Puerta del Sol
Amanecer, 14 de diciembre de 1662
La Puerta del Sol estaba cubierta por una gruesa capa de nieve. A pesar de ello, el lugar aparecía tan animado como siempre, y la estrechez del lugar hacía que pareciera más bullicioso aún. Se notaba a la legua que ese espacio no era obra de la planificación, al contrario, era sólo producto de la confluencia de cuatro calles principales, lo que hacía la vía un poco más ancha de lo habitual. A los lados, junto al palacio de Melchor de Molina o la iglesia del Buen Suceso, la plaza era más ancha pero se iba estrechando en el centro, donde destacaba el destartalado edificio de la Inclusa, un caserón de cuatro pisos de aspecto vulgar construido con materiales pobres.
La nieve sólo permanecía impoluta junto a los edificios, pues en el centro el paso de carros, transeúntes y el sol invernal hacían que se derritiera y tomara un color gris sucio. Aquel lugar era el paso ineludible para los que se dirigían a la plaza Mayor a comprar o vender, o al Alcázar Real a tratar de prosperar a la sombra del poder, aunque tampoco faltaban los que acudían a los mentideros a escuchar chismes; e incluso había gente, siempre escasos en este reino, que trabajaba.
Después de la intensa nevada nocturna, había amanecido el día soleado y sin nubes. Hacía menos frío que los días anteriores, pero aun así fray Diego y Gonzalo estaban ateridos. Llevaban ya esperando un buen rato en la lonja vallada de la iglesia del Buen Suceso y allí no aparecía ese misterioso Esteban que les iba a desvelar el pasado de Alonso. Las campanas de la Iglesia repicaron y Gonzalo echó un vistazo al campanario que se elevaba sobre la fea iglesia enejada entre dos de las calles que confluían en la Puerta del Sol. A su llamada acudieron algunos feligreses de aspecto tan pobre como el de la fachada del templo, cuya austeridad casi rozaba la penuria, incluso en aquella ciudad de edificios sobrios.
Ambos hombres contemplaban somnolientos las colas de mujeres y aguadores que había en la fuente, justo delante de la iglesia de la que tomaba el nombre. Una racha de aire les traía un olor turbio mezcla del frescor del agua con el olor a sangre y frutas fermentadas de las barracas de madera instaladas en la Puerta del Sol. Por el contrario, cuando el viento venía de la carrera de San Jerónimo les traía el olor delicioso a pan recién hecho de la tahona de la Soledad, la más famosa y concurrida de Madrid.
Desesperaban ya de que apareciese ese hombre cuando vieron un sujeto enclenque de piel morena y pelo aún más negro que se dirigía con una sonrisa en los labios hacia ellos.
—Si no me equivoco, sois fray Diego y Gonzalo García —dijo el recién llegado—. Me presentaré: soy Esteban González, hombre de mundo que ha ejercido mil empleos y que ahora mismo mercadea con vinos, empleo óptimo, creo yo, pues pocas cosas hay más gratas en el mundo que unir oficio y afición. Si queréis un buen vino, hablad conmigo pues tengo el mejor Pedro Ximénez del reino. Ya sabéis que está hecho con una uva del Rin que trajo consigo a España un soldado de los tercios. Mejor provecho le han dado sus andanzas que a mí o tantos otros, porque la mayoría de los que allá van sólo obtienen paga en plomo u hoyo bajo tierra. Pero bueno, vamos a lo que vamos, os aseguro que si probáis un vaso de mi vino os llevaréis una barrica.
—Bien decís. Vamos a lo que vamos, y eso no es comprar vuestro vino —dijo Gonzalo cortando al parlanchín—. Lo que nos interesa es conocer el pasado de Alonso, con quien por lo visto coincidisteis en aquellas tierras.
—Decís bien, vamos a lo que íbamos. Ved que respondo con la misma bala. No queréis mi vino y lo respeto, queréis mis palabras y os las doy, pero me hago una pregunta: ¿Qué recibo yo a cambio? —replicó Esteban.
Gonzalo abrió su bolsa y sacó unas monedas para entregárselas al charlatán.
—Me ofrecéis una buena recompensa, señor, y yo os daré una historia que lo merece —aseguró Esteban quitándose el sombrero y haciendo un saludo teatral.
—Dejaos de zalamerías y comenzad vuestra historia ya, me estáis haciendo perder la paciencia —le atajó Gonzalo.
—En primer lugar, os diré que si queréis una buena relación de esas aventuras en Flandes la podéis encontrar en el libro que lleva mi nombre. No sé si lo habéis leído. Si no es así, os puedo conseguir un volumen.
—No hemos tenido el placer —aseguró fray Diego—, pero de momento tampoco estamos interesados.
—Pues no es mala obra: La vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor, compuesta por él mismo, aunque os diré que ni se atiene siempre a la verdad, ni he tomado parte en su composición, ni recibido una moneda por él. Así que supongo que de esa empresa todos han sacado beneficio menos el que la vivió con sus huesos, que así de injusto es el mundo, que el que más esfuerzo hace, menos recompensa recibe. Pero bueno, si permanecemos aquí vamos a quedarnos helados. Si no os importa, tengo unas compras que hacer y mientras las hago podemos hablar de esos temas de vuestro interés.
Los tres hombres caminaron hacia las barracas donde se vendía la carne, junto a la calle Alcalá. Eran unas casetas de madera de pobre factura y muy envejecidas que desprendían un intenso olor a sangre en invierno y a podrido en verano. Sobre los mostradores se veían pedazos de carne de diferentes calidades y precios que Esteban examinaba con atención.
—Ahora es la mejor época del año para comer carne, sin moscas y sin miedo a que esté putrefacta. Fijaos qué lengua, mirad qué sesos, esto da gusto comerlo…
Esteban acordó el precio con el carnicero y después enfiló a los puestos de fruta cercanos a la carrera de San Jerónimo.
—Bueno, me parece hora de empezar con lo nuestro. La primera vez que vi a vuestro amigo fue en Nordlingen. Nunca lo olvidaré, para mi desgracia. Estaba en medio de aquel pavoroso fregado cuando apareció él. Imaginaos a un pobre muchacho inmerso en la alharaca del combate, oyendo cargas de mosquetería, chocar de espadas, estallido de proyectiles, gritos de agonizantes y órdenes de mando.
»La mejor posición para ser testigo de todo esto me pareció que era bajo el cadáver de un caballo, que si algo caía mejor a él, que ya había recibido lo suyo y poco más daño podía hacérsele. Entonces apareció Alonso, que, creyendo que era un jinete derribado, me sacó de debajo del animal sin suponer que mi postura no era producto del arrojo contra el enemigo, sino un logro del ingenio para evitar males mayores.
»Para mi fortuna, la batalla estaba ya acabando y todo el mundo se lanzaba a la carga para rematar la faena y enviar a los herejes al infierno. El que más o el que menos deseaba obtener una victoria para su majestad católica y, por qué no decirlo, también conseguir algo de botín con el que hacer más llevadera la dura vida del soldado, si es que a eso puede llamársele vida.
»Incluso yo, que soy poco dado a temeridad, decidí lanzarme al ataque al ver que los suecos se retiraban a paso vivo, y sabe Dios que ocasión como aquella para hacerse con algún despojo notable no vieron los siglos. Recuerdo un estoque de Solingen por el que me dieron unos buenos escudos. Aunque, a decir verdad, la ganancia de todo esto no me dio para reparar la pérdida de mi amo, que resultó muerto en la batalla.
—Vuestra historia es muy interesante, pero recordad que lo que nos interesa es todo aquello que se refiere a Alonso —le interrumpió fray Diego con fastidio.
—Perdonad, pero es que hablo mucho. Vuelvo a lo que os interesa. Me lancé al ataque con Alonso dando gritos de ¡Santiago cierra España! y ¡a ellos! Ya se sabe que si uno no ha hecho su parte cuando le tocaba conviene dar muchos gritos, hacer pataletas y contar historias cuanto más estridentes mejor. Cómo podéis suponer, pronto perdí a Alonso de vista en aquel guirigay.
»Después de aquello, el Cardenal Infante, Dios lo tenga en su gloría, nos dio unos días de descanso y tras ellos decidió seguir hacia Flandes. El ejército, como si no hubiera tenido poca gloria con aquella batalla, enfiló hacia el norte a conseguir más. Ya había tenido mi parte, así que me dediqué a fabricar y vender empanadas. En todos estos días no vi a vuestro amigo, a pesar de que debido a mi industria conocía a medio ejército. Poco más puedo decir, salvo que alcanzamos Juliers y enlazamos con las tropas destinadas en Flandes.
—¿Eso es todo? —preguntó Gonzalo perplejo.
—Bueno, también puedo decir que la fruta de estos puestos es la peor que he visto en los últimos años. ¿Os importa si vamos a la tahona de la Soledad a comprar una hogaza?
—Pues de poco nos vale vuestra historia. Es más, tan mal empleo hemos dado a nuestras monedas que conviene que vuelvan a la bolsa a ver si les buscamos un quehacer de mayor envergadura —dijo fray Diego.
—No hemos venido de fámulos a ayudaros en vuestros mercadeos, queremos conocer la historia de Alonso, si es que sabéis algo; cosa que dudo —dijo Gonzalo clavando sus ojos iracundos en él.
—Esperad, esperad, no conviene ser impacientes. Eso es lo que pasó hasta que llegamos a Flandes. Después vino lo relevante, pero acompañadme a comprar el pan y os lo contaré.
Esteban cruzó la calle y se situaron al sol, junto a los muros del convento de la Victoria a esperar, en la cola del pan.
—En una taberna de Andarnaque me volví a tropezar con vuestro amigo. No puede decirse que estuviera muy fino, pues el tinto había hecho sus malos efectos y mi lengua estaba desatada. Alonso relató de manera burlona la manera en que me encontró en el campo de batalla delante de un grupo de soldados españoles. Aseguré que él no era más valiente que yo y se encolerizó de tal manera que salimos fuera de la taberna para emprenderla a estocadas. Menos mal que más parecíamos odres repletos de vino que soldados de la fe católica. Tengo que reconocer que el enemigo más arduo de ambos no fue el rival, sino el equilibrio.
»Viendo nuestro estado nos separaron, pero el hombre que se acercó a Alonso para calmarle recibió un tajo que le mandó a la enfermería y a nosotros dos al calabozo. Yo salí al poco, pero a él le dejaron sin el inminente ascenso a sargento que se había ganado por su valor. Además, le tuvieron retenido allí varios meses. Cuando salió decidí vigilar a vuestro amigo, puesto que me culpó de su desgracia y supe que nada bueno podía esperar de él.
»Si bien uno debe cuidar a los amigos, no es menos cierto que debe vigilar a los enemigos; y estando en los tercios en Flandes no es difícil verse las caras. Estuve un tiempo como correo viajando por esas tierras extranjeras y no lo encontré, mas cuando mi señor, el general Piccolomini, acudió a socorrer la ciudad de Thionville y obtuvo una victoria que no desmerece a la de Nordlingen, allí estaba él. El muchacho se había convertido en un hombre; es más, en uno malo.
—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó fray Diego.
—A pesar del tiempo transcurrido, me dedicó una mirada de odio que me dejó sobrecogido —aseguró Esteban en tono grave—. He virado por el mundo y visto muchas cosas; la crueldad sin límite es una de ellas, y os puedo asegurar que ese hombre cambió para mal. Puede que de mozo fuera un poco bravucón o inconsciente, pero ¿quién no lo ha sido en la juventud? Al mirarle supe que mi vida podía peligrar.
»Había ascendido ya a alférez. Él era hidalgo, pero la plaza no la consiguió por relaciones y favores, todo lo contrario: la ganó a base de agallas, jugándose la vida. Como siempre he sido un chismoso, quise saber más de él y las sospechas se confirmaron. Tenía fama de ser bravo y audaz, pero también brutal y desalmado. Un tipo sanguinario donde los hubiera.
»Me sorprendió que, tras el fracaso de nuestras tropas en socorrer Arras, se retirase de la primera línea y pidiese plaza en la guarnición de Ypres. Allí, para mi desgracia, coincidí con él durante varios meses; bien largos se me hicieron, aunque ahora parecía volcado en otros asuntos. En todo este tiempo frecuentaba gentes extrañas.
—¿A qué os referís? —preguntó fray Diego.
—Adivinos, magos y todo tipo de charlatanes. Según se rumoreaba, hacía extraños experimentos en los que se gastaba toda la paga. Ya no frecuentaba tabernas y mancebías, y el trato con sus compañeros de armas se restringió al mínimo. Por lo visto, el que le introdujo en ese mundo fue un capitán italiano cuya mujer sufría una extraña enfermedad a la que buscaba remedio. Parecerá extraño, pero ambos estaban obsesionados con la idea de la muerte.
»Como veis, me informé bien, puesto que si vuestra vida depende de lo que hace o deshace un sujeto es conveniente estar al tanto de todo. A decir verdad, me sentí aliviado al saber que se ocupaba en esos artificios y quimeras.
—¿Sabéis qué es lo que buscaba? —inquirió Gonzalo.
—Pues no lo sé, y creo que ellos tampoco. Algunos aseguraban que andaba tras la piedra filosofal, la transmutación de metales en oro…, no sé, cuentos de viejas, pero es lo que se decía. En mi opinión, tanta matanza y guerra transforma a las personas. Alguna vez coincidí en tabernas con soldados viejos y alguno me comentó la mudanza de Alonso. Por lo visto, de ser un muchacho jovial, dicharachero y ansioso de gloria militar había pasado a ser un hombre cruel absorbido por extrañas experiencias y pesquisas.
»No puedo deciros nada más. Me fui de Ypres con viento fresco a otra parte, feliz de perder de vista a ese hombre. Cuando volví al cabo de un año y pregunté por él, me dijeron que se había licenciado para regresar a España, pero de eso no puedo contar gran cosa. Supe más tarde que al volver más pobre que una rata decidió alistarse para luchar contra el turco. Se puso al servicio del Imperio de Austria y luchó en las tierras salvajes del este. No sé lo que le pasaría allí, pero debió de ser terrible. Conocí a un tal Facundo que volvió medio loco. Cuando todavía le restaba algo de juventud se ganaba la vida como matachín, pero la edad no perdona y al final acabó mendigando en las puertas de la iglesia. Estaba demente e incluso le acusaron de asesinar a varias personas, aunque, por alguna extraña razón, siempre se libraba de subir a la horca.
—¿Sabéis dónde podemos encontrar a ese Facundo?
—Está muerto, reventó de hambre y miseria hará cosa de tres años. Mucho me temo que no tengo más que contar, salvo daros un consejo. Si vais a tratar con gente como ésa, tened cuidado, mucho cuidado.
Esteban dejó de sonreír y en su rostro se dibujó una mueca de amargura. El hombre burlón y jaranero dejaba lugar a otro menos llamativo pero más sincero, la persona que ha visto mucho mundo, tal vez demasiado, ese tipo de situaciones que es mejor no ver. Por un momento pareció que Esteban se desprendía de una máscara y ahora, por primera vez, apareciera la persona tras el personaje.