Capítulo 78

Fez, año 973

Nahar ocupaba por completo la mente de Abuámir; él no podía dejar de pensar en ella. Nunca antes el deseo de una mujer le había obsesionado de aquella manera. Desde su más temprana juventud, su naturaleza fogosa había tenido siempre dónde desahogarse, sin necesidad de buscar demasiado. Se había acostumbrado desde siempre a ser él el deseado. Alguna criada de la casa, las jóvenes del mercado, una viuda rica y más tarde una bella princesa de cabellos dorados; por no hablar de las múltiples ocasiones esporádicas en la que alguna mujer se había rendido a él nada más conocerlo. Pero esta vez era diferente. Ella ni siquiera le miraba. A veces incluso tenía la sensación de que sentía hacia él un oculto desprecio.

Que Nahar hubiera sido un obsequio de aquellos viejos miserables la convertía en una propiedad de Abuámir. Nada más que eso. Y ello ocasionaba que la relación entre ellos estuviera desequilibrada desde un principio. No es lo mismo pertenecer a alguien por dominio que por amor. Él lo sabía, y por eso ansiaba cada vez más sentirse amado por ella. No estaba acostumbrado a conseguir el amor por otro poder que no fuera el fuego de su mirada o el intenso atractivo con que Dios le había dotado.

Pero esta vez todos sus trucos de seducción se estrellaban como contra un muro. Procuraba cruzarse con ella en cualquier rincón de la casa, le lanzaba una sonrisa, una mirada ardiente. Nada. Ella bajaba los ojos y seguía su camino, o le sostenía la incitación desafiante, como respondiéndole: «Sí, ya sé que soy tuya, que me deseas y que puedes tomarme cuando quieras; pero tendrás que hacer uso de tu derecho sobre mí». Ella le desconcertaba. Algunas veces intentó hablarle, como sin interés, de cosas insustanciales, para comprobar si algo en ella delataba un sentimiento, alguna esperanza para él; pero era peor, porque ella contestaba fríamente, sin ocultar en absoluto su desprecio y su indiferencia. Incluso seguía ocupándose de sus asuntos como si nada, sacando agua del pozo, barriendo el enlosado del patio, retirando los hojas secas de los geranios; hasta que él llegaba a enojarse. Una vez la sostuvo furioso, apretándole con los dedos un brazo.

—¿Quieres escucharme? —le gritó, incapaz de dominarse.

Ella sonrió con insultante ironía, soltó el cántaro en el suelo y sacó pecho frente a él.

—¿Me lo vas a hacer aquí o subo a la alcoba? —le dijo entre dientes—. ¿O prefieres que me unte miel en los pechos como les gustaba a esos viejos?

Él la abofeteó. Y enseguida se dio cuenta de que el no poder controlarse le humillaba aún más. Corrió tras ella y le suplicó:

—¡Perdóname!

Nahar se volvió entonces y escupió al suelo con desprecio.

A partir de aquel día Abuámir procuró no cruzarse más en su camino. Temía encontrarse con sus ojos. No obstante, soñaba con ella, cuando era capaz de dormir, porque empezó a tardar en conciliar el sueño. Buscó por ahí mujeres, para sentirse seguro, a las que hechizó enseguida con sus ojos; se emborrachó, hizo el ridículo; se le cayeron gruesos lagrimones al escuchar poesías de amor. ¿Qué le estaba sucediendo? Lo peor de todo fue descubrirse a sí mismo buscándola furtivamente, espiándola desde las galerías, ocultándose tras los arbustos del huerto. Ya no podía más.

Pronto empezó a recibir quejas de las mujeres de la casa. Ella era arrogante y dominadora. Se había educado en la casa de un jefe orgulloso de las montañas, se había acostumbrado a ser dueña y señora, y a que todo el mundo diera vueltas a su alrededor.

Desde que Abuámir se instaló en Fez, Utmán se ocupó de todos los asuntos domésticos; estaba acostumbrado a ello puesto que ya lo había hecho para Ben Afla, y sabía gobernar tanto a la servidumbre como a los guardias de un gobernador. No era alguien refinado, eso ya lo sabía Abuámir, pero resultaba insustituible a la hora de atender a los africanos y tenía un especial sexto sentido para adivinar la verdadera intención de las personas. Una mañana le habló a Abuámir acerca de Nahar.

—Cuidado con esa mujer —le advirtió—. Es una fiera. Golpea a las criadas y se cree la dueña de la casa, cuando no es nada más que una esclava.

—Bien, bien —respondió Abuámir—, ya me ocuparé yo de eso. Pero comprende que fue arrancada de su pueblo y que perdió cruelmente a sus familiares.

—Sí, ya lo sé. Sólo quería prevenirte. Esa gente de las montañas, si no se la pone en su sitio, termina por creerse con derecho a todo. No te confundas; no se trata sólo de una pobrecilla huérfana… Ten cuidado.

Abuámir dio vueltas en su cama a la hora de la siesta. Por primera vez en su vida experimentó la desconcertante sensación de no saber cómo resolver un problema. Por una parte deseaba mostrarse indiferente ante aquella mujer y recobrar el dominio sobre sí mismo; ponerle las cosas claras y no volver a pensar en ello. Pero no era capaz de quitársela de la cabeza. Se dio cuenta de que ya ni siquiera se acordaba de Subh. Ello terminó de desconcertarle del todo.

El calor se hacía insoportable. Estaba echado boca arriba, mirando al techo, y el sudor parecía adherirle la espalda al colchón. Decidió levantarse y salir al fresco.

En la galería exterior, que daba a un huerto con frondosos naranjos que crecían apretados en torno a un pozo y a un estanque, se encontró con el espeso silencio de la hora más cálida del día. El aire era tórrido e inmóvil, y el dulce olor de las flores de azahar subía con el denso vaho. Un palomo emitía un monótono arrullo desde algún doblado.

Estuvo contemplando cómo el sol castigaba los tejados y las azoteas, en la extraña quietud producida por el reposo general de la siesta. De repente percibió un débil murmullo de voces femeninas y vio entre la sombra de los naranjos a dos mujeres que se acercaban al pozo. Eran Nahar y una de las criadas.

Se sentaron en el borde del estanque e introdujeron los pies en el agua. Las dos se remangaron el vestido por encima de las rodillas, de manera que las piernas de una y otra resplandecieron al sol. La criada era menuda, delgada y de piel blanca, poco agradable a la vista. Nahar en cambio tenía unos miembros largos, de aterciopelada piel cobriza sobre una carne prieta, firme. Su negra y larguísima cabellera le caía a lo largo de la espalda y brillaba limpia y sedosa.

Una extraña sensación acometió a Abuámir; una especie de nudo que se adueñaba de su estómago y un profundo deseo de contemplarla, allí donde estaba, junto al agua plateada del estanque que enviaba reflejos a su cuello y sus brazos. Entonces se rindió definitivamente a la evidencia: se había enamorado perdidamente de ella.

La criada era más joven que Nahar, tendría apenas quince años, y a su lado parecía débil e indefensa. Las dos balanceaban los pies y chapoteaban de vez en cuando mientras conversaban, hasta que la pequeña se levantó y se situó detrás de Nahar. Durante un rato, le estuvo acariciando el pelo, haciéndole trenzas y manejándoselo con sus manitas blancas y ágiles, que se introducían por la espesa y lisa melena.

Ante aquella escena tan sugestiva, Abuámir llegó al colmo de su arrobamiento; pero aún tendría que soportar ver a Nahar introducirse en el agua hasta la cintura y contemplar el vestido mojado ceñido a su cuerpo. Algo saltó entonces dentro de él como un resorte, y se decidió a bajar allí y hablar con ella.

Cuando se presentó junto al pozo, a la criada se le escapó un agudo grito de sorpresa.

—¡Vete! —le gritó Abuámir.

La muchacha corrió entre los naranjos, asustada. Y Nahar cruzó los brazos sobre el pecho.

—Tú, quédate —le dijo él—. Tengo que hablar contigo.

—¿Ahora? —protestó Nahar—. ¿No podías esperar a que terminara de refrescarme?

—¡Vamos, sal del agua! —le ordenó él. Nahar obedeció. La melena le caía mojada hacia atrás y su rostro mostraba su habitual gesto fiero y arrogante.

—Bueno, ¿qué quieres ahora? —dijo con tono distante, mientras se retorcía el pelo para escurrirlo.

—Estoy harto de que hagas en mi casa lo que te da la gana —respondió él—. Utmán me ha dicho que pegas a las criadas y las manipulas como si fueras la dueña. Nadie te obliga a estar aquí. Ya lo sabes…

—¡Ah! —replicó ella—. ¿Entonces, puedo marcharme?

—Por mí te puedes ir hoy mismo. Si no estás dispuesta a comportarte conforme a lo que eres…

Sin decir nada más, Nahar le dio la espalda y echó a andar con paso decidido por entre los naranjos.

—¡Eh, espera! —gritó Abuámir.

Pero ella hizo caso omiso y se perdió por la puerta que daba entrada a sus dependencias. Él la siguió. Cuando llegó a su alcoba, ella ya había extendido una tela sobre la que estaba poniendo sus escasas pertenencias para liar un hato.

—¿Qué haces? —le preguntó él.

Una vez más, Nahar no respondió. Se echó el bulto al hombro y se encaminó a la puerta que estaba en las traseras del palacio.

—¡Ah, te marchas! —dijo él—. Muy bien, haz lo que quieras.

La vio salir con sus andares resueltos. Se fijó en la túnica mojada, pegada a sus glúteos firmes, y en sus talones desnudos ennegrecidos sobre el enlosado de la calle, hasta que torció una esquina y desapareció de su vista.

—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós para siempre! —gritó él con rabia dando un fuerte portazo.

Se apoyó en el fresco muro del zaguán. Su mente estaba en blanco, y el pulso le latía aceleradamente. En ese momento deseaba correr tras ella y golpearla como a una mula cerril, hasta domarla, o incluso matarla. Pero una idea acudió a su mente: la de que la violarían inmediatamente, en cuanto alguien se diera cuenta de que era una mujer que no le pertenecía a nadie. Por ahí, sola, no duraría ni un día sin que alguien le pusiera la mano encima. «Terminará en una mancebía, siendo de todo el mundo menos mía», pensó.

Salió y corrió como un loco por las calles. La hora de la siesta estaba terminando y comenzaban a abrirse los talleres. Subió una cuesta, atravesó varias plazoletas, pasó junto a las pequeñas mezquitas. Una gran angustia se apoderó de él cuando tomó conciencia de que en aquel laberinto le sería difícil encontrarla. La gente empezaba ya a transitar y los hortelanos se dirigían en sus pequeños asnos a los huertos de las afueras. Pensó que ella pretendería tal vez regresar a las montañas, y se dirigió en su loca carrera hacia la puerta de la ciudad.

Bajo el gran arco, un rebaño de cabras se apretujaba en su regreso de los pastos exteriores. Nahar se debatía entre los animales abriéndose paso hacia la puerta. Abuámir avanzó apartando a las cabras y la alcanzó. La sujetó por un brazo y tiró de ella. Forcejearon. Pero él consiguió dominarla y la llevó a empujones por las calles, hasta el palacio. En el zaguán, nada más cerrar la puerta, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí, mientras sentía seca y acartonada su garganta y el corazón que parecía querer escapársele del pecho.

—¡Nahar! ¡Nahar! ¡Te amo! ¡Quiéreme, por favor! ¡Te daré lo que desees! ¡Ámame, te lo ruego!

Ella estaba húmeda aún por el agua del estanque y por el sudor, pero su aroma era dulce y agradable, a almizcle y agua de rosas. Permanecía quieta, jadeante, pero dócil y suelta. Él la cubrió de besos, y de lágrimas. Siguió suplicándole, mientras le quitaba la túnica mojada y buscaba frenéticamente su cuerpo.