Capítulo 80

Fréjus. Francia, año 973

En Frexinetum, en la costa de Provenza, los sarracenos habían adaptado la antigua ciudad portuaria, destruyendo muchas de las edificaciones precedentes y construyendo otras, como la pequeña mezquita que ocupaba el centro de la plaza; pero el conjunto de fortificaciones, ruinas y almacenes no dejaba de ser un lugar desolado, al que no podría aplicarse otro nombre que el de «nido de piratas». Allí confluían embarcaciones alejandrinas, sicilianas, norteafricanas y levantinas, además de las autóctonas, dedicadas todas ellas a traer y llevar los frutos del botín que conseguían en sus correrías por todo el Mediterráneo. Como suele suceder en tales sitios, Fréjus era un lugar sin ley, por mucho que se empeñaran en querer demostrar que dependían del emir de Balarmuh de Sicilia, que a su vez estaba bajo la autoridad del califa fatimí de al-Qahira.

Nada más llegar, encerraron al abad Mayólo y a Asbag en una lúgubre cueva que servía de mazmorra, en la cual había ya una docena de personas capturadas también por los bandidos. El viaje hasta allí desde Pons Ursari, donde fueron hechos cautivos, fue penoso, a marchas forzadas y por irregulares terrenos, por lo que llegaron extenuados y con la ropa hecha jirones.

Entre los otros prisioneros que estaban en la cueva, figuraba un noble de un territorio cercano a Cluny que reconoció inmediatamente al abad. Enseguida se abalanzó hacia él, se arrodilló y le besó la mano. Los demás eran viajeros, comerciantes o recaudadores de tributos de diversos lugares del sur de Francia. Algunos llevaban allí meses de cautiverio y se encontraban muy desmejorados.

Mayólo parecía un hombre impasible, ajeno casi a lo que les estaba sucediendo, pero lo que de verdad le ocurría era que su mente discurría sólo por los cauces de la fe. Asbag se dio cuenta de ello a medida que pasaban los días en aquella cueva. El único interés del abad era mantenerse en oración y hacer rezar a todo el mundo. Al principio, los cautivos obedecieron fervorosamente, de rodillas y recitando de continuo las jaculatorias que él repetía en una especie de trance místico; pero al tercer día algunos comenzaron a desertar de aquel «combate espiritual» que, según Mayólo, había que mantener con el demonio sin darle tregua.

Al cuarto día se le metió en la cabeza que todos ayunasen. Cuando el carcelero introdujo en la cueva, como cada mañana, un mugriento cesto con unos cuantos chuscos negros y duros, un puñado de castañas y el cántaro de agua, el abad dijo:

—¡Nada de comida! Sólo agua. ¡Que nadie caiga en tentación! Hay que orar y ayunar. Sólo de esa manera venceremos al demonio. Nuestras armas son el ayuno y la oración.

Los cautivos se miraron unos a otros y nadie se atrevió a acercarse al cesto. Si la situación no hubiera sido tan penosa, a Asbag aquello le habría resultado algo cómico: se hallaban en un estado lamentable, muertos de frío, miedo y hambre, y al abad no le parecía aquello suficiente penitencia, impuesta ya por las circunstancias. Sin embargo, el mozárabe no consideró oportuno enfrentarse a la autoridad moral de Mayólo, puesto que su fama de santidad parecía confortar a sus desdichados compañeros de celda.

Al quinto día, al ver que no probaban alimento alguno, el carcelero fue a avisar al jefe de los sarracenos. Éste se presentó en la puerta, a contraluz, y momentáneamente no lo reconocieron, pero cuando entró en la cueva se llevaron una sorpresa. Era al-Kutí, el embajador que se presentó en Merseburg para solicitar el tributo al emperador.

Al reconocerlo, Mayólo se puso en pie enardecido.

—¡Apártate, Satanás! —le gritó—. ¿A qué vienes a perturbar nuestra paz?

—¿No queréis esos panes? —preguntó el sarraceno—. ¿Queréis acaso desconcertarme? ¡Allá vosotros! No se os traerán más alimentos mientras no hagáis caso de ésos.

—¡No sólo de pan vive el hombre! —sentenció el abad.

—¡Vaya! ¡Qué delicados! —dijo con ironía al-Kutí—. Claro, como estáis acostumbrados a las viandas de la mesa de vuestro emperador… ¿Y qué es lo que queréis, pues? ¿Capones? ¿Uvas de Corinto? ¿Pastel de manzanas…?

—¡Ja, ja, ja…! —Rio el carcelero—. ¡Aquí sólo tenemos pan y castañas!

—¡… Sino de toda palabra que sale de la boca de Dios! —les increpó Mayólo—. ¡No tentarás al Señor tu Dios! ¡Sólo a Dios hay que adorar! ¡Infieles! ¡Hijos de Satanás!

Al-Kutí se fue hacia él, le zarandeó y le abofeteó. El abad rodó por el suelo y Asbag corrió a socorrerlo.

—¡No, déjalo, por Dios! —suplicó el mozárabe—. ¿No ves que ha perdido la cabeza?

—¡Más vale que comáis! —dijo al-Kutí—. No quiero perder las sustanciosas ganancias que pienso obtener con vuestro rescate.

Cuando los sarracenos cerraron la puerta y los cautivos se quedaron solos en la cueva, Mayólo alzó un dedo con autoridad y, a modo de sermón, dijo:

—Hemos ganado la primera batalla al demonio. Nuestras armas están resultando eficaces. No olvidéis que a Dios le agrada la mortificación, y que nuestros sufrimientos suben como incienso a su presencia… Y ahora, ya que hemos vencido en tan singular batalla, podemos tomar algo de alimento; pero con moderación.

«¡Menos mal!», pensó Asbag, y casi se le escapó en voz alta. Los cautivos abrieron unos ojos de entusiasmo y se abalanzaron sobre el cesto de los panes y las castañas, con un gran alivio por verse liberados del ayuno.

Esa noche, cuando dormían rendidos por el agotamiento a causa de su desgracia, el abad despertó súbitamente a Asbag.

—¡Obispo Asbag! ¡Obispo Asbag, despertad! —le decía—. He tenido una visión.

—¿Eh…? ¿Qué…? ¿Una visión…? —murmuró él, sumido en la somnolencia.

—Sí, escuchad, se trataba de una visión divina. El gobernador de los romanos, vestido con ropajes apostólicos, aparecía ante mí sosteniendo un incensario de oro que humeaba.

—¿Y qué significa eso? —le preguntó Asbag, perplejo.

—Es un anuncio de que seremos liberados pronto.

Cuando de madrugada entró la primera luz a través de la reja que cerraba la cueva, Mayólo estaba descosiendo su ampuloso manto, dando fuertes tirones para romper los hilos. Asbag pensó que el abad había perdido definitivamente la cabeza.

—¿Qué haces? —le increpó—. ¡No te rompas el manto!

—Sí, sí —contestó Mayólo—. He de hacerlo… Mirad lo que llevo cosido en el forro.

Cuando terminó de descoserlo, sacó un librito que llevaba entre los pliegues y dijo:

—Es el libro de san Jerónimo sobre la Asunción de la Virgen; lo llevo cosido en el manto desde hace años. Anoche, después de la visión divina, lo recordé.

Dicho esto, ante el asombro de Asbag, Mayólo empezó a hojear el librito y a hacer cuentas con los dedos.

—¡El veinticuatro! —exclamó—. ¡El veinticuatro es la Asunción! ¡Ese día seremos liberados!

Asbag concluyó que, en efecto, el abad había perdido por completo la razón.

El cautiverio se prolongó durante meses, en los que el número de los desdichados habitantes de la cueva fue variando; unos se iban porque sus parientes entregaban el rescate y eran devueltos a sus pueblos; pero llegaban otros, de manera que el negocio de al-Kutí nunca dejaba de funcionar. Y con los recién llegados entraban noticias en la prisión. Gracias a un capitán francés capturado, supieron que las sumas pedidas a cambio del abad Mayólo eran exorbitantes.

—¡Ojalá no paguen nada! —dijo el abad—. De todas formas, la Virgen María ha resuelto ya que se rompan nuestras cadenas.

Una mañana, cuando amanecía, les despertó un gran revuelo que provenía del exterior: voces y pisadas de un tropel de gente que se aproximaba a la cueva.

—¡Todo el mundo fuera! —gritó el carcelero—. ¡Vamos! ¿No estáis oyendo? ¡Salid!

Se echaron las capas por encima y salieron. En el exterior estaban al-Kutí y todos sus hombres, con sus armas, los caballos y varias mulas cargadas con fardos.

—¡Vamos, a toda prisa! —les ordenó el sarraceno—. ¡Nos marchamos al puerto!

El puerto no era otra cosa que un dique de contención y un sencillo embarcadero, abajo, al pie del acantilado rocoso. El pueblo quedaba un poco alejado y se extendía por la costa en conjuntos de casas y restos de fortificación separados entre sí por intervalos irregulares. De manera que comenzaron a descender apresuradamente entre los peñascos, por una peligrosa vereda estrecha y sumamente empinada.

De momento no supieron los cautivos el porqué de aquella carrera hacia las embarcaciones; pero pronto se dieron cuenta de que los perseguía una multitud de guerreros procedentes de las montañas que empezaban a tomar el pueblo.

—¡Son hombres del emperador! —gritó el capitán cautivo al reparar en ellos—. ¡Vienen a liberarnos!

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Es la Virgen! —gritaba Mayólo.

No obstante, como iban amenazados a punta de espada, los cautivos no tuvieron más remedio que correr con los sarracenos hacia el puerto.

Cientos de piratas subieron a los barcos, cargando en ellos cuantas pertenencias habían podido sacar de sus guaridas: tesoros, animales, alimentos y cautivos. Mientras tanto, los que habían quedado rezagados se batían en retirada o eran abatidos por la numerosísima hueste imperial.

A empujones, hicieron subir a la gran embarcación de al-Kutí a los prisioneros, entre cabras, mulos y caballos, en un apretujamiento general de animales y personas que pretendían acceder a la cubierta. Hasta que el piloto de la nave vio que ya eran demasiados y empezó a gritar:

—¡Basta! ¡Basta o nos hundiremos! ¡Retirad las pasarelas! ¡A los remos! ¡Remeros, a los remos!

El barco empezó a alejarse del muelle, aunque todavía muchos de los piratas intentaban encaramarse a él trepando por los costados y otros muchos caían al agua desde las pasarelas que se retiraban.

A todo esto, los soldados imperiales alcanzaron la costa. Y mientras el barco de al-Kutí se alejaba, se entabló un gran combate entre los atacantes y los sarracenos que no habían conseguido embarcarse. La fuerza cristiana era muy superior y enseguida puso fin a las vidas de los piratas con ensañamiento, sin piedad, para que los que se escapaban mar adentro vieran con rabia cómo cortaban la cabeza a sus compañeros y las arrojaban al mar, que se tiñó rápidamente de rojo.

Miles de flechas empezaron a llover sobre el barco, cuyos remeros casi reventaban del denodado esfuerzo por alejarse a toda prisa. Las saetas se clavaban en las maderas, en los animales, en los sacos de grano, o volaban por entre los palos con feroces zumbidos que hacían agacharse a todo el mundo o ponerse a cubierto donde podían. Al fin el piloto consiguió situar la embarcación lejos del alcance de los arqueros imperiales. Entonces los piratas empezaron a hacer gestos obscenos, a brincar sobre la cubierta y a lanzar maldiciones a los atacantes, como niños traviesos haciendo rabiar a sus perseguidores, a pesar del espectáculo sangriento que tenían enfrente.

Viendo que ya estaban suficientemente alejados, al-Kutí ordenó al piloto:

—¡Deten el barco! Echaremos aquí el ancla.

La flota pirata sarracena quedó anclada a cierta distancia de la costa. Al-Kutí se acercó entonces a Asbag.

—Esos perros rabiosos vienen a por su abad —le dijo—. Yo puedo degollarlo ahora delante de sus narices e irme a al-Qahira…

El mozárabe se horrorizó al escuchar aquello.

—Pero sería un mal negocio —prosiguió al-Kutí con ironía—. De manera que no pienso irme sin el oro que esperaba conseguir por él. Y tú me servirás de mensajero, puesto que conoces nuestra lengua y la de ellos. Regresarás a tierra, les dirás que ahora pido el doble del oro que antes solicité a la abadía; y que si no quieren el trato, iré mandándoles pedacitos del abad.

Lanzaron al mar una barca, con dos remeros, un sarraceno que sostenía un paño blanco y el obispo mozárabe, al que pusieron una mitra para garantizar que sería respetado por los arqueros.

Cuando iban llegando a tierra, el pequeño bote tuvo que avanzar entre cientos de cuerpos y cabezas separadas que flotaban cerca de la orilla. Estaba anocheciendo, y las hogueras de los soldados imperiales comenzaban a encenderse entre las obscuras piedras del acantilado. Asbag oró en silencio y, ante aquella visión, recordó el Apocalipsis:

El mar devolvió a sus muertos…

Al ver arribar la barca, un grupo de hombres y un heraldo corrieron hacia ella con amenazadoras lanzas en ristre.

—¿Tú quién eres? —gritó el heraldo a Asbag, al verlo con ropajes de eclesiástico.

—Soy un obispo cautivo de los sarracenos —respondió Asbag—. Me envían para parlamentar. Llevadme inmediatamente con vuestro jefe supremo.

Condujeron al mozárabe hasta la fortificación de Fréjus. En ella compartían la cena un caballero alto, varios oficiales y dos monjes. Asbag les explicó lo que al-Kutí le había encomendado, asegurándoles que el jefe de los sarracenos estaba dispuesto a tratar con suma crueldad a Mayólo. El caballero dijo:

—Ya nos lo temíamos. Cuando vimos que los barcos se detenían a distancia, supusimos que el abad estaba aún vivo y que no se marcharían sin intentar al menos conseguir el rescate.

—Iremos a por ese oro —dijo uno de los monjes con resolución—. Pero necesitamos por lo menos dos días para reunirlo. Díselo así a ese diabólico infiel.

Asbag regresó al barco para comunicar la respuesta. Al-Kutí se frotó las manos de satisfacción al enterarse de que aceptaban la transacción.

Aunque los monjes se demoraron una semana sobre el tiempo previsto y el mozárabe tuvo que hacer dos viajes más a tierra con el apremio del jefe sarraceno, finalmente llegó la comunicación de que estaban preparados para efectuar el intercambio.

El lugar escogido se hallaba en unas rocas que se adentraban en el mar, formando una pequeña península de arrecifes. Allí los monjes depositaron el arcón con el oro. El barco de al-Kutí se acercó con precaución. Se trataba de dejar al abad al tiempo que se recogía el rescate, mientras los soldados permanecían a gran distancia.

El abad descendió custodiado por dos forzudos piratas que comprobaron el contenido del cofre. Una vez que se cercioraron de que todo era correcto, subieron el oro y el barco empezó a retirarse deprisa. Entonces Asbag, angustiado, le preguntó a al-Kutí:

—¿Y yo? ¿Qué pasa conmigo?

—Tú te vienes. Ese dinero es por el abad, pero tú no entras en el trato.

No lo pensó dos veces; el mozárabe dio un empujón al sarraceno y se encaramó en la borda. Saltó. La suerte no estaba de su parte y fue a darse contra las rocas, en una zona poco profunda. Sintió que los huesos de una pierna se le quebraban y lo asaltó un gran dolor, junto con la sensación del agua fría. Intentó a rastras aferrarse a las rocas para trepar por ellas, pero el movimiento de las olas se lo impedía.

—¡Agarradlo! ¡Que no escape! —gritaba desde el barco al-Kutí.

Los dos fornidos piratas se arrojaron al agua y lo asieron, le rodearon con una soga a la altura de las axilas y lo subieron a tirones por el costado del barco.

Sobre la cubierta, jadeante, tosiendo por el agua que le había entrado por las vías respiratorias, Asbag vio que tenía rota la pierna, vuelta hacia arriba a la altura de la rodilla, con huesos a la vista y abundante sangre.

—¡Idiota! —le gritaba al-Kutí—. ¡Mira lo que te has hecho!

El barco se alejó a toda velocidad de la costa, se unió al resto de la flota pirata y puso rumbo a alta mar.

Sus compañeros cautivos le hicieron una cura rudimentaria al obispo, con unas tablas y unos jirones de trapo apretados para enderezar la pierna.

Una de las mujeres se acercó a él y le entregó algo. Era el pequeño libro del abad Mayólo, que debió de caérsele antes de que descendiera a tierra. El mozárabe lo tomó entre las manos, y en ese momento recordó que era el día de la Asunción de la Virgen María de 973.

Cautivo de nuevo, mojado, helado de frío y herido, sobre la cubierta del barco, clamó a Dios una vez más, sintiendo su desamparo:

¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?

¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro?

¿Hasta cuándo he de vivir atemorizado,

con el corazón oprimido todo el día?

¿Hasta cuándo van a triunfar sobre mí los males?