Casa del bordador Constantín, Lavapiés
Madrugada, 8 de diciembre de 1662
Godofredo era avispado, no podía ser de otra manera; para ser un huérfano de nueve años y sobrevivir en una ciudad tan dura como la villa de Madrid había que serlo y además contar con una buena dosis de fortuna. Aunque ésta no se reflejaba en sus ropas gastadas, ni en su aspecto hambriento y aterido. No conseguía entrar en calor y estiró la manta tratando de cubrir bien las calzas, demasiado grandes, una camisola remendada y un capotillo de dos haldas que poco auxilio era para el frío de días tan crudos como aquél.
Nada podía salvarle a uno de esas temperaturas, ni siquiera aquella casa abandonada al límite de la ciudad que un buen día había descubierto su amigo Jorge. Éste le contó las maravillas de esa vivienda mientras hacían cola para tomar la sopa boba, el caldo aguado que en el convento de Santa Isabel daban a los menesterosos. La residencia estaba deshabitada, pero Jorge encontró un portillo por el cual acceder a ella. Mejor aún, como estaba muy próxima al puesto de corchetes que cobraban el portazgo en el portillo de Lavapiés, nadie más que ellos se había atrevido a entrar en la casa.
Era ése uno de los muchos favores que debía a su amigo Jorge, un buen hombre a pesar de la mala vida que llevaba. Bastaba echarle un vistazo, desde el rostro avejentado y escuálido a las canillas, para comprender que su historia era de hambre y penurias. Ambos sobrevivían de mendigar, hacer algún mandado o incluso de perpetrar algún pequeño hurto aprovechando el descuido de los incautos.
El niño estaba acurrucado en un minúsculo cuarto que en algún momento había contenido la leña para la chimenea de la sala aneja. A Godofredo le gustaba porque era tan pequeño que en invierno conservaba bien el escaso calor. Hacía tanto frío que decidió no salir a saludar a su amigo Jorge cuando le oyó llegar. De su duermevela le sacó el murmullo de una breve conversación, Jorge estaba con alguien, a pesar de que siempre decía que nadie más que ellos debían conocer el acceso a la casa. Aquello era extraño, pero mucho más aún fue que el coloquio acabara de repente con un grito ahogado y agónico. Se desprendió de la manta y abrió ligeramente la puerta para observar lo que sucedía.
Desde el suelo vio que en el centro de la habitación había un hombre que le pareció un gigante, un demonio, una potencia maléfica y siniestra. Tenía el rostro pálido, los rasgos duros y una mirada que brillaba con el fuego de la maldad. Jorge debía de estar muerto o inconsciente, yacía en el suelo y el hombre se apresuraba a atarles los pies. Se quedó tan perplejo que no supo qué hacer. El miedo le inmovilizó mientras veía como echaba la cuerda sobre una viga del techo y comenzaba a izar el cadáver.
Una vez colgado, el desconocido dio un tajo en el cuello, por el que empezó a manar sangre con tal fuerza que le manchó las manos. Lejos de espantarse, se limpió la mano de sangre lamiendo el líquido antes de sonreír para mostrar su satisfacción. ¿Quién era aquel extraño ser que mataba personas y bebía su sangre?
Cerró la puerta, pero el pequeño golpe fue percibido por el asesino, que se dirigió al fondo de la sala escudriñando la oscuridad con su vela. Aunque no podía verlo sentía como sus pasos se acercaban, directos y decididos hacia él. El intruso atisbo el pequeño cuarto y abrió la puerta. Godofredo contuvo la respiración, mientras rezaba para que no descubriera que estaba oculto tras ella. Sólo echó una breve mirada y se retiró. El muchacho dio gracias a Dios y esperó inmóvil, tenso y aterrorizado, a que la luz del día hiciera desaparecer aquellas sombras del infierno.
* * *
Al verlo en la lejanía, Gonzalo y fray Diego pensaron que era un animal sacrificado, pero al acercarse advirtieron que ese extraño bulto era un ser humano. Colgaba de una de las vigas de la casa y estaba asido por unos fuertes nudos en los tobillos. La cabeza casi tocaba el suelo, donde se veía justo debajo un pequeño charco de sangre. El pelo, de un negro grasiento, pendía en crenchas que ocultaban su rostro famélico de hombre acostumbrado a pasar privaciones.
Los atavíos, unas blusas, calzas y medias de un color mate apagado, desteñidas por el uso y remendadas mil veces, permitían aventurar que era uno de los miserables que vivían de mendigar por las calles de la villa. Del cuello de la víctima solo manaba ya alguna gota que caía al suelo espaciadamente. Eso planteaba la primera pregunta: ¿Dónde había ido a parar la sangre del cadáver?
El lugar donde encontraron al muerto era la antigua casa del bordador Francisco Constantín, una vivienda caída en la dejadez por la incapacidad de ponerse de acuerdo de los herederos. Lo que había sido una pequeña industria junto al portillo de Lavapiés, ya en el límite de la ciudad, se convirtió en un edificio abandonado hacía ya algunos años. El mobiliario de la sala donde se encontraban estaba compuesto por tres sillas y una alacena desvencijada que aparecían recubiertas de polvo y telarañas. Prevalecía allí el hedor de un lugar cerrado durante mucho tiempo.
Fray Diego examinó con atención el cadáver, deteniéndose en las heridas producidas por el golpe en la cabeza y el corte del cuello. En las ropas no había nada, y de un morral tirado en el suelo sólo sacó un pan duro y una baraja.
—Salgamos de aquí —dijo el dominico—, este aire viciado no me agrada en absoluto, y si encima le unís el humo de vuestra pipa entonces ya me parece insoportable.
Gonzalo vació la pipa para guardarla en la bolsa de tabaco y ordenó a un corchete que descolgase el cadáver. Los dos hombres salieron a la calle, el día había amanecido cubierto y al aire gélido de diciembre se unía la molestia de una niebla que iba espesándose hasta apenas dejar ver unos pasos más allá.
—Este es Jorge, el amigo de Alonso —dijo Gonzalo, guardando la bolsa de tabaco en el bolsillo de su jubón—. El hombre que nos iba a informar del pasado de mi antiguo compañero de armas.
—Me temo que todo lo que nos tenía que decir se ha perdido para siempre —sentenció fray Diego—. Supongo que, como tantos otros menesterosos y pordioseros, buscaba refugio aquí. Poco amparo ha encontrado el pobre.
Un perro comenzó a ladrar en alguno de los patios de las casas contiguas al oír pasar la carreta en la que iban a retirar el cadáver del antiguo soldado.
—Eso es malo, muy malo, pero no es lo único —continuó Gonzalo con voz grave—. La extraña muerte de este hombre es idéntica a otras de las que nos hablaron en el pueblo de San Martín. Todos ellos murieron así: con un golpe en la cabeza, una herida en el cuello y sin rastro de la sangre que albergaban sus cuerpos.
—¿Es aquí donde hay que recoger el muerto? —preguntó un carretero, tras detenerse frente a ellos.
—Allí dentro —indicó Gonzalo señalando la casa.
El hombre asió el mulo que tiraba de la carreta a una argolla de la pared y se introdujo en la vivienda.
—¿Cómo lo encontrasteis? —preguntó fray Diego.
—Me avisó un muchacho que me conoce y que se refugiaba del frío en esta casa con Jorge —respondió Gonzalo—. No vio cómo lo mataban, pero sí pudo ver al asesino. Nos ha dado una descripción, aunque es tan vaga que puede encajar con un millar de personas. Eso es todo lo que tenemos, ¿habéis descubierto algo en vuestro examen?
—Poca cosa. No hay nada significativo salvo el fuerte golpe en la cabeza que tenía la víctima. Sin duda, le dejó inconsciente o incluso pudo causarle la muerte. Hasta este momento creíamos que los asesinatos se cometían para obtener sangre. En este caso, es muy posible que concurran ambos objetivos. Quería la sangre y que su víctima no hablara.
Fray Diego guardó silencio mientras se apartaba para dejar paso al corchete y al carretero que salían de la casa con el cadáver. El primero le asía los pies y el otro las manos, sin aparente esfuerzo dada la delgadez del muerto.
—Acompañadle hasta la parroquia para darle sepultura —dijo Gonzalo al corchete.
—Mala nueva es esta muerte —se quejó fray Diego—. Mucho me temo que esta puerta se cierra para siempre.
—Puede ser, pero no debemos darnos por vencidos. Entre la gente con la que se juntaba Jorge no sería extraño encontrar otros antiguos soldados que tal vez nos puedan decir algo sobre Alonso.
—Es una excelente idea —dijo el dominico—. Ahora, si me perdonáis, tengo que ir a consultar la biblioteca del convento para tratar de descifrar los papeles de Alonso. Tal vez con ellos tengamos más suerte que con las personas. Venid esta tarde a última hora, entonces tal vez tenga algo que deciros.
Convento de Atocha
Atardecer
La biblioteca estaba en penumbra puesto que la luz del atardecer apenas se colaba ya por los ventanales que daban a las mesas de lectura. Nada más entrar, Gonzalo pudo ver que fray Diego era la única persona presente en la sala a esas horas tardías. Llevaba todo el día tratando de descifrar los papeles de Alonso, que estaban sobre la mesa rodeados de gruesos volúmenes.
Fray Diego sólo percibió la presencia de Gonzalo cuando éste se situó a su lado; entonces se quitó las lentes para frotarse los ojos enrojecidos y mirarle. El cansancio estaba presente de manera clara en su rostro y en los movimientos pausados que realizaba.
—La fortuna no me ha sonreído —anunció el dominico con voz quebrada—. Esta clave es bastante más compleja de lo que pensé. En un primer momento supuse que sería una forma del código César, que es el más elemental de los cifrados. Tiene la ventaja de ocultar el contenido de los mensajes de una manera sencilla, pero a la vez es fácil de desentrañar.
—¿Código César, como el general romano? —preguntó Gonzalo.
—Sí, habéis oído bien —respondió fray Diego—. Se dice que este sistema lo creó Julio César para transmitir mensajes de manera secreta. Es el primer código de cifrado por sustitución: una letra es suplantada por otra que se encuentra en el abecedario un número fijo de posiciones más allá.
—No logro discernir lo que queréis decir.
—Es muy sencillo —dijo el dominico, cogiendo un papel y escribiendo la palabra César—, Imaginaos que elegimos que la clave sea más cuatro. Es decir, sustituiremos la letra que corresponde por otra que está ese número de posiciones más allá.
Fray Diego escribió a continuación todas las letras del alfabeto.
—Si queremos cifrar la palabra César, actuaremos de la siguiente manera. Cogemos la letra C y la sustituimos por la letra que está tres posiciones más allá. Tenemos D, E, F, es decir, cambiamos por G, y así sucesivamente. César se transcribiría como… dejadme pensar, GIXEV. ¿LO comprendéis?
—Sí, simple y eficaz —dijo Gonzalo, acariciándose la barbilla.
—Así es. He intentado varias sustituciones, pero ninguna de ellas funciona.
—¿Queréis decir que no podemos saber lo que contienen esos papeles? —preguntó Gonzalo.
—No, quiero decir que debe ser un sistema de cifrado poli-alfabético. El código César emplea un solo alfabeto, pero otros sistemas emplean varios.
—O sea, que esa técnica tan simple no lo es tanto.
—Así es, Alonso empleó un método mucho más complejo.
—¿Tenéis idea de cuál fue el que empleó? —inquirió el alguacil.
—El primero de estos métodos fue ideado por León Bautista Alberti. Él usaba una serie de discos de metal que permitían utilizar varios alfabetos para cifrar el mensaje. Dependiendo de la clave, usaba un disco u otro.
—Eso quiere decir que si no tenemos los discos no podemos entender el mensaje —aseguró desconcertado Gonzalo.
—No, no me dejáis terminar. No creo que emplease discos, puesto que éstos quedaron desfasados al poco tiempo, cuando Johannes Trithemius inventó la tabula recta. Es ésta una tabla que contiene una serie de alfabetos, el sistema de clave se hace más complejo, pero a la vez la tabla sólo proporciona un rígido y predecible sistema de cambios en los alfabetos.
—César, Trithemius, tabula recta…, todo eso esta muy bien, pero estoy un poco perdido —manifestó el alguacil con tono cansado—. Mi pregunta es la siguiente: ¿Disponéis de esta tabula recta para descifrar los escritos de Alonso?
—Efectivamente, dispongo de la tabula recta —respondió el dominico, señalando un volumen sobre la mesa—, pero Alonso no la utilizó. Vuestro amigo recurrió a un código más complejo: el cifrado Vignere que está basado en la tabula recta de Trithemius, a la que añade una clave para cambiar el carácter entre los diferentes alfabetos.
—Fray Diego, sabéis que no soy un hombre letrado ni de grandes entendederas. Así que sólo os pido que me digáis de una vez si podéis descifrar los papeles.
—No, o no de momento —concluyó el clérigo, cerrando el libro—. Necesitaría las tablas alfabéticas empleadas, de lo contrario el código es indescifrable. Ya os he dicho que la fortuna no me había acompañado.
—Resumiendo, tenemos un muerto que no va a hablar y unos papeles que no podemos descifrar.
—No os desaniméis, Gonzalo. Las cosas se complican, pero eso no quiere decir que estemos en un callejón sin salida. No hay nada imposible si contamos con tiempo, trabajo e inteligencia suficiente. Además, tengo buenas noticias: he encontrado un comprador para vuestros libros, mañana debemos ir a verlo. Es un personaje principal que vive en la Puerta del Sol y que os ofrece un buen precio; si le insistimos un poco, incluso puede que saquemos algo más. No todo va a ser malas noticias. Si os parece bien, os espero mañana frente al Hospital de Antón Martín, en la calle Atocha.
—Os esperaré allí, aunque a esas horas hará un frío terrible —dijo más animado el alguacil.
—Quien algo quiere algo le cuesta, ya veréis como merece la pena esa visita.
—Esperemos que cambie esta mala racha —concluyó Gonzalo.
* * *
Gonzalo dio otra vuelta en la cama, le costaba conciliar el sueño. Junto al lecho aún ardían las ascuas del pequeño brasero que añadido a las dos mantas eran la defensa que tenía contra las tremendas temperaturas del invierno de ese año. Escuchaba el sonido sobrecogedor de las fuertes ráfagas de viento azotando las calles de Madrid, pero no era ese siniestro son ni el frío que imperaba en el cuarto lo que le inquietaba, sino sus propios pensamientos.
Había estado cavilando sobre lo ocurrido hasta ahora mientras cenaba una empanada de carne acompañada por un trozo de queso y un par de vasos de vino en el Bodegón del Oso. ¿Llevaba razón fray Diego en ese asunto de los vampir? ¿Era todo un conjunto de supersticiones y miedos ancestrales que pervivían en regiones recónditas? ¿Se trataba de un caso de demencia provocado por el consumo de esa novedosa planta americana?
El dominico, como siempre, había hecho un razonamiento brillante, pero en esta ocasión ni siquiera él estaba seguro. Era una posibilidad, pero no constituía una de esas certezas que tanto apreciaba.
También cabía preguntarse si existían realmente esos seres. ¿Qué respondería él? Recordaba con claridad la lucha en el puente. ¿No había sentido la fuerza y agilidad casi sobrehumanas de su rival? ¿No le sorprendió que al clavarle la espada no mostrase dolor alguno? ¿Cómo podía olvidar esa mirada enloquecida o diabólica?
Fray Diego hizo una conjetura, pero él también podía hacer la suya. Para empezar, existía una diferencia irrebatible con el otro caso de Asturias: allí no había aparecido ningún cadáver desangrado. No era la única, las víctimas de la plaga en San Martín atacaban a sus víctimas de noche. Esos dos aspectos marcaban ya una enorme divergencia.
Por otra parte, era justo reconocer que había aspectos comunes. Ese nuevo cultivo traído de América podía tener algunos efectos nocivos que se desconocían y, por lo tanto, difundir una extraña plaga.
Desde luego, aquel dominico no era un hombre normal. Percibía y sacaba conclusiones de nimiedades en las que muchos otros, como él mismo, no reparaban. Sin embargo, no era infalible; como cualquier otra persona, cometía errores. Él trataba todo desde una perspectiva racional, pero ¿y si no fuera así?
¿Y si Alonso regresó de sus aventuras en tierras lejanas transformado en uno de esos seres? Un endemoniado, un vampir que se enclaustró en San Martín para realizar extraños experimentos y expandir la semilla de su mal. ¿Acaso no había muertos a los que se les había extraído la sangre?
El temor a José Castillo le alejó de su guarida para refugiarse en Madrid, donde había alguien como él, tal vez otro vampir, que ahora empezaba a asesinar en Madrid. Jorge era el primero que aparecía muerto y sin una gota de sangre en el cuerpo en la villa. ¿Sería el último?
Se dio de nuevo la vuelta en la cama, sintió el agradable calor de las mantas y cómo le iba dominando poco a poco el sopor; pero antes de dormirse no pudo dejar de hacerse una pregunta: ¿Había un ser maldito y sediento de sangre en la villa de Madrid?
No, el frío no era el principal problema para conciliar el sueño.