UNDÉCIMA JORNADA

Plaza de Santo Domingo

Amanecer, 11 de diciembre de 1662

Pasaron frente a la lonja del convento de Santo Domingo con el paso presuroso de quienes acuden a una cita. El convento y su campanario proyectaban una amplia sombra que no se agradecía a esas horas tan tempranas. Dejaron atrás el edificio religioso para encontrarse con una disputa en la fuente cercana entre un grupo de mujeres desesperadas y otro de aguadores; estos últimos se daban la vez los unos a los otros provocando que la cola no avanzara. Algunas dueñas, al ver que no había manera de llenar sus cántaros, la emprendieron a empujones e insultos y se armó una turbamulta de la que Gonzalo y fray Diego escaparon con paso vivo hacia los puestos de carne que estaban un poco más allá. Los carniceros colgaban ya de ganchos las piezas que tenían que vender, aunque la clientela no acudía aún a esas horas tan tempranas.

Cruzaron aprovechando que no pasaban carruajes y se introdujeron en la calle de los Premostenses, donde se ubicaba el Consejo de la Inquisición.

—Ahí lo tenemos —anunció fray Diego señalando un edificio de ladrillo de dos alturas—. El consejo estuvo en mi convento hasta 1625, pero como estaba apartado de la villa se decidió trasladarlo aquí, y como era menester alojar también al inquisidor general se construyó una casa para ellos, que es el edificio que se ve al lado.

El edificio destacaba en la calle por sus tres alturas y su tamaño, pero, como tantos otras construcciones de la ciudad, no tenía nada digno de mención. Lo único que llamó la atención a Gonzalo fue ver que por su puerta no dejaban de entrar y salir clérigos, abogados, secretarios, informantes o gente de aspecto atribulado que venía a preguntar por familiares. El vaivén de individuos se producía ante la resignación del portero, que trataba de poner orden en aquel tropel sin éxito alguno. Fray Diego le preguntó por Miguel Corral y éste les indicó una escalera que conducía al segundo piso.

Al llegar arriba vieron que a ambos lados de un pasillo principal se disponían un laberinto de covachuelas, minúsculas oficinas dispuestas al albur en las que el personal estaba sumergido en un mar de expedientes, títulos, despachos, escritos y cédulas. Todo ello daba una sensación de caos y falta de espacio que ni las nuevas dependencias abuhardilladas, construidas aprovechando el tejado, habían resuelto.

Un pasante les informó de que el despacho del procurador fiscal se encontraba al final del pasillo. Cuando lo alcanzaron, abrieron la puerta y apareció ante ellos la imagen de un hombre con el ojo izquierdo cubierto con un parche negro que la cabeza calva y pálida resaltaba aún más. Su rostro permanecía serio mientras remataba un oficio; al acabarlo se acarició la perilla entrecana, sin percibir la llegada de los dos hombres.

—Estamos buscando a don Miguel Corral.

El hombre levantó la vista y les echó una mirada arrogante con sus ojos grises.

—En estos momentos no se encuentra aquí —dijo el hombre, dejando la pluma sobre la mesa—. ¿Puedo saber quién le busca y con qué objeto?

—Somos fray Diego, del Santo Oficio, y Gonzalo García, alguacil de la justicia. Su majestad el rey nos ha comisionado para investigar un asunto y nos gustaría tener una entrevista con el señor procurador fiscal.

Gonzalo se asombró de cómo el clérigo encajaba con soltura esa mentira, pero el escribano, al oír el nombre del monarca, se levantó respetuoso.

—Soy Alfonso Ruiz, secretario de don Miguel Corral. Hace un momento han solicitado su presencia para discutir unas importantes cuestiones y no se encuentra aquí —repitió con firmeza.

—Es un asunto importante relativo a la donación de las propiedades que hizo Pedro Vargas a este Santo Tribunal.

—En tal caso, la ayuda que os podamos prestar será escasa. Esas son decisiones personales en las que lo único que hacemos es conservar la documentación que atestigüe que la cesión es legal. En cualquier caso, me informaré de si os puede atender; sed tan amables de esperar aquí. Tomad asiento, por favor, no tardaré mucho.

El secretario salió de la estancia y ambos hombres se sentaron.

—¿Cómo os atrevéis a emplear el nombre del rey? —preguntó Gonzalo—. Eso nos puede costar caro.

—No tengáis miedo, al fin y al cabo sois un hombre de la justicia dependiente de su majestad. Con una pequeña mentira tenemos muchas más posibilidades de recibir un trato, digamos…, ventajoso. Por otra parte, el esclarecimiento de la muerte de varios de sus súbditos sólo puede producirle satisfacción a nuestro monarca, ¿no lo creéis así?

Gonzalo pareció tranquilizarse, una mentira arriesgada como aquella tal vez era el único medio de lograr algo en ese turbio asunto.

—Bueno, tal vez llevéis razón. Desde luego, la sede de la Santa Inquisición no es un lugar tan terrible como había imaginado. De hecho, es como una audiencia o tribunal normal —observó Gonzalo con alivio.

—No hay que hacer caso de los rumores y habladurías, vos con vuestro trabajo tenéis a diario muestras claras de que Madrid es un patio de comadres tan bulliciosas como poco fiables.

Siguieron hablando de manera distendida durante un buen rato, hasta que el secretario volvió a aparecer con una sonrisa en los labios.

—Habéis tenido suerte, don Miguel hará un hueco en sus numerosas ocupaciones para atenderos. Si me permitís, os acompañaré para que podáis consultarle lo que consideréis oportuno.

Dicho esto, el hombre tomó la capa y los tres hombres siguieron al secretario, que deshizo el camino por el cual habían venido y, para su sorpresa, encararon la puerta de salida.

—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó el dominico.

—Perdonad, se me había olvidado. Don Miguel os recibirá en la casa del inquisidor general, aquí mismo, es el edificio de al lado.

Gonzalo y fray Diego cruzaron una mirada de sorpresa y temor, recordaban la advertencia del abogado David Silva respecto a no entrar en ese edificio. A pesar de ello, no dejaron de seguir al secretario, que con rápidos pasos les encaminaba hacia allí.

* * *

El edificio tenía una fachada muy similar al que habían dejado atrás, pero ése era el único parecido. Nada más entrar, Gonzalo percibió que había un silencio que contrastaba con el tumulto del otro caserón. El secretario hizo un ademán al portero, un hombre fornido con cara de pocos amigos, y emprendieron el camino a través de pasillos casi vacíos.

Apenas se veían personas transitando por los corredores, sólo se cruzaron con una pareja de pasantes que hablaban en voz baja, costumbre casi desconocida en aquella villa bullanguera. Anduvieron hasta el final de un pasillo, y allí el secretario llamó a una gran puerta de roble. Casi al instante apareció un hombre de aspecto distinguido.

—Os presento a don Miguel Corral, procurador fiscal —dijo el secretario antes de retirarse.

El recién llegado lanzó una mirada altiva a los visitantes. Gonzalo observó con idéntica atención a ese hombre de cara delgada y pálida que transmitía una impresión de sagacidad. Tenía la nariz grande y carnosa, de la cual colgaban unas antiparras de cristales gruesos, a pesar de no tener más de treinta años. Lucía un jubón impoluto y elegante de un negro tan oscuro como su pelo, cepillado pulcramente hacia la derecha.

—Sea lo que sea lo que os traiga aquí, os ruego que seáis breves. Tengo mucho trabajo —dijo con un tono que revelaba lo poco que le agradaba aquella visita.

Gonzalo decidió dejar la conversación en manos de fray Diego, un hábito era un escudo mucho mejor que su gastado jubón de alguacil. Además, sabía con certeza que la diplomacia y astucia del clérigo componían mejores armas que su trato correcto pero un tanto rudo.

—Os ruego nos disculpéis por interrumpiros en vuestras labores —empezó el dominico con un tono dócil—, sabemos que tenéis mucho trabajo; pero estamos tratando de resolver un asunto que nos ha encargado su majestad y que, de alguna manera, os afecta a vos.

Al oír mencionar al rey, el procurador fiscal cambió su expresión para mostrar una ligera sonrisa.

—Decidme de qué se trata y tened por seguro que haré todo lo que esté en mi mano para contribuir a que tal empresa se resuelva con presteza.

—Era de suponer que un hombre de vuestra calidad se aprestaría a colaborar con esta tarea, que se nos antoja ardua. Tened por seguro que informaremos de vuestra buena disposición a su majestad.

El procurador fiscal sonrió satisfecho.

—Si os parece bien, podemos hablar en el jardín, es un sitio recogido y a resguardo de oídos indiscretos. Además, me vendrá bien un poco de aire libre. Para mi desgracia, paso la mayor parte del tiempo en estas cuatro paredes entre legajos, códices y todo tipo de papelotes.

Los tres hombres deshicieron el camino por la galería y bajaron las escaleras hasta el jardín del patio interior del edificio. En el centro había una fuente de la que manaba un hilillo de agua que caía sobre el pilón con un sonido monótono y relajante al cual acompañaban el canto de unos jilgueros que revoloteaban entre los setos.

—Cuesta creer que estamos en medio de la corte en este momento, ¿no os parece? —dijo Corral, volviéndose hacia Gonzalo y fray Diego—. Pero bueno, esto no es la Arcadia, para nuestra desgracia. Decidme en qué os puedo ayudar.

—Sabemos que conseguisteis una donación para el Santo Oficio de un vecino de San Martín de Valdeiglesias. En aquel momento aún os dedicabais a tratar de convencer a buenos cristianos para que donasen parte de sus bienes a esta santa institución.

Miguel Corral escuchaba atento mientras se agachaba para echar un trago de la fuente.

—Es cierto —dijo tras secarse los labios con la manga del jubón—, de eso hace ya un tiempo. Llevo casi ya dos años en mi actual cargo. Antes hacía visitas y gestiones tratando de conseguir donaciones. Por supuesto, tal como podéis imaginar, no recuerdo esta en concreto. Recibimos cientos, qué digo, miles de ellas, y si al enorme número sumamos el tiempo transcurrido, comprenderéis que no os pueda decir mucho de alguna en concreto.

»Sólo se me ocurre alabar a los cristianos que al fallecer creen, con muy buen juicio, que si dejan parte de su riqueza al Santo Oficio Dios sabrá recompensárselo.

—No me cabe la menor duda de que así es —intervino el dominico.

—Entreveo de lo que trata el asunto —dijo el procurador, con un tono condescendiente—, algún familiar ve fraudulenta o injusta la cesión de unas propiedades. Es habitual que los parientes presenten trabas para evitar que los bienes que estiman propios acaben en otras manos. En este asunto, como en tantos otros similares, los deudos no tienen nada que hacer. Todo es legítimo y ajustado a la ley.

—Conozco los problemas que plantean las donaciones, pero esto no es el caso —aclaró el dominico tajante.

—Pues entonces me dejáis confundido; perdonad si parezco indiscreto pero ¿por qué decís entonces que este asunto es turbio?

—Hay varias circunstancias que por lo menos lo hacen extraño. Me explico: el hombre dejo su fortuna a esta pía institución, pero él sin embargo no llevaba una vida muy cristiana. No asistía a misa, ni se le conocía por su vida virtuosa, todo lo contrario, la suya fue una existencia dedicada a dilapidar la fortuna paterna en un tiempo muy breve. Es decir, se mire como se mire, no era un buen cristiano. ¿No os parece algo extraño en un hombre así?

—A decir verdad, no —respondió el fiscal con calma—. Os sorprenderíais de la cantidad de personas que llevan una vida desviada del ideal cristiano y a la hora de rendir cuentas al Altísimo deciden enmendarse. Si su vida no fue cristiana, su muerte sí lo fue, o al menos redimió parte de sus pecados de esa manera. ¿Os parece que hay falsedad o mal en ello?

—Mal ninguno, sólo es extraño.

—¿Tenéis algo más que preguntar? Estoy muy ocupado.

—Sí, perdonad que insista —continuó fray Diego—. Este hombre no tenía herederos ni el valor de la herencia era muy alto. Casi todo lo había dilapidado, sólo dejo un caserón y unas cuantas tierras en el pueblo de San Martín.

—Razón de más para que no haya mucho más que decir. ¿Dónde está el problema?

—Efectivamente, el valor de la casa para una institución como el Santo Oficio debe ser poca cosa. Sin embargo, alguien cedió el uso y disfrute de la propiedad a un tercero.

—Eso sí es extraño —dijo Miguel Corral, mientras se acariciaba pensativo la barbilla—. Tenemos muchos asuntos inmobiliarios, lo habitual es que hagamos compras, ventas o incluso alquileres, pero la cesión a un particular es algo insólito.

—Pues si decís que eso es infrecuente, mucho más lo es el uso que se le dio.

—¿Qué queréis decir? —preguntó intrigado el procurador fiscal.

—La vivienda fue utilizada para realizar extraños experimentos.

—¿A qué clase de experimentos os referís?

—Alquímicos.

—Me sorprendéis —dijo sin poder disimular su asombro—. No sé nada del uso que se pudo hacer de esa vivienda. En cualquier caso, mi secretario os acompañará al archivo para mostraros los legajos referentes a este asunto mañana mismo. ¿Os puedo ayudar en algo más?

—Sois muy amable, es justo reconocer que sois una gran ayuda. Mañana vendremos a inspeccionar los documentos, no queremos molestaros más.

Ambos hombres abandonaron el edificio y salieron a la calle. Hacía un agradable sol invernal.

—¿Qué os ha parecido este hombre? —preguntó fray Diego.

—Peligroso. Muy peligroso, más vale que no le incomodemos si no queremos acabar mal —aseguró Gonzalo—. Eso, por un lado; por otro, si bien se mostró altivo, parece atenerse a razones y dispuesto a colaborar.

—Sí, mañana puede ser el día señalado para que descubramos algo. Alguien autorizó a que se utilizara esa casa y en esos documentos debe constar. Sea quien sea ese hombre, está a punto de caer en nuestras manos.

»Nos queda un largo camino, pero está claro que avanzamos. He hecho notables progresos en la labor de desciframiento de los papeles de Alonso. Venid mañana al convento a primera hora de la mañana, es muy posible que para entonces haya aclarado lo que significan, después visitaremos de nuevo al secretario. Mañana puede ser un gran día.

* * *

Se estaba quedando helado de esperar tanto tiempo en la calle, así que agradeció ver al dominico y al alguacil salir de la vivienda del inquisidor general con aspecto satisfecho.

Hablaban animadamente mientras caminaban de manera relajada. De nuevo le tocaba seguirles, así que se puso a andar tras ellos, siempre a cierta distancia para que no descubrieran su presencia. En los días que llevaba vigilando a esa extraña pareja, no había notado que percibieran su presencia. Ninguna señal de sospecha o prevención alguna.

A pesar de que vigilarlos era una tarea fácil estaba ya un poco harto, había que buscar mucho para encontrar una pareja tan dispar. El alguacil era un tipo de aspecto decidido, mundano y un poco simple; el otro todo lo opuesto: reservado y astuto. Aunque siempre iban a la par, era obvio quien era la mente pensante.

Desde luego, aquel dominico era peligroso. Poco a poco, iba encaminando sus pesquisas y esto no le gustaba. Habían desaparecido de Madrid durante unos días, pero desde su regreso no paraban. Estaba claro que sus pesquisas tenían una dirección clara a la que poco a poco se iban acercando. Eso no era bueno, había que hacer algo.