Afueras de Boadilla del Monte
Atardecer, 6 de diciembre de 1662
Dejaron atrás Boadilla del Monte para seguir el camino que llevaba a la corte entre los bosques de encinas cercanos al pueblo. Gonzalo y fray Diego estaban agotados debido al camino recorrido y, por si fuera poco, les había llovido durante casi toda la mañana.
La figura de los dos hombres era desoladora. Se cubrían con unas capas tan empapadas como ellos mismos. Gonzalo llevaba la barba crecida de varios días y el aspecto de cansancio del dominico era aún más acusado, a pesar de ir sobre el burro.
—Bueno, al menos ya casi estamos en Madrid —dijo Gonzalo con voz jadeante—. La verdad es que poco resultado sacamos de este viaje que acaba ahora de tan mala manera.
—No os desaniméis, el viaje no ha sido baldío. Tal vez os habíais hecho demasiadas ilusiones, pero no creo que haya lugar para la queja. Por un lado, está la herencia de vuestro amigo Alonso: un buen montón de cachivaches y unos libros por los que es posible sacar algún dinero, pero con lo que mucho me temo que no podáis cumplir vuestras expectativas.
»Si queréis una buena cantidad, no nos queda otra que buscar el legado principal, me refiero a la desaparecida Clave de Salomón. Supongo que cualquiera de las grandes y ricas librerías universitarias, monásticas o conventuales estarían dispuestas a comprarlo. Se podría intentar con la de San Lorenzo el Real, la de Lastanosa, la de Fernández de Velasco o la del marqués de Montealegre, pero, sin duda, habría otros muchos bibliófilos dispuestos a abonar un alto precio por el volumen. Puede parecer paradójico, pero los religiosos son el mejor cliente posible. Estoy seguro de que una orden rica y ansiosa de conocimientos, como los jesuitas, os pagaría una buena cantidad.
»Pero bueno, de la venta, si es que conseguimos el ejemplar, ya hablaremos en su momento. No es conveniente adelantar acontecimientos, lo que nos interesa ahora es su desaparición y la respuesta a una pregunta inquietante: si no estaba allí, ¿quién lo ha cogido?
—No lo sabemos —apostilló Gonzalo—. Puede que fuera el hombre con el que Alonso se carteaba y de quien suponemos que recibía ayuda económica.
—Eso es, no lo sabemos y esto nos lleva a otra pregunta: ¿qué es lo que sabemos? Es indudable que vuestro amigo adquirió en el transcurso de su vida y viajes conocimientos alquímicos y que realizaba una serie de experimentos en busca de algo que ignoramos. La alquimia es una disciplina en la que se fundan varios saberes: medicina, astrología, metalurgia, química y otros más. Es posible que su objetivo fuera la transmutación de los metales en oro, pero no lo creo.
»La práctica de esta ciencia es una labor exigente, gradual y compleja. Los alquimistas dividen la naturaleza en tres reinos: vegetal, mineral y animal. Experimentar con el primer reino es la tarea del aprendiz, no pasará al siguiente estadio hasta que no domine los procesos básicos, entre los que son fundamentales el control del fuego y el tiempo. Una vez ha superado esta fase, llega el momento de estudiar los otros dos reinos. El objetivo que persigue con los ensayos del reino mineral es la transmutación de metales vulgares en oro o plata. Por su parte, el fin que los alquimistas deben lograr en el reino animal es conseguir la panacea, un remedio que curaría todos los males y lograría la inmortalidad.
»¿En qué fase de conocimiento se hallaba vuestro amigo Alonso? No lo sabemos. ¿A qué dedicaba sus experimentos? No lo sabemos. La respuesta a estas preguntas puede estar en los papeles en clave que encontramos en el libro de Arnaldo de Villanova. El primer punto que debemos aclarar es el contenido de sus investigaciones, pero hay otros asuntos que también requieren nuestra atención.
—¿Cuáles son? —preguntó Gonzalo, perplejo.
—Aclarar la actual posesión de la casa donde Alonso tenía su taller de alquimia. Lorenzo nos dijo que creía que el propietario lo había donado a una orden religiosa y que ésta eran los dominicos. Es decir, tenemos un posible dueño, pero no tenemos seguridad de ello. Sería muy oportuno hacer una visita a David Silva, que hizo el testamento del fallecido.
»A vos corresponde otra tarea no menos dificultosa: esclarecer el pasado de Alonso. Me habéis dicho que ese alguacil amigo vuestro ha encontrado a un compañero de tercio. Entrevistaos con él, puede ser una gran ayuda. Dado que últimamente estaba volcado en sus experimentos y se había convertido en un misántropo, los únicos que nos pueden hablar de él son sus compañeros de armas. Buscadlos.
»Estas son las tareas que nos quedan por cumplir, porque ya hemos hecho una bastante importante como es descubrir al hombre que mató a vuestro amigo. Incluso tengo una teoría sobre esa misteriosa plaga.
Una ráfaga de viento torció el ala del sombrero del alguacil, y esté se apresuró a calárselo.
—Si mal no recuerdo —dijo Gonzalo—, el abad insinuó que presenciasteis un caso similar.
—Bueno, no es parejo, pero sí tiene bastantes similitudes. En mi juventud viví algo parecido, sucedió hace muchos años en Asturias; en concreto, en Avilés. Os lo relato para que juzguéis vos mismo.
»Al igual que en San Martín, algunas personas sufrían transformaciones, empezaban a desvariar y se mostraban violentas. No era lo único en común. Los vecinos comenzaron a perseguir a los “endemoniados”; cuando un aldeano presentaba esos indicios, una turba iba a su casa a prenderle fuego. De la misma manera que en este pueblo las víctimas de la plaga vagaban dementes y convertidos en sombras de lo que un día habían sido. En su caída en el salvajismo atacaban a bestias y personas, toda la región estaba espantada. Su aspecto era pálido, macilento y enloquecido, evitaban la luz del sol, que les producía extrañas heridas en la piel. Ese fue el motivo por el cual algunos médicos lo denominaron lepra asturiana.
»Las autoridades civiles requirieron la ayuda del Santo Oficio, que hizo acto de presencia para ver si las víctimas podían estar poseídas por el diablo. Si os digo la verdad, desde el primer momento la intervención del Maligno nos pareció poco probable, puesto que estos casos suelen ser individuales y no colectivos. Examinamos en profundidad los sucesos y tratamos de sacar algo en común. La tarea no fue fácil, los afectados eran hombres y mujeres, tenía diferentes edades, no se conocían ni tenían relación familiar, tampoco había una ocupación común… Nada coincidía salvo dos cosas, la misma que se vuelve a repetir en este caso.
Gonzalo detuvo el paso y se volvió expectante hacia fray Diego.
—¿Cuáles eran esas similitudes? —preguntó.
—La primera es que eran gente muy humilde. Fijaos en las personas que nos señaló Lorenzo: una viuda, un jornalero, un leñador arruinado… Todos eran pobres, gente mísera para la que llevarse algo a la boca cada día era complicado. ¿Qué es lo que comían? Lo más barato y asequible en la zona; es decir, el maíz.
—¿Qué tiene que ver el maíz con la intervención del diablo? —insistió Gonzalo.
—Vayamos por partes. En primer lugar descarté las posibles causas sobrenaturales. Aunque Asturias es tierra montañosa no había aquelarres, brujas u otros cultos tan dados a las montañas del norte. Por más que buscamos no pudimos encontrar herejes, judíos renegados o cuadrillas de adoradores del diablo.
»¿De dónde podía venir el mal? Por extraño que parezca, de una planta. Al igual que en esta zona, cultivaban el maíz; es más, casi todos los afectados eran personas que lo consumían de manera copiosa. Gente muy humilde que encontraba en ese producto casi el único sustento. Supuse que, de alguna manera, el maíz llevaba aparejado algún tipo de extraño mal que provocaba una enfermedad desconocida. Todos parecían sufrir lo mismo: diarrea, palidez, enflaquecimiento, ojos enrojecidos, sensibilidad a la luz solar y una forma gradual de demencia que poco a poco iba empeorando hasta hacerse violenta.
»Fijaos en Alonso: cuando entramos en su casa encontramos algo en su despensa, ¿recordáis qué era?
—Sí, unas mazorcas de maíz —respondió Gonzalo.
—Exacto, vuestro amigo lo consumía también. Bien por gusto, o bien porque vuestro amigo decidió gastar lo mínimo en comida y lo máximo en materiales para sus trabajos. El resultado es que lo debía de consumir en abundancia y tenía todos los indicios de la enfermedad: padecía diarrea, delgadez extrema, piel pálida y sensible al sol, ojos enrojecidos y un comportamiento anormal, por no decir un inicio de demencia. Sólo la huida del pueblo, con el consiguiente cambio de alimentación, hizo que la enfermedad no se agravara hasta el punto de transformarse en una locura peligrosa como sucedió en muchos otros casos.
—Entonces, según vos, esa planta contiene algo maligno…
—Sí, investigué y obtuve datos muy interesantes. El maíz proviene de las Américas, así que consulté con un médico que había estado una larga temporada en México en una zona donde cultivaban maíz. Allí, en los diecisiete años que estuvo, nunca se encontró con casos semejantes. Eso parecía descartar mi hipótesis, pero me relató algo esclarecedor. Los indios dejaban el maíz en remojo en agua de cal durante una noche antes de utilizarlo para hacer la comida. Es decir, el maíz lleva algo dañino que los indios eliminaban de esa manera, y nosotros lo hemos traído aquí pero en el camino nos hemos olvidado del tratamiento que evitaba los efectos perjudiciales. A pesar de los grandes avances de la medicina en los últimos tiempos, nadie ha determinado cuáles son las causas del mal. Pero es evidente que está aquí, entre nosotros.
»Bastaría con que la gente se alimentara mejor, o de manera más variada, para que eso que denominan plaga desapareciera.
—¿Eliminasteis el mal de esa forma? —preguntó Gonzalo.
—Así fue, no eran tiempos como estos de miseria generalizada. Ahora las circunstancias son mucho más difíciles y veo poca solución, la gente come lo que puede, ya ha habido multitud de casos de envenenamientos por ingerir algún tipo de hierba insalubre y otras viandas poco recomendables…
»Como podéis ver, la historia es bastante paralela. Sin embargo, hay algo que no es igual. En Asturias jamás aparecieron cadáveres sin una gota de sangre. Que yo recuerde, hubo ataques e incluso un muerto, pero no de esa manera tan extraña. Allí nadie asesinaba y extraía la sangre a sus víctimas.
—¿Estáis diciendo que esos extraños asesinatos ocurridos en San Martín nunca se dieron en Asturias? —dijo Gonzalo—. Para vos, en este pueblo hay dos enigmas: uno el de la extraña plaga y la aparición de los vampir, y otro el de los asesinatos de gente a la que se ha encontrado desangrada. Para la primera tenéis una explicación científica, los trastornos se producen en personas malnutridas que han consumido maíz de manera abundante y casi de manera exclusiva. Por otra parte, las cuatro muertes de las personas que encontraron desangradas son un misterio, ¿no es así?
—Gonzalo, lo habéis resumido perfectamente. Del primer supuesto estoy seguro, aunque ya os digo que hay algunos aspectos que escapan a la medicina actual. Del otro no tengo ni la menor idea. Desconozco el significado que pueden tener esas muertes, su autor o si tienen algo que ver en ellas los experimentos o el asesinato de Alonso.
—Decís que este viaje ha sido provechoso, pero lo único que veo es que hemos aclarado una muerte y nos aparecen cuatro más. Veníamos a buscar un libro pero ha desaparecido. Buscábamos luz pero mucho me temo que nos hemos sumergido en un montón de tinieblas.
—Así es, Gonzalo, pero no desesperéis. Recordad que nunca la noche es más oscura que cuando está a punto de amanecer.