DUODÉCIMA JORNADA

Convento de Atocha

Amanecer, 12 de diciembre de 1662

Gonzalo supo que pasaba algo grave nada más ver el rostro del hermano portero, que se apresuró a abrir la cancela del portillo de las campanillas por la cual se accedía al convento. Siguió al hombre, que parecía desquiciado y andaba con pasos cortos pero tan rápidos que costaba acompañarle. Mientras caminaban, el fraile no dejaba de proferir un chorro de lamentaciones, improperios a la maldad de los tiempos y la narración entrecortada y sin sentido de cómo había descubierto algo que no acaba de discernir qué era.

Para su sorpresa, el portero no dirigió sus pasos al convento ni a la iglesia anexa, sino que bordeó el enorme edificio de ladrillo para alcanzar la parte trasera donde se extendía la mayor parte del olivar y una zona ocupada por pequeños huertos.

El prior estaba al borde de donde comenzaban los cultivos, acompañado de un joven novicio cuya palidez no se sabía si obedecía al frío o al temor que le infundía algo.

—Gracias a Dios estáis aquí, vuestra llegada no puede ser más a propósito —dijo el prior serio—. Sois el hombre más adecuado para buscar y castigar al culpable de este hecho.

Gonzalo examinó el rostro del clérigo, al que había visto ya en otras ocasiones y le había parecido siempre alguien imperturbable. Por el contrario, en ese momento se le notaba nervioso y alterado.

—El cadáver está allí, a la izquierda, desde aquí apenas puede verse.

—¿Qué cadáver?

—¿No os ha dicho nada el hermano portero?

—No, ese hombre desvariaba y no pude entender nada de lo que decía.

El prior apretó los labios y guardó silencio, como si meditara lo que iba a decir, pero antes que pudiera hablar el joven novicio se le adelantó.

—Vuestro amigo fray Diego ha sido asesinado. Su cadáver está allí, en el huerto. Os acompañaré.

* * *

No tuvieron que andar más de una docena de pasos. El dominico estaba de espaldas en una de las zanjas que separaban los diferentes cultivos. El cadáver yacía encogido y vuelto de espaldas, apenas se entreveía el perfil del rostro recubierto de sangre al igual que el hábito. Gonzalo consideraba a fray Diego uno de los pocos amigos que había hecho en su vida y ahora lo veía allí, inerme y asesinado.

Sintió como en su interior crecía un sentimiento de ira, odio y venganza que luchaba con el dolor que le producía la desaparición del dominico. No quiso detenerse más en examinar el cadáver y observó el terreno que se extendía frente a él. Si quería castigar al culpable, debía imitar el método de fray Diego: fijarse en pequeños detalles que podían desvelar la verdad.

Examinó los olivos bajos y poco frondosos: para el intruso no debió de ser una tarea difícil orientarse hacia el convento y los huertos. Lo que constituía un hecho inquietante es que el asesino supiera que a primera hora de la mañana el dominico echaba un vistazo a su pequeña plantación de hierbas medicinales y recogía alguna si la necesitaba.

Un poco más allá de las huertas se hallaba una alberca alrededor de la cual había unos pinos frondosos que formaban un magnífico escondite. Bastaba esperar a que el clérigo saliera al huerto para eliminarlo. Así asesinaron a fray Diego.

* * *

—¡Milagro, milagro! ¡Loado sea el señor que cuida de su rebaño y protege a los justos! —gritó el hermano portero, que hacía aspavientos con las manos.

Tras él apareció la figura desmañada de fray Diego, el rostro somnoliento, como si hubiera pasado una mala noche.

—Creíamos que estabais muerto —le espetó el prior.

—¿Qué os hacía pensar tal cosa?

El novicio señaló el lugar donde estaba el cadáver. Todos los presentes se acercaron allí y, tras voltear el cuerpo y limpiar la sangre y el barro del rostro, comprobaron que el muerto era el hermano Adalberto.

No era el único detalle sorprendente: también pudieron ver que además de la herida en la espalda el cadáver tenía un profundo tajo en el cuello.

—No quiso dejar nada al azar —dijo Gonzalo.

—¿Por dónde creéis que entró el asesino? —preguntó fray Diego al alguacil.

—El convento está rodeado por una tapia y el único acceso es el portillo de las campanillas. Sin embargo, la cerca, aunque maciza, no es muy alta, cualquiera podía saltarla e introducirse en el recinto, y mucho más teniendo en cuenta que además del convento rodea la enorme extensión del olivar.

La zona menos probable es el norte, ya que linda con el palacio del Buen Retiro, una zona vigilada. La parte de la cerca del oeste y el sur están demasiado cercanas al edificio del convento. Sólo nos queda el este. Con toda probabilidad, el intruso franqueó el muro en alguna parte entre el camino de Vallecas y la tapia que lindaba con el recinto del palacio real.

—Coincido con vos en todo lo que habéis dicho. ¿Qué se os ocurre que hagamos ahora?

—El hombre que saltó la tapia pudo dejar su huella en la arena; aunque no sea muy preciso, con eso es posible hacernos cierta idea sobre su estatura y corpulencia. Además, nos puede indicar el tipo de zapato que calza.

—Magnífico, Gonzalo, magnífico. Me dejáis impresionado. Busquemos esa huella en el olivar o incluso, si tenemos suerte, en el mismo huerto.

No tuvieron que andar mucho para descubrir el rastro del asesino.

—Fijaos en esto, por su tamaño podemos deducir que debe de ser un hombre alto, calza zapatos y desgasta la parte trasera del tacón —dijo el dominico—. No es seguro, pero por la impresión leve que deja en la tierra es muy posible que no sea un hombre de gran corpulencia.

—Hay otra cosa más —añadió Gonzalo—, el asesino conocía vuestros hábitos; es decir, alguien sigue nuestros pasos y el desarrollo de nuestras pesquisas. A esta conclusión podemos sumar otra: nuestras vidas peligran.

—Eso es cierto, sólo el azar me ha salvado la vida. Os dije ayer que casi con toda probabilidad tendría hoy resuelta la clave del mensaje de Alonso. No resultó tan fácil, estuve trabajando en ello durante gran parte de la noche. Sin embargo, esa falta de descanso ha hecho que hoy me despertara más tarde y salvado la vida. Ahora, acompañadme a la biblioteca y os explicaré cómo desentrañé el secreto de los escritos.

* * *

La sala de la biblioteca estaba gélida y casi a oscuras, pues los débiles rayos del sol del amanecer de invierno eran aún demasiado débiles para iluminar la estancia. Fray Diego fue hacia una mesa recubierta con hojas de papel. A los pies había un pequeño brasero de carbón que desprendía aún algo de calor.

—Mirad, aquí tengo los pliegos cifrados por Alonso —dijo señalándolos—. Lo que he hecho es buscar palabras repetidas. Cualquier texto contiene letras que se repiten más a menudo, generando así una estadística. Basta coger cualquier libro —explicó, abriendo el que tenía sobre la mesa— para comprobar que en castellano se repetirán más las vocales que las consonantes y dentro de las vocales las más frecuentes serán la E y A. Por ejemplo, supongamos que ciframos algo con el Código César utilizando una clave de más cuatro, es decir, ciframos una letra con la letra que está tres posiciones más allá. Obviamente, nos encontraríamos con una repetición frecuente de HI que se corresponde con las letras D y E; es decir la palabra «de», que se repite muy a menudo.

»Si las cadenas son mayores o iguales a tres caracteres y se repiten más de una vez, lo más probable es que esto se deba a cadenas típicas del texto que se han cifrado con una misma porción de la clave.

»Si detectamos estas cadenas, la distancia entre las mismas será múltiplo de la longitud de la clave. Luego, el máximo común divisor entre esas cadenas es un candidato a ser la longitud de la clave, llamémosle X. Una vez descubierta la longitud de la clave con la que se cifró el documento, tan sólo hay que dividir el texto en bloques del mismo tamaño que la longitud de la clave y aplicar el método estadístico tradicional del cifrado César.

»Dividimos el criptograma en X subcriptogramas que han sido cifrados por una misma letra de la clave y tratamos de descifrarlo buscando los tres caracteres más frecuentes en cada subcriptograma las posiciones relativas de las letras A, E, O, que en castellano están separadas por 4 y 11 espacios. Las letras de la posición que ocupe la letra A serán entonces la letra de la clave correspondiente.

—Lo único que he entendido es que sois un hombre muy astuto y que, de alguna manera que yo no logro discernir, habéis descifrado el texto; con eso me basta. ¿Qué es lo que decían esos papeles?

—Nos detallan los experimentos que Alonso llevaba a cabo en esa casa. Tal como suponíamos, realizaba ensayos alquímicos; pero también algo más, me refiero a investigaciones que tenían de alguna manera carácter médico. Lo que buscaban no era oro, sino otra cosa: el elixir de la vida.

»Convertir metales poco valiosos en oro es sólo un primer paso para alcanzar algo más sublime. La función transmutadora y la de otorgar la vida eterna están relacionadas, puesto que el oro se oxida más lentamente que otros metales; es decir, en cierta manera es inmortal. Si se descubre cómo volver algo imperecedero, es posible que también el cuerpo humano pueda tornarse perdurable. Para ello utilizaban sangre, un elemento que de manera tradicional se asocia a la fuerza vital del ser humano.

»La elección de San Martín para situar su laboratorio no fue casual. A sus oídos llegarían las historias de la plaga y decidió aprovecharlas para su beneficio. ¿A qué se asociaban las leyendas de los vampir? A gentes endemoniadas que vagaban por la noche en busca de personas a las que matar y extraer la sangre. Así que ambos decidieron explotar la superstición para estar a cubierto de la justicia. Una vez Alonso salió despavorido del pueblo ante el temor a José Castillo, no hubo manera de continuar con la farsa.

—Sin embargo, se siguieron produciendo muertes.

—Así es, pero ya no tenían como fin la obtención de sangre —continuó el dominico—. Ante el temor de que Jorge pudiera contarnos algo del pasado de Alonso, decidió asesinarlo y de paso aprovechar su sangre para continuar con sus pruebas. El hermano Adalberto es un caso diferente, su fin no era obtener sangre, sino detener nuestras pesquisas.

»Alonso y la persona que le proporcionó la vivienda y los fondos estaban obsesionados con la idea de la muerte y su opuesto: la inmortalidad. Según Galeno, el alimento ingerido llega al hígado, donde es transformado en sangre. La sangre sale de allí y llega al lado derecho del corazón, donde se produce el latido y se infiltra por los poros hacia el lado izquierdo donde pasa a los vasos sanguíneos hasta quedar absorbida por órganos y tejidos. La sangre no circula, sino que está sometida a un vaivén. Arterias y venas tienen funciones distintas. Las venas tienen sangre con sustancias nutritivas; las arterias, sangre con “espíritu vital” compuesto de sangre y aire. Para los estoicos el aire era el principio de todas las cosas y la sustancia que daba aliento y alma del universo.

»Hace poco un médico inglés negó esa teoría tradicional en su obra Excertitaio anatómica de motu cordis et sanguinis in animalibus diciendo que el corazón es una especie de bomba que mantiene circulando la sangre. Por supuesto, esa teoría es bastante extraña y muy poco creíble.

»Lo que está claro es que Alonso y su amigo eran una mezcla de alquimistas y médicos. Fijaos que en su mayor parte las obras que poseían eran de alquimia, pero el libro que contenía los pliegos en los que reflejaban sus experimentos era el de Arnaldo de Villanova, un hombre que, al igual que ellos, practicaba ambas ciencias.

»Es muy posible que nuestro asesino crea que la sangre es un fluido vital que evita el envejecimiento y que, depurado, puede conseguir incluso la inmortalidad. ¿Qué persona puede estar interesada en esto?

—Un hombre entrado en años, un enfermo o un médico.

—Exacto, pero dado que el sujeto que perseguimos es un hombre con ciertos conocimientos, debemos centrarnos en los últimos. Alonso sólo era un aficionado, alguien que había estudiado unos años medicina; hay otro hombre que es la mente maestra de todo esto. Debemos buscar entre los médicos de Madrid, pero no nos vale cualquiera, debe ser alguien lo suficientemente rico para poder sufragar los gastos que comportaban los experimentos. Debemos conseguir una lista con todos los médicos que hay en ejercicio en Madrid y visitar consultas y hospitales. Tenemos por delante una tarea ingente, pero por fin vemos algo claro en todo este embrollo.

—Todo esto es muy importante pero, por si lo habéis olvidado, os recordaré que debemos ir a visitar al secretario del procurador fiscal para que nos enseñe los legajos de la donación de la casa de Pedro Vargas.

—No se me olvida, Gonzalo vamos para allá.

Tribunal de la Inquisición

Mediodía

Los dos hombres siguieron al secretario por el gigantesco laberinto de papel. El archivo era inmenso, una gran sala repleta de anaqueles entre los que había estrechos pasillos que apenas permitían el paso de una persona. Toda la estancia estaba invadida por un olor denso a papel viejo, polvo y humedad. Sólo el corredor central que dividía la estancia en dos partes era un poco más ancho, pero aun así debían seguir a Alfonso Ruiz en fila india. Se notaba que el secretario estaba acostumbrado a aquel lugar porque lo recorría con una desenvoltura que a Gonzalo se le antojaba prodigiosa.

Alfonso avanzaba con pasos seguros, llevando en su mano una vela cubierta con una estructura metálica para evitar incendios. El archivo ocupaba el sótano del edificio y por su estructura laberíntica se mezclaban libros, legajos y cartapacios, todos ellos cubiertos por una pátina de polvo que se hacía más gruesa y se complementaba con telarañas a medida que el papel aparecía más amarillento y envejecido.

—Ya estamos casi, ésta es la sección dedicada a las donaciones más recientes. Veamos, según consta en el registro tuvo lugar en septiembre de 1660; tiene que estar por allí —dijo señalando un estante.

El secretario empezó a rebuscar entre los anaqueles hasta que sacó un grueso cartapacio que mostró con orgullo.

—Este debe de ser, septiembre de 1660, en la portada de la carpeta se anotan los legajos que contiene. Efectivamente, aquí está: Pedro Vargas.

El secretario comenzó a buscar entre los expedientes de la carpeta, fue pasando uno a uno hasta que llegó al último. Entonces miró sorprendido a sus acompañantes.

—Debí de pasarlo, no es difícil traspapelar alguno entre todos estos documentos; voy a volver a mirarlos.

De nuevo Alfonso los revisó sin encontrar el que buscaba.

—¿Puede darse el caso que haya sido mal archivado? —preguntó Gonzalo.

—Eso es casi imposible —respondió Alfonso—. De todas maneras, volveré a buscarlo.

El secretario examinó los cartapacios de los dos meses anteriores e incluso retrocedió a los anaqueles de septiembre de 1659 y 1661 con idéntico resultado.

—No me lo explico —dijo el secretario—. Aquí ha sucedido algo grave y extraño. No hará falta que les diga lo importante que es el archivo en esta institución. Aquí todo se realiza con seriedad, pero no creo que nada lo sea más que este departamento. Como podréis imaginar, hay muchos casos problemáticos, puesto que los familiares, al verse desposeídos, pleitean para reclamarlos.

Alfonso dejó el cartapacio de nuevo en el anaquel sin poder disimular la sorpresa por esa extraña desaparición, ya que él era el encargado del archivo.

—Bueno, si no podemos sacar nada de esta montaña de papel, sólo nos queda el asunto de los médicos —intervino Gonzalo, soltando un suspiro.

—Así es —convino fray Diego—, debemos hacer una lista con todos los de la villa. Es una tarea ingente, pero no tenemos otra. Cerca del convento de Atocha está la casa del médico Juan Juárez, a veces le hago consultas y tengo una buena amistad con él. Tal vez nos pueda ayudar.

—Me gustaría compensaros de alguna manera y ayudaros en este cometido —dijo el secretario, cabizbajo—. Sé que trabajáis en un asunto real y para mí no sería ningún esfuerzo conseguiros una lista con todos los médicos que trabajan en los hospitales de Madrid. No sé si eso os valdría de algo. Por supuesto, quedan excluidos los que ejercen su oficio fuera de ellos, pero tampoco serán muchos; raro es el médico que no hace una obra de caridad visitando, de vez en cuando, alguno de los hospitales de la corte.

—Esa lista nos sería una gran ayuda, ¿cuánto podéis tardar en hacerla?

—No me costará mucho, tal vez un par de días o tres. En cuanto la tenga, os la haré llegar a donde me digáis.

—Mandadla al convento de los dominicos de Atocha, a nombre de fray Diego. Muchas gracias por vuestra ayuda, el rey tendrá noticia de ello.