PRIMERA JORNADA

Posada de El León de Oro, Cava Baja

Amanecer, 1 de diciembre de 1662

A pesar del tiempo transcurrido, no le costó reconocer la llamativa cicatriz en el rostro de su viejo amigo Alonso. Más difícil era saber cuántos años habían pasado desde la última vez que vio esos rasgos, pero sin lugar a dudas aquel hombre era el compañero de sus correrías de juventud: bastaba ver ese surco que le cruzaba el semblante como recuerdo aquel día ya tan lejano en las cercanías de Nordlingen.

No era la única traza reconocible, pues las facciones permanecían casi intactas; percibió algunas arrugas en torno a los ojos y la frente, pero salvo por un gesto de amargura o decepción que se dibujaba en sus labios era, sin lugar a dudas, la misma cara. Apenas había perdido ese pelo revuelto y negro que le era tan propio como sus ojos de un azul acerado. La única diferencia apreciable era la pérdida de su elegante bigote, desaparecido junto con su juventud. Gonzalo no pudo dejar de pensar que él se conservaba bastante peor. Por el contrario, su antiguo compañero de armas parecía haber firmado un pacto con el diablo para preservar su juventud. En cualquier caso, de poco le había servido, porque estaba muerto.

Así lo atestiguaba su mirada azul, ahora petrificada y blanquecina, que se perdía en las vigas del techo de la habitación de la posada donde le habían encontrado. Yacía sobre la cama con las manos cruzadas, en la misma postura sosegada y formal que se dispone un cadáver en el ataúd para un velatorio. Pero el efecto decoroso de todo aquello quedaba disipado al advertir que del pecho surgía una estaca de madera que le atravesaba el lado izquierdo, justo sobre el corazón, de donde surgía una mancha roja que cubría la manta y los lienzos con sangre reseca.

Este era sólo uno de los aspectos siniestros de la estancia; a pesar de que acababa de amanecer, la única ventana permanecía cerrada sumiendo así a la habitación en una oscuridad tenebrosa. Aunque era una posada destinada a gente con posibles, no disponían de esos cristales que sólo se veían en algunos palacios y la estancia permanecía sumergida en las penumbras que tres velas apenas disipaban. Sólo se entreveía con claridad el cadáver y la horrorosa herida provocada por la clava.

Gonzalo tomó un candelero para acercarlo al rostro del cadáver. Visto desde cerca no le quedó la menor duda de su identidad. Alonso había envejecido bien, pero aun así no dejo de sorprenderle el aspecto pálido y demacrado de aquel hombre que no llevaba demasiado tiempo muerto. Esas ojeras negras, que resaltaban sus ojos azules abiertos a la muerte, le daban un aspecto sobrecogedor, no sabía bien si de ser maligno o de aparición sobrenatural.

En ese momento descubrió algo inquietante: alrededor de la garganta Alonso tenía un corte que marcaba un círculo rojizo. Al mirarlo con más atención, se dio cuenta de que alguien había cercenado la cabeza de su amigo para ponerla de nuevo sobre el cuello. Tan extraña como la forma de la muerte era la manera en que el asesino disponía al difunto, con una dignidad contrapuesta a la maldad de la ejecución del crimen.

El corchete que le había ido a buscar a su alojamiento en la calle de las Damas se limitó a contarle que un fámulo de la posada El León de Oro había descubierto el cadáver en una de las habitaciones. Desde luego, se sorprendió de que requiriesen su presencia en aquel lugar, fuera ya del barrio donde desempeñaba sus funciones, pero tuvo que acudir cuando escuchó que era una orden directa del alcalde de Casa y Corte. Ese asesinato le correspondía a su amigo Ramiro, un alguacil veterano y de más rango que él. Gonzalo sólo se limitaba a tener firmes a los rufianes y rameras de la calle de las Damas, célebre por estar repleta de mancebías, tabernas y casas de juego.

Aquel asunto le pareció siniestro, pero lo más insoportable de todo era el olor que había en el cuarto. Una peste fétida a podredumbre humana. Si no fuera por el aspecto intacto de Alonso, podría decirse que llevaba mucho tiempo muerto y que ahora la putrefacción recuperaba el tiempo que se le había robado.

Se alejó unos pasos de la cama y observó la habitación. Era amplia, sobre todo para esa ciudad donde tantos hijos suyos se hacinaban en covachuelas, sótanos y cuchitriles, buscando como podían cualquier cobijo. El que la estancia fuera espaciosa y hubiera pocos objetos destacaba aún más las manchas de sangre del suelo. Las primeras surgían a pocos pasos de la puerta y se iban haciendo más grandes al acercarse a la cama, para finalizar en un gran charco a los pies de la misma.

Junto a la puerta había una silla de mimbre donde Alonso dispuso las ropas que llevaba antes de meterse en la cama: botas altas de cuero, unas calzas y un elegante capotillo, todo ello de color negro. Entre tanta oscuridad destacaba una bella espada ropera colgando de su talabarte, que Gonzalo se apresuró a admirar. Tenía una buena guarnición de taza acompañada de alargados gavilanes. La sacó de su vaina para contemplar su hoja larga y bien templada. Una buena arma a la que sin duda Alonso había sacado partido en los momentos de necesidad. Pero eso, más que aclarar algo, planteaba otro enigma: ¿cómo un viejo soldado se dejó sorprender y matar cuando tenía un acero a mano?

Unos pasos más allá había un cofre de viaje de tamaño medio cuyo cuero aparecía bastante gastado. Afortunadamente, no tenía cerradura y las correas y hebillas estaban abiertas. En su interior vio un par de camisolas, otras calzas, vinos pliegos de papel y un recado de escribir con su recipiente de tinta, plumillero y arenilla para secar la tinta. Todo estaba revuelto, por lo que supuso que alguien había fisgoneado en busca de algo. Muy cerca de la cama se hallaba un brasero de cobre en el que aún se consumían algunas ascuas y, apoyado contra la pared, un saco casi repleto de carbón.

Mientras Gonzalo examinaba la estancia, el corchete que le había acompañado hasta allí permanecía ocioso en el dintel de la puerta, mirando con extrañeza los movimientos del alguacil mientras fumaba una pipa. Era un hombre maduro y de una extrema delgadez en cuyo rostro, marcado de profundas arrugas, se percibía el porte imperturbable de los campesinos.

—Abrid la ventana a ver si entra algo de luz y desaparece esta peste —dijo Gonzalo.

—Pues está bueno el día para andar abriendo ventanas con el frío que hace —respondió refunfuñando el corchete.

—Haced lo que os ordeno; más vale pasar algo de frío que aguantar esta fetidez —insistió.

—Bueno, si vos lo decís, señor alguacil, abriremos aunque nos muramos de fiebres, que con las corrientes ya sabe uno que cosas buenas no pasan.

El corchete dio una calada profunda a su pipa y echó una espesa nube de humo antes de dirigirse al ventanal y abrirlo. En ese momento apareció Ramiro Valdivieso, el alguacil del barrio, un hombre con el que Gonzalo compartía oficio, amistad y gusto por las noches de farra.

Tenía la barba recortada, canosa y con un bigote grueso que trataba de ocultar su malograda dentadura, de la que apenas restaban media docena de dientes. Tal vez para combatir este mal efecto vestía un elegante herreruelo, a pesar de que ni lo fresco del día ni la hora se prestaba al uso de esa capa corta.

—Gonzalo, no sabes cuánto me alegro de verte.

—No puedo decir lo mismo, menuda muerte me has preparado. Tú me dirás qué hago aquí, sabes que éste no es mi barrio, ni ese hombre mi muerto.

—En una cosa sí llevéis razón: menuda muerte —dijo Ramiro, mientras cubría el cadáver con una manta—. Dios le tenga en su gloria o el diablo en su compañía, que en estos tiempos no hay que poner la mano en el fuego por nadie.

—No me has respondido, ¿por qué me has llamado?

—Tal vez para que des una última despedida a tu amigo, porque no negarás conocer a este hombre, ¿no es así?

No supo qué decir. Si la muerte de Alonso resultaba extraña, más aún le sorprendía que le asociaran con él, porque esos años de juventud ahora parecían muy lejanos.

—Bueno, ¿qué dices? Parece que un gato se te ha comido la lengua —dijo sonriente Ramiro—. Mal asunto: cuando uno calla es que tiene mucho que ocultar.

»Esta es una buena ocasión para hablar, pero, sin duda, será mejor que me lo cuentes abajo, sentados en una mesa con un vaso de vino. Aquí con el cadáver y esta peste, no hay Dios que aguante.

—¿No me estarás acusando de algo? —preguntó Gonzalo, clavando su mirada en el alguacil.

—¿Acaso no somos amigos? Vamos, sólo quiero hacerte unas preguntas mientras tomamos un buen vaso de tinto y me sales con esas. Acompáñame y déjate de suspicacias.

Ramiro hizo un gesto no se sabía bien si burlón o respetuoso indicando la puerta. Gonzalo salió de la habitación para encaminarse hacia el pasillo y descender la escalera que bajaba hacia el bodegón de la posada.

* * *

En la sala rectangular se disponían media docena de mesas alargadas con sus bancos. Las paredes y el techo tenían un color ocre debido al humo de las velas que iluminaban a los pocos clientes despiertos a esas horas. Un par de hidalgos con sus mejores prendas, tal vez pretendientes de alguna merced de la corte, miraban molestos a un comerciante en paños que explicaba al criado cómo debía disponer las mercancías en la mula. Apartado de ellos, un hombre solitario consumía cabizbajo su aguardiente en silencio. Todos ellos tomaban licores para combatir el frío acompañándolo de algunas frutas escarchadas que llenaban el estómago.

Los alguaciles se sentaron en los bancos de la mesa más lejana a la puerta, por donde entraba la escasa luz del amanecer junto con un aire gélido. Gonzalo encendió un candil que permitió ver las manchas de los círculos de los vasos de vino sobre la madera.

—Tabernero —dijo Ramiro a un muchacho que limpiaba una de las mesas con un trapo mugriento—, tráenos algo de orujo a ver si con esas espantamos un poco este frío, que más parece que estamos en la serranía que en una posada de la villa de Madrid.

El fámulo apareció casi al instante con una frasca y dos vasos. Debía de conocer al alguacil, pues encendió un pebetero en un intento de ocultar el tufo agrio que imperaba en el local.

—Gracias, muchacho, veo que sabes tratar bien a los hombres de la justicia —aseguró Ramiro, mientras echaba al suelo algunas migas que permanecían sobre la mesa—. Bueno, Gonzalo, vamos a dejar claras las cosas. ¿Qué tienes que ver con ese hombre?

—La respuesta es sencilla: nada —respondió antes de echarse al coleto un buen trago de aguardiente.

—¿Nada? Curiosa respuesta. Él parecía conocerte bastante bien. En fin, Gonzalo, cuéntame algo…, no sé, por ejemplo, ¿cuándo fue la última vez que lo viste con vida?

—Si te digo la verdad, hace tanto tiempo que ni me acuerdo, supongo que casi veinte años. Alonso era hidalgo y estudió medicina en Alcalá de Henares por algún tiempo, pero le atraían más las arméis, las aventuras y la gloria que los libros. Al final acabó como soldado, y juntos vagabundeamos durante un tiempo por Italia, ya sabes, Nápoles, Milán y para rematar Flandes. Nos alistamos en el tercio de Martín de Idíaquez y combatimos en la batalla de Nordlingen. Allí nos separamos, fui herido y tuve que permanecer en un hospital de Milán. Alonso continuó con el resto del ejército hasta Flandes. No le he vuelto a ver hasta hoy. A pesar de que una vez restablecido me enviaron también a aquel maldito lugar, nunca habíamos vuelto a coincidir… hasta hoy.

—Una larga amistad, por lo que veo… Ya se sabe, hay grandes amistades que acaban en odios más fuertes aún —aseguró Ramiro, esbozando una sonrisa irónica.

—¿Qué quieres decir? Cuida tu lengua, y si tienes algo de que acusarme, dímelo de una vez.

Ramiro sacó una pipa y comenzó a cargarla con parsimonia.

—Te veo un poco nervioso y la verdad es que no me extraña. Si yo estuviera implicado en un asunto tan feo como éste también lo estaría.

Guardó silencio para encender la pipa y dio una gran calada a la que siguió una nube de humo oloroso.

—Lo que me extraña es que el único sabedor de esa historia yace muerto en esa habitación, así que ahora es mi turno de preguntar —dijo Gonzalo—. Eres mi amigo, pero mi paciencia tiene un límite. ¿Por qué me vinculas con este hombre?

—Calma, calma, te explicaré lo que sé y así ese genio tan vivo se aplacará. ¿Qué sabemos de este hombre? Poca cosa. El fámulo que lo descubrió, ese de ahí —dijo señalando con la pipa al muchacho que les había servido—, no sé si es medio tonto o se lo hace, pero sólo lleva tres semanas trabajando aquí. Tu amigo Alonso llevaba casi un mes viviendo en la posada. En ese tiempo estuvo encerrado en esa habitación donde ha acabado sus días. Al pasar esta mañana por el pasillo, el zagal vio que la puerta estaba entornada, entró y se lo encontró tal como lo has visto.

»Tal vez la única persona que puede aclararnos algo más este lío es el posadero, pero está ausente. Por lo visto, ha enviudado hace poco y el pobre hombre ha tenido a bien consolar su dolor con algún cuerpo cálido, joven y complaciente. No me extrañaría que una de las mancebías de tu afamada calle de las Damas le acoja en este momento. Así que, hasta que no aparezca, poco más podemos averiguar.

—Vaya muerte, extraña y brutal —dijo el corchete, escupiendo al suelo—. Un cristiano no merece acabar así.

—Dices bien, Paco —continuo Ramiro—. Ya ves cómo están de revueltas las cosas en el mundo que la gente incluso para matarse recurre a palos afilados.

—De todo ha de verse en esta vida de Dios —añadió Gonzalo.

—Paco —ordenó Ramiro al corchete—, ve al cuartel de Santa Cruz e informa al alcalde de Casa y Corte de la extraña muerte de este hombre.

—En un momento estaré allí —respondió—, aunque poco apetece andar por las calles con la fresca que está cayendo.

Dicho esto, se ajustó una capa raída por el uso con más zurcidos, agujeros y remiendos que las finanzas del rey Felipe. Una vez hubo salido, Gonzalo dirigió una mirada desconcertada a Ramiro.

—¿No me habías dicho que mi presencia aquí era una orden del alcalde de la Casa y Corte?

—Siento desilusionarte, pero mucho me temo que tan alto cargo nada sabe de tu existencia, pero si uso su nombre es para asegurarme de tu presencia en un asunto que te atañe. Si he despachado a Paco no es para que el alcalde de Casa y Corte sepa de un asesinato que poco le interesará, lo que deseaba era hablar en privado.

—Suelta lo que tienes en mente y aclárame de una vez cómo me tienes relacionado con el muerto.

—Quien nos puso sobre tu pista ha sido Alonso. Ya habrás visto que registré sus pertenencias. En su cofre había una bolsa con unas cuantas monedas que servirán para pagarle el entierro y sacar una modesta recompensa por mis esfuerzos. No era ninguna fortuna, algunas de las monedas no sé ni qué hacer con ellas, pues son italianas, tudescas y turcas. Sin embargo, lo importante es esto —dijo sacando una papel de su jubón—. Es posible que no sepas nada sobre él desde hace mucho tiempo, pero parece que él no te olvidó. Lo encontramos en su arcón. Como puedes ver, sabía muchas cosas sobre ti.

Gonzalo observó el pliego en el que estaba escrito su nombre y cargo en elegante caligrafía. Lo cogió para leerlo con una mezcla de asombro e inquietud.

Viejo amigo, nunca olvidé aquel lejano día en que me salvaste la vida en Nordlingen. He sabido de ti hace poco, el azar me colocó tras tus pasos, aunque mucho me temo que nuestras vidas no se vuelvan a cruzar nunca más. Sé que voy a morir. Son muchos los peligros que me amenazan y desconozco cómo esquivarlos. Estoy preparado para partir. Nunca cumplí mi promesa de recompensarte por salvarme la vida y sé que si no la hago efectiva ahora no la haré nunca.

Te hago heredero de mis pertenencias en la villa de San Martín de Valdeiglesias. Pregunta por la casa de Pedro Vargas; si bien no es propiedad mía, todo lo que hay allí te pertenece desde este momento. Es posible que te parezca un humilde legado, puesto que mi vida ha sido tan aventurera como poco próspera. Busca La Clave de Salomón y encontrarás algo que te puede dar buenos réditos.

Un último consejo: sé cauto, pues a partir de ahora deberás tener los ojos bien abiertos. Me despido de ti, confiando en que tengas más fortuna que yo. Recuerda aquella frase que tanto se oía en los tercios: sin riesgo no hay gloria. Si aceptas mi legado tendrás lo primero seguro y es muy posible que lo segundo. Aquí tienes la llave de esa casa. Espero que te abra la puerta a un futuro mejor.

Gonzalo levantó la mirada de la misiva para observar como Ramiro dejaba una llave sobre la mesa.

—Tú me dirás —dijo Ramiro antes de dar otra calada a su pipa—. Por si fuera poco misteriosa la muerte, imagínate lo que pensé cuando leí esto. En fin, espero que nadie reclame el cadáver, o se interese en este asunto. Para mí la cuestión está acabada, pues por extraño que sea, este asesinato sólo es uno más de los crímenes que se cometen en Madrid. No es un noble ni alguien importante; o sea, no le importa a nadie. Si te entrego esta carta es porque me parecía que debes saberlo.

El alguacil tomó la llave y la sopesó, gruesa y pesada; sin duda, debía pertenecer a una casona bastante grande.

—Soy tu amigo y me vas a permitir un consejo —continuó Ramiro—: No vayas a ese pueblo perdido. En la carta Alonso te advierte que la casa no es suya y, sin duda, esto debe de ser lo de mayor valor. No te hagas ilusiones, sólo vas a encontrar algunas pertenencias por las que apenas podrás sacar unos escudos.

»Eso por una parte. Por otra, te advierte de peligros. Desconozco cuáles serán, pero a él le costaron la vida. Hazme caso, no aparezcas por ese lugar. Tira la carta y la llave, y después olvídate de este asunto.

»No se me escapan tus cuitas con esa mujer, Isabel se llama, ¿verdad? Estoy al tanto de lo mucho que te gusta y lo importante que sería contar ahora con algo de dinero para tratar de emprender una vida en común. Sin embargo, habrá mejor manera de solucionarlo que meterse en esto que tan mal me huele. Tú decides.

Ramiro lanzó una nube de humo que por un momento cubrió el rostro de su amigo. Gonzalo no sabía qué decir. Varias veces había contado a su amigo alguacil sus amoríos con Isabel, el ama de llaves de la viuda de un banquero de la calle Alcalá. Llevaban casi seis meses de devaneos y, para unos novios talluditos como ellos, convenía ya aclarar su situación. El problema era que no tenía casa, ahorros o un futuro que ofrecerle. Durante años dilapidó su parco sueldo en vino, mujeres y mesas de juego, por lo que ahora se encontraba sin blanca.

—Esperemos a que venga el posadero y entonces tomaré una decisión —dijo Gonzalo.

—Entonces sólo queda aguardar a que el pájaro aparezca por su nido —aseguró con una carcajada Ramiro—. No tardará mucho.

* * *

Una racha de aire gélido entró en la sala y disipó la nube de humo del tabaco. Los dos amigos volvieron la mirada hacia la puerta de la posada que dejaba entrever el patío embarrado donde se encontraban las cuadras.

Bajo la jamba de la puerta apareció un hombre regordete y bajito, encogido por el frío a pesar de llevar una gruesa capa negra. Lucía una expresión de cansancio que se transformó en sorpresa al ver a Ramiro a esas horas de la mañana y supuso que algo había sucedido en su posada. Durante un instante quedó paralizado, mientras en la sala entraba el olor a estiércol y el piafar de algún caballo de los establos.

—Cerrad, que nos congelamos —gritó el comerciante de telas.

El hombre se apresuró a entornar la puerta y dirigió una mirada de preocupación a la mesa donde se sentaban los alguaciles.

—Ése es el posadero, el hombre que esperábamos —indicó Ramiro, señalando al recién llegado—. Es nuestro turno de hacer preguntas.

El dueño del local, de una cincuentena de años, tenía el pelo ralo, nariz aguileña y ojos oscuros. Gonzalo observó sus grandes ojeras, que supuso producto de una noche de vigilia y esfuerzos en alguna mancebía.

—Bienvenido señor posadero, acompañadnos en nuestra ronda —le invitó Ramiro, levantándose de la mesa y haciendo un gesto para que se acercara—. Gonzalo, te presento a Juan Guzmán, propietario de este local.

—Decidme qué sucede para que contemos con la siempre grata presencia del señor alguacil en esta humilde casa —dijo Juan.

—Malas nuevas os tengo que dar, a pesar de que vos sabéis lo mucho que me pesa. Durante la noche un hombre fue muerto en vuestro local. El fámulo lo encontró al amanecer y nos ha hecho llamar, así que aquí estamos, tratando de averiguar algo sobre este asunto. No os tengo que explicar la importancia de vuestro testimonio para aclarar de alguna manera la cuestión.

—Me cuesta creer lo que decís —dijo el dueño, frotándose sus gruesas manos—. Vos sabéis que mi casa es decente y sólo acoge a gente de bien.

—Lo sé, lo sé, Juan. La fama de El León de Oro se debe a vos. No es una de las más acreditadas posadas de la Cava Baja porque sí, grande es vuestro esfuerzo y mérito en haberlo conseguido.

—Sois muy amable, ya sabéis que me debo a los clientes —apuntó el posadero—, mi única preocupación es el descanso y contento de los viajeros que tienen a bien elegir esta casa. Pero decidme, ¿quién es el muerto?

—El hombre que ocupaba la última habitación del pasillo a la derecha. ¿Lo recordáis? —interrogó Ramiro.

Durante un instante guardó silencio mientras se acariciaba una gran verruga que tenía sobre el pómulo izquierdo.

—Ya caigo, podía haberlo adivinado. Mirad los hombres que hay ahora en esta sala —dijo señalando a los parroquianos—. Esos son los típicos asiduos de la casa: comerciantes, pretendientes, viajeros en ruta o gente de bien que acude a la corte a ultimar algún asunto o negocio. Sin embargo, él era otra cosa, un bicho raro.

—¿Por qué decís eso? —preguntó Gonzalo—. Hacía mucho que no le veía, pero era un hombre afable, bueno y cumplidor.

—Pues en todo este tiempo debió de cambiar mucho —respondió con seguridad el posadero—. El señor Alonso era uno de los sujetos más extraños que he conocido en mi vida y, como podréis suponer, en un negocio como el mío veo muchas caras y se conocen muchas personas.

»Cumplidor no lo niego, que nunca faltó al pago de cualquier cosa que hubiera menester, ya fuera viandas, carbón para el brasero o el aposento. En lo demás, ¿qué queréis que os diga? Bueno no parecía, aunque si os digo la verdad no recibí ningún daño de él. Pero lo de afable…, pocos hombres más ariscos he visto en mi vida.

»Mucho me temo que la historia que os puedo contar es de poca sustancia. Llegó aquí hará cosa de un mes, en los primeros días de noviembre, lo recuerdo porque ya hacía frío pero él llegó vistiendo ropas de verano, como si el tiempo no le afectara.

»No sé qué es lo que le traería a la villa, pero debió de ser algo turbio. A pesar de su aspecto de matachín, noté que tenía miedo; en mi opinión, se ocultaba de alguien. Poco le pude sacar de dónde venía o a dónde iba; me dijo que había estado antes en una posada en el barrio de Maravillas. Nunca me explicó el porqué de su mudanza allí o el de su estancia en la mía.

Juan interrumpió su discurso durante unos instantes, dejó la capa en uno de los bancos y se sentó a la mesa para tomar un vaso.

—Si algo bueno tenía era ser buen pagador —insistió tras echar un buen trago—. Abonaba la semana por adelantado. Esto no quita sus rarezas, pues, sin ir más lejos, se encerraba en la habitación la mayor parte del día y sólo salía cuando desaparecía el sol. Lo recuerdo porque, como os podéis imaginar, me pareció inaudito y peligroso. Todos sabemos a lo que se expone uno si anda por las calles de noche en una ciudad como Madrid en la que el robo y el asesinato están a la orden del día. No me extraña que tuviera ese aspecto mortecino y pálido.

»Dormía la mayor parte del día y al oscurecer salía de su guarida sin rumbo conocido. Nunca supimos dónde iba o qué hacía. Regresaba casi al amanecer, pero llegaba sobrio; a la legua se notaba que no era de esos jaraneros que pasan la noche a base de vino, hembras y naipes.

»Poco más os puedo decir. Las pertenencias que trajo son las que están arriba. Aunque no debían de sobrarles los dineros, siempre tuvo cierta apostura en el vestir y nunca le faltó de nada. Vaya usted a saber de dónde sacaba los fondos, porque en el mes que estuvo bajo mi techo no se ocupó de negocios, recibió visitas, ni le vi con familiar o amigo alguno. Ni siquiera frecuentaba la compañía de alguna mujer de buena o mala vida.

—Bueno, he oído que visitáis mancebías para consolar vuestra reciente viudez. ¿No lo visteis en algún local? —preguntó Gonzalo con una sonrisa.

—No sé quién os habrá informado de mis actividades nocturnas, pero mucho, lo que se dice mucho, no las frecuento, señor —se defendió el posadero—. Las lenguas son largas, aunque no tanto como la imaginación de algunas cabezas.

—Calma, calma, Juan —dijo Ramiro tranquilizándole—, que estamos entre amigos. Lo importante es saber cualquier detalle que nos desvele algo sobre él; no sé…, por ejemplo, ¿qué es lo que hacía un día normal?

—Ya lo he dicho, se pasaba casi todo el día durmiendo hasta el anochecer. La única afición que le conocí fue la de los libros. Venía con algunos, los leía y debía devolverlos a alguna parte. No sé si conocéis ese libro de un hombre que se vuelve loco leyendo y se cree caballero andante. Es posible que a él le pasara lo mismo. No me extraña, menuda afición la lectura. Poco tendría que trabajar, digo yo.

—Poca cosa nos decís, Juan —apostilló Ramiro—, con eso no vamos a ir muy lejos.

—Pues ésa es toda la ayuda que os puedo ofrecer. Ya me gustaría complaceros, pero para recompensar vuestra desilusión dejad que la casa os invite a un aguardiente que traigo de la Vera. ¡Muchacho, trae a los señores la frasca especial! —gritó el posadero—. Ya veréis, cosa fina.

El zagal se apresuró a traerla y llenó los vasos con un licor de aroma fuerte y color turbio que bebieron con fruición.

—Trigo limpio no era, desde luego —concluyó el posadero—. Ahora, si me disculpáis, debo atender a mi negocio.

Juan partió a atender a una señora blonda y de aspecto extranjero que comenzaba a bajar la escalera hacia la taberna.

Era una buena dienta donde las hubiera, pues ocupaba cuatro habitaciones para ella, su séquito y sirvientes.

Gonzalo y Ramiro se miraron desilusionados por el escaso éxito de su entrevista con el posadero.

—Pues si ésta es la ayuda que aguardabas, me parece que tu muerto será enterrado sin que sepas mucho más —aseguró Gonzalo.

—Ya te he dicho que tampoco me preocupa mucho, si te digo la verdad. Por lo que ha contado, Alonso era un don nadie del que no habrá quien se preocupe. Sólo resta darle sepultura.

—Ramiro —dijo Gonzalo con voz grave—, creo que es hora de pedirte un favor. Sabes que esta extraña herencia puede ser un remedio a mis cuitas. Me has dado un consejo que sé es el de un buen amigo y así lo aprecio, pero me gustaría consultar la opinión de otra persona. Es un hombre de gran saber, sagaz y diestro en todo tipo de mañas para averiguar cosas que a los demás nos resultan incomprensibles. Si me dejas que venga aquí a examinar el cadáver y la estancia, puede ayudarnos a ambos.

—Mira, Gonzalo, para mí este asunto está resuelto. Si quieres traer a tu amigo hazlo cuanto antes mejor, no puedo tener al difunto todo el día de exposición. Entre otras cosas, porque el posadero estará deseando deshacerse de un inquilino que poco puede abonarle ya. Sabes que te aprecio y te haré el favor, ven antes de ponerse el sol.

—Te lo agradezco, Ramiro, no lo olvidaré.

—Daré orden para que se te abra el cuarto cuando se lo solicites. Pero dime, ¿quién es ese hombre en el que tanto confías?

—Se llama fray Diego, un dominico del convento de Atocha —dijo mientras se ponía en pie para salir a la calle.

* * *

Había vuelto para quemar el cadáver, pero nada más cruzar la puerta supo que ya era imposible. Pidió una copa de aguardiente y se volvió hacia la mesa donde estaban los dos hombres que vestían los negros ropajes de la justicia. Sin duda, ya habían encontrado al muerto.

Tuvo que abandonar a toda prisa el lugar cuando una pareja de gañanes se puso a discutir en el pasillo, justo cuando acababa de eliminar a aquel ser. Ahora lo lamentaba, pero el alboroto era tal que podía atraer a más gente o incluso a los corchetes de guardia. Sabía que si no le prendía fuego, podía volver a la vida.

Decidió dejarse de lamentaciones y comenzó a observar a los dos alguaciles. Uno le resultaba familiar, si no se equivocaba se llamaba Ramiro, un hombre recto y duro, conocido por todo aquel que frecuentara la plaza de la Cebada. El otro debía de ser un alguacil de rango inferior, un sujeto corpulento y con aspecto de hombre fogueado por la vida.

De seguro estaban comentando la extraña muerte de Alonso. Era probable que Ramiro encargase al otro alguacil las averiguaciones de la muerte. Tal vez fuera mejor, pues ese fornido alguacil no parecía un hombre despierto, así que no habría nada que temer.

Mediodía, calle de Atocha

Gonzalo bajaba la calle de Atocha aterido y cabizbajo. Había despachado con rapidez sus asuntos en Lavapiés —una pelea en una casa de juegos y un acuchillamiento en una mancebía—, para dirigirse al convento de Atocha. Salió a la plazuela de Antón Martín, donde un grupo de mendigos hacía cola frente a la puerta del hospital que daba nombre al lugar. Encogidos de frío y vestidos con harapos, aguardaban la distribución de la sopa boba o bodrio, el caldo hecho a base de sobras, mendrugos y legumbres que repartían las instituciones religiosas entre los miserables de la villa.

Decidió apresurar el paso, se había convencido de que, si había algún lugar que le convenía evitar, ése era aquel hospital dedicado a socorrer a sifilíticos, sarnosos y víctimas de otras enfermedades cutáneas. Aliviado, dejó atrás el hospital, con su fachada alargada y el alto campanario, y echó un vistazo a la calle Atocha, que se hacía más amplia a medida que descendía. Aunque la vía estaba empedrada, era tal la capa de barro y desperdicios que la mayoría de los que la transitaban creían que, como tantas otras, no lo estaba. Los edificios a cada lado se veían muy diferentes a los de su barrio de Lavapiés, predominaban las casas de ladrillo, sobrias pero de cierto empaque, los edificios religiosos e incluso algún palacio nobiliario de piedra. Como el resto de los transeúntes, bajaba pegado a los edificios para evitar las numerosas carretas y carros que subían y bajaban hacia la plaza Mayor. Sin embargo, el alguacil no prestaba atención a los carruajes, personas o edificios; estaba absorto en sus pensamientos.

No podía dejar de preguntarse una cuestión que un año antes le habría sonrojado: ¿Cuándo es tarde para el amor? Gonzalo tenía cincuenta y tres años y sus espaldas cargaban con un pasado aventurero y bullicioso como pocos. En él había muchas mujeres, aunque en el fondo se podía hacer otra pregunta: ¿había amado alguna vez?

Podía responder que sí, pero en el fondo sabía que la verdad no era tan sencilla. Había desahogado su lujuria, sentido afecto y cariño con un par de mujeres con las que vivió durante cierto tiempo; pero lo que es amor, no. Esa extraña fuerza que decían arrasaba con todo lo que se le ponía enfrente, el cataclismo capaz de poner patas arriba la vida de cualquiera, el indeleble fantasma presente en las tablas de los teatros, los poemas o las conversaciones apasionadas de los jóvenes, eso no lo había conocido jamás. Hasta ahora.

En realidad, hasta el momento en que conoció a Isabel de Mendoza. ¿Qué es lo que había visto en aquella mujer? Era difícil saberlo, pero no había pasado un día desde que la conociera en que no pensara en ella. Recordaba con precisión el momento en que la vio en casa de la viuda del banquero Cortizos. Isabel lucía un vestido modesto pero elegante, de un azul que contrastaba con la melena bermeja y el rostro pálido en el que aparecían algunas pecas. ¿Cómo olvidar esa faz sin afeites y con alguna arruga, pero no por eso menos atractiva? Tenía una belleza limpia y diáfana, como su sonrisa, que parecía desprender una aureola de candor; a pesar de que era mujer vivida con unas experiencias tan esforzadas como las suyas.

Su belleza atraía, pero lo que realmente le enamoraba es que Isabel era un ser luminoso en el mundo de tinieblas que le había tocado vivir. Una de esas personas que desprendían luz, magia, encanto, no sabía cómo llamar a esa rara cualidad, pero que era capaz de hacer feliz a los que la rodeaban. Tenía siempre una sonrisa en los labios, una frase amable o un comentario alegre. La había conocido en junio y el inicio de su romance se desarrolló bajo el sol cálido y luminoso de ese mes, con paseos, visitas y largas conversaciones en las que Isabel no paraba de hablar con su voz bien timbrada, dulce pero enérgica.

Fue la etapa en que la cogía de la mano y pudo comprobar como sus delgados dedos poseían una suavidad desconocida para él, más acostumbrado a las ásperas manos de las fregonas o mujeres de servicio. Isabel era la dama de compañía de la viuda del banquero Cortizos, doña Aurora, que delegaba en ella todos los quehaceres de la casa. Así que disponía las faenas que debían llevarse a cabo y controlaba el servicio, pero jamás trabajaba como fregona o cocinera. No era una gran señora, pero tampoco una simple sirvienta. Eso se veía en las maneras de dueña de la casa, en todo menos en el nombre, y en su inteligencia de mujer de mundo.

Isabel, con la melena bermeja, su rostro bello y esos ojos claros, le había turbado desde el primer día que la conoció. Debía reconocer que se había vuelto más atildado en el vestir, cuidaba más su perilla, recortándosela con frecuencia. Ahora mandaba a María la lavandera sus ropas cada quince días, e incluso perdió algo de peso, tal vez porque frecuentaba menos tabernas y garitos de juego.

La disputa de unas comadres que hacían cola para recoger agua en la fuente adosada a la casa del marqués de la Cuesta le sacó de su ensimismamiento. Por un momento, pensó que debería intervenir, pero antes de que se acercase la disputa se calmó, así que prosiguió con su camino y sus reflexiones.

A pesar de todos estos esfuerzos, Gonzalo veía como aquel cortejo que tan bien había comenzado decaía de manera inevitable. Todo se inició en los días cálidos de junio e incluso al llegar los ardores del verano su relación se volvió más apasionada. Sin embargo, esta fogosidad se enfrió de manera progresiva al mismo tiempo que los días iban haciéndose más breves y frescos. Al igual que las jornadas se acortaban, sus encuentros se fueron haciendo más esporádicos y menos afectuosos.

¿Cuál era el motivo? No sabía qué decir. Gonzalo no dejaba de preguntase qué es lo que podía ofrecerle. ¿Era suficiente un cuartucho en Lavapiés, el peor barrio de la ciudad? ¿Bastaba su reducido salario de alguacil?

Tal vez era eso lo que había desencadenado el quebranto de su romance: la conciencia de su poca valía para buscar un buen futuro a esa mujer que merecía algo mucho mejor. Isabel le ofreció la oportunidad de formar parte del servicio de doña Aurora, pero no le gustaba la idea de convertirse en lacayo doméstico, prefería seguir siendo lo que era: un alguacil al servicio de su majestad Felipe IV.

Después de tantos afanes, luchas y reveses aparecía algo en su vida que le daba sentido. Se sentía vivo como no lo había estado desde hacía mucho tiempo, tenía la certeza de que, si hay algo que a uno le hace sentirse vivo, eso es el amor. Sus sentimientos hacia Isabel eran evidentes: la deseaba y veneraba con la misma ansia con que se había aferrado a la vida en las ocasiones desesperadas de su existencia.

Transcurridos ya casi seis meses, veía que ese fuego se apagaba de manera irreversible. Si nada lo remediaba, de la llama primigenia sólo quedarían cenizas, un triste polvo gris, recuerdo de algo más bello que se esfumó.

Frente a la imprenta de Juan de la Cuesta, un hombre daba voces a un par de mozos para que se apresuraran en la descarga de un carro lleno de papel. Lo hacía con tanta saña que parecía que su vida o fortuna dependieran de aquel cargamento. Gonzalo pensó que a veces el sino de un hombre queda en manos de un azar caprichoso, y quizás aquel hombre cifrara sus esperanzas en los pliegos que de ahí saldrían, del mismo modo que él lo hacía en la inesperada herencia de Alonso. Aquélla era su oportunidad de perder de vista el cuartucho de Lavapiés, sabía bien que no hay nada que el dinero no compre, y el misterioso legado podía hacerle ganar el ascenso o la influencia que le promocionase a un mejor destino.

Siguió bajando la calle y aceleró el paso. Tal como decía su amigo Ramiro, existían riesgos, de eso no había duda y el cadáver de su amigo Alonso así lo atestiguaba. Pero junto a los peligros estaba la posibilidad de hacerse con algo que cambiase la situación, reavivara el fuego y evitara las grises cenizas. ¿Valía la pena meterse en semejante asunto? Sí, claro que sí. Por otra parte, ¿cuándo le había dado miedo afrontar cualquier empresa? ¿Estaba ya tan viejo que ni siquiera le quedaba un resto de valor y audacia? Recordó la última frase de la misiva de Alonso: sin riesgo no hay gloria.

No pudo evitar pensar que poca gloría había en el edificio junto al que pasaba, la galera o cárcel de mujeres, donde dos mancebas asomadas en las ventanas enrejadas bromeaban con un galán que les reía las gracias. Un poco más allá se elevaba la mole impresionante del Hospital General, cuya fachada flanqueada por dos torres-campanario constituía el último edificio de la villa de Madrid. Hizo un alto para tomar aliento, levantó la vista y oteó en la lejanía el olivar que rodeaba al convento de Atocha. Allí se encontraba el único hombre capaz de ayudarle a resolver sus cuitas.

* * *

El alguacil distinguió la figura magra de fray Diego dirigiéndose al huerto contiguo al edificio del convento. Le sorprendió la celeridad de sus movimientos y también que, pese a gritar su nombre, el dominico continuara su paso sin inmutarse.

—Gonzalo, os confundís —dijo un sonriente fray Diego que le salió al paso—. Ese es el padre Adalberto, no sois el único en cometer ese error. Ha llegado hace un par de meses y aún hay gente que nos confunde.

—Pues pocos casos de un parecido tan semejante he visto en mi vida —exclamó Gonzalo, sorprendido.

—Afortunadamente, sólo nos parecemos en el físico, porque es hombre insufrible como pocos. Sabéis que tengo una pequeña plantación de hierbas medicinales allí, tras los huertos. Todas las mañanas lo primero que hago es visitarla y recoger lo que necesito para mis remedios. Trato de evitar en lo posible sus cultivos, pero día tras día me da largas charlas sobre los terribles daños que le provoco. Un pesado y un mentiroso, ¿se puede pedir más en menos cuerpo? No lo creo.

»Pero bueno, dejemos eso al margen. No creo que nuestras rencillas os interesen. Decidme, ¿qué os trae por aquí? Esperad que deje estos trastos y vamos a ponernos a cubierto, tengo los huesos helados. Acompañadme a la cocina, que estará caldeada.

El dominico emprendió la marcha con paso vivaz portando un cesto de esparto repleto de hierbas.

—Gonzalo, no sabéis la alegría que me da veros, un buen amigo es siempre bienvenido. Es aquí, entrad —dijo abriendo una pesada puerta de roble.

Al acceder a la cocina, ambos percibieron un delicioso aroma a estofado acompañando de la calidez que desprendía una gran chimenea. Adalberto removía el contenido del caldero con un cucharón mientras echaba unas especias, pero al verlos entrar echó a fray Diego una mirada de odio.

—Bueno, antes de explicarme el motivo de vuestra visita, y sabiendo que sois hombre de buen comer, os voy a dar a probar un queso manchego que es una delicia —propuso el dominico mientras rebuscaba en la despensa—. Aquí está.

—¿Qué hacéis, fray Diego? ¿Cómo os atrevéis entrar aquí y echar mano a los víveres? —preguntó Adalberto.

—Tengo un huésped y hay que agasajarle de algún modo. Si tanto os importa, informad al superior. Ahora, dejadme de vuestras estupideces, tengo asuntos importantes por resolver.

El cocinero depositó el cucharón sobre la mesa para salir presuroso y con rostro indignado.

—Ya me gustaría visitaros por placer y no para pedir vuestra ayuda de nuevo —dijo el alguacil tras pegar un buen bocado al trozo de queso—, pero mucho me temo que ésa es la causa de mi visita.

—Ayuda sólo nos la puede dar Dios nuestro señor, pero contadme lo que os trae con ese aspecto tan sombrío.

Gonzalo no dejó de mirar el rostro bondadoso y repleto de arrugas del dominico mientras le relataba la extraña muerte de Alonso. El clérigo escuchó atentamente y cuando hubo acabado se levantó para dar unas vueltas meditando en silencio. De repente detuvo sus pasos para volverse hacia él.

—No creo que sea mal consejo el de Ramiro —afirmó mirando a los ojos a Gonzalo—. Hay algo amenazador y oscuro tras esa misteriosa herencia, pero creo muy conveniente ver a Alonso y el lugar donde lo encontrasteis antes de poder haceros alguna recomendación firme.

—Mi amigo ha dispuesto que no se toque nada hasta que aparezcamos. Así que cuanto antes vayamos allí, mejor.

—Entonces, vamos ahora mismo, antes de que vuelva ese perverso cocinero con algún superior dispuesto a reprenderme.

Cava Baja

Atardecer

Fray Diego y Gonzalo andaban con paso presuroso, puesto que hacía un frío tan rudo que encogía el ánimo del más bravo. El aire gélido de la sierra de Guadarrama barría sin piedad las calles de Madrid y ambos hombres se ajustaban una y otra vez las capas que las fuertes rachas de viento removían sin cesar. Dejaron atrás la plaza del Humilladero y se introdujeron en la Cava Baja, cuyo nombre provenía de la cava o foso que había frente a la desaparecida muralla medieval, de la que sólo quedaba el contorno irregular a cuyos lados se levantaban edificios de dos alturas que albergaban tabernas, bodegas y posadas.

La pobre impresión que daban aquellas casas de adobe humildes y roídas por el tiempo contrastaba con la animación del lugar. En la calle había siempre multitud de vecinos y viajeros que deambulaban de un lado a otro buscando reconfortarse con buenos vinos y mejores guisos.

Se abrieron paso entre la multitud y aceleraron aún más su marcha al pasar junto a unos perros sarnosos que disputaban a ladridos por un resto negruzco e indefinible que habían extraído de un montón de verduras podridas, mondas de patatas y otras basuras que el vecindario tuvo a bien disponer en una esquina.

El aire frío parecía cortar los pulmones y a Gonzalo no le extrañó que los médicos asegurasen que un viento tan puro dañaba la salud. De los edificios surgían albañales que destilaban un hilillo negro de detritus que con su olor denso y desagradable eran los encargados de sanear esa atmósfera tan dañina.

Su marcha quedó interrumpida cuando les surgió al paso un rebaño de ovejas y un pastor ataviado con una gruesa zamarra. Al ver la cara aterida de ese hombre, acostumbrado a la dura vida a la intemperie, Gonzalo no tuvo la menor duda de que el tiempo se estaba volviendo loco. No recordaba un mes de diciembre tan gélido en toda su vida. Aquel hombre era sólo una muestra de la multitud de gentes del campo que se veían en el vecindario: ganaderos, labradores, arrieros y hombres de toda condición que atravesaban las puertas de la cerca que rodeaba Madrid para tratar de obtener el mayor beneficio posible de su trabajo. La cercana plaza de la Cebada daba el color a todo el vecindario, pues allí se ajustaban precios o discutían negocios.

Tan intenso era el frío que fray Diego no pudo evitar un suspiro de alivio al ver la fachada de El León de Oro y apresurarse para recorrer la pequeña distancia que restaba. Gonzalo abrió la puerta y se quedó sorprendido: a diferencia de a primera hora de la mañana el local estaba repleto de parroquianos, cuya presencia caldeaba el ambiente aún más que la enorme chimenea donde ardían unos maderos de encina. Todas las mesas estaban ocupadas y en ellas había conversaciones con una intensidad de tono que iban desde el murmullo hasta el grito a voces. La atmósfera del local era tibia y densa, mezclándose los aromas de vino, las grasas de las viandas y el sudor de los hombres en un ambiente a la vez insalubre y acogedor. A todo esto se sumaban las nubes de humo proveniente de una multitud de pipas que añadían el aroma áspero del tabaco.

Gonzalo avistó al fámulo con el que había hablado por la mañana y se dirigió a él para que les acompañase a la estancia. Al encaminarse hacia la escalera, su paso quedó cortado por un par de borrachos disputando a grandes voces. El alguacil apartó sin ningún miramiento a ambos de un empujón al que nadie se atrevió a responder al advertir la corpulencia y su cara de pocos amigos.

Subieron la escalera con paso vivo y se introdujeron en el largo pasillo mientras notaban cómo el calor y el tumulto de la taberna desaparecían a medida que avanzaban por el corredor. El muchacho abrió la habitación y fray Diego fue el primero en entrar. En la estancia imperaba un frío similar al de la calle, pues nadie había cerrado la ventana que al amanecer Gonzalo había mandado abrir.

El suelo estaba cubierto de manchas de sangre que avanzaban hacia la cama, convirtiéndose en un charco bermejo justo a sus pies. Sobre el lecho estaba el cadáver dispuesto en una postura formal, con las manos cruzadas sobre el pecho, pero el conjunto de la escena producía el efecto contrario, sobrecogedor debido a la estaca clavada.

A pesar de que el alguacil advirtió a fray Diego de la macabra escena con la que se iba a encontrar, éste no pudo evitar torcer el gesto al comprender la extraña muerte de Alonso.

—Nadie merece una muerte tan atroz. No sé qué mente puede concebir algo así…, es horroroso. Bueno, un motivo más para no dejar sin castigo al culpable —concluyó el dominico.

»Olvidémonos de este espanto, debemos concentrarnos en la aclarar esta muerte. Todo crimen nos cuenta una historia, y si logramos descubrir más datos sobre su vida estaremos en camino de hallar al asesino. Por lo que me habéis contado, sólo sabemos dos cosas sobre ella: su inicio y su final. En el principio, tenemos a dos jóvenes que se juegan la vida en una batalla, uno salva la vida al otro y éste le queda agradecido. También sabemos la conclusión: el joven, ya un hombre maduro, decide saldar su vieja deuda justo antes de morir. ¿Qué ha sucedido entre un punto y el otro? Lo ignoramos, pero para comprender este asunto tenemos una primera ayuda: este cuarto.

—Ya lo he examinado —declaró el alguacil—, me temo que no haya mucho que ver. Aunque con vos nunca se sabe, sois un hombre excepcional capaz de encontrar cosas que a los demás se nos escapan.

—Sois muy amable, Gonzalo, pero cualquiera llegará a la conclusión de que cuatro ojos ven mejor que dos. Estoy seguro de que, si revisamos con esmero todo lo que hay aquí, podremos sacar algo en claro. Fijaos que os digo algo, es decir, no todo. Un examen riguroso es esencial, en la vida los pequeños detalles son la clave. Pondré un ejemplo: nada más entrar nos fijamos en las impresionantes salpicaduras de sangre, pero es muy posible que se nos escape algo mucho más leve. Me refiero a esta tenue mancha de polvo negro.

Fray Diego señaló un círculo de tizne a pocos pasos de la puerta, en la que Gonzalo no había reparado.

—Es casi imposible que alguien permanezca en un lugar y no deje indicio de su presencia, pero para descubrirlo debemos fijarnos en nimiedades como ésta.

»Es más, si observamos con diligencia, podemos incluso ver la sutil huella que dejó su calzado al salir. ¿Qué significa este polvillo negro esparcido por el suelo? De momento no lo sabemos, es sólo una pieza que deberemos encajar.

—Ya os había dicho, fray Diego, que sois un hombre asombroso —dijo admirado el alguacil.

—Sólo soy un pobre viejo que chochea, pero sigo siendo un buen observador —aseguró el clérigo—. Dejad los elogios y continuemos. Lo primero que vemos nada más entrar en la habitación son estas manchas de sangre. Comienza unos pasos más allá de la puerta, es decir, alguien irrumpió en el cuarto y, una vez en el interior, hirió a vuestro amigo justo donde se ven las primeras salpicaduras coloradas. Alonso, herido, avanzó siguiendo la trayectoria que nos señala el rastro de sangre. Posiblemente cayó allí, donde está el gran charco rojo, a los pies de la cama. Después el asesino puso a Alonso en el lecho en la posición que vemos. Fijaos que en los lienzos hay algo extraño.

Fray Diego se acercó a la cama y cogió un paño manchado de sangre.

—El asesino se limpió las manos con esto, es decir, es muy posible que también tenga alguna mancha en sus ropas. Es un pequeño detalle que debemos dejar para más adelante. Ahora vamos a concentrarnos en sus pertenencias, lo que posee un hombre nos dice mucho de él.

Ambos se aproximaron a un arcón situado junto a una silla en la que se disponían las últimas ropas usadas por el muerto.

—Aquí tenemos un baúl de viaje de tamaño medio, es una pieza fuerte y parece bastante usada; fijaos en el desgaste de los repujados de cuero. Lo que ya nos dice una cosa de vuestro amigo: era un hombre viajero. No es mucho, pero algo es algo. Si unimos esto a las monedas extranjeras que vuestro amigo el alguacil encontró, tenemos la confirmación de lo que os digo. Además, concuerda con vuestro recuerdo de él, un hombre deseoso de aventuras, que aun siendo joven ya conocía Italia y se disponía a ver más mundo.

—¿De que manera nos aclara eso su muerte?

—De ninguna, Gonzalo, de ninguna, pero cualquier detalle es importante. Veamos el contenido, eso puede ser mucho más preciso.

El fraile levantó la tapa del cofre para rebuscar entre las ropas. Encontró un recado de escribir que examinó con detenimiento; después extrajo las prendas una a una. Al acabar decidió seguir con la inspección de las ropas dispuestas sobre la silla de mimbre.

—Bien, podemos deducir varias cosas de todo esto —dijo el dominico mientras examinaba el calzado de Alonso—. Para empezar, por lo parco del ajuar suponemos que no era hombre adinerado. Pero si uno examina sus ropajes llega a la certeza de que, tanto por la calidad del tejido como por el corte, todos los atavíos son de categoría.

Fijaos en las botas, parecen de cuero cordobés. Por el desgaste de la suela y el tacón podemos deducir que llevaba mucho tiempo con ellas, pero debieron de ser costosas.

—Ya os he dicho que era hidalgo y cuidaba su apariencia —apuntó Gonzalo.

—Exacto, pero si lo unimos con otro dato podemos avanzar más en conocer a vuestro amigo. Me refiero a esto —dijo fray Diego mostrando el recado de escribir—. Alonso, además de ser un hombre nómada, debió de adquirir en el devenir de sus viajes cierta cultura. Algo que supera en mucho a leer la letra redonda, escribir con letra bastarda y las cinco reglas de la enseñanza básica.

—Se me había olvidado deciros que antes de alistarse en los tercios estudio medicina en Alcalá, su familia debía de tener posibles y supongo que se sentiría traicionada cuando se alistó en los tercios para buscar una gloria que nunca encontró.

—Eso confirma lo que os dijo el tabernero sobre su afición a los libros, ahora sabemos que además de la lectura se escribía con alguien de manera frecuente. Su equipaje es reducido, por lo que sólo debía reunir lo imprescindible, y entre eso estaban los materiales de escritura.

»Al igual que las ropas, también el papel y la tinta nos hablan de Alonso. El papel es un tanto basto y la tinta lo impregna poco, como vimos en la carta que os dirigió. Casi sin duda es papel de la tierra, el de uso común en la villa, fabricado por los monjes de El Paular en su molino.

Fray Diego abrió el frasco de tinta y lo olfateó.

—No huele a caparrosa molida, ingrediente de todas las buenas tintas, así que podemos deducir que la utilizada es la de uso común, es decir, la que se obtiene de mezclar con hiel de jibia la tinta que utilizan los curtidores para teñir de negro sus cueros. La pluma es buena, cañón de pluma de ave no muy grueso, claro y liso, tal como mandan los cánones.

»Todo esto nos lleva a otro punto. Tenía dinero suficiente para vestir ropas de cierta calidad, pero no para comprar productos caros, como papel y tinta de categoría. Es decir, vivía con cierto decoro pero sin lujos. No trabajaba ni disponía de una suma considerable y su única posesión debe de ser lo que contenga la misteriosa casa de San Martín. Se escribía con alguien y es muy posible que esa persona le pagara los gastos.

—¿Pudo ser el asesino la persona con la que se carteaba? —preguntó Gonzalo.

—Tal vez, pero no hay nada seguro, todo lo que digo son simples especulaciones. Aventurar una deducción más avanzada es prematuro. Suponemos que se escribía con alguien, pero tampoco podemos tener la certeza de ello.

—Con esto hemos terminado de examinar sus pertenencias —concluyó el alguacil.

—En eso os equivocáis. Hay que tener en cuenta lo que vemos y también lo que no. Nos han dicho que era aficionado a la lectura, pero no hay un solo libro; eso es extraño, pero lo determinante es la ausencia de capa o cualquier otro atavío para salir abrigado a la calle durante las frías noches de Madrid.

—Ahora que lo decís, es cierto —dijo el fámulo, que escuchaba atento—. Tenía una capa larga gruesa y pesada, pero no está en la habitación.

—¿No la habrá cogido el posadero o vuestro amigo el alguacil? —preguntó el dominico.

—Ramiro sólo ha cogido las monedas que tenía para pagar el entierro y quedarse lo que sobre. No me habló de nada más y estoy seguro de que no ha mentido.

Fray Diego se acercó a la silla y desenvainó la espada.

—Otro asunto misterioso es esto —dijo empuñándola—. En este cuarto había un arma y un veterano soldado; sin embargo, no hay señales de lucha. Es decir, el asesino o bien era un conocido o tal vez le sorprendió.

—Esto es difícil de creer —dijo Gonzalo—, el dueño del local aseguró que nadie entraba aquí.

El muchacho de la posada, que había permanecido a las espaldas de ambos durante todo el tiempo, cerró la ventana y se volvió hacia ellos.

—Así es, teníamos órdenes de no molestarle —aseguró el zagal—. En el tiempo que llevo aquí sólo he visto acceder al carbonero y a la mujer que le adecentaba la habitación una vez a la semana.

—Bueno, ya tenemos dos sospechosos —exclamó fray Diego.

—Pues más vale que busquen otros —afirmó sonriendo el mancebo—. Manuela es una buena mujer bastante mayor, no sé cómo tiene fuerza para hacer los baldeos que hace, pero la veo incapaz de acabar con un hombre de esa manera. Es un trozo de pan, un alma de Dios.

»Antonio, el carbonero, es harina de otro costal, hosco y de trato difícil, pero al fin y al cabo es sólo un borrachín que se gana la vida repartiendo carbón a domicilio. Si hay alguien incapaz de matar a alguien son esos dos.

—¿Cuándo le tocaba reponer el carbón? —preguntó Gonzalo.

—Lo hacemos a diario, pero al ser tan huraño él era una excepción —respondió el muchacho—. La limpieza sólo se hacía una vez a la semana, proveyéndole de una buena carga de combustible para ese período. Tocaba dentro de dos días, pero debido al frío lo íbamos a reponer hoy.

Fray Diego se acercó a la pared donde había un pequeño saco repleto de carbón y lo inspeccionó con detenimiento, al igual que el brasero de cobre que estaba al lado.

—Bueno, ya tenemos una duda menos —concluyó el dominico—. El polvo negro de la entrada es el que escapa del costal del carbón al ponerlo en el suelo. Es decir, alguien entró haciéndose pasar por el carbonero y dejó el saco en la entrada para atacar a Alonso por la espalda. Si tocaba reponer hoy debería tenerlo agotado, pero fijaos en que está casi lleno.

—Sí, es raro —afirmó confuso el mancebo.

—¿Podríamos hablar con la sirvienta? —preguntó el dominico.

—A estas horas estará ya en su casa, pero de todas maneras sería una tarea estúpida. Me comentó en varias ocasiones que no cruzaba una palabra con Alonso durante el tiempo que le acicalaba la habitación.

Fray Diego se agachó para recoger del suelo un trozo minúsculo de algo oscuro, quizás una parte gastada de un cordel o tejido.

—Esto es esparto y, si no me equivoco, pertenece a alguna alpargata. ¿Usan Manuela o Antonio este calzado?

—Vaya pregunta, dejadme pensar…, creo que no —respondió el joven—. No, Antonio seguro que no, utiliza unas botas que no sé cómo se tienen de pie de lo remendadas que están. Ahora que recuerdo, Manuela utiliza sandalias hasta en invierno, tiene unos juanetes tan grandes que cualquier otro zapato le daña los pies.

—Bien, bien, avanzamos por buen camino.

Gonzalo estaba desconcertado: no entendía las preguntas ni lograba aventurar las deducciones que debía de estar haciendo el dominico.

—¿Qué me decís de las velas? —preguntó fray Diego.

—¿Qué les pasa a las velas? —replicó el joven, atónito.

—Me extraña que sean de cera y no de sebo como las que se usan de manera habitual en las hospederías.

—Así es, aquí las utilizamos de sebo —afirmó el muchacho—, pero el fallecido no aguantaba su olor; al parecer, demasiado fuerte para su nariz. Ya os dije que era un hombre muy especial y nos solicitó velas de cera, las mismas que veis aquí.

—Hablando de olores —señaló fray Diego—, Gonzalo, me referisteis que había un hedor intenso y desagradable en el lugar.

—Sí, ahora ha desaparecido; bueno, aunque no del todo —manifestó el alguacil olisqueando el aire—. Nada más entrar ordené abrir la ventana y por eso no lo percibís.

El dominico comenzó a moverse por la habitación y se fue acercando a la cama; tras detenerse a su lado miró debajo de ella.

—Aquí tenemos la fuente del mal.

El sacerdote se irguió con un bacín repleto de excrementos en la mano, que hizo que el desagradable hedor que había percibido Gonzalo al amanecer se hiciera de nuevo presente. Los rostros de Gonzalo y el muchacho no disimulaban su asco, mientras que fray Diego examinaba las deposiciones con un interés evidente.

—Vuestro amigo estaba enfermo, tal vez le envenenaron antes de darle este final tan cruel. Más vale que os deshagáis de esto —dijo dando el bacín al muchacho—. Está claro que, si queremos averiguar lo sucedido aquí, es conveniente observar el cadáver con el interés que se merece. De hecho, estos pobres restos son con seguridad lo que nos puede dar más información. Conviene examinar las manos y las uñas, eso nos dirá si la víctima opuso resistencia.

—¿No habéis dicho que fue sorprendido? —preguntó Gonzalo con extrañeza.

—Sí, pero es sólo una hipótesis. Mirad —dijo mostrando las manos del muerto—, no hay señales de golpes, hematomas o cualquier señal de otra violencia. Lo mismo sucede con las uñas; a pesar de tenerlas largas, no las utilizó para arañar a su asesino. Hay que concluir que Alonso fue sorprendido.

»Continuemos con la lengua. Si percibimos algún olor especial o coloración anormal, quedará confirmado el envenenamiento. También es posible que ingiriese una sustancia adormecedora.

Dicho esto, el dominico intentó abrir la boca del cadáver, pero había transcurrido mucho tiempo desde su muerte y ofrecía una rigidez extraordinaria. Finalmente, Gonzalo, haciendo palanca con su daga, pudo abrirla. Fray Diego hurgó dentro de ella y sacó un objeto blancuzco.

—¿Qué es eso? —preguntó el alguacil.

—Un ajo —respondió el clérigo.

—¿Un ajo? ¿Qué sentido puede tener meter un ajo en la boca de un muerto?

—No hemos concluido, Gonzalo, dejadme acabar y os explicaré algunas cosas, pero todo a su tiempo —aseguró fray Diego—. Si no le han envenenado, y hasta ahora no he visto morir a nadie por ajo, la causa de la muerte debe de ser la estaca hincada en el corazón.

El dominico se detuvo a examinar la clava y la herida e intentó extraerla sin éxito.

—Señor alguacil, haced el favor, estoy muy viejo ya para estas lides.

Gonzalo dio un par de pasos hacia el cadáver y arrancó la estaca sin aparente esfuerzo, aunque no pudo disimular su desagrado. El dominico se la quitó de las manos para examinarla con detenimiento.

—Es una madera amarillenta y de dureza media, no es encina. En cualquier caso, es mejor consultar con un experto en la materia que nos pueda decir el tipo de árbol y su procedencia.

El dominico dejó la clava encima de la cama y continuó examinando el cadáver.

—Vamos a ver si la herida en el cuello nos dice algo. No ha sido degollado, no es un corte de cuchillo o daga —continuó tras examinar los bordes de la herida—. El hombre que hizo esto no quería dar muerte a Alonso; es decir, cuando hizo esto ya estaba muerto. Lo que buscaba era cortarle la cabeza. Podemos ver que hay varios tajos, fuertes y profundos, por lo que es de presumir que debió de ser cercenado por un hacha. Tenemos dos armas: un hacha y una estaca. Gonzalo, ¿cuál de ellas creéis que le causó la muerte?

El alguacil se acarició la barbilla entrecana mientras miraba la clava de madera sobre la cama y el corte de la garganta. Arqueó las cejas y guardó un instante de silencio.

—Cualquiera de las dos me parece desacertada —concluyó—. Matar a alguien con un hacha es fácil, siempre que se descargue el golpe sobre la cabeza o el pecho, no que cercene el cuello como si fuera un verdugo. Por su parte, la clava es una pésima arma para sorprender y acabar con una persona.

—Todo lo que decís, Gonzalo, es muy cierto. Examinemos el charco de sangre. Si hubiera marcas en la madera del suelo eso indicaría que fue el lugar donde le cercenaron la cabeza. Muchacho, coge ese lienzo de la cama y limpia la sangre.

El fámulo hizo la tarea con tanta diligencia que en poco tiempo pudieron contemplar tres tajos recientes en las tablas del suelo.

—Ahora tenemos la certeza de que fue justo aquí. Todo esto nos lleva a otro punto. El ajo, la clava en el corazón y la cabeza cortada forman parte de un ritual.

—¿A qué os referís? —preguntó Gonzalo.

—Todavía es un poco pronto para exponeros mis conclusiones, acabemos de examinar el cadáver.

De nuevo se dirigieron a la cama y fray Diego levantó la manta para poder contemplar el cuerpo de Alonso. Estaba cubierto por una camisola de un blanco desvaído y no se apreciaba ninguna otra herida, aunque a sus espaldas había una gran mancha de sangre.

—Dadle la vuelta —ordenó el dominico.

Al voltearlo advirtieron que el cadáver tenía una gran herida en la espalda a la altura del corazón, a la que acompañaban seis puñaladas más.

—Por fin, aquí tenemos la causa de la muerte. Esta gran herida fue la que acabó con vuestro amigo. Antes de clavarle la estaca en el pecho, el asesino lo hizo en la espalda. Es decir, entró en la habitación y le atacó cuando no le podía ver, por eso no hay señales de lucha.

»El asesino sabía que una posada es un sitio excelente para cometer un crimen, hay una multitud de personas extrañas que entran y salen, un lugar ideal para no ser reconocido ni despertar sospechas.

»Es más, podemos suponer que se hizo pasar por carbonero. Vuestro amigo no sospechó nada, ya que no debía de quedarle apenas combustible. Abrió y le dio la espalda, momento que aprovechó el asesino para dejar el saco en el suelo, de ahí esa mancha de tizne a la entrada. Después le propinó seis puñaladas y le clavó la estaca, aunque es posible que el término puñalada sea impropio.

Fray Diego se acercó para examinar con detenimiento los bordes de las heridas.

—Fijaos en los cortes, esto es importantísimo, ya que nos revela el arma empleada. Es un objeto que sólo tiene corte por un lado, una espada o daga tiene doble filo y habría cortado por los ambos lados. Tampoco creo que fuera un cuchillo, puesto que en tal caso habría sido más profundo. Fue algo más pequeño y corto, casi con toda probabilidad una navaja. Es necesario quitarle la camisola para ver si hallamos algo más de interés.

Gonzalo y el muchacho se afanaron a despojarle de la prenda y, para sorpresa de todos, sobre el hombro derecho de Alonso apareció un tatuaje. En la piel estaba dibujado un dragón de aspecto siniestro que se devoraba la cola.

—¿Significa algo? —preguntó Gonzalo.

—Es demasiado pronto para saberlo, deberé indagar —respondió fray Diego encogiéndose de hombros—. Sería conveniente hacer una copia para investigar este raro dibujo. Acercadme un pliego de papel y el recado de escribir.

Fray Diego comenzó a dibujar de una manera esquemática pero ajustada a la realidad la extraña figura del dragón.

—Creo que con esto ya hemos acabado. Ahora podemos irnos.

Los tres hombres salieron de la habitación para dirigirse a las escaleras que bajaban a la bodega.

—¿Qué es lo que deducís de todo lo que hemos visto? —preguntó Gonzalo.

—Aunque no lo parezca, sabemos bastantes cosas del asesino.

—¿Qué cosas son esas de las que no tengo noticia?

—El asesino es un hombre fuerte, dedicado a algún trabajo manual en el que sea necesaria más fuerza que destreza. Fijaos que puso a Alonso en el lecho sin problema, no lo arrastró por el lienzo de la cama, lo que habría dejado manchas. Esto nos indica que no es un hombre débil o incluso una mujer. Todo lo contrario: lo levantó a pulso y lo depositó con mucho cuidado sobre la cama.

»Por el ángulo en el que clavó la estaca por la espalda podemos deducir que era más alto que Alonso. Es decir, bastante alto y de aspecto fornido. Casi con toda seguridad no es carbonero, eso fue sólo un ardid para no despertar sospechas.

»Un detalle muy importante es que antes se alojó en el barrio de Maravillas. Fijaos la situación porque es trascendental. Él nos indica que vayamos a un pueblo que está en el suroeste, pero, si vemos un mapa de Madrid, escogió el extremo opuesto, el barrio situado más al noreste de la villa. Debéis ir a allí y descubrir dónde estuvo hospedado. Aunque habrá varias posadas y muchos clientes, es posible que con su extraño comportamiento llamara la atención.

»Otro dato fundamental es que vuestro amigo sufría algún tipo de mal que por ahora es imposible determinar. Ya nos ha dicho el posadero que incluso antes de muerto estaba pálido y tenía grandes ojeras. Hemos visto que sus deposiciones eran sueltas, esta enfermedad es un detalle que no debemos olvidar.

Empezaron a descender la escalera, que crujió bajo el peso de sus cuerpos. Fray Diego se agarró a la barandilla, pues dio un traspiés, debido a que los escalones de madera estaban muy gastados.

—En otras palabras: habéis reconstruido el crimen e incluso algunas características del culpable —continuó Gonzalo—, pero no tenéis ninguna idea sobre quién puede ser.

—Es pronto para saberlo, pero contamos con algunos indicios relevantes. En el suelo había un pequeño retazo de suela de alpargata, aunque ninguna de las dos personas que entraban en el cuarto las usaba. Sabemos algo más: le robó la capa, de lo que se pueden deducir dos cosas: el dinero no era el motivo del asesino, ya que habría encontrado las monedas en el arcón, pero con su robo revela que no es un hombre rico. Esto concuerda con las armas empleadas: una navaja y un hacha. En mi opinión, el asesino puede ser un hombre de campo.

»Tenemos un último dato muy notable: la madera de la clava. En su carta nos señala un pueblo, sería conveniente saber con exactitud el tipo de madera y si se da cerca de ese pueblo. Aunque no sabemos quién es el asesino, tenemos un lugar de donde puede venir.

Al bajar la escalera vieron que la taberna estaba ahora algo más despejada, ya el público y el griterío eran menores.

—Hay una cosa que no acabo de entender, me refiero al extraño comportamiento de Alonso. ¿Por qué sólo salía por la noche? Hay dos explicaciones posibles. La primera es que estaba ocultándose de algo o de alguien. Trataba de evitar que le encontrasen y vino a esconderse en el bullicio de Madrid, buscó un barrio tranquilo y lo más alejado del pueblo de donde venía. Sin embargo, por alguna razón, acabó aquí.

—Señores, me vais a perdonar, pero tengo que atender a los clientes —interrumpió el muchacho.

—Muy bien, gracias por la ayuda prestada —dijo Gonzalo.

El joven se retiró para dirigirse a la cocina, mientras que ellos siguieron avanzando hacia la salida.

—Hay otra posibilidad —continuó fray Diego—. Tal vez creyese algo más siniestro y oscuro, puede ser que vuestro amigo pensara que se había transformado en un brucolaco, strigoi o vampir. Desde luego, la persona que lo mató estaba convencida de ello.

—No he oído ninguna de esas palabras en mi vida, ¿qué significan? —preguntó Gonzalo, mientras abría la puerta que daba a la calle.

Les recibió una ráfaga de aire frío que les dejó helados y agitó sus capas. En el cielo había unas nubes negras que amenazaban con una lluvia inminente, haciendo aún más sombrío el día que estaba a punto de acabar. El sol se ponía en el horizonte tiñéndolo de una tonalidad rojiza.

—Brucolaco, strigoi, vampir. Todos estos términos definen lo mismo: un ser diabólico y maldito —aseguró el dominico—. Son los no muertos, seres que vagan por la tierra extendiendo la semilla de su mal. Personas que han cometido un crimen, sacrilegio o suicidio venden su alma al diablo y al morir sus cuerpos son poseídos por los demonios. Matan a sus víctimas chupando su sangre y extienden su mal con la mordedura. Es un ser que tiene su origen en las siniestras y salvajes tierras del este de Europa.

»Son indestructibles salvo por cuatro causas. La primera es la luz solar, la misma que en apariencia vuestro amigo evitaba. La segunda es el ajo, tragar uno puede destruir al ser y es el motivo por el cual el asesino introdujo uno en su boca. Lo más habitual para matar a uno de estos seres es clavar una estaca en el corazón y cortarle la cabeza. Después de todo esto, se quema su cuerpo para que no vuelva a la vida. Nuestro asesino cumplió todos los requisitos menos este último.

»No pongáis esa cara, Gonzalo. La verdad es que todo esto es un tanto inquietante, pero no lo es menos que la carta de vuestro amigo. Alonso os dice que busquéis La Clave de Salomón.

—Sí, es cierto, ¿a qué se refería? ¿No será uno de esos acertijos que tanto os gusta resolver?

Detuvieron sus pasos cuando se cruzaron con un grupo vociferante de media docena de hombres borrachos tocados con sombreros anchos, plumas y atavíos multicolores propios de los soldados que se aprestaban en la capital para partir hacia el frente portugués. Después continuaron su marcha con paso rápido.

—Mucho me temo que no, esto es otra cosa —continuó fray Diego—. La Clave de Salomón es un grimorio. O lo que es lo mismo, un libro de conocimiento mágico. Son libros antiguos y malvados. Algunos contienen nociones de astrología y enseñan a fabricar medicamentos e incluso talismanes. Sin embargo, la mayor parte de ellos están dedicados a otras artes: hacer encantamientos y convocar a espíritus y demonios.

Un silencio molesto se hizo entre los dos hasta que, al llegar frente al monasterio de los mercedarios, el dominico se detuvo.

—Bueno, será mejor que nos separemos aquí, yo continuaré por la calle de Atocha, pero antes me gustaría hacer una advertencia. Gonzalo, debéis tener claro que esa llave no sólo abre la puerta a una casa. Es mucho más. Abre un camino hacia el pasado y os puede abrir también el futuro, pero cuidado porque en ese pasado hay algo siniestro y malvado que os puede aniquilar.

Fray Diego clavó sus ojos azules en los de Gonzalo y puso su mano en el hombro del alguacil.

—¿Queréis que vayamos a esa casa? Pensadlo bien antes de responder.

—Mucho me temo que lo sabéis.

—Sí, lo sé. Pocas veces se le ofrece a un hombre la oportunidad de cambiar su destino. Dejadme que prepare el viaje a ese pueblo, seguro que hay algún convento o monasterio cercano donde podamos alojarnos. Ya os advierto que lo que encontremos allí es muy posible que no os guste.

—Esto también lo sé —concluyó Gonzalo con voz grave.