Capítulo 79

Memleben, año 973

La noche anterior a la festividad de Pentecostés, cuando finalizó la liturgia, Asbag se acercó a Mayólo y le dijo:

—No puedo quedarme aquí eternamente. Debo pensar en partir uno de estos días. Deseo ardientemente regresar a Córdoba.

—Sí, lo comprendo —dijo el abad—. Os prometí que iríamos a Cluny antes de que llegara el verano para que pudierais regresar a Hispania desde allí. Pero, ya lo veis, la salud del emperador no es muy buena y me siento obligado a permanecer aquí.

—¿Qué es lo que te preocupa? —le preguntó el mozárabe—. La vida ha de seguir su curso. Es natural que un hombre que ha luchado tanto se sienta agotado. Y si ha de morir… ¿Qué? ¿No hemos de rendir todos el alma?

Mayólo hizo un expresivo gesto de aprobación.

—Es cierto eso que decís —respondió—. Pero, sinceramente, veo al joven Otón aún muy inmaduro para sucederle. Los nobles le rendirán honores en su proclamación en Roma, pero ello no asegura su soberanía. Como en tiempos de su padre, los duques empiezan a recelar, según he sabido. Además, en Baviera gobierna Enrique el Pendenciero, su primo, que probablemente esté ya conspirando con Abraham de Freising. No sé… Tengo obscuros presentimientos… Nos aguardan tiempos difíciles… Muy difíciles.

—¿Dices eso por el fin de mileno?

—¡Hummm…! Sarracenos en el Mediterráneo, normandos de fe débil y reciente, nobles pendencieros, clérigos corrompidos…

—¡Bah! —replicó Asbag—. Son las miserias que siempre han rondado al hombre.

—Sí —contestó el abad con tono grave—. Pero hay algo que me preocupa mucho más que todo eso…

—¿De qué se trata?

—De Roma. Mientras Otón el Grande viva, el papado estará seguro. Pero la nobleza italiana es muy peligrosa. Temo que pronto los cabecillas que siguen a Crescendo, hijo de Teodora la Joven, quieran de nuevo controlar al Papa. Y Benedicto VI es débil…

Esa misma noche, Asbag se vio asaltado por terribles pesadillas, como ya le había sucedido otras veces: avanzaba a duras penas por arrasados campos sembrados de muertos; suplicaba a Dios, pero no era escuchado; finalmente se veía a sí mismo en mitad de un gran templo en llamas, abrazado a un frío sepulcro de mármol. Se despertó empapado en sudor, aterrorizado e invadido por una fatal confusión en la obscuridad de la noche. Desde su angustia, oró: «Señor, no estés callado, en silencio e inmóvil, Dios mío».

El obispo sintió que el mundo iba por su lado, que la gente hacía lo que quería y las naciones se gobernaban como si Dios no existiera. «No se cuenta contigo. Y tú estás callado», le dijo. Pidió que se vieran nubes de luz o columnas de fuego. Saltó desde su lecho y fue a la ventana. La abrió. La ciudad germana descansaba en silencio bajo la noche cerrada. Deseó entonces que se oyeran las trompetas del Ángel o que se sintieran los vientos de Pentecostés. Pero el frío silencio era lo único que reinaba sobre los tejados.

Por la mañana, el emperador salió a la pequeña plaza que se extendía entre el palacio y la catedral. Repartió regalos entre los pobres. Asbag vio a la multitud vitorearle, contenida por una hilera de soldados. Pero el monarca estaba ausente, pálido y con un visible temblor en las manos. Asbag supo luego de boca del abad Mayólo que había comido sólo un poco y que se había acostado de nuevo.

Por la tarde acudió toda la corte a la iglesia para asistir a la misa de vísperas. El emperador y la emperatriz entraron los últimos en el templo. Durante la lectura del Evangelio a Otón le subió la fiebre y se tambaleó. Un denso murmullo recorrió la nave del templo. Uno de los príncipes acercó una silla y, no bien se hubo sentado, su cabeza cayó hacia un lado como si hubiese muerto. Sin embargo, se recuperó de nuevo. Recibió la eucaristía y lo sacaron rápidamente.

Cuando terminó la misa, Asbag y Mayólo acudieron aprisa a las dependencias imperiales. Al llegar al pasillo que conducía al dormitorio real, oyeron los responsos de los monjes. El emperador había muerto sin sufrimiento un momento antes.

Después de las primeras honras fúnebres, los príncipes se ocuparon de que el cadáver del emperador fuese trasladado a Magdeburgo, donde sería enterrado al lado de Edith, su primera esposa, en cuyo recuerdo hacía constantes donativos a la Iglesia. Pero la emperatriz Adelaida no quiso desplazarse hasta allí, porque nunca se había sentido a gusto en Sajonia, y le pidió a Mayólo que la acompañase hasta Ravena para confortarla por el camino, puesto que deseaba pasar el resto de sus días junto a San Apolinar in Classe, en cuya reforma había colaborado con el abad de Cluny.

Antes de que pasara del todo el verano, satisfecho el deseo de la emperatriz, Mayólo acordó que era ya demasiado el tiempo que faltaba del monasterio cluniacense, y decidió por fin regresar a él, lo cual llenó de alegría al obispo mozárabe que le había acompañado durante todo este tiempo. Así pues, preparadas todas las cosas necesarias, emprendieron el fatigoso camino.

Pasaron por Bolonia, Módena, Fidenza y Aosta, en un trabajoso recorrido cuya dificultad mayor estuvo en los ascensos a las alturas alpinas del Gran San Bernardo; pero finalmente comenzaron a descender de las elevadísimas montañas.

El abad y el mozárabe iban acompañados por una docena de monjes, medio centenar de caballeros armados que los escoltaban y un buen número de viajeros que se había unido a ellos para seguir la ruta más seguros. La columna caminaba con lentitud, a pequeñas jornadas de tres leguas diarias para no fatigar a los hombres y a los caballos. Llevaban, además, una impedimenta grande.

Entre las dos paredes del desfiladero, y en una extensión de una legua, había lugar para un valle sembrado de grandes piedras desparramadas, junto a la cuales nacían grupos espesos de retamas, plantas de beleño y de digital. El camino, una calzada estrecha por donde apenas podían marchar tres hombres a la par, se abría al principio como una cortadura, entre dos paredes de roca, luego bordeaba el valle y huía serpenteando hasta dominar el desfiladero.

El tiempo estaba hermoso, la tarde tranquila y apacible; las hojas amarilleaban en los árboles de ambos lados del camino y el follaje de los robledales en la falda de los montes empezaba a enrojecer. Había nubarrones en el cielo, en la dirección de los valles que se divisaban a lo lejos.

Mayólo y Asbag iban a caballo, el uno junto al otro, a paso lento, por las piedras diseminadas que entorpecían la marcha.

—Dentro de poco llegaremos a Ginebra —comentó Mayólo—. Con lo cual, nuestro viaje estará casi terminado.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Asbag—. ¡Deseo descansar!

—Sí. Vuestra peregrinación ha sido demasiado larga. Salisteis de vuestra ciudad para visitar la tumba de Santiago y Dios os ha llevado por el mundo, como a su pueblo por el desierto en un largo vagar. ¿Os pesa haber sufrido ese itinerario?

—No, en absoluto —respondió el mozárabe con rotundidad—. Gracias a mi aventura he comprendido que la vida es camino, que somos peregrinos y extranjeros, no vagabundos sin una meta; y que nos falta aún la plenitud suprema del bien y la gloria que es el final de nuestro viaje. Aunque dentro de poco llegue por fin a Córdoba, sé que mi viaje no habrá terminado si Dios no lo quiere así.

—Efectivamente —asintió Mayólo—. Nuestra verdadera vida permanece oculta en Dios; sólo se nos revelará en el futuro, cuando llegue ese día esperado. Así pues, sólo la parusía traerá nuestra redención completa, el cumplimiento definitivo de las promesas de Dios. Y las metas de este mundo, por muy grandes y felices que sean, se quedan pálidas ante el esplendor de la gloria futura. Mientras caminamos en la vida seguimos expuestos a toda clase de sufrimientos, fatigas y luchas; tenemos que combatir constantemente para no sucumbir al desaliento, puesto que llevamos un tesoro precioso en vasijas de barro. Hay que seguir caminando…

—¡Ay! —suspiró Asbag—. ¡Cuándo llegará esa meta final! A veces, está uno tan cansado…

Un poco más adelante, se desató una tormenta; las nubes comenzaron a invadir rápidamente el cielo y lo encapotaron en poco tiempo. Unos minutos después gruesas gotas cayeron sobre el camino. El chaparrón fue arreciando y los jinetes tuvieron que descender de sus cabalgaduras para ponerse a cubierto.

Permanecieron un largo rato bajo mantas, soportando la lluvia. Los viajeros se aterrorizaron cuando los relámpagos empezaron a surcar el cielo con sus cárdenos resplandores y los truenos retumbaron en los montes. Entonces se acercaron varios hombres para pedirles a los clérigos que elevaran una plegaria.

Mayólo extrajo de su equipaje una reliquia que llevaba consigo y la depositó sobre una piedra. Todos se arrodillaron, y los monjes entonaron las letanías. Al cabo de un rato cesó la tormenta y apareció un cielo limpio en el que empezaban a brillar las estrellas. El capitán que iba al frente de los caballeros dijo:

—Habrá que detenerse para pasar la noche. Si continuamos por este camino tan pedregoso, cualquiera podría tropezar en la obscuridad y lastimarse.

—Bien —asintió el abad—. Que cada uno saque lo que tenga seco y se prepare para dormir. Mañana, con la primera luz, continuaremos. Queda ya poco trayecto montañoso.

La noche transcurrió fría y húmeda, con lejanos aullidos de lobos y sin la posibilidad de encender hogueras, puesto que la leña estaba muy mojada.

Cuando Asbag pudo dormirse por fin, sobre el duro suelo, acudieron a su mente los sueños, causados por la fatiga y la incomodidad. Soñó que se encontraba en una isla, rodeada por un mar hostil, embravecido, obscuro y tenebroso. Buscaba la manera de salir de allí, junto con otras personas cuyos rostros le resultaban desconocidos, pero por más que iba de un lado para otro, siempre se encontraba finalmente detenido por miedo a perecer en el temible oleaje.

Después el mar empezó a enviar cadáveres, cientos de ellos, que quedaban tendidos en la orilla.

Entonces despertó. Un gran silencio dominaba la noche obscura, en cuyo cielo brillaban una infinidad de estrellas. Los montes parecían gigantescas figuras inmóviles y expectantes. Sintió miedo; un profundo temor de vivir, de la soledad del hombre en medio de la vida, del azar amenazador, del riesgo del camino. Se acordó de rezar. Y lo hizo con palabras del Salmo 26:

El Señor es mi luz y mi salvación,

¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida,

¿quién me hará temblar?

Se serenó al musitar aquellos versos. Procuró sentir esa luz, la única luz. «Eres Tú, Señor —oró—. Tú eres mi luz. La firmeza de Tu palabra, la garantía de Tu verdad, la permanencia de Tu eternidad. Sólo con saber que estás allí, siento tranquilidad en mi alma». Invadido por la tranquilidad y la calma, el mozárabe logró conciliar de nuevo el sueño.

Al día siguiente, reanudaron el viaje muy temprano. Finalmente dejaban el desfiladero que tan incómodo resultaba por ser un camino en pendiente y pedregoso. El sol apareció en un luminoso valle, por el que discurría el río Draco, más sereno ahora, después de serpentear y dar vueltas en círculo entre los Alpes, como un impetuoso arroyo de montaña.

Aunque no habían abandonado aún el tortuoso sendero, divisaban ya la planicie con sus árboles frutales, las tierras de labor y la villa de Pons Ursari. Al final del desfiladero, pasando el boquete que le da acceso a la izquierda, oculto por varias filas de árboles, había un cerro ingente formado por peñascos. Visto por entre los árboles parecía un castillo en ruinas. La columna pasaba lentamente junto a esta especie de fortaleza natural cuando alguien gritó:

—¡Atención! ¡Hay gente ahí arriba!

Asbag alzó la vista, como el resto de los viajeros. Efectivamente, se veían unas siluetas de personas que se movían, pero que se ocultaron rápidamente.

—Deben de ser pastores —dijo uno de los soldados.

Siguieron adelante un poco más y atravesaron el río, de manera que sólo les quedaban ya los difíciles recodos que había que remontar antes de llegar a la planicie, cuando, súbitamente, sonaron unos fieros y aterradores gritos que se convirtieron pronto en una feroz algarada que descendía desde los montes. Entonces se vieron turbados por una amenazante masa de gente armada que venía hacia ellos desde atrás y desde los cerros de los laterales. El capitán de los caballeros se hacía oír entre el tumulto:

—¡Una emboscada! ¡Una emboscada! ¡Agrupaos!

—¡Madre de Dios! —exclamó Mayólo—. ¿Quiénes son esa gente?

—¡Sarracenos! —respondió el capitán—. ¡Dios nos asista!

Los caballeros volvieron sobre sus pasos y se enzarzaron en un violento combate con los atacantes, que ya habían abatido a muchos de los viajeros que iban en la cola a pie o a lomos de asnos.

—¡Hay que huir! —gritó Mayólo—. ¡Galopemos hacia la aldea!

Lograron salir del desfiladero, pero en los primeros llanos apareció una horda mayor aún que la anterior cerrándoles el paso. Los sarracenos consiguieron detener a los caballos y echaron mano a los hábitos de los clérigos, derribándoles de sus monturas.

Asbag vio caer a Mayólo y al momento cayó también, entre los pies de un montón de atacantes que se abalanzaban ferozmente sobre él.

Cuando le tenían sujeto, vio cómo el palafrenero del abad defendía a su amo, asestando golpes con su espada a diestro y siniestro, para evitar que se acercaran los atacantes, hasta que Mayólo le sujetó gritándole:

—¡Es inútil! ¡Rindámonos!

En ese momento un arquero disparó una flecha al criado y, en vez de alcanzar a éste, se clavó en la mano con la que el abad le sujetaba por el hombro.

El fragor del combate cesó. Los sarracenos rodeaban a los viajeros que quedaban vivos. Lo que Asbag vio a continuación fue terrible: sin más lucha, empezaron a asesinar cruelmente a los caballeros, a los criados y a todos los que consideraban que no eran de interés como cautivos. El mozárabe suplicó con gritos desgarradores.

—¡No! ¡Por favor! ¡Por Alá! ¡No hagáis eso…!

Pero de nada sirvió su intercesión. Limpiamente, con un corte en la garganta, cada uno de los desdichados caía al suelo y se desangraba como una res sacrificada.