas y él nos lo pagó robándonos.
»Mientras estaba alojado en uno de nuestros castillos, sustrajo algunas joyas y La clave menor de Salomón o Legemetón, un libro tan valioso como maldito. Después vagó por Europa, tuvimos noticias suyas en diferentes lugares de Alemania e Italia. En esos viajes le seguíamos de cerca, hasta que vino a España…, donde desapareció. Quizá se ocultara en algún lugar. El caso es que el embajador del imperio, un hombre de nuestra orden, le vio en la corte. Al poco de llegar aquí con la misión de atraparlo, me encontré con que había sido asesinado.
—Parece que somos más de ayuda nosotros a vos que a la inversa —concluyó fray Diego—. Alonso vino a España y se retiró a un pueblo llamado San Martín. Como se sentía amenazado allí, volvió a Madrid. Con toda probabilidad ese fue el momento en que el diplomático le vio. No fue el único; de nada valió la huida del pueblo porque su asesino le siguió y acabó con él.
»Lo que parece claro es que vendió las joyas robadas y su precio lo había gastado en sus prácticas alquímicas y en huir de vuestra orden. Aquí se ganó la confianza de alguien que le escondía y sufragaba sus experimentos. Ese es el hombre que recuperó el libro tras su muerte y eliminó a vuestro amigo. ¿Tenéis idea de cómo encontró Bela a ese desconocido?
—La verdad es que no. Decidí que se encargase de casi todo, ya os he dicho que los múltiples asuntos de los que me ocupo me han absorbido. Por otra parte, Bela era un muchacho inteligente y capaz, destacaba por su talento, aunque era un poco rígido con la moral. Me gusta disfrutar de los placeres de la vida allí donde voy, pero él estaba obsesionado con este asunto. Así que decidí que se ocupara de esto casi en solitario. Tampoco me parece decoroso que un hombre de mi rango se inmiscuya en pequeños detalles y menudencias.
—¿Os tenía al tanto de sus pesquisas y averiguaciones? —preguntó el dominico.
—Lo intentó en varias ocasiones, pero era un joven fastidioso en extremo y, sobre todo, inoportuno. Siempre trataba de darme la martingala en momentos impropios, por la mañana nada más levantarme después de una noche de vino y lechos perfumados; a la hora de comer; o incluso por la noche, cuando estaba más en la preparación de mi ocio y recreo que en solventar el asunto que nos había traído aquí. Recuerdo que una vez, mientras yo estaba jugando una partida de naipes con unos caballeros, intentó interrumpirla para informarme de lo que, según él, era un hallazgo importante. Ahora lamento no haberle prestado más atención, pero mi vida es así, tan ajetreada y llena de ocupaciones que no doy abasto.
—¿No tenéis alguna pista siquiera?, ¿no os pidió algo? —preguntó el alguacil.
—Pues no, él sólo me solicitaba dinero para gastos y para pagar a algún confidente. Nunca me dijo el nombre de ninguno de ellos, así que poco más os puedo decir. Bueno, sí, esperad…, en una ocasión me pidió una lista de médicos. Me sorprendió porque era un hombre joven y sano, nunca le vi enfermo o con el más leve achaque.
—Os voy a hacer una pregunta que quizás os sorprenderá, ¿qué sabéis de los vampir? —preguntó el dominico.
—Sí, me sorprende que me hagáis esa pregunta —respondió Ferenc, mientras se servía una copa de orujo—. No sé qué deciros…, cuentos, supersticiones, en definitiva, historias de campesinos ignorantes.
—Mucho me temo que esto no es así —aseguró fray Diego, con una firmeza que sorprendió a Gonzalo—. En todo este asunto hay algo siniestro, oculto, malvado, es difícil saber cómo denominarlo. Hay experimentos alquímicos y asesinatos, extracción de sangre de los cuerpos, e incluso seres endemoniados que se corresponden con viejas leyendas de vuestra tierra.
—Perdonad que os contradiga, pero las leyendas de los vampir no son propias de mis tierras. Yo soy húngaro y esas supersticiones provienen de las tierras salvajes del sureste: Valaquia y Transilvania. Siempre hay clases.
»En cualquier caso, todo esto son fábulas populares que cuentan con el sustrato del culto a la sangre como asiento de la fuerza vital del hombre. Es una creencia muy extendida en algunas zonas del este de Europa. Incluso gente culta y de noble cuna se ha dejado llevar por esta superstición. No sé si conoceréis el caso de Elizabeth Bathory.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó el dominico.
—Pertenecía a una de las grandes familias de la aristocracia húngara. Fue famosa por su belleza y también por su crueldad. Se la conoce con el nombre de «la condesa sangrienta», pues secuestraba a mujeres para torturarlas y desangrarlas hasta la muerte. Una vez muertas comenzaba una ceremonia de magia negra en la que era ayudada por hechiceras. Su fin era mantenerse lozana y bella, pero sus crímenes quedaron al descubierto. El séquito de brujas que la acompañaban en sus extraños rituales fueron torturadas y muertas en la hoguera, pero a ella le esperaba un destino si cabe peor. Su condena fue vivir emparedada en sus aposentos, pena a la que sólo sobrevivió tres años. Por lo que veo la historia os impresiona, pero no es extraño, murió hace casi cincuenta años, pero todavía es tristemente célebre en mi país.
—¿Qué pensáis hacer ahora? —volvió a preguntar fray Diego.
—La verdad es que conoceros ha sido uno de esos sucesos extraordinarios que puede tener óptimas consecuencias. En cuanto a Alonso, muerto está y me parece muy bien. No creo que nadie lo lamente demasiado. Queda pendiente el asunto del libro desaparecido, y acerca de eso sí os agradecería que no dejéis de informarme de los avances en la investigación que lleváis a cabo. Sabed que estoy dispuesto a recompensar con generosidad a todo aquel que pueda devolverlo a su legítimo dueño.
»Caballeros, si me perdonáis, tengo que atender otras cuestiones importantes que requieren mi interés —concluyó, mientras sonaba la campana y aparecía de nuevo un sirviente—. Este hombre os acompañará hasta la puerta. Ha sido un placer hablar con vos.
Fray Diego y Gonzalo se levantaron e hicieron un leve movimiento de cabeza para despedirse del noble húngaro antes de salir de la estancia con paso presuroso.
Calle Mayor
Mediodía
Al salir del palacio del duque de Medinaceli, enfilaron hacia la calle Mayor, puesto que fray Diego quería comprar Cardamomo, una rara hierba necesaria para sus emplastos que vendían en uno de los comercios de la misma. A pesar del frío, lucía un sol tan espléndido que la marcha no se hizo fastidiosa. El dominico guardaba silencio y parecía cavilar sobre todo lo que les había dicho el noble húngaro.
Cruzaron la puerta del Sol y atisbaron la calle Mayor, que a esas horas ofrecía un aspecto tan bullicioso como el de la popular plaza. La calle no era muy ancha, pero tenía la gran ventaja de contar con soportales donde los comerciantes ponían a recaudo sus mercancías y cobijaban a los mismos clientes en los días de lluvia. Desde tiempo inmemorial, aquella calle albergaba todo tipo de comercios, si bien distribuidos por gremios que habían dado sus nombres a las calles de alrededor: Bordadores, Cuchilleros, Esparteros y tantas otras.
No quisieron adentrarse en la calle, pues su objetivo lo tenían justo enfrente, haciendo esquina con la Puerta del Sol. Sin duda, el convento de San Felipe el Real era, por tamaño y calidad, uno de los grandes edificios de Madrid. Para salvar el desnivel con la calle Mayor, el edificio se montaba sobre una lonja espaciosa llamada las gradas de San Felipe, que los madrileños tuvieron a bien convertir en uno de los grandes mentideros de la villa. Bajo la lonja estaba las «covachuelas», pequeñas tiendas que aprovechaban el espacio bajo los arcos porticados para plantar sus reales y vender todo lo que uno se pudiera imaginar.
Ambos hombres se sumergieron resignados en la turbamulta de clientes, fisgones, curiosos y correveidiles que frecuentaban el lugar. Al ruido de las conversaciones había el que añadía el de quienes voceaban lo excelente de su género y lo bajo del precio, fray Diego se detuvo en un puesto y, tras convenir un importe, compró el cardamomo que deseaba, lo guardó en el bolsillo y se puso a caminar con una sonrisa en los labios, contento de abandonar aquel lugar.
—¿Qué pensáis de este hombre y lo que nos ha dicho? —preguntó el dominico, rompiendo su silencio.
—Me parece que pienso como vos —exclamó Gonzalo, soltando un suspiro—. Habíamos puesto muchas esperanzas en este hombre y creo que se han visto totalmente defraudadas. El barón es un botarate que se dedicó a disfrutar de los placeres de la villa mientras Bela hacía las averiguaciones por su cuenta.
—Gonzalo, en esto, como en tantas otras cosas, coincidimos —dijo fray Diego—. Este hombre, además de vano y pagado de sí mismo, no se interesó en absoluto en resolver el asunto que le trajo aquí; por el contrario, se ha debido dedicar a frecuentar timbas, mancebías, fiestas en palacios, bodegones y teatros. Pensaba que el joven trató de resolver el asunto para llevarse toda la gloria, cuando, en realidad, Ferenc le abandonó a su suerte. Peor aún, este sujeto es tan indolente e inútil que ni siquiera se interesó en seguir los progresos que hacía su compañero.
—De todas maneras, el dato que nos ha dado es muy importante, Alonso robó a la orden del dragón La clave menor de Salomón y éstos le buscaron. Ése es el motivo por el que se escondía.
—Sí, ese dato es trascendental, pero hay otro que es más significativo aún —continuó fray Diego—. El muchacho dirigió sus pesquisas tan cerca del socio de Alonso que éste se vio obligado a eliminarlo. Al igual que nosotros, pensó que debía de ser un médico, ya que también solicitó una lista de los que ejercen en la villa. Era evidente, los cuidadosos cortes en el cuello se pueden corresponder con los de un bisturí, la sangre, la alquimia…, todo está unido.
»Ese hombre está tan obsesionado con la vida eterna como vuestro difunto amigo. Sabemos que para realizar esos experimentos necesita sangre humana y seguirá matando para obtenerla hasta que alguien le detenga.
»Ésa es una opción, la racional y la que más se acomoda a mi juicio. Si ésta es un poco turbadora, la otra lo es aún más. Como ya sabéis, soy poco dado a supersticiones. Sin embargo, en este asunto hay algo tenebroso y cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿puede haber seres endemoniados que vagan por la tierra medio vivos medio muertos y que se alimentan de la sangre de sus víctimas? No me parece probable, pero a lo largo de mi vida he visto cosas que la razón no puede explicar.
»No he querido compartirlo con vos antes, pero también es posible que Alonso y su socio se hayan transformado en lo que se llama un vampir. Tal vez, de alguna manera, Alonso resultara endemoniado durante su estancia en Valaquia o Transilvania y trajo el mal a estas tierras. No es el único, hay otro más y ahora nos corresponde eliminarlo y acabar con esta maldición antes de que se extienda.