QUINTA JORNADA

Monasterio de Santa María de Valdeiglesias

Amanecer, 5 de diciembre de 1662

El prior se arrodilló junto a la ventana de su celda y comenzó su oración. Repetía de manera monótona el padrenuestro, pero su mente estaba pensando en el arribo al monasterio de dos hombres bien entrada la noche. Les habían acogido y ahora debía visitarlos, aunque ya sabía que a duras penas salvaron la vida tras toparse con uno de esos seres que los aldeanos llamaban vampir.

Terminó la plegaria y se puso de pie para observar el bello paisaje que se veía alrededor, un valle fértil iluminado por un plácido sol invernal. Desde la ventana de su celda, contempló la llanura dividida en parcelas en las que se cultivaban manzanos, perales, trigo, todo tipo de verduras y el omnipresente maíz, el cultivo más novedoso y común del valle. Incluso podía distinguir a las vacas, que vagaban sin rumbo por las laderas de los montes recubiertos de encinas y robles en la cumbre. ¿Cómo había tanta maldad en aquel paisaje apacible?

A la luz del día nada de lo que hubiera en el valle parecía amenazante; sin embargo, incluso para él, un hombre erudito más dado a la reflexión y a la lectura que a creer en supersticiones, esas historias le sobrecogían. Sentía vergüenza por ello, pero era así. Había cumplido ya más de cincuenta años, pero a pesar de su edad y de ser durante casi dos décadas el bibliotecario del convento, las historias de esos seres malditos le espantaban tanto como a cualquier mísero cabrero.

Abandonó la celda y salió a los pasillos, donde hacía un frío intenso y predominaban las penumbras que los primeros rayos del sol no lograban disipar. El hábito cisterciense blanco contrastaba con la oscuridad de la escalera que descendía hacia el gran claustro, entre cuyas arcadas destacaba un ciprés tan espigado como el mismo abad. Apresuró su paso al notar los sabrosos olores provenientes de la cocina, donde ya algún monje preparaba el almuerzo. Entró en el refectorio para ocupar su sitial. Tenía el estómago un poco revuelto, así que apenas probó el pan y la leche que le sirvieron. Estaba ansioso por que los monjes acabaran sus rezos y diesen cuenta de las viandas, ya que sentía un enorme interés en hablar con los recién llegados.

No habló ni quiso demostrar la zozobra que le embargaba, pero tras concluir el desayuno se dirigió veloz a la sala capitular. Al entrar distinguió las figuras de los dos extraños viajeros, que se levantaron de los asientos destinados a los monjes. La persona que vestía los negros ropajes de la justicia parecía un hombre resuelto, pero quien le llamó la atención fue el dominico. Aquel clérigo de semblante flaco y envejecido dejaba traslucir una astucia poco común. Se sintió aliviado, pues acaso ese hombre perteneciera a la poderosa Inquisición y, si era así, podría traer la paz al valle de una vez para siempre.

* * *

A fray Diego le sorprendió que les condujeran a la sala capitular, un espacio solemne destinado a las reuniones monacales. Sin embargo, allí estaban, frente al abad sentado en su sitial pidiendo que les explicara lo sucedido la noche anterior y el motivo por el cual acudían al monasterio.

El dominico desgranó la historia del asesinato de Alonso y la herencia, eliminando cualquier referencia a La Clave de Salomón. El abad escuchó con atención y al término del relato se quedó pensativo durante unos instantes mientras los observaba con suspicacia.

—Dudo mucho que la muerte de ese tal Alonso tenga algo que ver con los vecinos de San Martín. En cualquier caso, no me parece desacertado visitar esa casa y examinar lo que os dona. Cuanto antes mejor. Os haré acompañar con un hermano que os sirva de guía y evite cualquier recelo por parte del vecindario. No están los tiempos para recibir así como así a forasteros.

—Os agradecemos vuestra ayuda —dijo fray Diego—, pero me gustaría conocer vuestra impresión sobre eso que llaman la plaga y el extraño ser al que nos enfrentamos anoche.

El abad miró a los ojos del dominico sin decir una palabra, apoyó las manos en las rodillas y se levantó con esfuerzo para comenzar a recorrer la sala con evidente nerviosismo. Finalmente volvió a encararse con fray Diego.

—Tienen muchos nombres, vampir, strigoi, brucolacos, íncubos…, pero, si os digo la verdad, yo prefiero el de endemoniado —dijo en un tono de voz más débil—. No me cabe la menor duda de que tras todo esto sólo está el señor de las tinieblas. Un espíritu maligno posee a las personas y las transforma en algo que se alimenta de la sangre de los demás.

»No me toméis por loco, pero estoy convencido de que esos seres son vampir, seres que fueron hombres pero cuyas almas han sido poseídas por el maligno. He investigado su origen. Según cuentan los libros, esos seres son hijos de Lilit, la primera mujer de Adán, que sobrevivió a su abandono bebiendo la sangre de víctimas inocentes. Dicen los escritos que su descendencia vaga por los páramos y cuando llega el anochecer perpetran sus violentos actos. No están vivos ni muertos y son invulnerables. Sólo clavarles una estaca en el corazón, decapitarles y quemarlos acaba con ellos.

»Ese ser al que os enfrentasteis era uno de tantos, todos los que han visto alguno coinciden en lo mismo: agilidad, fuerza, palidez, ojos enrojecidos y, por qué no decirlo, locura y maldad. ¿Cómo empezó todo? Sólo Dios lo sabe, de repente aparecieron varios casos cuando vuestro amigo Alonso se asentó en San Martín.

El dominico carraspeó y el abad observó su rostro escéptico.

—No pongáis esa cara, fray Diego —continuó—, ya sé que en estas comunidades cerradas campesinas foráneo y culpable son términos parejos. La culpa de todo siempre la tiene un extraño; no ignoro que eso es una mentira, pero en este caso puede ser cierto.

—¿Sabéis por qué vino al pueblo Alonso? —preguntó Gonzalo.

—Lo ignoro —respondió el abad soltando un suspiro—, no trabajaba, ni tenía rentas. ¿De dónde venían sus medios de subsistencia? Nadie lo supo, se pasaba el día encerrado; según algunos, realizando extraños experimentos. Para la mayoría sólo era un loco, pero cuando se extendió la plaga y comenzaron a aparecer los primeros cadáveres sin sangre, todo cambió. Las víctimas eran campesinos que vivían aislados, viajeros o simples personas que se desvanecían en la noche para no volver a aparecer con vida.

»Si os digo la verdad, los afectados han sido pocos, pero el terror engendrado es inmenso. Creo que es un caso de posesión demoníaca, algo que transforma a personas normales en otra cosa. Por fortuna, hace ya un mes que no aparece un cadáver desangrado, pero todavía hay seres como el que os encontrasteis. Vagan por los bosques y prados, tal vez añorando que alguna vez fueron personas como vos o yo. Ahora son otra cosa, algo salvaje y perverso, la encarnación del mal. Algunos dicen que están muertos, pero en realidad nadie sabe nada y todo el mundo tiene miedo.

—Me sorprende todo lo que contáis —intervino fray Diego—. Sois abad, un hombre culto que no se deja arrastrar por supersticiones.

—Los libros, la sabiduría, todo lo que aprendí a lo largo de mi vida poco vale en este caso, y bien sabe Dios que me pesa. Saber…, sólo sé que hay seres ocultos que atacan a bestias y hombres durante la noche para beber su sangre. Pero, bueno, creo que es mi turno de hacer preguntas. Vos, fray Diego, ¿pertenecéis al Santo Oficio?

El dominico pensó unos momentos su respuesta, sin disimular la incomodidad que le producía esa pregunta.

—Así es, aunque sólo soy un simple consultor. Actuó de vez en cuando como suplente de los abogados de presos pobres en algunos casos, pero, en realidad, las tareas que ocupan mi tiempo son administrar la biblioteca y la farmacia de mi convento.

El abad frunció el ceño y volvió a ocupar su sitial.

—Bueno —exclamó tras dudar un instante—, en cualquier caso sois un hombre que habrá vivido algún suceso similar en el pasado, ¿no es así?

—Así es, en mi juventud encaré un caso similar. Aunque eso sucedió hace mucho tiempo y desde entonces me aparté de ese tipo de hechos.

Gonzalo quedó asombrado de aquella confidencia, pero no dijo nada; tiempo habría para aclararlo.

—Bien, no os tengo que describir la alegría que me produce ver a un representante de la Santa Inquisición en este infeliz valle —prosiguió el abad.

Fray Diego desvió un instante la mirada hacia un grajo que se posó sobre la ventana que daba al claustro.

—El hombre del que habláis, ese tal Alonso, es el responsable de todo —dijo el abad con un tono de hombre agobiado ante problemas irresolubles—. No sé cómo, puede que con brujería o tratando con el maligno, pero lo que es seguro es que él trajo la plaga a esta tierra. No puedo decir que me entristezca su muerte, era un pecador que ha hecho mucho mal y ahora estará pagando sus culpas.

»Algunos que tenían víctimas entre sus familias le amenazaron, así que se marchó, y la corte, ese nido de víboras pecadoras, era sin duda un destino tentador. Para mí está claro que debía de ser un devoto de Satanás, pero todo esto son palabras, lo mejor es que vayan al pueblo para hacer sus inquisiciones. Pongo a su disposición un par de burros y un hermano que os acompañara. Os daré una carta para requerir el auxilio de las autoridades civiles en todo lo que sea menester. Ahora, marchad y tened a bien informarme de vuestras pesquisas. Que Dios os acompañe.

El cuervo graznó y salió volando, pero ese sonido resonó de manera siniestra en la sala que Gonzalo y fray Diego se disponían a abandonar.

* * *

Francisco era un novicio serio y de aspecto ascético que les esperaba en las cuadras con unos burros aparejados para el viaje. Partieron poco después de la hora tercia, cuando el sol empezaba a calentar. No había apenas nubes ni amenaza de lluvia, pero corría un viento frío y desagradable. Al poco de partir alcanzaron Pelayos, una pequeña aldea cuyos habitantes se dedicaban a auxiliar a los monjes en todas las tareas que hubiera menester. Continuaron el camino a buena marcha, ya que salvo algún repecho era en su mayor un trayecto llano entre campos de maíz que sólo desaparecieron en las cercanías de San Martín de Valdeiglesias.

El pueblo se alzaba entre dos pequeñas colinas dominadas por las construcciones más importantes del pueblo. A un lado, la enorme iglesia de estilo herreriano, en la colina opuesta el castillo cuya torre del homenaje sojuzgaba a todo el valle. Ambos edificios, sólidos e imponentes, contrastaban con las casas de un solo piso enjalbegadas de blanco y rematadas con tejas de un colorado tenue. Al entrar al pueblo se encontraron con las características callejas estrechas, fruto del azar y de la voluntad de los vecinos, que daban a los pueblos un trazado laberíntico.

Por fin Francisco, que se había pasado el viaje rezando con aspecto compungido, les dirigió la palabra.

—Vayamos al concejo para ver si nos pueden anidar a encontrar la casa donde vivía Alonso.

—No será necesario —dijo fray Diego adelantando su borrico para ponerse a su lado—. Me parece mejor preguntar a cualquier vecino, con su mala fama estoy seguro de que no será difícil dar con ella.

Gonzalo supuso que el dominico trataba de evitar en lo posible a las autoridades locales, puesto que así se eludían problemas como la requisa de los bienes o incluso la prohibición de visitar la casa.

—Como gustéis, el abad me ordenó acompañaros y serviros de ayuda en todo lo que consideréis necesario. Si ése es vuestro deseo, por allí viene un labriego que puede ser útil —aseguró Francisco, señalando el final de la calle.

El campesino era un hombre ya mayor de barba blanca y barriga prominente que llevaba una azada al hombro. Vestía capotillo de dos haldas, camisa de estopa y zaragüelles que remataba con unas abarcas oscuras. Parecía absorto en sus pensamientos, pero no tardó en sorprenderse de la extraña comitiva que le salía al paso.

—Buenos días, buen hombre. Tal vez podáis ayudarnos a dar con una casa propiedad de un hombre llamado Pedro Vargas.

El lugareño no pudo disimular el desagrado que le causó la pregunta, arqueó las cejas y les observó con animosidad.

—¿La casa de Pedro Vargas? ¿Quién la busca? —respondió receloso.

—Nada temáis —le tranquilizó fray Diego—. Como podéis ver, somos dos clérigos y un alguacil de la Justicia. Represento al Santo Oficio y tratamos de esclarecer cierta denuncia sobre la persona que ocupaba esa casa.

—Pues tarde habéis llegado. Pedro Vargas murió y el último hombre que la ocupó desapareció hace un mes, para bien de todos. Dios sabe que habría sido mucho mejor que nunca asomara por aquí.

—En cualquier caso, nos sería de mucha ayuda que nos dijerais dónde se encuentra esa casa, pues haríais un buen servicio a la justicia del rey —apostilló Gonzalo.

—La casa de Pedro Vargas se encuentra siguiendo esta calle, rectos hasta alcanzar una casa que tiene un humilladero en la esquina con la imagen de San Martín. Allí, torced a la izquierda y llegad al final. Es el último edificio de la calle, no tiene perdida.

—Muchas gracias, Dios os lo pague —dijo fray Diego, que encaminó su burro hacia el lugar señalado.

* * *

El edificio era un caserón grande y deslucido a las afueras del pueblo cuyos muros de tapial necesitaban un arreglo con urgencia. Nada en ella llamaba la atención, no había escudo nobiliario ni cualquier otro adorno u artificio, únicamente el gran tamaño la diferenciaba de otras tantas casas campesinas del pueblo.

Los tres hombres desmontaron de las bestias y Gonzalo sacó impaciente la llave que su amigo Alonso le había donado.

—Francisco, será mejor que nos esperéis aquí, conviene que alguien se haga cargo de las bestias. Si no hemos salido en una hora, marchad a la sede de la Santa Hermandad y venid a buscadnos con algunos cuadrilleros. Sólo Dios sabe qué podemos encontrar en este lugar.

El novicio se retiró sin rechistar.

—¿Qué es lo que esperáis hallar aquí? —preguntó inquieto Gonzalo.

—Poca cosa, pero sea lo que sea mejor es que quede entre vos y yo. El muchacho no parece locuaz, pero si no ve nada seguro que no puede contar nada.

—Una vez más, lleváis razón; cuanto menos personas intervengan en esta faena, tanto mejor. Es la hora de la verdad —dijo Gonzalo, mientras introducía la llave en la cerradura.

* * *

La puerta se abrió con facilidad, aunque el sonido de las bisagras resonó en la vivienda vacía y abandonada. Lo primero que percibieron fue el aire enrarecido que impregnaba el interior del edificio. En él se mezclaba el olor propio de un lugar clausurado durante un largo tiempo con algo más, un aroma fuerte y extraño que no supieron identificar. La casa permanecía en penumbras poco más allá de la antesala en la que se encontraban, así que Gonzalo cogió un candil colgado junto a la puerta y lo encendió.

Aunque la luz apenas disipaba las tinieblas, pudieron ver a su derecha una escalera que ascendía a la segunda planta. Fray Diego hizo un gesto para continuar por el pasillo que tenían justo enfrente y que acababa en la cocina. A la entrada de ésta había una despensa en cuyos estantes sólo encontraron unas mazorcas de maíz putrefactas, probable origen del mal olor que percibieron al entrar. Un poco más allá observaron una chimenea a cuyo alrededor se distribuían artesas, platos y otros útiles de cocina de manera caótica.

Todo aparecía desordenado y lleno de polvo, pero no había nada extraño. Abandonaron la cocina y siguieron al cuarto contiguo. Allí se encontraron con un dormitorio que tenía por todo mobiliario un viejo camastro con los lienzos y las mantas revueltas, y junto a él se hallaba un arcón abierto con algunas prendas y una silla tirada en el suelo. Todo daba la impresión de que la persona que había vivido allí abandonó el lugar a toda prisa.

Al salir de nuevo al pasillo, el candil de aceite amenazaba con apagarse y dejarlos inmersos en las tinieblas. Gonzalo retrocedió hacia la cocina para coger otro, pero a la vuelta el rostro del dominico había cambiado. Fray Diego le hizo una señal, se detuvo y entonces lo escuchó. Algo se movía en la sala de al lado, y esa cosa parecía aletear y sobrevolar allí dentro.

* * *

Gonzalo dio uno de los candiles al dominico y empuñó la daga con la mano izquierda para abrir la puerta del cuarto con lentitud. De repente, algo salió de la sala para saltar sobre su faz, no supo qué era, pero intuyó una sombra de ojos malignos que le atacaban emitiendo un extraño sonido. Sintió que algo le desgarraba y trató de apartarlo sin éxito. Fue el clérigo quien espantó al murciélago que se aferraba al semblante del alguacil. Un grupo mayor de estos animales salieron volando despavoridos al entrar los invasores.

—¿Os encontráis bien, Gonzalo? —preguntó el dominico.

Gonzalo tenía una pequeña herida en la frente y otra en la mejilla que sangraban de manera muy leve; sin embargo, su rostro reflejaba el desconcierto por lo sucedido.

—Sólo fue un susto, pero será mejor que iluminemos esto para impedir algo similar —dijo señalando varias velas y candiles sobre una mesa.

El dominico las encendió y su asombro empezó a aumentar a medida que la luz desvelaba el secreto de la casa. La estancia principal era enorme y alargada, había una especie de horno alrededor del cual se distribuían dos grandes mesas de roble repletas de objetos que proyectaban sombras misteriosas. Fray Diego distinguió jarras, redomas, morteros, cazos, coladores y sublimadores, entre otros muchos objetos de formas caprichosas y uso desconocido. Estaba tan sorprendido como el alguacil, pero no tardó en ponerse a examinar los materiales dispuestos sobre la mesa.

Gonzalo cogió algunos de los recipientes y leyó lo que contenían: benjuí, azogue, polvos de basilisco y otros nombres extraños y enigmáticos que nada le decían.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó el alguacil, perplejo.

—Significa que, como suele suceder, las cosas no son lo que parecen. Alonso parecía una cosa, un antiguo soldado con algún problema en el pasado que le obligaba a ocultarse. Sin embargo, ahora sabemos que vuestro amigo, en el transcurso de su vida y viajes, entró en contacto con otras personas y conocimientos que le llevaron a explorar saberes extraños.

—¿A qué os referís? —insistió Gonzalo.

—Alquimia. No me cabe la menor duda. Fijaos en esto —dijo señalando el extraño horno—. Es un atanor, el instrumento por el cual se transmite calor a la digestión alquímica mediante una temperatura uniforme. Es el utensilio básico del alquimista, en él se meten los elementos en cazuelas de arcilla. Su objetivo es lograr la calcinación, la sublimación, la fusión, la cristalización y finalmente la destilación, que forman las fases del proceso alquímico.

»Y no es sólo eso, los materiales que hay en las mesas están distribuidos de una manera precisa. Aquí los metales —explicó señalando una mesa—; mirad: plomo cobre, estaño, hierro magnesio. Allí los no metales, no tenéis más que leer su nombre en los recipientes: fósforo, azufre, arsénico, antimonio.

El alguacil observó los extraños nombres de los alambiques: sulfúrico, muriático, nítrico, acético, fórmico, cítrico, y no pudo evitar coger uno de un color amarillento.

—No se os ocurra tocar eso —le advirtió fray Diego—. Todos estos recipientes pueden contener materiales peligrosos. Son ácidos y compuestos que pueden resultar mortales.

»Más vale ser precavido; si no me equivoco, eso que tenéis en la manos debe de ser Agua Regia, un compuesto capaz de disolver los metales nobles, así que imaginaos lo que puede hacer con vuestra carne.

Gonzalo depositó con cuidado el alambique sobre la mesa y se volvió hacia fray Diego.

—Bien, está claro que realizaba algún tipo de experimentos con estos cachivaches. ¿Creéis que buscaba el secreto de la fabricación del oro? —preguntó Gonzalo.

—Vuestro amigo recuperó en algún momento el interés por la ciencia que le hizo estudiar durante algún tiempo medicina en Alcalá. Buscaba algo, un conocimiento oculto y prohibido, y eso le llevó a la muerte —respondió el dominico con serenidad—. Debemos examinar todo lo que encontremos aquí y tratar de averiguar cuál era esa búsqueda, puede que fuera el oro, pero la alquimia es una ciencia y una filosofía cuyo objetivo es descubrir los secretos de la naturaleza, fabricar oro es sólo uno de sus fines. Es obvio que desentrañar el contenido de sus experimentos aclararía el misterio que rodea su muerte.

—¿No debería haber algún manuscrito que explicase, al menos en parte, sus experimentos? —preguntó el alguacil.

—Es cierto —respondió fray Diego—. Me parece de lo más extraño que no haya un solo libro. Los alquimistas solían escribir volúmenes en los que reflejaban sus métodos, conocimientos y logros; sin embargo, aquí no hay nada. Sin duda, bien tendría que consultar alguno de ellos, y si los encontramos tendremos una idea de los fines que perseguía. Hay que continuar examinando la casa hasta encontrar la biblioteca. Si os dais cuenta, todo está como si Alonso hubiera partido de improviso, es muy dudoso que se llevara todos los volúmenes, y al menos sabemos que La Clave de Salomón se encuentra aquí.

»Podemos deducir que vuestro amigo pasaba la mayor parte del tiempo entre el taller, el cuarto y la cocina. En esta planta es donde desarrollaba la mayor parte de su vida. Dormía, trabajaba y comía aquí, pero, sin duda, necesitaba algo más. La respuesta está en la planta superior de la casa.

—Vayamos entonces arriba —dijo Gonzalo, decidido.

Ambos hombres subieron la escalera y entraron en una sala presidida por una gran mesa. Frente a ella había una estantería con varios volúmenes encuadernados en un cuero gastado y polvoriento que fray Diego comenzó a examinar.

—Las obras que tiene son pocas, pero de lo mejor. Los seis volúmenes del Theatrum chemicum, el Compositum de compositis de Alberto Magno, el Speculum alchemiae de Roger Bacon y el Rosarium philosophorum de Arnaldo de Villanova. Siento desilusionaros, Gonzalo, pero no veo ninguno de los dos libros de La Clave de Salomón.

El dominico comenzó a hojear las páginas de los libros en busca de señales o marcas que indicasen con alguna certeza las actividades de Alonso, pero las gruesas páginas aparecían impolutas, sin apenas señales de uso. Al coger el volumen de Arnaldo de Villanova, vio que dentro había una serie de páginas escritas en lo que parecía ser un código cifrado.

—Es oportuno dividir el trabajo. Mientras yo examino más detenidamente estos papeles, vuestra labor será explorar el resto de la casa. Cuidado con los murciélagos, al estar la casa abandonada y en oscuridad es posible que haya alguno más del que hemos encontrado.

Gonzalo abandonó con cierta aprensión la sala y enfiló el pasillo con el candil en la mano. Al acercarse a la puerta de la siguiente sala, extendió el brazo para que la luz del candil espantase a los murciélagos que pudiera haber.

Una vez hecho esto, entró para comprobar que la estancia estaba llena de trastos viejos: sillas, una mesa coja y varios útiles de cocina desahuciados para el uso. Todo estaba sucio y con aspecto de haber sido abandonado hacía mucho tiempo. Las dos estancias restantes del piso permanecían vacías y su único contenido eran telas de araña y polvo, por lo que Gonzalo decidió volver al cuarto donde aguardaba fray Diego. Para su sorpresa, el rostro del dominico se mostraba exultante.

—En este breve espacio de tiempo, he hecho ya dos hallazgos importantes. El primero es que intuyo que estos documentos nos relatan los experimentos que estaba llevando a cabo vuestro amigo. Debió de olvidarlos con las prisas; en cualquier caso, están ahora en nuestro poder y es más que probable que si alguien se toma la molestia de cifrar un texto es porque lo que contiene es valioso.

Gonzalo puso la vela sobre la mesa y examinó con perplejidad uno de los escritos de Alonso.

—¿No sabéis qué dicen esos papeles?

—De momento es imposible —respondió el dominico—. Descifrar su contenido nos llevará un tiempo, pero si nos esforzamos estoy seguro de que seremos capaces de desentrañar su significado. Por fin tenemos algo sólido.

El alguacil miró al dominico con extrañeza.

—Si lo más sólido que tenemos resulta ser algo ininteligible, mal vamos… ¿Y el segundo hallazgo?

—Pues si no os ha gustado el primero, mucho me temo que menos os gustará. Fijaos en la estantería, está cubierta de polvo, ¿no es así?

—Sí, no es extraño; toda la casa está abandonada desde hace un mes —aseguró el alguacil.

—Exacto, levantamos un libro y deja una huella en el polvo. Fijaos, al levantar este volumen queda un espacio claramente libre de polvo. Ahora mirad en el extremo de la estantería y veréis otra huella más leve. El polvo ha cubierto ese hueco, pero no puede ocultar que durante un tiempo ha acumulado menos polvo que el resto; es decir, alguien se apoderó de un libro de la estantería. ¿Quién ha cogido ese volumen?

—¿Alonso? —respondió Gonzalo.

—No, no lo creo. Vuestro amigo os dejó un legado compuesto de todos estos cachivaches que tenéis ahí abajo y os señaló que lo más importante era una obra. Todos estos ejemplares son valiosos y podréis sacar algo de dinero, aunque no os imaginéis una cifra fabulosa. Aun así, Alonso hizo hincapié en un volumen por el cual alguien estaría dispuesto a pagar una enorme cantidad y, llegado el caso, incluso asesinar. Sin embargo, al llegar aquí nos encontramos con que no hay rastro de él, aunque hay un hueco en la estantería.

—¿Queréis decir que la persona que robó el libro es el asesino de Alonso?

—No, la persona que acabó con vuestro amigo era otro tipo de individuo, un sujeto más dado a la acción que a la letra impresa. Un patán fuerte y algo estúpido, capaz de olvidarse de examinar las pertenencias para robarle el dinero. Aunque, eso sí, es un hombre práctico que sustrajo la capa que iba a quedar sin uso.

»El asesino debe de ser alguien del pueblo aleccionado en la manera de enfrentarse a un vampir, pero eso será mejor consultarlo con los hombres de la Santa Hermandad.

—Creía que queríais evitar que metieran sus narices en este asunto.

—Sí, es un riesgo —convino fray Diego, cerrando el libro con los papeles cifrados—, pero más vale contar con ellos ahora, una vez examinada la casa. Hemos visto lo que queríamos y no creo que con la carta de Alonso nadie se atreva a arrebataros el escaso legado que os deja. Unos cuantos libros y muchos cachivaches no son precisamente un motivo por el cual disputar. Por otra parte, los cuadrilleros de la Santa Hermandad conocen la zona y sus habitantes. Sin duda, puede ayudarnos a aclarar quién dio muerte a vuestro amigo.

—Vayamos pues —propuso Gonzalo, mientras comenzaba ya a bajar la escalera.

* * *

—Casi hemos llegado —anunció su guía—. Pero os advierto que los hombres que componen la guarnición de este pueblo son de poco provecho. Tres gandules que pasean con altanería el uniforme, pero que a la hora de la verdad justifican bien el dicho de «¡A buenas horas, mangas verdes!», pues son poco duchos en la captura de bandidos o cualquier otra cosa que no sea la práctica del naipe y la jactancia. Es allí —indicó el novicio, señalando un edificio de aspecto ajado.

El cuartel de la Santa Hermandad ocupaba una casa de adobe con una gran balconada de chopo junto al concejo. Los muros estaban llenos de desconchones y la puerta era de una factura tan burda que anunciaba cómo la penuria económica también afectaba a esa institución encargada de perseguir malhechores en las zonas rurales. Llamaron a la puerta y al poco abrió un joven risueño y un poco bebido que les observó con desconfianza.

—¿Qué se os ofrece?

Al fondo de la estancia otros tres hombres habían detenido una partida de naipes, pero no las voces, risas o tragos que daban a las jarras de vino dispuestas en la mesa. Dos eran cuadrilleros, pero el tercero era un campesino gordo que profería maldiciones quejándose de su mala suerte en la jornada. Los miembros de la Santa Hermandad lucían coleto de piel sin mangas que dejaba al descubierto su camisa verde por la cual se les había adjudicado el popular nombre.

—Soy fray Diego, miembro del Santo Oficio, y éste es Gonzalo García, alguacil de la justicia del rey en la villa de Madrid.

Las risas cesaron al instante, pues la presencia de ese tipo de personas era totalmente inusual. El cabo se levantó ajustándose el jubón para recibir a los desconocidos. Era un hombre alto y muy delgado, de pelo negro y barba apretada. Su aspecto, a pesar de que trataba de simular cierta apostura y gallardía, era el de un campesino al que servir en ese cuerpo le había librado de las labores del campo.

—¿Qué deseáis? —preguntó con voz aguardentosa.

—Venimos a solicitar vuestra ayuda —dijo Gonzalo—. El motivo que nos trae aquí es aclarar una muerte ocurrida en la villa de Madrid.

Los hombres de la Santa Hermandad mostraron todos a un tiempo el rostro de fastidio de quienes saben que algo ha venido a perturbar su holganza. El paisano se levantó de la mesa para despedirse, viendo que a sus compañeros de timba les surgía faena.

—Mi nombre es Lorenzo, soy el cabo de escuadra de esta cuadrilla. Me parece que ese asunto excede nuestra jurisdicción. La zona que cubrimos se extiende a este pueblo y a cinco leguas a la redonda. Madrid está muy lejos y no sé de qué manera os podemos socorrer.

—Pedimos vuestra ayuda y supongo que no tendréis inconveniente en aceptar una demanda que os hacen de manera conjunta la justicia del rey y el Santo Oficio.

—Sí, por supuesto —dijo con voz titubeante el cabo—, estamos a vuestra disposición para lo que sirváis mandar. Pero, por favor, no permanezcáis aquí en la puerta, pasad y sentaos.

El cabo señaló la mesa y los cuadrilleros retiraron la baraja, las jarras de vino y los vasos de manera apresurada. Se notaba que esos extraños visitantes les producían una inquietud que no podían dominar. Fray Diego y Gonzalo tomaron asiento y el cabo se sentó con ellos mientras sus hombres observaban la escena de pie.

—Vamos tras el culpable de un asesinato que, según creemos podría ser un vecino de este pueblo o de sus alrededores —empezó fray Diego—. Vos, con vuestro conocimiento de la zona y del vecindario, podéis prestarnos un gran servicio si respondéis a unas preguntas.

—Pues no tenéis más que hacerlas —dijo el cabo.

—¿Quién es el propietario de la casa donde se alojaba un tal Alonso? —interrogó fray Diego.

—El dueño era Pedro Vargas, un hombre que tuvo muchas tierras en su día y a quien la mala vida llevó a la ruina. Dicen que dejó la casona y lo que le restaba de hacienda a una orden religiosa. No estoy seguro, pero me parece que a la vuestra —añadió Lorenzo, mirando al dominico.

—Por lo que decís, parecía ser un hombre de vida poco cristiana… —aventuró el clérigo.

—Ni siquiera iba a misa. Todo se lo gastó en vicios y juergas que se corría en la corte. Volvió ya viejo y casi arruinado, había vendido casi todas sus tierras, pero aun así tenía lo suficiente para vivir con cierta holgura. El caso es que un día vino un hombre a hablar con él y cedió lo poco que le quedaba a la iglesia.

—¿Recordáis quién era ese hombre?

—Mucho me temo que no. Quien os puede dar más detalles es David Silva, un abogado de Madrid a quien hizo llamar. Tiempo después apareció la plaga y ese tal Alonso.

Fray Diego se levantó para andar por la sala, y el sonido de sus pasos fue durante un momento todo lo que escucharon. Finalmente, se detuvo para mirar al cabo.

—A vuestro juicio, ¿qué es eso que llaman la plaga?

—Si os digo la verdad, ni lo sé ni creo que haya nadie que lo sepa. Al principio parece una enfermedad, la víctima empalidece, adelgaza y empieza a comportarse de una manera extraña. Después enloquece o es poseída por un espíritu maligno, sólo Dios lo sabe.

—¿Cuántas personas han sido víctimas de ella?

—A pesar del pánico, no se han dado más de media docena de casos en todo el pueblo. Pocos son, pero, como suele suceder en estas situaciones, el número no se corresponde con el temor que provoca.

—¿Quiénes fueron las víctimas? —preguntó fray Diego.

—Gente normal y corriente. El primero que sufrió la plaga fue Carlos Jiménez, un pobre hombre que vivía a las afueras del pueblo. El siguiente en caer fue Bonifacio, y después…, dejadme pensar.

Lorenzo se llevó la mano a la barbilla mientras trataba de hacer memoria.

—Marcial, sí, él también. Una pena, un muchacho tan joven —continuó—. Los últimos fueron Jacinta y su hijo. Mala suerte tuvo esta mujer, pues su marido murió hace unos años de fiebres y esta plaga se los llevó a los dos. Se me olvidaba Jeremías, un jornalero, el último caso que hemos tenido. Salvo este último, todos los demás han muerto ya; por lo visto, él aún vaga por el encinar que rodea el río Alberche.

—A ese también podéis darle por muerto, nos atacó antes de alcanzar el monasterio de Santa María —informó Gonzalo.

—¿Tenían algo en común las víctimas? —insistió fray Diego.

—¿A qué os referís? —preguntó Lorenzo, desconcertado.

—No sé, ¿tenían algún tipo de relación o vínculo entre ellos?

—Nada de eso. Se conocerían porque en el pueblo todos nos conocemos, pero cada uno vivía en diferentes lugares del pueblo, no había parentesco familiar o amistad. Todos eran buenos cristianos y limpios de sangre, que aquí nunca hemos tenido perros judíos, ni herejes, ni gente tentada por las artes maléficas o la brujería. Lo único en común era la pobreza.

—Me habéis dicho que algunos eran familiares —aseguró el dominico.

—Sí, en un caso afectó a Jacinta y su hijo. Por lo visto, la plaga toma posesión de uno de los miembros de la familia, después se hace presente en los demás. Así que los vecinos se vigilan entre sí y desconfían de cualquiera que pueda tener un comportamiento extraño. El miedo hace a la gente peligrosa, que se lo pregunten a Carlos Jiménez.

—¿Qué le pasó a este hombre? —preguntó Gonzalo.

—Fue el primer caso que tuvimos. Empezó a dar señales de desvariar antes de volverse muy agresivo, y cuando atacó a un niño la multitud se dirigió a su casa para incendiarla. Murió abrasado, no pudimos hacer nada.

»Os habrán dicho que los endemoniados vagan por los campos, pero es muy posible que no os hayan contado que los familiares los ocultan en casa o los liberan en los bosques para evitar la muerte a manos de una turba de vecinos. La gente buscó un responsable a la plaga y lo encontró en el forastero, aunque la plaga comenzó antes de que él llegara.

—¿Estáis seguro de eso?

—Totalmente. Ya se habían dado dos casos de plaga. La gente tiene mala memoria, sobre todo si busca un culpable. Lo que comenzaron a aparecer tras su llegada fueron los cadáveres desangrados.

—Explicadme a qué os referís con eso —inquirió el dominico.

—Hemos encontrado cuatro personas muertas y sin una gota de sangre. Todas ellas presentaban un fuerte golpe en la cabeza, aparecieron colgadas boca abajo y con un pequeño corte en el cuello. Dicen que es obra de los afectados por la plaga una vez se han convertido en vampir, endemoniados o como queráis llamarlos. En cualquier caso, eran personas a quien alguien sorprendía por la noche para matarlas y sorberles la sangre. Los cuatro hombres eran: un campesino que vivía aislado, un pastor, un viajero e incluso un hombre que vivía en una de las calles de las afueras del pueblo.

—Esas muertes son un enigma más en este complejo caso, pero ahora debemos centrarnos en otro asunto —dijo el dominico, interrumpiendo el discurso de Lorenzo—. En concreto, en buscar a un hombre que haya viajado a Madrid hace unos días cuya ocupación esté relacionada con la madera, tal vez leñador o carpintero.

—Hay un taller de carpintería que emplea a tres trabajadores y creo que habrá casi una veintena de leñadores, o sea que encontrar a la persona que buscáis va a ser difícil —replicó con escepticismo el cabo—. Además, éste es un pueblo tranquilo; aquí la gente se dedica a sus tierras y a llevar una vida lo más llevadera posible, que en estos tiempos no es fácil…

—¿Van con cierta frecuencia los carpinteros a Madrid? —preguntó Gonzalo.

—No sé qué deciros, pero creo que no —respondió Lorenzo.

—Os puedo asegurar que no viajan a la corte —dijo uno de los cuadrilleros que permanecían de pie—. Vivo en su misma calle, los carpinteros son una familia compuesta por el padre y dos hijos. Se limitan a fabricar objetos de uso común para el pueblo, el monasterio de Santa María y alguna de las aldeas de los alrededores. Más o menos cada año van a Madrid a comprar alguna herramienta, pero este año ni eso, no están las cosas para grandes dispendios. Tal como dice Lorenzo, haríais mejor en buscar en otra parte, aquí la gente es tranquila.

—¿Y entre los leñadores? —preguntó fray Diego.

—Ésa es harina de otro costal —aseguró el cabo—. Son muchos y todos ellos bastante montaraces. Pasan mucho tiempo fuera del pueblo, por lo que es difícil saber cuándo van a Madrid o están en los montes en sus labores. Sé que venden algunos carros de leña en la corte.

—¿Quiénes son? —insistió el clérigo.

—Hay tres familias que se dedican a la tala —continuó el cabo—. Están los Soto, los Tebar y los Castillo. Todos sus miembros, padres, hijos e incluso algún abuelo, son leñadores. Eso hace un total de casi veinte personas entre las que deberéis buscar.

—¿Qué nos podéis decir de cada familia?

—Poca cosa. Son gente reservada, trabajadora y un tanto peculiar. Pasan mucho tiempo en los bosques y eso hace que sean poco habladores, pero son buena gente. No creo que ninguno de ellos tuviera relación con ese loco de Alonso. En realidad, vuestro amigo no tuvo contacto con nadie del pueblo.

—¿Todos se dedican a la leña de castaño? —insistió fray Diego.

—No, que yo sepa la mayoría cortan encinas, robles o pinos de las montañas alrededor del pueblo —respondió el cabo—. Sólo los Castillo se dedican a esa madera.

A ambos hombres se les iluminó el rostro al oír esas palabras y cruzaron una mirada de complicidad.

—El castañar está bastante lejos, muy cerca ya del pueblo de El Tiemblo —añadió Lorenzo—. Aun así, les debe compensar tanto esfuerzo, pues ya os digo que más o menos cada veinte días llevan un carro con madera a un almacén de la corte que les hace buen precio. Aunque bien poco les luce. El padre y la madre están enfermos y los galenos y las medicinas se les llevan todo el dinero. Por si fuera poco, su hijo Marcial fue víctima de la plaga. ¡Pobre familia!

—¿Qué es lo que queréis decir?

—Quiero decir que ese chico empezó a actuar de manera extraña, y al final, como tantos otros, abandonó el pueblo y desapareció. Ya os he dicho que cuando alguien empieza a dar muestras de trastorno la familia suele ocultarlo, pero cuando el proceso avanza esto se hace imposible y la familia lo abandona en el bosque para salvarle la vida.

»Marcial y su hermano José eran como uña y carne, así que no me resultó extraño que amenazara a Alonso con matarle cuando descubrió lo que le sucedía a su hermano.

—Ese José, ¿ha visitado hace poco Madrid? —interrogó fray Diego.

—Lo ignoro, ya os digo que los seis hermanos desaparecen durante días o incluso semanas pero casi siempre están en el monte, a los suyo. No sé cuándo han ido la última vez a Madrid. Mejor será preguntárselo.

—Decís bien. Si no os importa, nos gustaría interrogarle. ¿Podéis conducirnos a su casa?

—Vayamos para allá.

* * *

Le cogieron saliendo de su casa. Nada más ver acercarse a los hombres de la Santa Hermandad, comenzó a correr y si no llega a ser porque tropezó con un burro al doblar una esquina no le hubieran atrapado. El interrogatorio se había prolongado durante varias horas y, a pesar de guardar silencio, ya comenzaba a desmoronarse.

Todo apuntaba en su contra. En su casa había aparecido una gruesa capa de lana merina que coincidía con la descripción del muchacho de la posada. Aquélla era una prenda que por calidad, factura y precio casaba mal con los posibles de un leñador; además, encontraron una camisa con salpicaduras de sangre. De nada valió que las atribuyera a la caza de un conejo. Por si fuera poco, había llevado una carga de leña de castaño a Madrid en los días en que dieron muerte a Alonso.

Fray Diego y Gonzalo entraron en la estancia donde retenían a José. Allí les esperaba un hombre sudoroso con las manos atadas a la espalda de una silla en cuyo rostro se veían las señales de varios golpes que los hombres de la Santa Hermandad, con sus habituales métodos expeditivos, le habían propinado. Un ligero hilillo de sangre le salía de la nariz y del labio partido. El rostro reflejaba una mezcla de temor y sufrimiento que desagradó a ambos hombres.

El dominico acercó un cuenco con agua al reo con el beneplácito del cuadrillero de la Santa Hermandad que le custodiaba.

—Será mejor que confieses, hijo, tarde o temprano estos hombres te sacarán la verdad —dijo fray Diego—. Todos los hechos apuntan a que cometiste el crimen, sólo falta que lo reconozcas y tus sufrimientos cesarán. Haré todo lo que esté en mi mano para que el castigo no sea excesivo.

José miró con cansancio al dominico, tragó saliva y comenzó a llorar.

—Lo hice —dijo con un hilo de voz apenas audible—. Ése hombre fue el que trajo la desgracia a este pueblo. Había oído hablar de las malas artes a las que se dedicaba en el caserón. Además, todo el mundo le señalaba como el responsable de que la plaga se extendiese por el valle. Cuando Marcial se vio afectado por el mal, enloquecí.

»Le amenacé, no lo ocultó, eso sucedió cuando encontraron el cadáver de mi hermano. En ese momento, decidí llevar a cabo la venganza y comencé a seguirle. Si nadie hacía nada por librarnos de él, yo sí lo haría.

»Dadme un poco más de agua —pidió José—. Mi propósito se vino abajo cuando Alonso desapareció. Debió de verme vigilándole y, temiendo lo que pudiese hacer, corrió a refugiarse en Madrid.

—¿Entrasteis en su casa y cogisteis algún libro? —preguntó Gonzalo.

—No, nunca llegué a entrar en esa casa —respondió tras apurar el agua que le acercaron—. Con su desaparición di por terminado el asunto, pero la buena o mala suerte, eso sólo lo sabe Dios, acudió en mi ayuda. Una noche, tras entregar una carga de leña en la corte, me encontré con él. Tomaba un vino en una taberna del barrio de Maravillas y creí que no se apercibió de nada, así que pude seguirle hasta su posada. Al día siguiente le esperé armado, pero ya había desaparecido.

»Hace unos días volví a entregar otra carga y de nuevo le vi en las cercanías de la plaza de la Cebada. Estaba más demacrado y hundido, miraba alrededor con desconfianza, así que esta vez fui más prudente. Le seguí con precaución hasta su posada, pagué a un muchacho que servía en la posada para que me hablase de sus hábitos. Por él supe que al día siguiente iban a repartir carbón, así que compré un saco, fabriqué unas estacas y a la noche siguiente me colé en su habitación.

»Decidí atacarle por la espalda para que no pudiera defenderse. Le clavé la estaca antes de rematarle a cuchilladas. Después de cortarle la cabeza e introducir un ajo, le hinqué la estaca en el pecho. Quería asegurarme de su muerte y quemarlo, pero la disputa de un par de gañanes en el pasillo me lo impidió. Volví a la mañana siguiente, pero ya había allí un par de alguaciles. Si no me equivoco, vos sois uno de ellos. Si os digo la verdad, de lo único de lo que me arrepiento es de no haberlo hecho antes y salvar la vida de Marcial y las de tantos otros.

—El odio te cegó —sentenció fray Diego—. Mucho me temo que ese hombre era inocente de la existencia de la plaga. Haré todo lo que pueda para que las autoridades se muestren clementes contigo. Has actuado mal, aunque tus intenciones puedan comprenderse.

—Con esto creo que hemos acabado aquí —dijo Gonzalo—. El asesinato de Alonso y el asunto de la herencia están resueltos. Mañana volveremos a Madrid.

El dominico se volvió hacia los hombres de la Santa Hermandad.

—Tratadle bien, no es un mal hombre; sólo alguien a quien las circunstancias hicieron tomar decisiones equivocadas. No es un malvado, sólo una persona que perdió el juicio.

Fray Diego y el alguacil abandonaron la habitación y cerraron la puerta para dejar al reo en paz.