SEGUNDA JORNADA

Calle de la comadre de Granada, Lavapiés

Atardecer, 2 de diciembre de 1662

La tarde caía sobre la villa de Madrid y los vecinos de Lavapiés regresaban al laberinto de estrechas callejuelas del arrabal desde los barrios señoriales donde se habían ganado la vida un día más. Las casas eran burdas construcciones de adobe que lucían un aspecto gastado y mísero. El enlucido blanco presentaba en la mayoría de ellas un aspecto sucio y con desconchones que no desentonaba con las calles llenas de roderas de los carros, baches y charcos de agua sucia. En cualquier esquina se acumulaban basuras, que siguiendo los consejos de los médicos se dejaban en cualquier lugar para sanar el aire dañino de la sierra de Guadarrama. Predominaban los desechos producto de los mercados: verduras podridas, huesos mordisqueados, carnes pútridas o cualquier otro alimento inadecuado para el consumo en aquella ciudad de hambrientos. Las calles desprendían un olor a orín, excremento y basura fermentada que a nadie parecía importar, de la misma manera que no importunaban las ratas que de vez en cuando se dejaban ver acechando, como tantos otros, en busca de su sustento.

El lugar era en ese momento un hervidero de arrieros, aguadores, lavanderas, esportilleros, barberos y mil oficios menestrales más que volvían con el aspecto lánguido del que pasa la jornada bregando duro. La mayoría de los hombres eran recibidos por dueñas tan desastradas como chillonas, a cuyas faldas se pegaban niños de aspecto macilento.

Gonzalo a punto estuvo de ser alcanzado por una de las piedras lanzada a un perro mugriento y sarnoso que huía de un grupo de zagales. Bastó una mirada del alguacil para que los perseguidores desaparecieran a la carrera. De la misma manera se esfumaron entre las travesías algunos picaros que se ganaban el sustento pidiendo limosna con llagas simuladas. Él hizo como que no les veía y continuó imperturbable su camino hacia el Bodegón del Oso, un local de renombre que se albergaba en los bajos de un edificio nuevo de ladrillo. El inmueble, de apariencia digna, contrastaba en un barrio de casas viejas recubiertas de una cal desvaída y sucia.

El bodegón no era uno de esos tugurios donde se ahogaban en vino peleón las penas de una vida mísera, allí no remoloneaban jugadores de ventaja, cantoneras, vagabundos o farsantes que fingieran haber luchado en Flandes e Italia y aparejaran falsas cicatrices, e inexistentes mutilaciones. El lugar era solaz de lo mejor del arrabal, artesanos y tenderos humildes, que en otro barrio serían de poco lustre pero en aquel vecindario menesteroso constituían el raro linaje de los que tenían asegurado el pan. Gonzalo avistó el cartel de madera con la figura del oso y dio los últimos pasos hacia el local.

Entornó los ojos para acostumbrarse a la oscuridad del interior ya que, si bien en la calle hacía aún sol, la puerta estaba cerrada con el fin de evitar que se colara el frío. Sólo unos candiles iluminaban la taberna, pero uno de ellos daba luz al rostro hirsuto de Ramiro, que esperaba sentado en uno de los bancos del fondo con el mismo jubón pardo y un poco gastado del día anterior. Al entrar había percibido Gonzalo un intenso olor a vino, pero a medida que avanzaba hacia la mesa éste fue sustituido por un sabroso aroma a olla. Notó también el agradable calor proveniente de una pequeña chimenea alrededor de la cual se agrupaban los pocos clientes del local, entre los que había un par de abaceros que discutían a grandes voces ante la imperturbable mirada del alguacil.

—Siéntate, estoy esperando una olla que podemos compartir —propuso Ramiro, sonriendo al verle—. Es la mejor que hacen en toda la villa, pero bueno, dime, ¿cómo van tus pesquisas?, ¿has encontrado algo?

En ese momento apareció el tabernero, un hombre calvo y barrigudo en cuyas manos llevaba una gran cazuela, que dejó sobre la mesa.

—Paco, trae otra cuchara, que mi amigo no se resiste a tu guiso; y no te olvides del vino —añadió Ramiro antes de que se retirara.

Ambos hombres contemplaron el perol, que despedía un olor fuerte y apetitoso. Era lo que se llamaba una olla pobre, uno de los platos preferidos de los humildes, hecho con un poco de tocino y mucha zarandaja de ajos, cebollas, repollo, calabaza y otras verduras que llenaban el estómago con escaso dispendio.

El tabernero apareció poco después con un cucharón más y una jarra de vino acompañada de un par de vasos.

—Ya me dirás, Ramiro —dijo el mesonero—, el tinto viene de Navalcarnero, es de lo mejor que tengo.

Ramiro asintió con la cabeza y agarró la jarra para servir a su amigo mientras sonreía.

—Vamos a ver si es tan bueno como dice, porque este hombre hace buenas ollas, pero sirve el vino más aguado de todo Madrid, aunque te lo cobra como si fuera agua del Jordán. Vamos a la tarea —dijo metiendo la cuchara en la cazuela.

Gonzalo probó el guiso, que estaba demasiado caliente pero suculento. Ramiro no dejaba de mirarle con curiosidad esperando saber el resultado de sus pesquisas.

—Poca cosa saqué en claro del barrio de Maravillas —empezó Gonzalo—, pregunté en las pocas posadas que hay con escaso éxito. Tampoco es extraño, por esos sitios pasa un montón de gente. Sólo en una me hablaron de un hombre pálido que salía por las noches; por esos extraños hábitos podía ser él, pero la descripción física que me dieron era tan vaga que podía ser Alonso o cualquier otro.

—¿Probaste suerte en tabernas y mancebías? —preguntó Ramiro, antes de echar un buen trago de vino.

—Claro, por ser hombre de vida nocturna recorrí todos esos lugares —respondió Gonzalo, tras engullir una nueva cucharada—, pero en ellos la suerte fue aún menor. En la zona hay pocos sitios dedicados a la mala vida. No sé adónde iría por la noche, pero está claro que no era un juerguista. En ninguna recuerdan a un hombre parecido a Alonso.

—Es decir, no encontraste nada.

—Pues me cuesta decirlo, pero así es. Bueno, no, me olvidaba del tema de la madera. Visité al propietario de un almacén de leña y a un carpintero; a ambos les enseñé la estaca que encontramos clavada en el cuerpo de Alonso.

—¿Qué te han dicho? —preguntó Ramiro, mientras se sacaba con el dedo una hebra de verdura entre los dientes.

—Ambos llegan a la misma conclusión: la madera es de castaño, lo que me lleva a otra pregunta: ¿dónde hay en las cercanías de Madrid castaños? No son demasiado comunes, pero uno de los lugares donde se pueden encontrar es en un monte cercano a San Martín de Valdeiglesias. Es decir, la madera de nuevo nos señala un lugar y éste es el pueblo de donde vino Alonso.

—Desde luego, allí hay algo; pero lo que no sé es si merece la pena descubrirlo. Fíjate cómo acabó tu amigo Alonso. En cualquier caso, el resultado de tus pesquisas no es muy brillante. Por mi parte tengo algo que decirte: he encontrado un compañero de tercio de Alonso, un tal Jorge Blanco. Dice que estuvo en Flandes con él. Di con él por casualidad en un garito al comentar esa extraña muerte. Puede que te diga algo o tal vez sólo sea uno de tantos farsantes.

—Eso es una buena noticia —dijo Gonzalo sin poder disimular su alegría—. Parece que el asesinato de Alonso tiene que ver con algo de su pasado, cuanto más sepamos de él mejor. Tal vez el tiempo de servicio en Flandes sea algo demasiado lejano, pero no se pierde nada en hablar con él.

El tabernero apareció sonriente con una nueva jarra de vino en la mano.

—¿Qué tal la olla?

—Como siempre, Manolo, para chuparse los dedos —aseguró Ramiro—. Tráenos un poco de orujo para que baje bien.

Mientras se retiraba, ambos comensales se sirvieron otra ronda de vino.

—No eres el único en encontrar algo claro en este asunto tan turbio —aseguró Gonzalo—. Fray Diego supone que Alonso escogió el barrio de Maravillas porque está en el extremo opuesto a ese pueblo, es decir, no quería encontrarse con nadie de esa zona. Sin embargo, erró, ya que en el barrio hay un almacén de maderas y allí se depositan leños provenientes de esa zona: encinas, pinos y castaños. Quiso ocultarse allí sin saber que precisamente ése era un lugar concurrido por gente de la comarca.

—Sigues empeñado en ir a recoger la misteriosa herencia de tu amigo, a pesar de mis consejos.

Gonzalo no respondió, pero Ramiro adivinó que así era, lo conocía desde hacía mucho tiempo y no ignoraba que cuando una idea se le metía en la cabeza era imposible sacársela.

—Sí, estoy decidido —afirmó sin dudar—. No tengo miedo de lo que me espera allí. He llevado una vida arriesgada y ahora que tengo la oportunidad de conseguir algo no voy a renunciar. Mi vida no es más que una serie de tribulaciones y reveses, ahora tengo la oportunidad de cambiar ese triste sino. Si el legado merece la pena, bienvenido sea; si no es así, sólo será un sinsabor más.

—¿Cuándo piensas ir? —preguntó Ramiro.

—Mañana mismo salimos. Estas cosas, cuanto antes mejor. El viaje tendrá dos etapas, el primer día hasta Brunete, donde hay una posada que por lo visto no es de las peores. De ahí iremos hasta el monasterio de Santa María la Real de Valdeiglesias, muy cercano al pueblo de San Martín. Fray Diego ha conseguido que nos den cobijo para una noche o alguna más si es necesario. Tengo licencia del alcalde de Casa y Corte para ausentarme de mi puesto, cuyas funciones asume Carlos, un corchete de confianza. Échale una mano si lo necesita, aunque creo que se apañará muy bien. En cuanto vuelva hablaré con ese Jorge del que me hablas.

—Cuídate, Gonzalo, no quiero que vuelvas con una clava en el pecho —dijo Ramiro sonriendo.

—Así se hará —aseguró Gonzalo, sin poder evitar una sonrisa.