Capítulo 91

Córdoba, año 997

A mediados de abril el ejército cordobés regresó de su última campaña. El rumor de la llegada corrió dos días antes por la ciudad, de manera que cuando apareció la gran hueste en el horizonte toda la población había salido de los muros para recibirla. Únicamente se quedaron en sus casas los que estaban enfermos y guardaban cama; como Asbag, que llevaba una semana aquejado de fiebres, sin poder levantarse. Aun así, cuando supo que el ejército estaba ya a las puertas de la ciudad, echó un pie al suelo y quiso salir a la calle.

—¿Estás loco? —Le retuvo Juan—. ¿Quieres empeorar ahora que te vas recuperando?

—He de ir, he de ver a Almansur —dijo él.

—¿A Almansur? ¿Crees que vas a poder acercarte a su caballo con la multitud de gente que se apretujará alrededor de su guardia? Ni siquiera yo que me encuentro sano me atrevería a intentarlo.

Después del esfuerzo, Asbag se desplomó de nuevo en el jergón, sudoroso y dominado por los temblores.

—Hay que saber si es verdad que el objetivo de su próxima campaña será destruir Santiago de Compostela; hay que averiguarlo —decía.

—¡Vamos, descansa! —Se enojó Juan—. Deja eso ahora. Hay tiempo. ¿Crees que, recién llegados, estarán dispuestos a emprender un viaje como ése? Ya nos enteraremos. Ahora lo único importante es que te repongas.

Llevaban ya más de un mes en Córdoba, alojados en la casa de Doro, junto a la posada; y durante todo ese tiempo no habían dejado de hacer averiguaciones. Habían visto a los pocos cristianos que quedaban y habían recorrido las iglesias y monasterios. Se habían llevado un gran disgusto porque el panorama era desolador: apenas quedaban unos cuantos ermitaños, perdidos en las sierras, poco instruidos y embrutecidos por los años de aislamiento; en la ciudad la mayoría de los que se habían decidido a no emigrar se había convertido a la religión musulmana o se mostraban tibios e indiferentes. En cuanto a los edificios, habían sido ocupados, convertidos en mezquitas o estaban en ruinas. Para ambos obispos, que habían conocido el esplendor de la comunidad mozárabe cordobesa, la situación no podría ser causa de mayor aflicción.

—Aquí no hacemos nada —se quejaba Juan—. No deberíamos haber venido. Ya imaginábamos lo que íbamos a encontrar. ¿De qué nos ha servido llevarnos este disgusto?

—No, no digas eso —replicó Asbag—. Éste es nuestro sitio, y es aquí donde debemos estar. Hemos sido felices aquí; ¿vamos a quejarnos ahora que vienen las dificultades? Recuerda a Job: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males? El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó; ¡alabado sea el nombre del Señor!».

—Pero no hay nadie; no queda nada…

—Ten paciencia. Dios nos mostrará el sentido de todo esto. Él nos mostrará el camino.

—Lo siento, no puedo verlo; no puedo entender cuál es nuestra misión aquí. Desde que gobierna ese Almansur, Alándalus ha cambiado. Una vida ha terminado. Nada de lo de antes volverá. Siempre ha habido dificultades, persecuciones, pero esto es diferente. Es como si una barrera, un muro, hubiera separado dos mundos: en el norte la cristiandad florece, se fundan monasterios, se construyen catedrales, se consagran templos; en cambio, aquí todo se ha perdido… Y ahora eso: ¿crees que si a ese tirano cruel se le ha metido en la cabeza destruir Santiago alguien podrá detenerle? Saqueó León, Zamora, Sahagún… y Barcelona, ante las barbas de los francos. ¡Nada podrá detenerle!

—¡No digas eso! —le recriminó Asbag—. ¡No compares el templo del apóstol con esas plazas!

—¡Bah! ¿Qué es el templo del apóstol para él? Es más, ¿qué representa para sus hombres? Un atractivo botín, sólo eso. ¿Crees que los guerreros que le acompañan se van a detener ante el santuario? No, no lo harán; han destruido ya cientos de iglesias. Para ellos es una más.

—Es muy grande el significado de ese templo para la cristiandad —repuso Asbag—. Los reinos cristianos no lo consentirán.

—Siento recordártelo —dijo Juan con amargura—, pero en esa hueste que acaba de llegar a Córdoba figuran centenares de leoneses, castellanos y navarros, nobles los más de ellos acompañados por los hombres de sus territorios… ¿No son acaso cristianos? Ya te he dicho que el mundo ha cambiado; a esos hombres sólo les seduce la elevada paga que Almansur les ofrece y el suculento botín que obtienen en la guerra.

—Confío en que serán incapaces de ir contra Santiago.

—Dios te oiga. Pero dejemos esto. No quiero ya preocuparte aún más. Descansa ahora para que se marche tu fiebre. Después decidiremos qué es lo mejor.

Avanzó la primavera y las fiebres abandonaron por fin a Asbag, pero le quedó una gran flojedad de piernas de resultas de su enfermedad. Se pasaba el tiempo bajo una palmera que había en el destartalado corral de la casa de Doro, donde se amontonaban los trastos viejos de la iglesia y los restos de objetos que habían servido para el culto. Cuando empezaron los calores, también dormía allí, porque estaba más fresco y porque no deseaba quitarle su sitio a alguno de los catorce hijos de Doro.

Cuando se hubo recuperado un poco, se acercó hasta la cercana calle de los libreros, donde había estado su casa, en el alto de uno de los establecimientos que se dedicaban a comprar y vender libros, y a despachar tintas, pergaminos, cálamos y demás utensilios de escritura. Aparentemente, no había cambios; todo seguía igual que siempre, con los libreros dedicados a lo suyo y el familiar aroma de los materiales en el ambiente. Pero las personas habían cambiado. A la puerta de su casa había un hombre maduro que se apresuró a preguntarle si necesitaba alguna cosa. Asbag entró en la tienda y estuvo ojeando los estantes; el contenido de los libros también había cambiado: sobreabundaban los manuscritos de los empalagosos poetas orientales y las fantásticas crónicas de héroes desconocidos; y, cómo no, el Collar único o incomparable de Ibn Adb Rabbih, obra extensísima dedicada a los problemas de la educación y el saber, de la cual todo musulmán que se consideraba instruido encargaba una copia. Después de indagar con cautela, Asbag supo que los libreros cristianos se habían marchado hacía tiempo hacia el norte; y, entre ellos, sus familiares y conocidos. Era imposible saber hacia dónde habían encaminado sus pasos.

Cuando regresó a San Zoilo, tomó un baño y se tumbó en una estera al borde del aljibe para poder descender fácilmente; le gustaba refrescarse en el agua tibia, pues tenía aún grabado en la mente el fuego de los largos días de fiebres. Echado y arropado con una sábana limpia, miles de recuerdos acudieron a él: las fiestas de la Natividad, el Domingo de Ramos, Pascua, Pentecostés; la celebración del año cristiano. Se acordó del rumor de las plegarias de los monjes en la madrugada, de las recitaciones de las oraciones y de las fórmulas de fe en la cercana escuela, de las largas horas de estudio de la doctrina de los Padres de la Iglesia y de las Etimologías de san Isidoro. Reparó entonces en que, además de todo eso, a esta Córdoba de Almansur le faltaba algo: el sonido de las campanas. En tiempos de al-Nasir hubo también una persecución y los alfaquíes exigieron que las campanas fueran de madera. Asbag no había olvidado aquel sonido de las llamadas de las iglesias en su infancia. Sin embargo, más tarde, los tintineos metálicos habían vuelto a marcar las horas de la oración y de la liturgia del barrio cristiano.

Cerró los ojos. Se esforzó en reconciliar los bellos recuerdos con el presente. Se tranquilizó. Pero en ese momento le sobresaltó la voz chillona de Doro, que resonó en la bóveda del aljibe:

—¡Obispo Asbag! ¿Obispo Asbag?

—¿Eh…?

—Vengo del campamento de los soldados, del otro lado del río. ¿Puedes imaginar lo que he visto allí? —dijo Doro.

—¡Vamos, habla!

—A unos sacerdotes diciendo misa.

—¿Cómo?

—Lo que estás oyendo. Fui allí para ofrecer mi fonda a los oficiales… Compréndeme…, pagan bien y, bueno, ellos están cansados de las largas horas sobre el caballo…

—Bien, bien, Doro, no te justifiques —replicó impacientemente Asbag—. Al grano; a lo que me interesa… ¿Dices que has visto decir misa en el campamento de las huestes de Almansur?

—Sí, hace un momento. En la parte del campamento donde estaban acampados los mercenarios cristianos, los sacerdotes que vienen con ellos dicen misa a diario. Sabía que te interesaría la noticia.

—¡Ve a buscar al obispo Juan! —ordenó Asbag—. Hemos de ir allí inmediatamente.

Cuando llegó Juan, Asbag había extendido sobre una alfombra los ropajes episcopales de uno y otro, que hasta ahora habían permanecido envueltos en uno de los fardos que se trajeron desde Ripoll: albas, casullas, superhumerales, mitras y báculos con las flámulas o gallardetes de cada uno.

—Pero ¿qué…? —Se sorprendió Juan—. ¿Por qué has sacado todo esto?

—Ha llegado el momento de dar la cara —respondió Asbag.

Con las indumentarias de sus rangos, el obispo y el arzobispo se montaron en sus mulas y pusieron rumbo al campamento militar de Córdoba. Como solía suceder cuando algo vistoso recorría las calles, una harapienta y curiosa chiquillería callejera se puso a seguirles como un improvisado séquito. Asbag, que lo había previsto, echó mano a su alforja y arrojó puñados de dátiles.

Ya desde el puente se divisaba el pequeño rabal del otro lado del río y el infinito mar de tiendas que se perdía en el horizonte de la vega.

Cualquiera podía entrar en el campamento, por lo que constantemente transitaban por él vendedores ambulantes, prostitutas, alcahuetes y curiosos. Nadie se extrañó del paso de los dos obispos, a pesar de su atuendo.

En las primeras líneas de tiendas de campaña, preguntaron por el campamento de los mercenarios cristianos.

—¿Los rumies? —dijo con indiferencia un soldado africano—. Allí, hacia poniente, ya verás los estandartes.

Se sorprendieron al avistar las insignias bordadas con cruces y signos de las casas nobiliarias más antiguas de León, Navarra y Castilla. Los criados preparaban la comida delante de las tiendas, sacudían alfombras en las traseras o barrían con grandes escobones debajo de los sombrajos. Al ver a los prelados, corrieron hacia ellos reclamando bendiciones.

—¿Y vuestros amos? —les preguntó Asbag.

—Están en la ciudad —respondieron—. Regresarán a la hora del almuerzo.

Entonces preguntaron por los sacerdotes que había visto Doro a primera hora de la mañana. Les indicaron el lugar donde estaban acampados, y ambos obispos se dirigieron hacia allí.

En un lugar espacioso del campamento había un altar erigido sobre un estrado, con un sinfín de velas encendidas, toscas imágenes de la Virgen e innumerables relicarios colocados por todas partes. Alrededor del altar, en especies de pequeñas capillas de palos techados con ramas secas, varios sacerdotes celebraban misas, cada uno en un altar, con la asistencia de algunos soldados.

—Esperemos a que terminen —dijo Asbag.

Los obispos permanecieron a cierta distancia, para ver qué pasaba. No fue por mucho tiempo, porque uno de los sacerdotes impartía ya la bendición final. Entonces, los soldados echaron mano a su bolsa y le pagaron una cantidad al sacerdote. Al momento aparecieron otros soldados que aguardaban respetuosamente a un lado y se acercaron para celebrar otra misa. El sacerdote preparó todo de nuevo y comenzó el oficio.

—¿Estás viendo lo mismo que yo? —dijo Juan enfurecido.

—Sí —respondió Asbag—, son sacerdotes simoníacos.

En ese momento, alguien les llamó desde atrás:

—¡Eh, venerables padres!

Se volvieron y vieron acercarse hacia ellos a un grueso y sonrosado clérigo, vestido con un alba bordada en oro, que se ponía en ese momento una mitra.

—¿Eres obispo? —le preguntó Asbag.

—Sí —respondió el clérigo—. Ya veo que vosotros también. ¿De dónde sois?

—Yo soy el metropolitano de Toledo —respondió Asbag—, y él es obispo de Córdoba.

—¡Vaya, cuánto honor! —exclamó el grueso prelado—. Pues yo soy el obispo de Toro; el rey Bermudo II de León me nombró. Pero… ¿qué hacemos aquí? ¡Pasad a mi tienda! Comeremos algo y podremos hablar con más tranquilidad.

Entraron en la tienda y se acomodaron en un tapiz, sobre mullidos almohadones. Había hermosos muebles y lujosos objetos: jofainas de plata, vajillas y cortinajes de seda. La tienda parecía un pedacito de un palacio. Enseguida acudieron varios criados que se pusieron a servirles.

Asbag quiso saber por qué el obispo de Toro, que se llamaba Fernández, se encontraba allí, en Córdoba, y no en su sede.

—Es una larga historia —respondió el obispo—. Supongo que por la misma razón que tienes tú para estar aquí y no en Toledo. Hoy las cosas están difíciles… Allí no hay nada más que moros; y para estar entre moros prefiero hacerlo aquí. La vida militar reporta mayores beneficios. Resulta que el rey de León, Bermudo, que es mi primo, me envió hace cuatro años a traerle a Almansur a su hija, la princesa Tarasia, para entregársela en matrimonio y, ya veis, decidí quedarme.

—Pero… ¿cuántas esposas tiene Almansur? —le preguntó Juan.

—¡Oh, cuatro, como todos esos malditos moros! —respondió Fernández—. Además de montones de concubinas. Fijaos, otra de sus mujeres es la princesa Abda, hija del rey de Pamplona Sancho Garcés II, llamado Abarca. Dicen por ahí que tiene especial predilección por las cristianas. Se aficionó con la sultana esa, Subh, la favorita del califa Alhaquen. ¡Ja, ja, ja…! —Rio con una desagradable carcajada con sonido de trompeta cascada.

A Asbag empezó a resultarle cargante aquel obispo. Se dio cuenta enseguida que era uno de esos prelados nombrados por los reyes del norte, como recompensa a algún favor, o para satisfacer sus deseos de sentirse poderosos, rodeados de dignatarios eclesiásticos. No obstante, les vino bien para enterarse de un montón de cosas.

—¿Quién es el jefe de los mercenarios? —le preguntó Asbag.

—Son varios. Por León es otro primo mío, Gonzalo; por Castilla un tal Gerome de Burgos; y por Navarra un hermano del rey García, Diego Sánchez.

—¿Hay muchos caballeros cristianos al servicio de Almansur? —Quiso saber el mozárabe.

—¡Uf! Más de un centenar, con sus hombres; unos dos mil en total. ¡Lo mejor de lo mejor! Aquí están ahora mismo las armas más diestras de los cristianos.

Asbag se quedó estupefacto. Decidió ir al grano.

—¿Sabes que Almansur piensa marchar sobre Santiago de Compostela? —le preguntó.

—¡Claro! —respondió Fernández—. Todo el mundo lo sabe aquí. ¿Por qué creéis que llegan caballeros nuevos cada día, sino a sumarse a esa campaña?

—¿Quieres decir que los cristianos marcharán también sobre Santiago? —se indignó Asbag.

—¡Hombre, sobre Santiago no! Pero participamos en la campaña. Esos gallegos se lo tienen merecido…

—¡Pero qué dices, insensato! —Saltó Juan—. ¿Vais a participar en ese sacrilegio?

—¿Sacrilegio? —Fernández hizo un mohín de disgusto—. Mirad, lo que haga el moro nos tiene sin cuidado; nosotros somos simples soldados que nos ganamos así la vida… No, no, no… Nada de sacrilegios… Nosotros no pensamos destruir el templo. ¡Que lo hagan los moros si es lo que quieren!

—¡Oh, Dios mío! —se quejó Asbag—. ¡Vayámonos! ¡Vayámonos de aquí enseguida! He de hablar con esos caballeros.

Fernández puso cara de extrañeza y dijo:

—Entonces, ¿no venís a hablar de negocios?

—¿De negocios? —dijo Asbag con expresión de no entender.

—Sí, de negocios. Pensaba ofreceros un buen número de misas. Los caballeros prefieren las de los obispos, como es natural, y yo no doy abasto. Por la mitad de los estipendios podéis decir cuantas seáis capaces. Me pagaréis la otra mitad y en paz.

No pudo terminar; Juan se lanzó sobre él y le agarró por el cuello.

—¡Maldito simoníaco! —le gritaba—. ¡Sacerdote del demonio!

Los criados salieron en defensa de su amo, y Asbag también terció, de modo que entre todos consiguieron que cesara la pelea.

—¡Vamos, aprisa! —dijo Asbag—. ¡No compliquemos las cosas!

Los dos obispos mozárabes salieron de la tienda. Detrás de ellos, Fernández bramaba:

—¡Esto lo pagaréis! ¡Lo pagaréis caro!

Asbag y Juan subieron a sus mulas y pusieron rumbo a la salida, al trote, pero, antes de llegar al final del campamento, una veintena de hombres armados los rodearon y los prendieron por orden de Fernández.

El grueso obispo corrió hasta ellos y, enrojecido de ira, les dijo:

—¡Quiénes os habéis creído que sois! ¿Pretendéis acaso venir hasta aquí a haceros los santos? ¿Pretendéis decirme a mí lo que está bien o mal…? Ya veremos lo que opinan los moros cuando os entregue a ellos.