Plaza de armas del Alcázar Real
Amanecer, 17 de diciembre de 1662
El patio de armas del Alcázar Real se encontraba vacío. Corría un aire gélido con olor a tierra mojada, pues durante la madrugada había estado lloviendo y en la explanada abundaban los charcos. Ante ellos se alzaba el palacio real, lejano e impresionante, la larga fachada de tres plantas estaba salpicada de ventanales que trataban de hacer luminosa la vieja fortaleza medieval. Aunque el arquitecto Gómez de Mora había intentado erradicar todo vestigio de su pasado guerrero, a cada lado asomaban las viejas torres, a las que había añadido balcones, ventanales, herrajes y veletas en un intento de enmascarar su antigüedad. El color rojizo del ladrillo de las torres destacaba sobre el blanco apagado del resto de la fachada. A la derecha se entreveían las cocinas nuevas, un edificio más bajo y pobre que parecía estar allí para contrastar con el esplendor del palacio real, pero cuyo verdadero fin era preparar las comidas a la corte y evitar los malos olores a la familia real.
Fray Diego y Gonzalo avanzaban con precaución, intentando no resbalar en el barro. La marcha era lenta y de su paso quedaba un rastro de huellas parejas y firmes que progresaban hacia la puerta del Alcázar. El portón de entrada se alzaba aún lejano en el centro de la fachada, y lo que fuera la antigua torre del homenaje se había visto enmascarada con una bella portada rematada por el escudo real.
A ambos el mensaje de palacio les llenaba de inquietud, ¿para qué les llamaban? ¿Tenían noticia de la utilización del nombre del rey en sus pesquisas? ¿Pretendían castigarlos por ello? Lo que no cabía duda es que lo sabrían dentro de poco.
Al llegar a la puerta principal, dos soldados de la guardia española les hicieron esperar en una antesala, aunque no tardó en llegar un sirviente que les indicó que le siguieran. Pasaron bajo la arcada del patio del rey, pero enseguida se desviaron a la izquierda para introducirse en una galería que parecía no tener fin. Por la traza estrecha y oscura del pasillo, era evidente que se les conducía a alguna dependencia menestral; el olor animal y los relinchos de las bestias les informó de que se dirigían a las caballerizas reales.
Al entrar allí vieron una carroza aguardándoles, y el criado que les había acompañado les indicó que subieran. En cuanto se hubieron sentado, el carruaje inició el descenso por un camino a espaldas del Alcázar cuya pronunciada pendiente se volvía aún más peligrosa debido al suelo enfangado y los baches que removían sin cesar el vehículo. El criado, un hombre escuálido, calvo y cubierto de una gruesa capa negra sonrió al verles asustados.
—No os preocupéis —dijo viendo su inquietud—, el camino tiene lo suyo, da un poco de respeto por la cuesta, pero en un momento estaremos en el palacio de la Casa de Campo ante su majestad el rey.
—Un sitio interesante —dijo fray Diego—. Gregorio de los Ríos, un clérigo muy versado en plantas medicinales, fue el hombre que diseñó los jardines de ese lugar. Creó un vivero de plantas medicinales que abastece la farmacia del palacio real.
¿Sabéis si sería posible obtener algunos ejemplares curiosos para mi farmacia?
—Yo de eso no sé nada, pedidlo a quien corresponda —respondió cortante el sirviente.
Se hizo un silencio que permitió oír las voces del cochero y el chasquido del látigo que azuzaba a los caballos. Gonzalo pensó que, pese a la cercanía entre el palacio real y la Casa de Campo, la comunicación entre ambos era dificultosa. Sus ojos no podían dejar de mirar con cierto temor cómo el coche bordeaba los terraplenes que discurrían paralelos a la fachada de poniente del Alcázar. El alguacil se tranquilizó cuando la pendiente se hizo menor y el carruaje tomó un camino que se abría paso en diagonal entre las hileras de pinos que se alineaban de la misma manera que los dispuso Felipe II al eliminar las huertas de la zona.
Al salir del pinar se encontraron con una llanura frente al río Manzanares, cuyas aguas corrían turbias y agitadas por el efecto de las lluvias. Entre los jirones de niebla pudieron ver la mole berroqueña del puente de Segovia, con sus nueve ojos y su baranda rematada por bolas de granito. A horas tan tempranas una multitud de carromatos cargados de mercaderías recorría la escasa distancia que le quedaba a las puertas de la villa, pero ellos iban en dirección contraria, abriéndose camino entre bestias, vehículos y personas que se agolpaban como una sombra oscura y estridente. Era imposible no oír el chirrido de las ruedas de los vehículos, los golpes de los cascos de las mulas o los gritos de fastidio de los carreteros al ver la caravana lenta y desesperante que les aguardaba antes de alcanzar Madrid.
Los jinetes que les precedían abrieron paso y al poco habían alcanzado la verja de la Casa de Campo, que atravesaron sin tener que detenerse gracias a la pericia de un par de guardas que esperaban su llegada. No tardaron mucho en ver el pequeño palacio, frente a cuya fachada había una explanada y en el extremo derecho de ésta una serie de edificaciones bajas que, por su pobre aspecto, no era difícil suponer que estaban destinadas al servicio.
Gonzalo fijó su vista en ese edificio, una modesta residencia de dos plantas, que en comparación con el nuevo palacio del Buen Retiro aparecía ahora como una morada mezquina para el rey, aunque era muy similar a las residencias que muchos nobles edificaban en las afueras de la villa o alrededor del Prado de Recoletos o de Atocha. Para empeorar aún más las cosas, la predilección regia por El Retiro había hecho que aquel lugar fuera cayendo en el abandono. La dejadez que se advertía en el descuidado parterre, en la pintura ajada de la fachada o incluso en las enredaderas que poco a poco iban cubriendo el edificio.
El seco golpe de la portezuela abierta para que se bajaran del carruaje sacó a Gonzalo de sus pensamientos. Siguieron al criado a través del parterre en cuyo centro se alzaba la estatua ecuestre de Felipe III, justo enfrente de la fachada principal, donde les esperaban dos miembros de la Guardia Española, altos y fornidos, que los observaron con recelo.
Al acercarse entrevieron tras los soldados una figura escuálida y vestida de negro. El rostro del rey lucía avejentado y con una palidez mortecina; sonrió al verlos e hizo un ademán a los guardias para que se apartaran.
—¿Te gusta pescar? —preguntó el rey con una voz gastada y ronca que casi era un murmullo.
—Majestad, nunca he tenido la oportunidad de practicar este arte —respondió el alguacil—, aunque sé que es solaz de gente principal y, por lo tanto, supongo que un esparcimiento de provecho.
—Dices bien, mi buen alguacil, pocas cosas hay de más provecho que buscarse el propio sustento.
El rey se detuvo al darle un fuerte ataque de tos, cuyo sonido seco y potente más parecía provenir de una descarga de arcabucería que de una garganta humana. Finalmente, la tos se detuvo y el monarca miró a fray Diego.
—Supongo… que un clérigo como vos —dijo de manera entrecortada— tampoco practicará tales artes, pero me gustaría que ambos me acompañaran a un estanque que está muy cerca de aquí y charlemos un rato.
—Habéis adivinado que no es una afición de mi gusto —respondió el dominico—, pero seguiros será un gran honor.
—Entonces, en marcha.
Entraron en el estrecho palacio para atravesarlo y salir a su parte trasera, donde esperaba una silla de mano con dos portadores en la que, con la escasa soltura que le permitía la edad, subió el rey. Comenzaron a cruzar los parterres que se extendían frente a la fachada norte; las singulares formas geométricas que creaban las plantas llamaron la atención del alguacil, pero no tanto como una gigantesca estatua de bronce situada en el centro. Gonzalo contempló la efigie de un hombre altivo y señorial cuya majestad contrastaba con la triste figura del rey ya envejecido y casi incapaz de andar. Felipe III, majestuoso y hierático, todo bronce y mentira, parecía dirigir una mirada de conmiseración a la ajada imagen de su desdichado hijo.
—Situaos cada uno a un lado y así hablaremos de camino al estanque —dijo el rey, con voz trémula.
Dejaron atrás la estatua; un poco más allá se extendía una zona arbolada en cuyo centro había una fuente coronada por un águila bicéfala. El agua caía con un rumor sonoro que era el único ruido en aquel lugar tranquilo y recóndito que parecía a miles de leguas del bullicio de la corte. El rey permanecía con los ojos cerrados, disfrutando del momento, pero los abrió al advertir que la silla giraba a la izquierda para dirigirse hacia la Lonja o Galería de las Grutas.
Se trataba de una galería alargada compuesta por varias estancias abovedadas abiertas al exterior a través de unos arcos.
Pasaron junto a una que imitaba una gruta, en cuyo centro había una fuente de Neptuno. Fue la última estancia que vieron del palacio antes de salir del recinto y enfilar un camino que transcurría flanqueado por una doble fila de cipreses. Atrás dejaban el palacio para partir en busca de los estanques donde habitaban peces de colores, carpas y aves acuáticas.
Gonzalo advirtió que el rey parecía haber envejecido desde la última vez que le vio, en el palacio del Buen Retiro; la luz del sol permitía ver con más crudeza la palidez de su rostro, repleto de arrugas. El pelo parecía más escaso y la mandíbula prominente de los Austrias resaltaba una expresión de amargura y desánimo. El monarca no podía hablar porque tosía de continuo sobre un pañuelo y sólo después de un buen rato sonrió, justo antes de mirar a sus acompañantes.
—Estoy muy ocupado con la guerra de Portugal, Dios quiera que el año próximo sea el definitivo en que los rebeldes vuelvan al redil de la corona. Estoy reclutando más soldados para montar una nueva ofensiva que acabe de una vez con esa maldita guerra, y don Juan José de Austria llegará a Lisboa el año que viene si nada lo impide. Aun así, he tenido tiempo para ocuparme de otros asuntos. Trabajo ahora más que nunca, no en vano dicen que el que de joven no trota de viejo galopa…, puede ser.
El rey hablaba de manera lenta, como si pensara cada palabra y en su voz entrecortada se entreveía la amenaza de la tos sibilante, siempre al acecho y dispuesta a asaltar a su cuello como si fuera un enemigo incauto.
—Al menos en mi caso es cierto —continuó—. Tengo mil cosas en qué pensar…, una de ellas es que he sabido por un alcalde de Casa y Corte que estáis realizando pesquisas para resolver una serie de extrañas muertes. También sé que empleáis mi nombre indebidamente, aunque eso no me importa.
Fray Diego observó a Gonzalo, que le devolvió la mirada; ambos supusieron que tras esa delación estaba Ramiro.
—Quien me ha informado pretendía que detuviera vuestras acciones. Todo lo contrario, mi deseo es que aclaréis la verdad sobre esas extrañas muertes. Sé que alguien asesinó a dos antiguos soldados y algún campesino, todo esto es lamentable, pero en especial estoy interesado en el fallecimiento de Bela Gerster, un joven muerto junto al cerrillo del Rastro. Pertenece a una familia noble del Imperio y su embajador desea la captura del culpable de tan bárbaro acto. Si os digo la verdad, me sorprendió que vosotros dos estuvierais implicados en este asunto.
Un nuevo brote de tos interrumpió el discurso del monarca.
—Sorprendido, pero confortado —añadió con firmeza el rey—. Los hombres de la justicia sólo me dicen que el asesino no fue un matasiete a sueldo, ni uno de los muchos rufianes, ladrones y malhechores que pululan por la corte.
—Es cierto, pero decir eso es como no decir nada —intervino fray Diego.
—En definitiva, no tengo nada salvo la esperanza de que resolváis este caso —dijo el monarca encogiéndose de hombros—. Supongo que os asombrará mi petición.
—Así es, disponiendo de más y mejores hombres me resulta extraño que recurráis a nosotros —aseguró Gonzalo.
—Es posible, pero os encargué un complejo asunto con anterioridad y supisteis resolverlo. ¿Por qué no vais a ser capaces de repetir vuestro éxito en esta ocasión? Además, no acepto un no por respuesta. Bueno, aquí es.
El camino desembocó en un amplio estanque rodeado por una hilera de olmos. Si había algo en que el palacio del Buen Retiro no podía superar nunca a la Casa de Campo era en la cantidad y variedad de peces, y así lo atestiguaban las dos embarcaciones que esperaban en el embarcadero. La más cercana era una góndola traída de Italia destinada al uso real provista de un aparatoso equipo de pesca. La otra era una falúa que ya partía de la orilla, mientras en la cubierta un grupo de seis músicos afinaba sus instrumentos para entretener al monarca.
—No me extraña que desconfiéis de la magnanimidad real, sé que no fui justo —dijo sacudiendo la cabeza con tristeza—. Tras aclarar la cuestión del convento de San Plácido, no recibisteis nada a cambio. Confiad en mí, resolvedme esto y haré que no os arrepintáis.
»No tengo más que deciros. Informadme de todo lo que consideréis oportuno, solicitad toda la ayuda, dinero o cualquier otra cosa que preciséis. Mi criado os entregará un oficio con el sello real que os abrirá todas las puertas que necesitéis en vuestras pesquisas, además de una bolsa bien provista para vuestros gastos. Ahora, si me permitís, quisiera relajarme un poco. Sólo me resta desearos suerte, podéis marchar.
Los dos hombres hicieron una reverencia mientras el rey subía a la góndola. Después desanduvieron el camino acompañados del sirviente que les había traído desde el Alcázar.
Gonzalo estaba satisfecho. Por una parte, ahora sabían quién era el misterioso muchacho asesinado; por otra, le habían ofrecido una buena recompensa por la resolución del caso. El libro era ya una búsqueda secundaria, lo que interesaba ahora era su propietario.
Un futuro con Isabel parecía ahora más cercano. A la mañana siguiente, debían asistir al entierro del extranjero y tal vez desentrañar el marasmo en el que se encontraban.
—Bueno, no nos llevamos alguna de esas hierbas que deseabais, pero tenemos algo mucho mejor, ¿no creéis?
El dominico permanecía cabizbajo y serio, sin levantar la vista del suelo.
—¿Estáis seguro, Gonzalo? —dijo soltando un suspiro—. Un papel y unas cuantas monedas son una ayuda, pero no aclaran este difícil asunto. Es más, ¿no os ofrecieron antes promesas similares y nunca se cumplieron? Pensadlo bien. Tenemos una tarea complicada y estamos solos. No podemos recurrir a alcaldes ni a alguaciles, que obstruirán una labor que ellos no han sabido realizar. Eso por no hablar de vuestro amigo Ramiro, que nos ha delatado ante sus superiores para evitar que sigamos con este asunto. Estamos solos, Gonzalo, solos y perdidos.
»Más vale que dejemos de pensar en fábulas de futuros felices y vayamos a ver al secretario del procurador fiscal, nos prometió esa lista de médicos en tres días; ya han pasado mucho más y todavía no hemos recibido nada. Tal vez ignora lo importante que pudiera ser esa lista para sacarnos del apuro en el que nos encontramos.
Consejo de la Inquisición
Mediodía
Llamaron a la puerta pero nadie les autorizo a entrar. Durante unos instantes no supieron qué hacer, pero tras dudar unos minutos Gonzalo se decidió a abrir la puerta. Para su sorpresa, comprobaron que allí no había nadie, la mesa estaba repleta de cartapacios con papeles de tal grosor que de estar en su sitio hubieran tapado casi al secretario. Sobre la mesa reposaba un oficio a medio terminar, por lo que supusieron que Alfonso Ruiz no debía de andar lejos.
El secretario apareció de repente y su rostro se demudó al ver al dominico y al alguacil allí. Quedó claro que no esperaba semejante visita.
—¡Vaya sorpresa! No sabéis lo mucho que me he acordado de vos en estos últimos días. Supongo que vendréis a por la lista de médicos que os prometí. Lamentablemente, sucedió algo extraño que me ha impedido enviarla.
—Habéis adivinado el motivo de nuestra visita —dijo fray Diego—. Nos extrañó mucho que no nos llegara cuando prometisteis que la tendríamos en tres días.
—Así es, dejadme que os cuente; pero antes tomad asiento —aseguró el secretario señalando el par de sillas frente a su mesa.
Los dos hombres se sentaron sin dejar de observarle. El secretario parecía nervioso, como si le hubieran sorprendido haciendo algo reprobable.
—Veréis, es un asunto muy extraño. Encargué a dos de mis subalternos que se ocuparan de elaborar la lista. Los hombres fueron diligentes y cumplidores, siempre lo han sido con cualquier trabajo que les he encomendado. Por supuesto, el trabajo principal era ir a los hospitales y preguntar por los médicos que trabajan allí, cosa que hicieron con presteza. Tal y como os prometí, a los tres días tenía la lista con los médicos de la villa. Sin embargo, sucedió algo…, como diría…, azaroso.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el dominico.
—Desapareció.
—¿Cómo?
—Desapareció —insistió el secretario—, ellos dejaron la lista sobre la mesa al terminar la jornada. Para mi desgracia, en aquel momento estaba haciendo unas gestiones en el exterior, mi despacho estaba vacío y, como es habitual, con la puerta abierta; cualquiera pudo cogerlo. Nunca nos había sucedido una cosa así.
—Pues no es la única desaparición, acordaos del legajo de la cesión de la casa de Pedro Vargas —advirtió Gonzalo, socarrón.
—Si no os importa, nos gustaría entrevistarnos con los subalternos que realizaron la lista —dijo fray Diego.
—Eso es imposible, ambos salieron hacia Córdoba a realizar una comisión de la máxima importancia. Sin embargo, tengo buenas noticias: encargué a otro de mis escribanos una nueva lista que estará finalizada en un tiempo muy breve, aunque tengo que reconocer que este hombre es bastante más cachazudo.
—Esto supone un revés a nuestros planes —concluyó Gonzalo.
—Os aseguró que estará disponible en breve y que lo guardaré bajo llave si es necesario. Soy hombre soltero, no tengo más vicio que el trabajo, así que yo mismo me pondré en ello si es necesario y os lo haré llegar en cuanto esté acabado. Perdonad mi desliz, el mejor escribano comete alguna vez un borrón.
—No os tenéis que disculpar, es un favor que nos hacéis graciablemente y que os agradecemos de corazón. Ahora, si nos perdonáis, tenemos, al igual que vos, otros asuntos a los que atender.
Los dos hombres salieron del despacho del secretario con aspecto serio y enfilaron cabizbajos el corredor que llevaba a la salida.
—¿Qué os parece todo esto, Gonzalo?
—Sospechoso, muy sospechoso. Aquí desaparece cualquier cosa que esté relacionada con el caso que nos ocupa.
—Sí, eso es, sólo tenemos una seguridad: donde tantas cosas se esfuman es que porque hay una mano que se las lleva.