Capítulo 93

Viseu, año 997

Los condes de Braganza, Guarda, Vila Real y Viseu aguardaban a la llegada del ejército de Córdoba, acompañados por sus caballeros y sus peones, formando una larga hilera frente a las murallas de Viseu. Días antes habían enviado a sus mensajeros para pedirle a Almansur que respetara sus ciudades y sus tierras, a cambio de unírsele en la campaña contra Santiago de Compostela. Como presente de bienvenida, habían traído grandes rebaños de vacas y ovejas, que pacían en el llano al cuidado de sus aterrorizados pastores, que huyeron despavoridos cuando los moros aparecieron por los montes.

El ejército de Almansur había cruzado ya Alándalus y las llamadas tierras de nadie, en un rápido desplazamiento que se inició el día 3 de julio, y por el camino esta escena se había repetido incontables veces. Imposible calcular el número de guerreros que componían ya la gran hueste; ¿treinta mil?, ¿cuarenta mil tal vez? Hombres a pie y a caballo; no sólo los que habían salido de Córdoba, sino también los miles de oportunistas que se incorporaban en las regiones que atravesaban, para evitar la destrucción o atraídos por la codicia de hacerse con las migajas del suculento botín que se esperaba conseguir en Compostela.

Asbag y Juan habían podido comprobar en persona lo que es ir detrás de un ejército en campaña. Es como seguir una gigantesca bola de fuego; la estela de destrucción y muerte que va dejando a su paso resulta inefable. Salieron de Córdoba en pos de la vorágine guerrera porque no hay nada tan peligroso como intentar viajar por delante; es como querer huir de una tormenta: si has de detenerte por cualquier motivo en el camino, te alcanza la avanzadilla que se adelanta a toda prisa para investigar las perspectivas de conquista y de botín; se trata de un remolino compuesto por los más crueles y temerarios guerreros, cuya pasión desenfrenada de matar y destruir guía el avance del voluminoso ejército que les sigue y al que deben abrir camino y facilitar avituallamiento. Es por eso más seguro seguir la senda de desolación y dolor, detrás, donde sólo quedan los humeantes rescoldos de los incendios, los cadáveres, las mujeres violadas y el dolor grabado en los rostros de los niños y ancianos que se quedan solos a la vera de los caminos.

Desde un elevado promontorio, a una distancia prudencial, Asbag y Juan vieron a Almansur avanzar por el llano, con la ondulante capa de seda blanca al viento y el brillante yelmo cónico con la larga visera cubriéndole desde la frente hasta el labio. Le seguían a pocos pasos sus guardias y los generales. Los condes se acercaron, descabalgaron y caminaron hacia él reverencialmente, inclinándose al llegar junto al pecho del gran caballo negro del ministro. Cambiaron unas cuantas palabras, Almansur alargó la mano y los cuatro nobles cristianos la besaron. Entonces uno de los generales moros se dirigió al trote hacia la primera línea de la hueste musulmana y estuvo dando órdenes. Al momento, los guerreros emprendieron una alocada carrera hacia los rebaños e hicieron presa en las reses, que empezaron a sacrificar allí mismo. Era como una inmensa jauría hambrienta, como un feroz hormiguero que en pocos minutos hizo desaparecer una ingente cantidad de carne, dejando el prado lleno de sangre, pieles y despojos.

Después se montó el campamento. Por los alrededores se levantó un mar de tiendas, y al caer la noche miles de pequeñas hogueras señalaban la gran extensión ocupada.

Asbag creyó llegado el momento de allegarse hasta el campamento de los caballeros cristianos.

—Hemos de ser prudentes —le dijo Juan—. Hay que evitar a toda costa que nos suceda lo mismo que en Córdoba, con aquel obispo. ¿Cuál es tu plan?

—Abordaremos a los condes castellanos y leoneses. Son cristianos; jamás rechazarán a dos obispos. Además, tengo las cartas del Papa. Después iremos buscando la manera de disuadirles de que participen de la destrucción de Santiago.

—¿Y crees que con ello ganaremos algo? —repuso Juan—. ¿Crees que si ellos se retiran evitaremos el desastre?

—No, sinceramente. Pero hemos de intentarlo. Me repugna pensar que guerreros cristianos participen en ese sacrilegio…

Ambos obispos se adentraron por el campamento, en la obscuridad de la noche. Cuando llegaron a la primera línea de tiendas castellanas, unos soldados les salieron al paso.

—¡Alto ahí! —dijo un heraldo—. ¿Quién va?

Les acercaron una antorcha.

—Somos dos obispos —respondió Asbag—. Llevadnos a presencia de vuestro señor.

El soldado avanzó delante de ellos y les condujo hasta una gran tienda, cuya cortina de entrada se encontraba echada, si bien se veía luz a través de las costuras. El heraldo solicitó permiso para entrar, y una voz desde dentro se lo permitió. Al momento salió y anunció:

—Mi señor dice que podéis pasar.

Asbag y Juan apartaron la cortina y entraron. Cuatro caballeros se pusieron en pie al ver entrar a los obispos. Por un momento se hizo el silencio. Después, Asbag se presentó:

—Soy el arzobispo de Toledo y mi hermano es el obispo de Córdoba. El Papa me envía. Aquí tenéis la carta que me entregó en Roma —dijo, extendiéndole el rollo al caballero de más edad.

El noble cristiano, que no sabía leer, se lo pasó a otro más joven, que lo observó con detenimiento y lo leyó bisbiseando las palabras latinas mientras los demás le miraban atentos.

—En efecto —dijo el caballero—, el Papa de Roma le envía; besémosle el anillo.

Los caballeros se acercaron y besaron el anillo de Asbag. Después, el noble de más edad dijo:

—Yo soy Peláez y éstos son Aznar, Gonzalo y Jerónimo. Somos condes. Nuestros reyes, Bermudo II de León y Sancho II de Navarra, nos enviaron para que lucháramos al lado de Almansur, después de declararse vasallos suyos. Pero, por favor, sentaos, señores obispos, y compartid nuestra mesa.

Un criado trajo una gran hogaza que Peláez partió con su puñal y repartió; después trajeron carne asada, queso y una jarra de vino. Todos comieron con apetito.

Uno de los caballeros, de unos cincuenta años, de pelo gris y ojos claros, le dijo a Juan:

—En cierta ocasión, hace muchos años, conocí en Burgos a un obispo de Córdoba. Debía de ser tu antecesor. Lo había enviado allí el rey de los moros para hacer tratos con el obispo de Burgos, que entonces andaba alzado en armas.

Al escuchar aquello, Asbag soltó el pedazo de carne que se iba a llevar a la boca y miró al conde con una expresión de sorpresa.

—¡Yo era ese obispo! —exclamó—. ¡Claro! ¡Eres Jerónimo! Te recuerdo perfectamente; nos custodiaste por las sierras de Oca.

—¡Oh, Dios! —dijo Jerónimo—. El mundo es de verdad pequeño. ¿Quién podría imaginar que volveríamos a vernos?

—¿Qué fue de aquel obispo? ¿Don…? —preguntó Asbag.

—Don Nuño —respondió el conde.

—Sí, eso, don Nuño. ¿Qué fue de él?

—Murió guerreando, como era de esperar. Jamás llegó a consentir hacerse vasallo de los moros.

—¡Cuánto han cambiado las cosas! —suspiró Asbag—. Entonces se logró la paz con mucho esfuerzo y… ¿de qué ha servido?

—La guerra pertenece al mundo —repuso Jerónimo.

—No —replicó Asbag—. La guerra es patrimonio de los diablos, y los hombres se asocian a su reino de tinieblas.

Se hizo un gran silencio. Los caballeros se quedaron como paralizados, mirando al anciano obispo. Asbag prosiguió:

—Es el mismo demonio el que azuza a los espíritus de los hombres para que se destruyan unos a otros. Es él, que no quiere que quede piedra sobre piedra de las obras humanas…

El mozárabe se detuvo; no consideró prudente continuar, temiendo que sucediera algo parecido a lo de aquel día en Córdoba y que alguno de los caballeros se diera por aludido. Cierta tensión se apoderó del ambiente. Los rostros se ensombrecieron y ya nadie dijo nada más. Aunque las palabras de Asbag habían sido pocas y ambiguas, se vio que todos habían comprendido su sentido. Uno por uno, se fueron levantando y se despidieron. También Asbag y Juan se pusieron en pie, cuando sólo quedaron en la tienda Jerónimo y los dos obispos. Pero el conde los retuvo.

—No, por favor —dijo—. ¿Podéis quedaros un momento más conmigo?

Los mozárabes volvieron a sentarse y aguardaron prudentemente a que el conde se explicara.

—Sé por qué habéis dicho eso —aseguró—. Pensáis que obramos mal al colaborar con el sarraceno en esta campaña. Deberíais andar con cuidado; si Almansur llega a enterarse de que andáis por ahí instigando a la rebelión no duraréis ni un día. Tiene espías en todas partes.

—Dime la verdad —se decidió a hablar con franqueza Asbag—. ¿Participaréis en ese sacrilegio? ¿No os dais cuenta de que lo que busca Almansur es terminar con la cristiandad? Y luego, ¿qué haréis? ¿Os haréis vosotros musulmanes; abandonaréis a Cristo?

—¡Eso nunca! —respondió Jerónimo, sacándose una cruz que guardaba junto a su pecho, colgada del cuello por un cordón.

—Entonces, ¿qué hacéis aquí?

—Ya te lo dijo Peláez. Nuestros reyes se hicieron vasallos de Almansur. ¿No hemos de seguirlos a ellos? ¿No fue Dios quien los eligió a ellos?

—¿Iréis, pues, contra Santiago? ¿Seréis capaces de hacer un mal tan grande?

El conde estaba tenso, su respiración estaba alterada y sus ojos encendidos de furia.

—¡No, no, no! —respondió—. ¡De ninguna manera!

Dicho esto, miró nervioso hacia la cortina de la puerta. Se acercó hasta ella y la apartó para echar un vistazo a un lado y a otro, por si alguien estaba escuchando. Después, bajando la voz, prosiguió:

—Jamás hemos pensado ir contra Santiago. Nos unimos a Almansur porque no teníamos otro remedio, pero cuando supimos en Córdoba que su objetivo era destruir el templo del apóstol… No, jamás se nos pasó por la cabeza cometer tal abominación. ¿Me creéis?

—Sí. Le dijo Asbag. Te creo de todo corazón.

Entonces el conde se aproximó más a ellos y les dijo:

—Tenemos un plan. Cuando llegasteis esta tarde, estábamos hablando de ello. Ya hemos enviado un mensajero a Portucale y otro a Tuy, diciéndoles que resistan y comunicándoles los puntos flacos del ejército de Almansur. Antes de llegar a Santiago, nos revolveremos contra los moros y les haremos todo el daño que podamos por la retaguardia.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Asbag—. Odio la guerra; pero pediré a Dios que os ayude. Hay que evitar a toda costa el desastre.