Capítulo 90

Córdoba, año 997

En el patio de la madraza de la mezquita mayor, Asbag sufrió un desvanecimiento. Habían sido demasiadas emociones; estaba agotado. Quiso apoyarse en una de las columnas, pero finalmente cayó al suelo.

—¡Eh, abuelo! —le gritó alguien—. ¿Qué te sucede?

El obispo se sentía como en el fondo de un pozo. Forzaba los ojos para ver más allá de la niebla que tenía delante, pero sólo atisbaba sombras. «¡Dios mío! ¿Estaré muriendo?», pensó. Había sido demasiado terco. Ya se sintió mal por la mañana, pero se negó a que Juan le acompañara a la mezquita por temor a que alguien pudiera reconocerlo, ya que él había estado en Córdoba hacía menos tiempo. Pensó que era mejor que se quedara en la fonda. Al fin y al cabo, ésta era la última gestión que le quedaba por hacer: encontrar a Zobaidi y conocer la visión de un sabio sobre todo lo que había sucedido en Córdoba; sólo así podría adivinar si existía alguna posibilidad de que algo pudiera volver a ser como antes. En el fondo, Asbag estaba obsesionado por indagar en el misterio último de Abuámir, para hallar respuestas a muchas incógnitas que ni siquiera Subh había podido aclararle. Por eso, y porque en cierta manera se consideraba culpable por haber sido él uno de los que le abrieron las puertas de la casa de Alhaquen. Acuciado por esta obsesión, había ido de un lado para otro desde que llegó a Córdoba, sin apenas descansar, sin reparar en que ya era un hombre de casi setenta años.

—¡Vamos, aprisa, traed un poco de agua para este pobre hombre! —Oyó, mientras seguía haciendo fuerza para despegar los párpados.

Se sintió extrañamente aturdido, pesado unas veces y ligero otras, invadido por un hormigueo y un sudor frío. Le colocaron algo debajo de la cabeza y notó el agua fría en el rostro. Alguien echaba aire con un abanico. Parecía que empezaba a recuperar las fuerzas.

—¡Eh! ¿Qué me ha pasado? —dijo al fin.

Abrió los ojos y vio un corro de gente a su alrededor: ancianos alfaquíes y jóvenes estudiantes de la madraza. Le ayudaron a incorporarse y se sentó recostado en una columna.

—Sufriste un mareo, maestro —respondió uno de los jóvenes—. Será por el calor; hace mucho calor ahí fuera.

—Oh, sí, ya me siento mejor —dijo Asbag.

—¿Buscabas a alguien, maestro? —le preguntó uno de los teólogos.

En ese momento, Asbag se dio cuenta de que le habían confundido con un alfaquí, que era lo que él había pretendido al ponerse el atuendo adecuado para pasar inadvertido en la madraza. Se había disfrazado tantas veces en los últimos días que casi lo había olvidado.

—¿Deseabas hablar con alguien? —insistió el maestro.

—Ah, sí… Zobaidi, el ulema Zobaidi… —balbució.

—Bien, si te encuentras ya más repuesto, te llevaré junto a él.

Apoyado en el hombro de uno de los jóvenes alumnos, Asbag fue conducido al interior de la mezquita. Atravesaron el bosque de columnas a cuyos pies permanecían sentados numerosos estudiosos absortos en sus lecturas y en sus meditaciones, hasta un rincón donde había un anciano sobre una estera, retorcido sobre sí mismo como un tronco de olivo.

—¡Maestro! ¡Maestro Zobaidi! —le gritó el alfaquí.

El anciano no se inmutó.

—¡Maestro! ¡Eh, maestro Zobaidi! —insistió—. Está algo sordo, ¿sabes? —le explicó a Asbag.

Zobaidi alzó la cabeza y extendió las manos. Asbag se dio cuenta de que además de sordo estaba ciego. Entonces pensó que sería muy complicado hablar con él, por lo que le pidió al alfaquí:

—Necesito hablar con él en privado; ¿hay alguna habitación donde podamos ir? ¿Os importa que mantengamos nuestra conversación en la intimidad?

El alfaquí se encogió de hombros y respondió:

—Como quieras. Ahí está el cuarto del vigilante de noche. Cerrad la puerta y hablad cuanto queráis.

—¡Vamos, maestro! —le gritó el joven estudiante a Zobaidi—. ¡Levántate, que quieren hablar contigo!

Como mecánicamente, el anciano se aferró a las manos del joven y se enderezó con gran dificultad. Asbag quiso ayudar.

—¡Deja, deja tú! —Le frenó el alfaquí.

Los cuatro avanzaron por el pasillo muy despacio, al paso trabajoso de Zobaidi, que se dejaba conducir sin haber dicho aún ni una palabra.

En el cuarto del vigilante, Asbag se cercioró de que la puerta estaba bien cerrada y se sentó junto al maestro en el catre que, como único mueble, ocupaba casi toda la minúscula estancia.

Miró a Zobaidi con detenimiento. Le limpió un hilo de baba que se le descolgaba desde el labio. El anciano estaba descuidado, sucio, y olía a orines. Había menguado mucho; apenas abultaba. Recordó en ese momento el aspecto que tenía cuando dirigía la gran biblioteca de Alhaquen; entonces tendría cuarenta años: era delgado, austero y meditabundo, pero sonriente. Fue el discípulo favorito de al-Qali, el sabio que más bellamente hablaba según la opinión de todos, y de él adquirió una sabiduría limpia, libre de fanatismos, abierta a todo lo que fuera conocimiento, viniera de donde viniera. El anterior califa tuvo siempre una especial predilección por él y no podía prescindir de sus opiniones templadas y ecuánimes a la hora de organizar las tertulias a las que era tan aficionado.

El obispo se acercó cuanto pudo al oído del maestro y le dijo:

—Zobaidi, soy Asbag aben-Nabil. ¿Me recuerdas?

El anciano sabio alargó una mano temblorosa y sarmentosa. Asbag la tomó. Así, con la mano apretada entre las suyas, insistió:

—Soy Asbag, el obispo. ¡Asbag! ¡Asbag aben-Nabil!

Tenía que recordarlo; habían trabajado juntos muchas horas, habían hablado largo y tendido y habían acompañado al anterior califa en muchas tertulias. Los ancianos, por perdida que tengan la cabeza, se acuerdan siempre del pasado lejano.

—¿Recuerdas? —Siguió intentándolo—. ¡La biblioteca! ¡La biblioteca de Alhaquen!

—¡Ah, vienes de la biblioteca! —dijo al fin el maestro—. ¡Asbag, vienes de la biblioteca!

—¡Gracias a Dios! —exclamó el obispo—. ¡Te acuerdas! ¡Te acuerdas de mí!

—¡Claro! ¿Cómo iba a olvidarte? Escribes de maravilla. Le he dicho al príncipe Alhaquen que hay que ampliar la biblioteca. ¿Has visto la falta que hace…? ¡Ah, cuántos libros…!

Asbag se dio cuenta de que el viejo, además de sordo y ciego, estaba aquejado ya de locura senil. Se desilusionó al ver que no podría mantener una conversación con él, pero no dejó de intentarlo.

—Maestro, por favor, recuerda; Alhaquen murió, murió hace años…

—¿Murió? —preguntó Zobaidi con cara de sorpresa.

—Sí, maestro, todos hemos de morir. Ahora el califa es Hixem, el hijo de Subh, ¿lo recuerdas?

—Ah, Hixem, pobre Hixem… —balbució el anciano.

—¿Qué sucedió, maestro? ¿Qué sucedió con Abuámir?

Al escuchar ese nombre, Zobaidi se puso rígido de repente; su respiración se aceleró y apretó las manos de Asbag. Empezó a gritar:

—¡Él! ¡Él quemó la biblioteca! ¡Fue él! ¡Abuámir la quemó! ¡Yo lo vi! ¡Qué los iblis le perjudiquen! ¡Que Alá le haga arder en su fuego!

Entonces se abrió la puerta del cuarto y entró el alfaquí, sobresaltado.

—¡Chsss…! —Intentó acallar al anciano—. ¡Calla, maestro!

—¡Él la quemó! ¡Maldito! ¡Hijo de Satanás! —seguía gritando.

—¿Qué le has dicho? ¿Quién eres? —le preguntó el alfaquí a Asbag.

—¡Calma! ¡Calma! Sólo quería saber algunas cosas… —dijo él, preocupado por lo que había sucedido.

Cuando Zobaidi se calmó, el alfaquí cerró la puerta por dentro y se encaró con Asbag.

—¿Quién te manda? ¿A qué has venido? Habla sin miedo.

Asbag decidió hablar con franqueza. En realidad nada tenía que perder.

—Soy Asbag aben-Nabil. Yo era el obispo de los cristianos de Córdoba en tiempos de Alhaquen. Trabajé junto a Zobaidi en la biblioteca del califa. He pasado años en países lejanos, y regresé hace dos días. Sólo quería preguntarle algunas cosas al maestro.

—Te recuerdo perfectamente —dijo con serenidad el alfaquí, para sorpresa de Asbag—. Yo he sido siempre discípulo de Zobaidi. Gracias a Dios, conseguí salvar algunos libros cuando se quemó la biblioteca y, entre ellos, conservo alguno de los que tú copiaste.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el obispo—. ¿Se quemó la biblioteca?

—Sí, Almansur la quemó.

—Pero… ¿por qué? ¿Qué ganaba con ello?

—Como otras tantas cosas, lo hizo por su propio bien.

—¿Por su propio bien?

—Almansur ha sido siempre un musulmán muy tibio. No se le puede censurar que haya sido libre en materia de fe: era demasiado prudente para pregonar algo que habría causado problemas. Pero se decía por ahí que era poco piadoso. A los ulemas eso no les gustaba, y él lo sabía.

—¿Y eso qué tenía que ver con la biblioteca?

—Quiso ganarse a los ulemas fanáticos, a los más radicales. ¿Qué mejor forma que destruyendo los libros filosóficos de Alhaquen? Ya sabes que a los ortodoxos les pareció siempre un peligro esa biblioteca. Almansur los reunió. Convocó a Zahra a los fanáticos Acili, Aben-Dacuan y otros, los condujo a la biblioteca y les dijo que, con el propósito de acabar con los libros que trataban de filosofía, de astronomía o de otras ciencias, prohibidas por la religión, les rogaba que ellos mismos decidieran cuáles debían apartarse. Pusieron inmediatamente manos a la obra, y cuando terminaron su tarea Almansur mandó arrojar los libros condenados a una gran hoguera. Y, a fin de demostrar su celo por la fe, quemó algunos con sus propias manos.

—¡Por el Altísimo! ¡Es terrible! —Se horrorizó Asbag.

—Sí, lo es. Y el pobre Zobaidi estaba allí, presente. Desde entonces perdió la razón. La dedicación de toda su vida ardía ante sus ojos.

—¿Y Hixem lo consintió?

—Era todavía un muchacho. Pienso que Almansur lo hizo también para que el joven califa no pudiera seguir los pasos de su padre. Según el testimonio de Zobaidi, que fue su maestro, Hixem daba muestras en su infancia de las más felices disposiciones; aprendía cuanto le enseñaban con gran facilidad y tenía un juicio más sólido que la mayoría de los niños de su edad. Por eso Almansur empezó a sentir celos de él cuando fue creciendo, porque podía hacerle sombra, y quiso obscurecer su inteligencia apartándole de los libros y de cualquier contacto con la sabiduría. Por eso construyó al-Medina al-Zahira, para alejar a todo el mundo de Zahra, donde estaba aún tan vivo el recuerdo del sabio Alhaquen. ¡Dios maldiga a ese tirano!

—¡Dios le maldiga! ¡Dios le maldiga! —dijo el anciano Zobaidi como un eco—. ¡Cuánto daño! ¡Cuánto daño ha hecho!

—¿Pero ese Almansur no teme a Dios? —Se enardeció Asbag—. ¿No cree que Dios nos ha de juzgar por nuestras obras? ¿No cree en Él?

El alfaquí meditó lo que iba a responder y al cabo dijo:

—Cuando se hizo llamar Almansur Bi-llah, es decir, «ayudado por Dios», quiso también que le rindieran honores propios de rey. Y exigió que su nombre fuera pronunciado junto al del califa en la plegaria de la mezquita. Ya ves, ésa es su forma de querer congraciarse con el Altísimo. Ahora se propone realizar una obra que, según dicen, él cree que Dios le pide. Pero, como en tantos otros actos, puedes estar seguro de que lo que busca es su propio lucimiento.

—¿De qué se trata? —le preguntó Asbag.

—Ir con su ejército a Compostela para arrasar el templo más renombrado de los cristianos.

Asbag sintió como una sacudida. Se quedó mudo. Entonces, el maestro Zobaidi comenzó una especie de monólogo delirante:

—Así dijo Alá en el Corán: «Cada uno gustará la muerte»; «Todo perece, salvo Él». Por tanto, todo morirá al primer toque de trompeta del ángel Gabriel. Todo será destruido, aniquilado, arrasado; sólo permanecerán el trono de Alá, la tabla de la vida y la pluma que escribe el destino…