Fez, año 973
Desde su palacio en la parte más elevada de la medina, Abuámir contemplaba el contorno irregular de las murallas de Fez. La ciudad había sido fundada cien años atrás por Idris I, imán y soberano, y ahora, después de décadas de conflictos, rebeliones, saqueos e incendios, la pequeña mezquita que contenía el túmulo bajo el cual reposaban los restos del fundador seguía siendo venerada día a día por una población abigarrada, irregular, formada por toda la gama de razas que podían encontrarse en el norte de África, desde los claros y lampiños eslavos a los obscuros negros de Mauritania. Así era Fez, la más apretada concentración de gente, animales, mezquitas, talleres, mercados y fuentes que podía darse en un espacio tan reducido.
Como visir gobernador del Magreb Occidental, Abuámir podía haber escogido para su residencia Tánger o Ceuta, tal y como habían hecho sus antecesores; pero ¿no suponía eso a fin de cuentas seguir en Alándalus? Había traído consigo hombres y oro en cantidad suficiente para instalarse como un verdadero rey y, con el peligro idrisí conjurado después de la capitulación de Hachar al-Nasr, no necesitaba para nada tener un pie en la península. Había llegado para él el momento de saborear por primera vez el poder en toda su plenitud.
Los cielos de África son diferentes; lo apreció dejándose bañar por el suave sol de la tarde en la parte más alta de la terraza. Los dulces y anaranjados reflejos acariciaban el complejo conjunto de formas: paredes, cornisas, azoteas, tejados; las colinas cercanas, las más alejadas; las alamedas del río y los exuberantes palmerales que se extendían fuera de las murallas. En cambio, abajo, el laberinto de la medina se había ya obscurecido, en la umbría que propiciaban los elevados edificios que dominaban el irregular terreno sobre el que se asentaba la ciudad. Pero no por ello se paraba la vida; por el contrario, aunque cesaba el ruido de los cascos de los asnos en el empedrado, la gente seguía en la calle: vendedores, tratantes, forasteros, holgazanes, mendigos, ciegos, niños y soldados se lanzaban a un deambular que no se apagaba hasta la medianoche. Y algo de Fez no cesaba nunca; el fuerte olor a cuero que impregnaba la ciudad entera y que el calor del verano intensificaba en el ambiente, que en algunos lugares se hacía irrespirable.
Un criado subió para avisarle que los invitados estaban ya en el patio. Abuámir interrumpió entonces su absorta contemplación al recordar que esa noche había de dar una fiesta a los magnates llegados desde las principales regiones leales a Córdoba. Descendió la escalera que conducía al bajo y, al llegar a la galería, se topó con el delicioso perfume que los criados habían derramado por el patio de columnas.
Los señores de Tremecen, Ovjda y Taza estaban ya allí, ataviados con riquísimos ropajes: túnicas de brocado, capas de fieltro y seda, turbantes de finísimo algodón, espadas enfundadas en brillante plata ornada de pedrería y babuchas de suave piel de gacela. Como una sola persona, los tres se arrojaron a los pies de Abuámir. Luego entraron sus criados portando los regalos: colmillos de elefante, huevos de avestruz, pieles de serpiente, halcones, esencias, especias, piedras de almizcle selecto, alfombras… Y una sorpresa que guardaban para el final: cuatro mujeres, cuyas bellezas permanecían completamente ocultas bajo largas túnicas y velos que las cubrían de la cara a los pies.
Abuámir les agradeció los presentes y les indicó que pasaran a la mesa, que estaba dispuesta en el centro del patio, sobre un colorido suelo de tapices cubiertos de aromáticos pétalos de rosas.
A diferencia de lo que sucedía en Córdoba, los patios de Fez eran de dimensiones reducidas, y la elevación de los edificios los hacía recogidos e íntimos, como único centro de la casa al que daban todas las estancias. Los palacios estaban, pues, edificados más a lo alto que a lo ancho.
No es que Abuámir no se divirtiera en aquella comida con los rudos señores africanos; pero a él le hubiera gustado beber vino, algo que no admitían las estrictas tradiciones del reino idrisí. Aunque los invitados tenían su propia forma de divertirse: desde que llegaron no hicieron otra cosa que contar chistes picantes y hacer alusiones a la actividad sexual de cada uno de ellos. Esto sorprendió a Abuámir, puesto que el más joven tendría más de setenta años. A él le preguntaban constantemente cuántas veces lo hacía, cuántas mujeres tenía y qué recursos usaba para mantener su potencia. No era eso a lo que él estaba acostumbrado en Córdoba, donde las pasiones de cada uno formaban parte de su esfera íntima.
Finalmente terminó por aburrirse. Pero aún no sabía lo que le esperaba. Uno de aquellos viejos nobles sacó una cajita de entre sus vestiduras y la puso encima de la mesa.
—¡Ahora veréis! —dijo, abriendo la caja.
—¡Oh, alas de mosca verde! —exclamó otro de los ancianos.
—Nada de eso —replicó el de la caja—. Se trata de mosca azul, de las montañas. Me han costado seis dinares de oro.
—¡Ah! —exclamaron los otros al unísono.
Abuámir no comprendía nada de aquello, hasta que se sorprendió al ver que cada uno de los nobles se echaba un pellizco de aquellas alas a la boca y lo tragaba con un buche de sirope.
Extrañados, viendo que Abuámir no hacía lo mismo, le preguntaron:
—¿Eh? ¿No tomas alas? ¿No las necesitas?
—¿Para qué? —preguntó Abuámir.
—¡Ah, ja, ja, ja…! —Rieron.
—Pues ¿para qué va a ser? Para que se te ponga… —dijo uno de ellos con un gesto muy expresivo.
—¡Ah, ya! —respondió Abuámir. Y, para no desairarlos, tomó también un pellizco de aquellas alas de mosca.
Otro de los jefes colocó entonces un envoltorio encima de la mesa; deslió un cordel y varios pedazos de telas, y apareció una especie de cuerno grueso.
—¡Oh, un cuerno de unicornio! —exclamó uno de los viejos.
—¿Eh? ¿De unicornio? —preguntó atónito Abuámir.
—Sí —respondió el anciano jefe—. En las praderas del país de los negros se cría una bestia enorme; su carne es basta y dura, pero el cuerno que le crece encima de la nariz es lo más preciado para sustentar la fortaleza del varón en las cosas del amor. Verás, ordena que traigan un mortero.
Un criado obedeció la orden, y el viejo rayó con una navaja el cuerno extrayendo unas esquirlas que luego machó con habilidad en el mortero. Añadió un chorro de agua y se lo ofreció al resto de los comensales.
—Basta con un par de tragos —dijo.
Todos bebieron. Y, cuando el último hubo apurado el recipiente, el tercer jefe sacó también algo y lo depositó en la mesa.
—¡Ah, mandrágora! —dijeron los otros dos.
—Sí —dijo el viejo—. La raíz con forma de cuerpo de hombre, que al ser arrancada de la tierra da un grito de horror que hace morir inmediatamente al que lo escucha.
—Entonces, ¿cómo se consigue? —preguntó Abuámir.
—¿No lo sabes? —dijo el jefe—. Sólo hay una manera: cuando se encuentra la planta, se ata una cuerda al tallo, cuyo extremo se anuda a su vez al collar de un perro. Después, el que recolecta la raíz se aleja a una buena distancia y llama al perro. El animal corre hacia su amo y saca la raíz en forma de hombrecillo cuya sangre lleva la sustancia más beneficiosa que pueda hallarse.
—¡Hummm…! ¡Qué interesante! —comentó Abuámir.
El anciano tostó un pedazo de la raíz en el fuego y luego lo majó en el mortero junto con un puñado de hierbas.
—¡Hala, comed! —dijo ofreciéndolo.
Una vez más, todos tomaron aquello. Y el que parecía ser el mayor de todos y por lo visto llevaba la voz cantante se puso en pie y se frotó las manos.
—Y ahora, hermanos —dijo—, apliquémonos a esas muchachas.
Las cuatro mujeres se habían sentado algo retiradas, bajo la galería del patio, y dormitaban apoyadas las unas contra las otras. El anciano se acercó a ellas y les dio con el pie.
—¡Eh, vosotras, vamos, acercaos a la mesa! Las mujeres bostezaron, se desperezaron y se pusieron en pie temerosas.
—¡Hala, hala, venid, ricas! —las llamó otro de los jefes—. ¡Que no os va a pasar nada malo!
El más anciano las acercó a empujones; les descubrió el rostro a las cuatro y acercó a ellas una lámpara.
—¡Qué! ¿Qué os parecen? —preguntó con una sonrisa que mostraba unas desdentadas y ennegrecidas encías.
Las cuatro mujeres eran de belleza espectacular. Y parecían escogidas para todos los gustos: una de pequeña estatura, otra alta y algo gruesa, otra de piel totalmente negra y una cuarta esbelta y bien proporcionada, que se cubrió el rostro inmediatamente con las manos.
—¡Oye, tú! —recriminó el viejo a esta última—. ¿Pero quién te has creído que eres? ¡Muéstrate! —La agarró por el cabello y comenzó a propinarle bofetadas.
—¡Déjala! —exclamó Abuámir.
—Ah, bueno, si la prefieres… —dijo el jefe—. Pero te advierto que es la más descarada. —La agarró por un brazo y la sentó de un empujón sobre las piernas de Abuámir.
La muchacha se cubrió inmediatamente y, rígida, se echó a temblar. Abuámir estaba sorprendido ante todo aquello.
—¡Ji, ji, ji…! —Reía el desdentado anciano, mientras iba repartiendo a las jóvenes—. ¿A que son majas? Son vírgenes las cuatro; hijas de los rebeldes rífenos. Yo mismo le entregué a Galib las cabezas de sus padres y sus hermanos —explicó—. Mis mujeres las han bañado, perfumado y vestido con cariño para esta noche tan especial.
La escena que se produjo a continuación desconcertó aún más a Abuámir: uno de los ancianos desnudó a una de las jóvenes y, tras verterle miel en el pecho, empezó a lamérsela con una larga lengua; otro de ellos se arrojó encima de otra muchacha y comenzó a tratarla con gran brusquedad; y el tercero, sin ningún pudor, se quitó la ropa y empezó a aprovecharse de la que le correspondía.
Abuámir se puso en pie de repente y se excusó:
—Lo siento, amigos, pero en mi país no estamos acostumbrados a satisfacer nuestras pasiones en público; me retiro.
Los ancianos se miraron con gesto de extrañeza, y el que llevaba la voz cantante dijo, encogiéndose de hombros:
—Como quieras; si prefieres desvirgarla en tu alcoba…
Abuámir tomó a la joven de la mano y subieron las escaleras. Al llegar a la habitación, la muchacha, que permanecía con el rostro cubierto, se echó en la cama y se subió la túnica, mostrando un vientre liso y de morena piel.
—¿Qué haces? —le dijo Abuámir.
—¡Vamos, maldito cerdo, a qué esperas! —dijo ella con rabia—. ¡Toma lo que te corresponde!
Abuámir sonrió y dijo con calma:
—¿Crees que yo robaría algo que puedo conseguir por mí mismo? ¿Piensas que soy de la calaña de esos asquerosos viejos?
La mujer le miraba con unos fieros ojos negros, bajo las alargadas y perfectas cejas obscuras; jadeaba como un animal enfurecido y dispuesto a saltar sobre su acosador. Un gran velo le cubría el rostro, el cuello y el pecho, y un espeso turbante ocultaba el color de su pelo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Abuámir, como queriendo romper aquella tensión.
—¡No te importa! —le espetó ella.
—¡Vaya, qué orgullo! —comentó él—. ¿No quieres que seamos amigos?
—¡Cabrón! —contestó ella—. ¡Hazte amigo de las cabras con las que fornicas!
—Bueno, bueno… Veo que no hay forma de razonar contigo. Está bien. Apártate de ahí, ésa es mi cama y quiero dormir; hoy ha sido un día muy fatigoso para mí.
Ella seguía rígida, mirándole con felinos ojos. Su pecho se alzaba y bajaba bruscamente bajo el velo morado, a causa de su respiración violenta, y sus manos crispadas aferraban la manta. No se movió ni dijo nada.
—¿No me has oído? —insistió Abuámir—. Apártate de ahí ahora mismo.
Ella no se inmutó. Abuámir se fue hacia ella y la agarró fuertemente por las muñecas para levantarla de la cama. Ella se abalanzó entonces sobre él y le clavó las uñas en el rostro, al tiempo que le mordía un hombro.
—¡Pero qué…! —soltó él—. ¿Estás loca?
Se inició un forcejeo. La muchacha era fuerte y manoteaba en un desenfrenado e histérico ataque, lanzaba las rodillas y golpeaba a Abuámir en el estómago. Él se enfureció, la sujetó por el turbante para inmovilizarla. Las telas se desprendieron, el velo cayó, y apareció el rostro y una larguísima, brillante y ondulada cabellera negra.
Abuámir la empujó y ella quedó recostada en la pared, con un gesto agresivo que resaltaba sus rasgos. La habitación estaba en penumbra, pero él se sorprendió al ver su cuello esbelto, sus perfectas facciones y sus hombros finos, brillantes de sudor, iluminados por la tenue luz de la vela. Acercó la llama y se maravilló aún más al contemplar su piel que parecía de bronce, morena, tersa y resplandeciente.
—¡Dios, qué hermosa eres! —exclamó, con una sorpresa que brotaba del fondo de su alma. Ella entonces se tiró al suelo y se acurrucó en un rincón, llorando y gritando:
—¡No, por favor! ¡No me hagas daño! ¡No me desvirgues! ¡Por Alá! ¡Por la santa memoria del Profeta!
—Vamos, vamos —la calmó él—. ¿No te he dicho ya que no te haré nada? Puedes marcharte, ahí mismo tienes la puerta.
Abuámir abrió la puerta y le mostró la salida a la joven. Ella se puso en pie, pero cuando iba a salir se volvió hacia él y rompió a gemir nuevamente.
—¿Quieres que esos viejos me quiten lo que tú has respetado?
—Bien, puedes quedarte ahí si quieres —respondió él. Cogió la manta y se la dio a la mujer.
Ella se tendió en el suelo, a un lado de la cama. Abuámir se acostó, sopló la vela y la obscuridad se hizo en la alcoba. Durante un buen rato estuvo intentando dormirse, pero oía los lamentos de la joven. Luego, como queriendo calmarla, dijo:
—¿No quieres decirme cómo te llamas? ¡Por Alá!
Pareció que no contestaría, pero al cabo dijo:
—Nahar.
—¡Vaya, menos mal! —comentó él—. Creí que no conocería tu nombre. ¿Querrás decirme ahora lo que te ha sucedido? ¿Cómo fuiste a parar a manos de esos hombres?
—Ya oíste lo que contó ese viejo baboso —respondió Nahar—. Mi padre se rebeló y se puso a favor del príncipe idrisí; después sus propios hombres le traicionaron. Una mañana llegaron los guerreros de Tremecen, entre los que estaban algunos de mis parientes, y me arrancaron de los brazos de mi madre para entregarme a ese jefe. Nadie me puso la mano encima. ¡Te lo juro! Mi flor está intacta…
—Bueno, bueno. Aquí no te pasará nada. Ahora duerme. Mañana seguiremos hablando.
Por la mañana, Abuámir despertó, después de haber dormido escasamente, impresionado por lo que había sucedido la noche anterior. Nahar yacía en el suelo, envuelta en la manta y con su espectacular cabellera desparramada por el tapiz de blanca lana. La primera luz entraba por un ventanuco y él se maravilló contemplando la gran belleza de la muchacha. No quiso despertarla. Bajó al patio central del palacio. Los tres jefes estaban roncando sobre las alfombras junto a las otras mujeres. Él entrechocó las palmas y gritó:
—¡Vamos, fuera de aquí! ¿Os habéis creído que esto es una mancebía? ¡Recoged vuestras cosas y marchaos!
Los jefes se levantaron asustados y se fueron con sus caballos, sus criados y las mujeres.
Abuámir regresó entonces a la alcoba. Nahar se había cubierto el cabello y el rostro y estaba en un rincón. Nada más verle entrar, le preguntó:
—¿Piensas venderme?
—No —respondió él—. ¿Tienes adónde ir?
—Mataron a toda mi familia —contestó ella—. En mi casa ahora vivirá otra gente.
—Bien —sentenció él—. Puedes quedarte aquí. Ve a la cocina y que las mujeres se ocupen de ti.