Capítulo 81

Córdoba, año 976

La gran columna del ejército mercenario africano se detuvo frente a Córdoba, al otro lado del Guadalquivir, en la inmensa explanada destinada a que las huestes levantaran sus tiendas. Era el mediodía de una calurosa jornada del final del verano, dedicada toda ella a montar el campamento, y los soldados hicieron una pausa en su tarea para ir a refrescarse al río. Miles de hombres de obscura piel comenzaron a chapotear en las plateadas y mansas aguas de las orillas.

Pero Abuámir no tenía tiempo para descansar. El gran visir Chafar al-Mosafi le aguardaba en la cabecera del puente, junto a la mezquita mayor, para dispensarle el recibimiento protocolario y abrirle las puertas de la ciudad.

El gobernador de los territorios africanos del califato, con su flamante y pulida armadura, sobre su imponente caballo con bridas de pedrería, llegó al arco de la entrada seguido por los generales, la guardia personal y su servidumbre. Descabalgó, besó el suelo bajo el arco y se postró ante el primer ministro. Al-Mosafi lo alzó del suelo y le besó con afecto. Ambos personajes cruzaron la mirada y se sonrieron. La gran multitud que había acudido al recibimiento a pesar del calor prorrumpió en vítores.

—¡Viva Abuámir! ¡Bienvenido! ¡Qué Alá te bendiga!

—¿Los oyes? —le preguntó al-Mosafi—. Como verás, me he encargado de propagar tus hazañas por África. Mandé a los pregoneros que avisaran de tu llegada para que acudieran a recibirte.

—Yo te lo agradezco —respondió Abuámir complacido—. Es agradable sentirse aclamado como un héroe.

—Bien, ahora entremos en la mezquita para agradecer los dones del Todopoderoso —propuso el gran visir.

Abuámir y el resto de los generales se despojaron de las corazas, las lorigas y demás piezas de sus armaduras; se descalzaron y comenzaron la ablución en las fuentes. Al desprenderse de los pesados y ardientes hierros, le invadió una placentera sensación, que se acentuó al contacto con el agua. Pero fue la entrada entre las columnas de la fresca y umbría mezquita lo que le proporcionó un misterioso estado de sosiego y satisfacción mientras avanzaba por el gran bosque de troncos de piedra, escuchando tan sólo el murmullo de las plegarias.

Se arrodillaron ante el mihrab y entonaron las suras correspondientes, y luego subió el predicador al mimbar para exaltar los hechos del Profeta, la misericordia de Dios providente y su protección sobre el reino de Córdoba. Abuámir sintió más que nunca que aquellas palabras eran para él.

Después del rezo, se despidió de al-Mosafi en la puerta de la mezquita, quedando para el día siguiente en Zahra a primera hora. Y desde allí se dirigió a su munya, seguido por la servidumbre y por una carreta cubierta por toldos, donde habían viajado Nahar y los dos hijos que había tenido de Abuámir en los tres años siguientes a su boda con él. Cuando llegaron a la entrada de la munya, toda la servidumbre había salido a recibirlos. La casa estaba limpia, fresca y perfumada por el romero que habían esparcido en las losas del patio central, y las criadas acudieron con panderos para entonar una canción de bienvenida.

Nahar tomó posesión, orgullosa y decidida, recorriendo hasta el último rincón del palacio, para conocer al milímetro los espacios y las personas que habría de gobernar desde aquel día. Dispuso cuál había de ser su propia alcoba en las dependencias de las mujeres y acomodó también a las tres concubinas que Abuámir se había traído de África.

Él, mientras tanto, tomó un baño, se envolvió en una gran toalla y se tumbó en la sala fresca que había junto al aljibe, intentando dejar la mente en blanco; pero no lo consiguió. Tenía múltiples cosas en la cabeza. ¿Por qué le había mandado llamar con tanta urgencia el gran visir? Durante tres años había vivido aislado en África, sin saber nada de Córdoba, dedicado al gobierno de los difíciles territorios que le encomendaron. No es que hubiera sido mucho tiempo, pero le habían sucedido tantas cosas que le parecía una eternidad. Nunca antes había dependido de nadie, hasta que Nahar entró en su vida. ¿Era ella quien había cambiado tanto su vida? Le había dado dos hijos, y no es que hubiera sido ella quien le proporcionó las tres concubinas, pero desde luego le había facilitado mucho las cosas para que ahora cuatro mujeres formaran parte de su vida. ¿Después de esto era él el mismo? Pensó entonces en Subh y, como otras veces en África, reparó en que no la echaba de menos. Era una sensación extraña aquélla de que se borrase en su mente la imagen de alguien que había significado tanto para él. Pero ahora era diferente; ella estaba ahí, muy cerca, y en un momento u otro tendría que ir a verla. La idea le turbó. Sentía cierta curiosidad, eso sí, pero más que por saber cómo estaría ella después de ese tiempo, por conocer la reacción que se produciría en él al encontrarse con su mirada. Aunque habían pasado sólo tres años, Subh pertenecía a otro tiempo, a otra vida. Incluso le daba pereza tener que reanudar aquella relación. Nahar era demasiado fuerte, demasiado omnipotente, como para compartir su amor con otra mujer, aunque fuera Subh. Ni siquiera aquellas concubinas, a pesar de ser jóvenes y hermosas y de vivir en su casa, habían pasado de ser un mero pasatiempo, una obligación incluso.

Decidió no meditar más sobre ello. El tiempo pondría cada cosa en su sitio. ¿Por qué preocuparse ahora? Cuando llegase el momento de encontrarse con ella, tendría la ocasión de pensar en comportarse de la manera más oportuna. Pero había ahora algo que le preocupaba aún más que eso. ¿Qué se esperaba de él? Si le habían hecho dejar África apresuradamente, cuando su gestión había sido impecable, era seguramente para encomendarle otra misión. Pero no sabía nada del porqué de aquella orden de regreso. Se había presentado un emisario con un billete firmado por el gran visir, sin explicación alguna, con la orden pura y simple de presentarse en Córdoba con el ejército mercenario lo antes posible. Esto le desconcertaba aún más. ¿Por qué con el ejército mercenario? ¿Había algún conflicto con los reinos del norte? O, peor aún, ¿se trataba de algún problema interno de gravedad? En todo caso, hasta el día siguiente no podría saberlo.

La incertidumbre no le impidió dormir. Por la mañana muy temprano iba camino de Zahra, con la mente descansada y el cuerpo repuesto del largo viaje de los días anteriores.

Sin embargo, el que mostraba señales visibles de no haber descansado era al-Mosafi. Abuámir percibió enseguida que el visir estaba preocupado y nervioso. Sin preguntarle siquiera por la gestión de las provincias africanas, fue al grano directamente. Cuando ambos estuvieron solos en su despacho le dijo:

—Querido Abuámir, no sabes cómo he deseado que regresaras cuanto antes. Te necesito. ¡Gracias a Dios que estás por fin aquí!

—Pero… ¿Sucede algo grave? —Se preocupó Abuámir.

—Sí, gravísimo —respondió el visir con rotundidad.

—Bien, ¿de qué se trata?

—Del califa, el mismísimo Príncipe de los Creyentes.

—¿Está enfermo? ¿Su vida corre peligro?

—No se sabe nada —dijo al-Mosafi con ansiedad—. Nada de nada.

—¿Eh?

—Como lo oyes. Hace más de un mes que nadie sabe nada de él. La última vez que le vi estaba gravemente enfermo; apenas podía hablar y tenía la mente perdida. Después los eunucos prohibieron a todo el mundo que se acercara al palacio, incluido a mí, con el pretexto de que necesitaba descansar y aislarse de los problemas para reponerse. Y hasta el momento presente no se ha vuelto a saber nada más.

—¿Se estará muriendo?

—O…

—¿O qué? —preguntó Abuámir—. ¡Vamos! ¡Habla!

—O tal vez haya muerto ya.

—¿Muerto? ¿El califa…?

—Sí. Los eunucos mantienen cerradas a cal y canto sus dependencias. No olvides que son ellos los que gobiernan a su guardia privada. Ellos son los que más perjudicados pueden salir en el caso de que muriera, puesto que perderían su posición preponderante en el palacio. Por eso no quieren que nadie sepa nada del estado del califa. Hace ya tiempo que ni siquiera los médicos tienen acceso a la cámara real.

—Pero eso es absurdo —repuso Abuámir—. Si el califa ha muerto, como sugieres, tarde o temprano tendrá que saberse. ¿De qué les sirve custodiar un cadáver?

—De nada, puesto que hace ya dos meses que yo me ocupo de todos los asuntos del gobierno.

—¿Entonces?

—Precisamente por eso te he mandado venir de Córdoba. Me temo que traman algo en relación con la sucesión al trono.

—¿Que traman algo? El único sucesor al trono es Hixem, según el juramento legítimo que toda la corte, el gobierno y ellos mismos hicieron en la mezquita mayor delante del propio Alhaquen. ¿Qué pueden estar tramando? ¿Quién puede saltarse tal juramento?

—¡Al-Moguira! —dijo al-Mosafi angustiado.

—¿Al-Moguira? Pero ¿cómo…?

—Sí, al-Moguira. Es hijo de Abderrahmen, hermano por tanto del actual califa; es joven, goza de cierta popularidad entre determinados nobles y, lo que a ellos más les interesa, es manejable por Chawdar y al-Nizami. Con un califa así, los eunucos tienen asegurado el poder total del reino.

—¡Por todos los iblis! —Se enfureció Abuámir—. ¡No podemos consentirlo! ¡Malditos eunucos!

—¿Comprendes ahora por qué estoy tan preocupado? —le dijo el gran visir sosteniéndolo por los hombros y mirándole directamente a los ojos—. ¿Has pensado en lo que nos sucederá a nosotros si esos endiablados zorros llegan a hacerse con el poder?

En el rostro de Abuámir se dibujó la perplejidad y el terror.

—Y… ¿qué podemos hacer? —preguntó desde su confusión.

—No está todo perdido —dijo con calma al-Mosafi—. En primer lugar, todo esto son suposiciones; hemos de averiguar si el califa ha muerto. Si aún vive, no se puede hacer nada. Pero si, efectivamente, ya ha fallecido, hay que empezar a moverse de inmediato.

—¿Cómo podemos saber eso?

—Sólo hay una manera: la sayida.

—¡La sayida! ¡Subh! ¡Claro! —exclamó Abuámir.

—Debes ir a hablar con ella inmediatamente. El jefe de la guardia sólo dejará pasar a la sayida y al príncipe heredero. Por mucho que los eunucos se opongan, los guardias de Zahra jamás se atreverán a ponerles a ellos las manos encima, tendrán que dejarlos pasar. Pero eso debe hacerse inmediatamente. Mientras tanto, yo me ocuparé de aislar a al-Moguira. Apostaré vigilancia en torno a su palacio y le impediré salir, para evitar que pueda entrevistarse con los eunucos o empezar a crearse partidarios entre los magnates.

—¿Sabe alguien más todo esto? —preguntó Abuámir.

—¡Nadie! ¡Nadie debe saber nada! ¡Sólo tú y yo! Si empieza a formarse revuelo y los visires comienzan a sospechar, la cosa puede complicarse. Debemos actuar con suma rapidez y cautela.

—Pero… si el califa ha muerto, y efectivamente así lo sabemos mañana mismo, ¿qué habremos de hacer a continuación? ¿Cuál es el resto del plan?

—Entronizar a Hixem inmediatamente —respondió al-Mosafi con rotundidad.

—¿Cómo? ¿Un califa de diez años?

—¡Naturalmente! Con un regente que se ocupe de todo durante su minoría de edad, un hachib, un primer ministro al frente de los asuntos del gobierno, alguien experimentado que conozca los secretos del Estado.

—Tú, por supuesto —le dijo Abuámir.

—Sí, yo. Y alguien que gobierne la casa del príncipe, un administrador con el título de visir; alguien con grandes poderes en el reino y con autoridad para dirigir la formación del califa. Ése, naturalmente, serás tú.

—¿Yo? ¿Visir? —Se quedó boquiabierto Abuámir.

—¡Claro! Tú y yo unidos, haciendo grandes cosas, poniendo definitivamente en orden el Estado, para dejarlo más tarde en manos de un califa bien formado, capaz, justo y equilibrado.

—¿Y los eunucos? ¿Y al-Moguira? ¿Consentirán algo así?

—Tendrán que aceptarlo. Pero si vemos en ellos el menor asomo de complot, los quitaremos de en medio. ¿Serás capaz de ponerlos en su sitio?

—Cuenta conmigo. Ya me han hecho pasar suficiente… Ahora ha llegado mi momento. No les temo. ¡Te lo juro! Ahora sabrán quién soy yo.

—Y tú debes confiar en mí —le pidió el visir—. Sólo si permanecemos unidos podremos llevar nuestro plan adelante.