Residencia de doña Aurora, calle Alcalá
7 de diciembre de 1662
La sirvienta hizo pasar a Gonzalo a la sala principal de la casa y se retiró. Allí no había nadie, así que el alguacil decidió arrimarse a la chimenea que caldeaba la estancia, pues en la calle hacía un frío tan intenso que llevaba el rostro y las manos heladas. Las acercó a las llamas y al instante notó una sensación de calidez agradable en los dedos. Un reloj situado sobre un bargueño señaló con sus campanadas que eran las diez de la mañana. Antes que el leve sonido finalizara, oyó abrirse una puerta y al volverse pudo contemplar a Isabel de Mendoza.
Lucía un elegante traje de tafetán que dejaba al descubierto los hombros, algo insólito con la gélida temperatura del día pero que la hacía más atractiva aún. La abundante melena bermeja caía enmarcando su hermoso rostro, que mostraba una sonrisa no se sabía si cortés o picara.
—Sentaos, Gonzalo —dijo Isabel, señalando unos escabeles de cuero repujado muy cercanos a la chimenea—. No os quejaréis, éste es el cuarto más caldeado. Doña Aurora no volverá hasta dentro de un par de horas, fue a la modista a hacerse un nuevo vestido y a reformar un par de ellos, que en estos tiempos hasta los ricos miran cada real.
—Así que hoy no sois el ama de llaves, hoy ejercéis de dueña y señora —señaló Gonzalo.
Isabel abrió el bargueño y sacó una bandeja con una damajuana de vino dulce.
—Por una vez, sólo por una vez, para mi desgracia —dijo suspirando mientras llenaba dos vasos—, ya me gustaría tener casa propia y ser solo sirvienta de una misma. Pero bueno, basta de lamentaciones, dicen que el vino es alegría, así que os voy a servir un poco de éste, que por lo visto entra bien.
—Un buen vino entra siempre bien —aseguró Gonzalo, tomando la copa que le tendía Isabel.
—Pero bueno, decidme, como os fue ese viaje en el que tantas esperanzas teníais puestas. Sentaos de una vez, sois mi invitado —dijo Isabel volviendo a señalar los escabeles.
Ambos tomaron asiento a los pies de un tapiz con la imagen del calvario de Cristo, que al igual que los demás tapices y alfombras de la sala tenían la función de conservar el calor de la estancia. Gonzalo apuró el vaso antes de contarle a su anfitriona todas las incidencias del viaje. Al acabar el aguacil su relato, el rostro de Isabel no pudo disimular su desasosiego.
—Todo lo que me decís no deja de sorprenderme y producir temor. La muerte de vuestro amigo fue extraña, pero más insólito aún me resulta que el asesino supusiera que era un ser demoníaco, incluso parece ser que el mismo Alonso así lo creía. Eso por no hablar del pueblo acosado por extraños seres, libros misteriosos, enigmáticos experimentos y escritos cifrados. En cualquier caso, ha sido mucho esfuerzo para tan poco provecho. Gonzalo, sabéis que mucho os aprecio, pero mejor será desistir de este asunto que poca ganancia os va a traer. Pensadlo bien, ¿qué es lo que habéis sacado en claro de todo eso? —preguntó Isabel con desánimo.
—Pues poca cosa —aseguró Gonzalo cabizbajo—, muchos cachivaches para hacer experimentos y artificios de difícil venta y escaso valor, además de unos cuantos libros que me darán algunos fondos pero no una fortuna. Algo es algo, aunque lo principal, ese libro raro y tan valioso, ha desaparecido.
—Os veo inquieto, Gonzalo —dijo con voz grave Isabel.
—Si os digo la verdad, más que inquieto me siento un tanto abatido, había fraguado muchas ilusiones con la herencia de Alonso.
—¿No hay alguna posibilidad de encontrar ese libro?
—Es una buena pregunta. Tenemos tres cabos de los que tirar para localizarlo. El primero lo constituyen los manuscritos cifrados de Alonso que fray Diego está tratando de interpretar. El segundo es investigar su pasado, si conocemos su vida anterior es probable que nos aclare los enigmas que rodean este asunto. Alonso creía que era perseguido por alguien y que trataban de asesinarle. El tercero es la casa, averiguar a quien se donó y el motivo por el cual él la ocupaba.
—¿Le perseguían o eran imaginaciones de una mente desquiciada? —preguntó Isabel.
—Eso se nos escapa, lo que está claro es que se ocultaba. También es seguro que recibía ayuda de alguien, ¿quién era esa persona? Tampoco lo sabemos. Tal como decís, es un asunto extraño, y cuanto más nos adentramos en él más oscuro parece.
—¿Para qué queréis el dinero que os pueden dar por el libro? ¿Tenéis deudas de juego? —preguntó Isabel, sin disimular su enfado—. Decidme la verdad.
Gonzalo guardó silencio durante unos instantes, tragó saliva y carraspeó para aclararse la garganta.
—La verdad es que la única deuda que tengo es con vos, porque yo, bien lo sabéis, os amo —dijo Gonzalo con una voz tímida impropia de su corpachón—. Ese dinero bien nos podía ayudar a empezar una nueva vida juntos.
Durante unos instantes ambos guardaron silencio. Gonzalo, que hasta entonces no se había atrevido a mirar a Isabel clavó sus ojos en los de ella.
—Sé que merecéis una vida mejor que la que lleváis —continuó Gonzalo con voz más firme—. Aquí estáis bien y doña Aurora os aprecia, pero no ignoro que os gustaría ser la señora de vuestra casa. Lo acabáis de decir hace un momento, además os conozco bien, he tenido tiempo en estos últimos meses desde que nos tratamos. Me gustaría ser el hombre que os ofreciera esa vida mejor. El libro en cuestión os puede convertir en señora de una casa, con toda seguridad más pequeña y menos lujosa, pero vuestra.
Isabel quedó atónita, sabía lo que sentía Gonzalo por ella, pero no esperaba aquella declaración sincera y un tanto insólita. El veterano de los tercios, ese hombre duro, valiente y decidido, se comportaba de improviso como un torpe adolescente.
—No sé qué decir, Gonzalo, me turbáis con vuestras palabras, creía que lo nuestro se iba diluyendo con el paso del tiempo, pero ahora veo que no es así.
—Pensaba lo mismo de vos, os veía más fría, menos receptiva, por eso me parece tan importante conseguir ese libro, para ofreceros las ganancias que nos pueda dar. Con ello podría alquilar una casa que he visto en la calle de Santa Isabel, junto al convento del mismo nombre; es pequeña pero muy decorosa. Con la venta de los cacharros, los otros libros y el que ha desaparecido podía alquilarla por un año. En este tiempo trataría de añadir a mi salario algunos ingresos que nos permitan vivir y pagar el alquiler con holgura.
—No sé qué decir, Gonzalo. Sabéis que os aprecio, pero dejadme pensar en todo esto.
—Pensadlo, tenéis todo el tiempo del mundo —aseguró Gonzalo.
—Bien. Si tanto empeño tenéis en buscar ese libro, dejadme que os ayude. En cuanto a los manuscritos, poca ciencia tengo yo para desvelar cifras y enigmas, pero otro asunto es localizar personas. Recordad que ya os encontré una persona en el asunto del convento de San Plácido.
—No puedo olvidar ese servicio de tanta valía para la resolución de aquello.
—Pues otro tanto puedo hacer ahora, si me lo permitís. Dadme tiempo y os traeré a un veterano de Flandes que conociera a Alonso. ¿Cuál era su apellido y cuándo estuvo en Flandes?
—Alonso Díaz, natural de Alcaudete, en el reino de Jaén. Hidalgo con casa blasonada, estudiante de medicina en Alcalá, estudios que abandonó para buscar acomodo en la corte. Al no encontrarlo, se alistó en los tercios y partió para Italia. Allí nos conocimos. Debió de llegar a Flandes en 1634, pero estuvo como soldado dos años antes en Italia. Desconozco hasta qué fecha estuvo allí y qué fue después de él tras una batalla en la que combatimos juntos.
—Bien, creo que con eso bastará. Confiad en mí.
—No se me olvida ni vuestra audacia, ni vuestra habilidad. Y ni que decir tiene que si en alguien confió en el mundo es en vos.
—Os lo agradezco, Gonzalo, y espero que vuestra confianza tenga la recompensa que merece.
Una puerta se abrió y apareció el rostro ajado de una mujer de pelo corto y gesto agrio.
—Perdonad, no sabía que la sala estaba ocupada —se disculpó cerrando la puerta.
El rostro de Isabel no disimuló el desagrado que le causaba aquella interrupción.
—Será mejor que os vayáis, Gonzalo, de esa mujer sólo puedo esperar lo peor y no me gusta que os vea aquí conmigo. Doña Aurora contrató hará menos de un año a Ginesa, así se llama ese mal bicho; hasta el nombre es feo. Desde entonces, ella y su marido tratan de hacerme la vida imposible y quedarse con mi puesto.
—Sabéis que vuestros deseos son órdenes. No os preocupéis por ella, que bien poco puede maquinar contra vos mientras tengáis de vuestra parte a doña Aurora. En cualquier caso, es buen momento para retirarse.
Gonzalo cogió su sombrero de ala ancha y realizó un cortés ademán de despedida antes de abandonar la estancia.
* * *
Isabel permaneció sentada en el escabel junto al fuego mientras el cocido hervía en la olla, se alisó la falda y cruzó las manos sobre el regazo. Gonzalo decía bien: mientras mantuviera el afecto de doña Aurora no había nada que temer, pero sabía que la estima de su ama estaba debilitándose en los último tiempos. Aquella bruja de Ginesa se entrometía en todo y no dejaba pasar oportunidad de hacerla quedar mal.
Cogió un cucharón para probar el guiso, que estaba un poco soso, y echó un poco sal. Le repelía esa mujer de trato correcto y frío, pero también se daba cuenta de que era tremendamente eficaz. Ahora tenía la certeza de que le contaría a doña Aurora el encuentro con Gonzalo en la sala principal de la casa y en su lengua esa reunión se transformaría en una cita amorosa. Para ella no era fácil vivir en casa ajena, ya que siempre había disfrutado con mejor o peor fortuna de una vivienda propia.
Gonzalo era un hombre bueno y lo bastante sagaz para comprender sus anhelos de independencia. La vida de sirvienta, aunque privilegiada en su caso, no era fácil. Sabía que la existencia en otra parte sería dificultosa, pero prefería la arriesgada vida de mujer libre a permanecer mucho tiempo más en aquella casa, que cada día era más insufrible debido a la presencia de Ginesa.
Doña Aurora la había recompensado con largueza durante los años a su servicio. Con ese dinero podía montar una pequeña tahona que hiciera buen pan y esas empanadas de carne tan deliciosas que hacía. O tal vez un comercio de arreglos de ropa; siempre se le había dado bien la aguja y, con un par de chicas que hicieran el grueso del trabajo por unas pocas monedas, podía obtener buenos beneficios. Su amiga Gabriela trabajaba en eso y vivía con modestia pero dignamente.
No parecía mal asunto aceptar la propuesta de Gonzalo y tratar de vivir de manera independiente. Pero ahora lo primero era hacer lo posible por encontrar a un amigo de ese tal Alonso Díaz. Conocía a aguadores, a las gentes de los puestos de los mercados y a muchos artesanos, entre ellos no sería raro que hubiera un antiguo soldado. Descubrir el pasado de ese hombre podía significar un futuro mejor para ella y Gonzalo.
Se figuró viviendo en una casa modesta pero limpia y ordenada en la que recibir a Gonzalo al atardecer después de una jornada de fatigas. Imaginó estar cenando ambos un cocido oloroso y caliente como el que en ese momento preparaba. Un entorno acogedor muy diferente, un hogar de verdad, no una casa en la que se vive de prestado. Observó cómo el fuego de la chimenea estaba ya casi apagado. Era hora de irse a dormir y descansar, puesto que la búsqueda de ese veterano de Flandes podía ser ardua.
* * *
La vela sobre la mesa iluminaba la caja de madera renegrida por el uso. Levantó la tapadera y los objetos metálicos resplandecieron bajo la tenue luz que dominaba la estancia. Era un juego completo de artilugios de formas curiosas: fórceps, espéculos, lancetas, pinzas, escalpelos y muchos otros instrumentos, pero entre todos ellos destacaba una terrorífica sierra de amputar.
El hombre sopesó un escalpelo y lo afiló con la piedra que tenía a su derecha. Era fundamental para lograr un buen desangrado que la hoja estuviera a punto, lo suficiente para dar un corte certero y limpio en el cuello de la víctima.
Necesitaba sangre y, aunque no le gustase tener que hacer esto en Madrid, no le quedaba otro remedio tras la muerte de Alonso. En cualquier caso, volver a ese pueblo a buscar una víctima era imposible. Había pensado en viajar a alguna localidad cercana, pero las complicaciones eran muchas, así que se decidió por la corte, donde cada día aparecían varios muertos y nadie hacía cuentas de ellos siempre y cuando no se tratara de gente principal.
Cuando consideró que ya estaba a punto, probó el filo y pudo enorgullecerse del trabajo bien hecho. Dejó el escalpelo sobre la mesa y dudó si coger algo más, pero no era eficaz llevar tanto hierro encima. Por fin se decidió por el cuchillo quirúrgico; sólo lo llevaría como último recurso por si su víctima se revolvía o le plantaba cara. Sabía que cualquier corte en el abdomen provocaría una lamentable pérdida de sangre y no quería derramar una gota.
Desde el primer momento había establecido un procedimiento ordenado y seguro. Lo primero era hacer una rigurosa selección de la víctima. Debía ser una persona solitaria o a quien se le pudiera sorprender en algún lugar alejado. Todas las víctimas del pueblo cumplían de una manera u otra esas condiciones.
Dejó el cuchillo en la mesa para ponerlo junto al escalpelo y se levantó para buscar el mazo. Era bastante bueno, lo suficientemente sólido para partir un cráneo y a la vez de un tamaño no muy grande. Lo más sensato era dar un golpe en el cráneo, ya que dejaba sin sentido a la víctima y no se perdía demasiada sangre.
Los instrumentos eran importantes, casi tanto como las argucias y el engaño. Había que acercarse sin despertar recelo alguno, era útil tener un aspecto respetable y mostrarse cordial. Siempre le llamó la atención la extraña mueca de sorpresa y temor que mostraban las víctimas cuando comprendían su fin. De dar el golpe siempre se había encargado Alonso, pero ahora no le quedaba otra que hacerlo él mismo. ¿Sería capaz? No le cabía la menor duda, su búsqueda se acercaba al final. Nunca le agradó acabar con esas personas, pero no cabía duda de que el motivo lo merecía. Una pequeña pérdida de vidas despreciables, vacías, sin sentido, que se sacrificaban para obtener algo portentoso.
Llevaría el mazo en el lado derecho del cinturón oculto tras la capa, tal como lo acarreaba Alonso. Después del golpe sólo restaba la parte mecánica. Colgar el cadáver y hacer ese corte en el cuello para recuperar el máximo de sangre. Actuar en solitario era un problema; a pesar de su delgadez, colgarle constituiría una tarea esforzada.
Sabía que su víctima pasaba las noches en aquella casa abandonada en el límite de la ciudad, un lugar solitario como pocos. Aun así, le producía cierta inquietud la proximidad del edificio que albergaba a los corchetes encargados de cobrar el paso a las mercancías en el portillo de Lavapiés. Al anochecer cerraban la puerta y abandonaban el lugar, pero de todas maneras su presencia le desasosegaba.
Jorge era un antiguo compañero de tercio con aún menos suerte que Alonso, que ya era decir. Le había reconocido en la calle y reclamado auxilio tras contarle sus desgracias. Los relatos de esos viejos soldados eran siempre ligeras variaciones del mismo: vidas a la deriva aderezadas con desgracias y privaciones.
Le suponía hablando a Alonso de su miseria, del hambre, de las privaciones, de los míseros lugares donde transcurría su vida o se cobijaba. Aquel hombre buscaba en Alonso ayuda, auxilio, salvación, sin saber que sus palabras le iban a llevar a encontrar la muerte. Había que callar esa boca que sabía demasiado para siempre. Cuanto menos se conociera de él, mejor; el silencio es el mejor auxilio del secreto.
Tenía una tarea que realizar y estaba dispuesto a todo para llevarla a cabo, pero la muerte de Jorge no le pesaba. Sólo era un final a una existencia dura y sin esperanza.
Recogió el cántaro vacío y liviano, sabía que cargar con los dos azumbres de sangre sería complicado. Sin embargo, la dificultad principal no era el peso, sino recorrer las calles de Lavapiés una vez hubiese oscurecido. La distancia que había entre esa casa y su refugio era pequeña, pero aun así eso suponía cruzar de noche el peor barrio de la villa. Una tarea a la que pocos se atreverían, pero no le quedaba más que confiar en la suerte.
Reparó entonces en que la vela estaba a punto de apagarse, encendió otra y la nueva luz dejó ver su rostro céreo de una palidez mortecina similar a la de un cadáver.