Camino Real de Brunete a San Martín.
Amanecer, 4 de diciembre de 1662
El cadáver estaba empezando a tomar un tono amoratado y desprendía un olor fuerte y acre, que en apariencia no molestaba a los cuervos posados sobre sus hombros. Fray Diego observó con espanto como uno de los grajos arrancaba el único ojo que le restaba al muerto, dejando así a las cuencas vacías apuntando al camino por el cual el dominico y el alguacil se disponían a continuar su viaje. La acción de los pájaros era la última afrenta a un cadáver que a todas luces había sido apaleado, como atestiguaban el rostro tumefacto y las ropas cubiertas de sangre reseca.
Mala visión para tener poco después de despertar. Acababa de amanecer y los tenues rayos de sol no lograban calentar, pese a haber amainado el desapacible viento de la jornada anterior. Tras salir de la posada, una casa de adobe tan destartalada como plagada de chinches, emprendieron de nuevo el camino hacia San Martín, y lo primero que veían era aquello. Gonzalo se ajustó su gruesa capa negra y el sombrero de ala ancha y aceleró el paso para evitar el hedor. Llevaba un bastón, puesto que el camino estaba tan lleno de roderas de los carros y surcos causados por las lluvias que a veces era dificultoso mantener el equilibrio.
Fray Diego lo tenía mucho más fácil, montaba un burro que además de cargar con el anciano llevaba las provisiones para el camino.
—¿Qué habrá hecho ese hombre para merecer tal castigo? —preguntó el dominico.
Gonzalo lanzó una mirada de piedad al pobre despojo que colgaba de una gruesa rama de la encina.
—Probablemente, un pequeño robo; cogería una gallina, o algo para comer… En estos tiempos de hambruna, eso es la diferencia entre la vida y la muerte para el que roba y para el que es robado. Así que los castigos son crueles. Vos en vuestro convento tal vez no lo percibáis, pero los tiempos son duros, muy duros.
—Gonzalo, vivo en un convento, no fuera del mundo —replicó enfadado el dominico—. Sé muy bien las penurias que afrontan las gentes en esta época de desastres. No creo que a nadie se le escape saber de las malas cosechas, las pestes y la miseria generalizada de nuestro reino; eso por no hablar de las guerras, revueltas o derrotas que nos acosan por todas partes. Recordad los grupos de miserables con los que nos cruzamos ayer. Todos ellos famélicos y cubiertos de harapos, buscando un futuro que no van a encontrar en la corte; suerte tendrán si sobreviven como mendigos.
—Desde luego, no se puede decir que estemos contemplando panoramas gratificantes en este camino —observó suspirando el alguacil—. Entre el paisaje seco y muerto de la llanura castellana en invierno, las hordas de mendigos y los ajusticiados a las afueras de los pueblos, se pregunta uno si no está mejor en su casa que recorriendo esos mundos de Dios.
—Gonzalo, sois vos el que deseaba hacer este viaje.
—No me lo recordéis, pido a Dios que no tenga motivos para arrepentirme de ello. De momento sólo lamento haber pasado la noche en esa posada inmunda. Espero que el convento del que habláis sea otra cosa. Ahora, démonos prisa, nos queda un buen trecho si no queremos que la noche se nos eche encima.
Ambos desaparecieron por el camino dejando atrás la figura colgada de la encina. Si hubieran examinado aquel cuerpo habrían visto que sobre el suelo, a los pies del ahorcado, se hallaba una estaca idéntica a la del cadáver de Alonso que se había desprendido de la carne en descomposición.
Camino real a San Martín
Mediodía
Desde que partieron de Madrid, el viaje transcurría entre campos yermos y pueblos tan pequeños como miserables. De vez en cuando aparecía en el horizonte la figura de un campanario alrededor del cual se agrupaban en apretado círculo un conjunto de casas de tapial. La iglesia destacaba entre las casas de una planta por su altura y por ser a menudo el único edificio de piedra. Al cruzar los pueblos vieron muchas casas abandonadas y con los tejados hundidos a causa de la despoblación. Las plazas, con su ayuntamiento y mercado, eran el único lugar animado en aquellos lugares de aspecto mustio. De vez en cuando aparecía alguna vivienda de piedra con blasón, pero aun así su aspecto no dejaba de ser pobre. Sólo en Chapinería les sorprendió encontrarse con el palacio de la Sagra, un edificio fastuoso que desentonaba con la pobreza del lugar.
Si la vida era dura en la corte, no parecía tarea menos ardua sobrevivir en el campo. En los pueblos que atravesaban sólo encontraron miradas temerosas y desconfiadas, como si aquellas pobres gentes supieran con certeza que de este mundo sólo podían esperar desdicha. Los campesinos, escuálidos, tenían el aspecto curtido y endurecido de quien se dedica sin descanso a las duras labores del campo. Hasta las ropas que vestían eran sombrías y ajadas. Las camisas de estopa, calzones, sayas y capotillos estaban repletos de remiendos y tenían un color pardo tan deslucido como las vidas de sus propietarios. De vez en cuando se encontraban con grupos de mendigos que vagaban, como almas en pena, de pueblo en pueblo. Imploraban limosna con la mirada encendida, mientras tendían manos increíblemente huesudas que atestiguaban su hambre y miseria. Intentaban llegar a la capital, donde los hospitales y otras instituciones religiosas podían amparar su penuria, pero bastaba ver su aspecto para saber que muchos no alcanzarían su objetivo jamás.
A medida que se alejaban de Madrid, los pueblos se hacían más escasos y la distancia entre ellos mayor. Cada vez era más raro encontrarse con algún viajero y las últimas personas que habían visto eran un par de pastores con sus rebaños.
La ruta, poco a poco, se volvía más agreste. En las cada vez más frecuentes cuestas había grandes surcos producto de las lluvias que arrastraban consigo piedras y ramas que entorpecían el paso. Los pocos puentes presentaban un pésimo estado, puesto que los municipios circundantes no disponían de fondos para repararlos.
A mediodía decidieron detenerse y tomar asiento sobre unas piedras bajo el sol, tratando de que les calentase un poco aunque sus rayos eran débiles y sólo se dejaban ver de vez en cuando, entre negros nubarrones que amenazaban lluvia. Se apartaron del camino unos pasos para internarse en una dehesa, cuyas encinas eran un paraje muy diferente a los trigales, campos de vides o desoladas llanuras que habían atravesado el día anterior. Alguna racha de aire traía un olor a tierra húmeda del horizonte donde se atisbaban las primeras montañas.
Gonzalo extrajo de las alforjas una bota de vino, a la que dio un buen trago; después sacó pan y queso, que partió para tendérselo a fray Diego.
—No, Gonzalo, gracias. Tengo el estómago revuelto, no he dormido bien, estoy exhausto por el camino y la mala noche que hemos pasado. No es mi edad ya muy propicia a estas empresas y afanes.
—¿Creéis que hacemos mal acudiendo a ese pueblo?
—De ninguna manera. Os conozco: de permanecer en vuestro cuarto de Lavapiés, os arrepentiríais el resto de la vida. A vos os gusta esto, los embrollos, las aventuras, lo lleváis en la sangre; mucho más si es una herencia que tanta falta os hace para solucionar vuestros problemas de faldas. En fin, esperemos que sea para bien.
—Así sea, así sea… —convino Gonzalo.
—Aunque, pensándolo bien, supongo que lo único que encontraremos serán unos cuantos trastos inútiles y ese libro. Nada más, nada menos.
—¿De verdad que no queréis algo de comer?, voy a guardarlo —preguntó Gonzalo, envolviendo el queso en un paño.
—No, os lo agradezco. Lo que si me gustaría es desvelaros algo importante. Vos habéis hecho vuestras averiguaciones en el barrio de Maravillas y yo las mías.
Gonzalo no pudo disimular su sorpresa. Guardó la comida en la alforja y miró fijamente al dominico.
—¿Qué averiguaciones son ésas? —preguntó.
—He investigado sobre La Clave de Salomón, el grimorio al que se refiere vuestro amigo. Encontré varias reseñas en algunos de los volúmenes de la biblioteca de mi convento. Es llamado así porque se supone que el autor es Salomón, rey de Israel. Escribió la obra para dejar a su hijo Roboam, rey de Judá, el total de sus saberes mágicos. Un excelente legado, puesto que el libro otorga al que lo posee arcanos poderes que franquea puertas a otras realidades que mejor sería no conocer.
»Vuestro amigo os dio la llave de una casa, pero en realidad os quiso dar dos. El término “clave” viene del latín clavis, que significa llave, un instrumento que nos abre al conocimiento del temible mundo de la nigromancia y las artes mágicas. Hay dos clases de magia: la blanca, o Teurgia, vinculada a lo divino y al bien; y la negra, o Goetia, relacionada con lo diabólico y el mal. Otros las denominan natural y diabólica, pero, en cualquier caso, la primera es superior en poder, pues su practicante cuenta a su favor con el poder de Dios. El objeto de la primera es tratar de desentrañar los secretos de la naturaleza y hasta cierto punto es el espíritu que alimenta artes como la astrología, la alquimia o la medicina. Por el contrario, la diabólica está ligada a las malas artes de la brujería o hechicería.
»Como podéis suponer, La Clave de Salomón pertenece al segundo grupo, el de la magia más peligrosa y malvada. No es extraño que sea un libro perseguido, pues contiene prácticas que violaban las enseñanzas cristianas y su naturaleza es esencialmente perversa.
—¿Cuáles eran esas prácticas? —preguntó Gonzalo, sin poder disimular su turbación.
—Invocar demonios o muertos, profanar cadáveres o utilizar huesos, vísceras u otras partes del cuerpo para actividades perniciosas. Hay muchas más, pero sólo mencionaré éstas para que os deis una idea. Alonso nos dijo que buscáramos La Clave de Salomón; sin embargo, hay dos libros con ese nombre: La Clavícula Mayor y La Clavícula Menor.
»La Clavícula Mayor se distribuye en cuatro libros. El primero tiene un contenido astrológico. El segundo se ocupa de la preparación del lugar para realizar algunos exorcismos e invocaciones mágicas. El tercero versa de la práctica en sí y el empleo de ciertos instrumentos; aquí ya se incurre en acciones que no son lícitas a un cristiano. En el cuarto se describen la elaboración de treinta y cinco pentáculos con los que se pretenden fines taumatúrgicos, o dicho de otro modo: el arte de producir prodigios y actos maravillosos.
»La Clavícula Menor o Legemetón es aún más peligroso, ya que contiene la descripción de los demonios y los conjuros necesarios para invocarlos y lograr de ellos lo que se les pida. No faltan detalles sobre los rituales que hay que llevar a cabo y, dado lo peligroso de la materia, los círculos protectores y rituales que deben hacerse para protegerse de los invocados. Está dividido en cinco partes: Ars Goetia, Ars Teurgia Goetia, Ars Paulina, Ars Almadel y Ars Notoria. La más popular es la primera, que describe a los setenta y dos demonios que Salomón invocó y encerró en una vasija de bronce.
—Parece que lo sabéis todo sobre esos libros, ¿acaso los habéis consultado?
—No, sólo he leído comentarios, pero el volumen en sí es imposible de encontrar. No creo que exista ninguno en Madrid, e incluso en todo el reino. Son libros que vienen siendo perseguidos desde sus orígenes, ya el papa Inocencio VI, a mediados de siglo XIV fue el primero en ordenar su quema.
—Lo escaso tiene un gran valor —dijo Gonzalo.
—Así es, pero tanto valor también puede suponer un gran peligro, incluso puede haber gente dispuesta a matar por él. He reflexionado mucho y creo saber lo que representa en realidad esa obra.
—¿Qué es ese libro para vos?
—Es un libro de tinieblas, tan malvado como peligroso.
Ambos hombres guardaron silencio durante un instante. Gonzalo observó el rostro del dominico, cuya mirada se dirigía a las montañas del horizonte.
—Por ahora dejemos el asunto del tratado —propuso fray Diego, poniéndose en pie—. Sólo Dios sabe lo que nos espera, es momento de seguir el camino.
Gonzalo recogió la alforja para colgarla del burro donde se montó el dominico y los dos hombres continuaron la marcha con paso tranquilo bajo un cielo cargado de nubes negras y amenazantes.
Cercanías del río Alberche
Anochecer
El sol se ocultaba tras el horizonte y las sombras empezaron a dominar el camino que corría a través del bosque de encinas. Fray Diego y Gonzalo se arrebujaron las ropas, pues, aunque no llegaba al frío crudo de los días anteriores, la temperatura era cada vez más fresca. Trataban de acelerar la marcha, ya que las penumbras iban tornándose en oscuridad cerrada. Los dos viajeros guardaban silencio y sus rostros, además del cansancio de la jornada, reflejaban la preocupación por no haber alcanzado siquiera el río Alberche, que estaba ya muy cercano al monasterio de Santa María de Valdeiglesias.
De repente oyeron unos cencerros de ovejas y vieron aparecer un perro pastor que les ladró de manera desafiante. Poco después apareció el dueño, un hombre espigado con el rostro curtido por el aire y el sol propio de quien vive a la intemperie.
—A las buenas de Dios —saludó el pastor, sorprendido de ver a la insólita pareja.
—Buen hombre, ¿podéis decirnos si falta mucho para alcanzar el monasterio de Santa María? —preguntó Gonzalo.
—Faltar, no falta mucho —respondió el pastor con voz bronca—, pero la ruta es bastante quebrada. Debéis descender el camino hasta el río y cruzar el viejo puente de madera. Tened precaución, que con las últimas lluvias quedó maltrecho y será mejor que lo cruce de uno en uno si no queréis acabar dándose un baño en el río.
—Dios os lo pague —exclamó el dominico—, ya casi estábamos desesperados. No hemos visto a nadie en las últimas leguas.
—No me extraña, no son horas de andar por ahí. Yo he perdido un par de ovejas y por recuperarlas se me ha hecho tarde, que de otra manera ya estaba a resguardo. Debéis despabilaros si no queréis que la noche se os eche encima, aunque por mucho que corráis el último tramo deberéis hacerlo en la oscuridad. Tenéis suerte porque la luna está casi llena, aprovechad y no os demoréis. Eso sí, tened cuidado: bandoleros no hay por estas tierras, pero está la plaga.
—¿La plaga? —preguntó fray Diego.
—Sí, la plaga. Dicen que seres endemoniados vagan por los bosques y de noche atacan al ganado o al que esté al descuido. Aseguran que son almas malignas que han vuelto a la vida como enviados del diablo. Todo eso dicen y no me creo nada. Eso sí, me guardo de ellos. Continuad su camino lo más deprisa que podáis y mantened los ojos bien abiertos. Id con Dios y evitad a los que van con el diablo —concluyó esbozando una sonrisa sarcástica justo antes de partir.
* * *
Apresuraron aún más el paso. Gonzalo tiraba con fuerza del borrico, que parecía también haber oído con temor el aviso del pastor. Fray Diego, al que tan pocas veces se le veía turbado, observaba alrededor con suspicacia tratando de ver algo entre la espesa maleza, las ramas de las encinas o la oscuridad amenazante que poco a poco se iba apoderando del bosque. A medida que se sumergían en la oscuridad, los ruidos habituales del bosque, el aleteo de un pájaro o el movimiento de un pequeño animal, desaparecieron de manera misteriosa. Llevaban un buen rato sin oír nada cuando vislumbraron las aguas del río, todavía a bastante distancia.
Fue entonces cuando sonó con claridad el chasquido de una rama acompañado del movimiento de un matorral. Ambos hombres se miraron y comprendieron que muy cerca algo les observaba. Tal vez sólo fuera un jabalí, un ciervo o algún otro gran animal, pero también era posible que se tratara de otra cosa. Si era así, pronto iban a saberlo.
Hacía mucho tiempo que Gonzalo no se sentía acosado, pero en ese momento le vinieron a la mente recuerdos angustiosos. Volvió a revivir noches similares, cuando, oculto en la oscuridad, trataba de inspeccionar las líneas de enemigo o hacer algún prisionero, ocasiones en las que la diferencia entre la vida o la muerte podía depender de un ruido insignificante. Ahora esa misma sensación, tanto tiempo olvidada, le asaltó de una manera plena e irracional.
Avanzaban con paso presuroso por el camino, que entreveía gracias a la luz de la luna, aunque a su alrededor sólo podía ver dos abismos de negrura en los que se había convertido el bosque. A pesar del frío seco, sentía el sudor caer por la frente y oyendo el resuello de su propia respiración o el ruido de los cascos del burro avanzando veloz.
Al mirar a fray Diego se inquietó aún más. El dominico era un hombre flemático, poco dado a mostrar emociones de una manera evidente; sin embargo, cualquiera podía advertir en su rostro un temor que rayaba casi en el pánico.
Gonzalo dominaba el borrico con una mano, pero con la otra echó mano a su espada; mejor era estar preparado para lo que pudiera venir. Fue en ese momento cuando sintieron el crujido de unas ramas resecas en el suelo y el ruido sordo de los matorrales cuando chocan con algo. Si tenían alguna duda sobre si les seguían, ésta se disipó al oír una mezcla de grito y aullido, al que siguió una carcajada enloquecida.
—Gonzalo, debemos alcanzar el río. Si llegamos al puente, estamos salvados.
El alguacil no respondió. Empezaron a descender la pendiente y en su carrera algunas piedras cayeron, aumentando así el estrépito de la marcha. El burro amenazaba con derribar al dominico y salir en estampida, así que fray Diego se esforzaba sin éxito en calmarle. Gonzalo sintió que los pulmones le quemaban y disminuyó el paso, pero un nuevo grito, ahora más cercano, hizo que apresurase de nuevo su marcha.
Desde luego, el puente era el sitio ideal para hacer frente a aquello que les amenazaba, pero las aguas del río aparecían todavía lejanas. El alguacil pensó que su perseguidor debía de ser rápido, muy rápido. El primer alarido parecía lejano, perdido en el bosque, pero el último había sonado a sus espaldas bastante cercano, ya casi en el camino.
El burro estaba tan agotado que poco más podía dar de sí; para su fortuna, al salir de la curva del camino repararon en que el puente estaba ya muy cerca. Con sus últimas fuerzas continuaron acercándose, y entonces vieron que sobre la entrada del puente se distinguía una figura alta y delgada, que abrió los brazos como si quisiera recibirlos aunque ese gesto amable era desconcertante en la oscura silueta de la que surgió una risa salvaje y maligna que traía consigo la clara amenaza de la muerte.
* * *
Gonzalo supo que si querían atravesar el puente y lograr alcanzar el convento era necesario luchar con la siniestra figura que se interponía entre ellos y la salvación.
—Fray Diego, poco podéis hacer aquí, cruzad vos mientras me enfrento a ese ser. Os prohíbo mirar atrás, pensad sólo en poneros a salvo y alcanzar el monasterio.
El dominico estaba tan perplejo que no atinó a decir nada. Gonzalo, sin esperar respuesta, avanzó espada en mano hacia su rival. Era un hombre alto, enjuto y de aspecto macilento. Llamaba la atención su pelo desgreñado, de crenchas de un negro grasiento que contrastaban con la palidez del rostro. Sin embargo, lo que resultaba más sobrecogedor de su aspecto eran sus ojos enrojecidos.
Una sonrisa maléfica y trastornada hizo aparición en su faz mientras se acercaba al alguacil. Gonzalo oyó un aullido bronco justo antes de que esa sombra siniestra se lanzara con una agilidad pasmosa contra él. Quiso herirle con la espada, pero esquivó el mandoble con un ágil quiebro al que siguió una embestida que derribó al alguacil, que quedó sorprendido por la velocidad y fuerza de su rival pese a su extrema delgadez.
El extraño ser se puso encima de él e intentó morderle como si fuera un perro rabioso con sus dientes alargados y amarillentos, que desprendían un aliento pestífero a carroña. La espada de Gonzalo estaba caída a sólo unos palmos de distancia y, aun cuando extendió cuanto pudo el brazo para alcanzarla, no lograba asirla.
Mientras trataba de recuperar su arma, sostenía con la otra mano el cuello de su enemigo y vio con claridad cómo su rostro, encolerizado, poseído por una ira diabólica, se acercaba poco a poco a su garganta sin que sus escasas fuerzas pudiesen impedirlo. Gonzalo supo que era el final, y una sonrisa maléfica iluminó el rostro del ser justo antes de abrir la boca para lanzarse sobre el cuello del alguacil.
* * *
Lo siguiente que vio el alguacil fue como una gruesa rama de encina golpeaba a su rival, que cayó derribado al suelo. La figura de fray Diego apareció a la luz de la luna como una aparición milagrosa que le salvaba la vida. El dominico, desobedeciendo la orden de Gonzalo, había acudido a auxiliarle y, tras incorporarse, ambos salieron corriendo hacia el puente. Allí esperaba el burro, atado al pretil. El alguacil ayudó al clérigo a subir al animal y le entregó las riendas.
—Dirigíos al convento, en esta estrechez puedo enfrentarle con éxito. Pase lo que pase, no os volváis —dijo justo antes de propinar un fuerte golpe en el lomo del burro.
Mientras el dominico se alejaba, se situó en medio del puente con la espada en la mano. Oyó el crujir amenazador de las tablas de madera y observó de nuevo al extraño ser, que lanzaba un aullido colérico.
—¡Ven aquí, engendro del demonio! —gritó Gonzalo.
Su rival se lanzó de nuevo contra él con una rapidez pasmosa, pero esta vez no le sorprendió y pudo clavarle su espada en el vientre. El alguacil quedó sobrecogido al ver que, a pesar de hundir profundamente su acero, parecía inmune al dolor y su rostro sólo reflejaba una cólera demencial. En el forcejo comenzó a arañar el rostro de Gonzalo con unas uñas alargadas y amarillentas, pero el alguacil pudo golpear repetidas veces la cabeza del ser contra los maderos de la baranda hasta dejarle exánime, momento que aprovechó para cercenarle la cabeza de un par de tajos.
Aún con la espada en la mano, aspiró el aire fresco de la noche; hacía frío pero estaba sudoroso, trataba de respirar con normalidad, pero seguía sobrecogido por tan singular combate. Arrojó el cuerpo al río justo antes de oír ruidos procedentes de la cabecera del puente. Se dispuso para el combate de nuevo, pero sólo pudo ver la figura de un jabalí en el claro frente al río.
Esperó unos instantes más y, al no oír nada, decidió dar alcance al dominico. Dejó atrás el vado y caminó lo más rápido que pudo, y poco después el bosque desembocaba en una llanura en la cual se alzaba, ya muy cercana, la mole del convento de Santa María, que aparecía a la luz de la luna como una promesa de salvación.